No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El ideal de un calavera

De Alberto Blest Gana



Primera Parte

Escenas de Campo

(Fragmento)

I

Un sentimiento de profunda simpatía nos ha inspirado siempre a estas palabras que pronunció un joven en la más solemne circunstancia de su vida:

-¡Adiós amor, única ambición de mi alma!

Por más que la popular malignidad se empeñara después en desfigurarlas, atribuyéndoles una significación  indecorosa, siempre despertarán en los que conozcan su verdadero sentido, esa profunda simpatía que no puede negarse a las grandes pasiones ni a los grandes infortunios.

A fin de conocer hasta qué punto son esas palabras un lamento tristísimo de una alma consagrada al culto de una idea fija, conviene saber la ocasión en que fueron pronunciadas.

Había junto al que las dijo unos banquillos en que, como él, esperaban la muerte algunos jóvenes, que una inmensa turba contemplaba con avidez.

Un piquete de tropa con fusil al hombro, aguardaba la señal de su jefe para consumar el sacrificio.

El joven que nos ocupa, al ver llegar la hora fatal, se golpeó la frente con la mano, y dijo aquellas palabras con expresión de melancólico despecho muy difícil de pintar.

Recogiólas el vulgo, cuando el cuerpo del que acababa de hacerlas oir se agitaba sobre el banquillo, en las últimas convulsiones de agonía.

Comentólas después la malignidad popular, y como el vulgo se detiene muy poco a investigar el origen de lo que causa sus impresiones, decidió por mayoría que el Teniente Manríquez se había ocupado, en presencia de la muerte, de las ideas licenciosas que durante su vida le granjearon su popularidad de libertino.

Nosotros oímos repetir esas palabras en nuestra infancia y nos produjeron la impresión que dejan las palabras o los hechos que la ignorancia de la niñez reviste con el ropaje prestigioso del misterio.

Andando el tiempo, se han alzado delante de nosotros, en algunas conversaciones íntimas, ciertas voces en defensa de aquella víctima de un destino fatal. -Esas voces correspondían a las que nuestro corazón ha empleado siempre para abogar por la causa de sus primeras y misteriosas simpatías.

Y así repetíamos, uniéndonos a sus escasos defensores:

-¡Pobre Manríquez!

¿No encerraba su exclamación postrera un adiós desesperado a las esperanzas desvanecidas?

¿Qué imagen de mujer huía en ese momento supremo del horizonte, que la febril imaginación de aquel joven iluminaba con sus fulgidos resplandores?

¿Qué irresistible fuerza arrebataba el alma de ese condenado a muerte a la contemplación aterradora de los misterios del sepulcro, y le arrancaba, al morir, una impresión de mundanales sentimientos?

El amor ocupa un espacio tan considerable den la historia de la humanidad, que siempre nos ha parecido digna de estudio de la vida del pobre Maríquez, como un rasgo característico, que merece añadirse a la filosofía de la historia.

Por lo demás, la causa de Manríquez encontrará siempre un tribunal indulgente entre las personas dotadas de un corazón sensible y delicado.

Y la viva simpatía de las mujeres, rodeará de su exquisito perfume la tumba solitaria del que, en pocas palabras, les consagró al borde del patíbulo, el poema de su indefinida y ardiente adoración.

El tiempo y la perseverancia para seguir el hilo de esa vida, nos han puesto en aptitud de diseñar su carácter fantástico y sentimental, que las exterioridades revistieron durante su existencia en colores desfavorables, y que sus últimas palabras, iluminaron con su luz verdadera a los ojos de los fisiologistas morales, que gustan apreciar a los hombres como objetos de curiosas, cuando no útiles investigaciones.

Esas palabras, en efecto, son una especie de relámpago salido del pecho de Manríquez para iluminar las tinieblas de su existencia. Ellas explican los caprichos y el desatino de su cerebro, que, las gentes acostumbradas a medir las acciones de sus semejantes con el prosaico criterio de su apego al materialismo, calificaron de tocado.

¿Semejantes, dijimos?

El poder de la costumbre, nos hace emplear esta palabra, en cuya significación estamos muy lejos de creer, cuando con ella se pretende designar a los individuos de la humana familia.

La identidad de la organización física nos hace incurrir en este error gravísimo.

Washington habría protestado de su semejanza con cualquiera de los héroes opresores de la humanidad, incluso Napoleón. Isabel la Católica habría protestado contra los paralelos que han venido a establecer los historiadores entre Isabel de Inglaterra y ella.

El liberador de los Estados Unidos y la protectora de Colón, habrían invocado en su defensa el poder de esa llama sagrada, que ardió en sus pechos y que todos acatan con el nombre de virtud.

Tomando por base de comparación el alma humana, el número de semejantes que cada ser racional tiene en el mando es muy reducido, con relación a los millones de seres que pueblan el universo. - Pensando en ello, diríase que Dios, no contento con dar al vulgo de las gentes una prueba de su poder, con la variedad de objetos que forman la naturaleza física, dotó las almas de una infinita variedad de atributos, para confundir la presunción investigadora y deductiva de los pensadores. De aquí también la razón porqué el estudio del alma será infinito como la marcha del progreso. Sin embargo de esa variedad sorprendente, pueden hacerse dos especies de clasificaciones, que a su vez se subdividen en una multitud de categorías diversas.

Almas que al nacer reciben el germen de lo que serán en su transcurso por el mundo. Y almas que, como las naves en el mar, flotarán a impulso del viento caprichoso de las circunstancias.

Dejemos a un lado a las primeras.

Hablemos de las últimas, porque a ellas pertenecía el alma de Manríquez.

Algunas de éstas, empujadas por vientos bonancibles, llegan hasta el puerto con su velamen casi intacto.

Otras, sólo dejan algunos jirones de las tempestades de su existencia, pero terminan su travesía, llegando victoriosas al puerto del eterno reposo.

Y otras, en fin, combatidas por recios vendavales, llegan desmanteladas a estrellarse contra los obstáculos que las destrozan y anonadan.

El alma de Manríquez, digámoslo también, pertenecía a esta tercera subdivisión.

Sus pasiones, desencadenadas en deshecha tormenta por las fortuitas circunstancias que componen el destino de todo ser humano, lanzaron ese rugido al estrellarle, ricas de vigor y de juventud, contra el banco del patíbulo, en que un pueblo curioso le vio arrostrar la muerte en arrogancia impávida.

Pero, en ese rugido de león hambriento, se dejaba percibir el eco de vaga melancolía. Por eso dijimos su causa "encontrará siempre un tribunal indulgente entre las personas dotadas de un corazón sensible y delicado".

Veamos, pues, la historia del que exclamaba, golpeándose la frente al morir:

-¡Adiós amor, única ambición de mi alma!


De cómo al fin lloró Juan Pablo

De Mariano Azuela


A la memoria del General Leocadio Parra,
asesinado por el carrancismo.


Juan Pablo está encapillado; mañana, al rayar el alba, será conducido a su celda, entre clangor de clarines y batir de tambores, al fondo de las cuadras del cuartel, y allí, de espaldas a un angosto muro de adobes, ante todo el regimiento, se le formará el cuadro y será pasado por las armas.

Así paga con su vida el feo delito de traición.

¡Traición! ¡Traición!

La palabreja pronunciada en el Consejo Extraordinario de Guerra de ayer se ha clavado en mitad del corazón de Juan Pablo como un dardo de alacrán.

"Traición". Así dijo un oficialito, buen mozo, que guiñaba los ojos y movía las manos como esas gentes de las comedias. Así dijo un oficialito encorseletado, relamido, oloroso como las mujeres de la calle; un oficialito de tres galones muy brillantes... galones vírgenes.

Y la palabreja da vueltas en el cerebro de Juan Pablo como una idea fija en la rueda sin fin del cerebro de un tifoso.

"Traición!, ¡traición! ¿Pero traición a quién?"

Juan Pablo ruge, sin alzar la cabeza, removiendo la silla y haciendo rechinar sus ferradas botas en las baldosas.

La guardia despierta:

"¡Centinela aaalerta!..."

"¡Centinela aaalerta!..."

Las voces se repiten alejándose, perdiéndose de patio en patio, hasta esfumarse pavorosas y escalofriantes en un gemido del viento. Después ladra un perro de la calle. Ladrido agudo, largo, plañidero, de una melancolía desgarradora, casi humana.

El día que llegó a Hostotipaquillo el periódico de México con la relación mentirosa de las hazañas del beodo Huerta y su cafrería, Pascual Bailón, hábil peluquero, acertado boticario y pulsador a las veces de la séptima, convocó a sus íntimos:

"Pos será bueno acabar ya con los tiranos", respondió Juan Pablo que nunca hablaba.

Entonces Pascual Bailón, personaje de ascendiente, empapado en las lecturas de don Juan A. Mateos, y de don Ireneo Paz y de otros afamados escritores, con gesto épico y alcanzando con su verbo  las alturas del cóndor, dijo así:

"Compañeros, es de cobardes hablar en lenguas, cuando ya nuestros hermanos del norte están hablando en pólvora."

Juan Pablo fue el primero en salir a la calle.

Los conjurados, en número de siete, no hablaron en pólvora porque no tenían ni pistolas de chispa; tan bien hablaron en hierro, que dejaron mudos para siempre a los tiranos del pueblo, al alcalde y los jenízaros de la cárcel municipal, amén de ponerle fuego a La Simpatía (abarrotes y misceláneas) de don Telésforo, el cacique principal.

Pascual Bailón y los suyos remontaron a las barrancas de Tequila. Luego de su primera escaramuza con los federales, verificóse un movimiento jerárquico radical; Pascual Bailón, que procuraba ponerse siempre  a respetable distancia de la línea de fuego, dijo que a eso él le llamaba, con la historia, prudencia; pero los demás, que ni leer sabían, en su caló un tanto rudo, mas no desprovisto de color, dijeron que eso se llamaba simplemente "argolla".

Entonces, por unanimidad de pareceres, tomó la jefatura de la facción Juan Pablo, que en el pueblo sólo se había distinguido por su retraimiento hosco y por su habilidad muy relativa para calzar una reja, aguzar un barretón o sacarle filo a un machete. Valor temerario y serenidad fueron para Juan Pablo como para el aguilucho desplegar las alas y hender los aires.

Al triunfo de la revolución podía ostentar, sin mengua de la vergüenza y del pudor, sus insignias de general.


Las parejas de enamorados que gustan de ver el follaje del jardín Santiago Tlatelolco, tinto en oro vaporoso del sol naciente, tropezaron a menudo con un recio mocetón, tendido a la bartola en una banca, en mangas de camisa, desnudo el velloso pecho; a veces contemplando embebecido un costado mohoso y carcomido de la iglesia; sus vetustas torrecillas desiguales que recortan claros zafirinos, débilmente rosados por la hora; otras veces un número de El Pueblo, a deletrea que deletrea.

Juan Pablo, de guarnición en la capital, poco sabe de periódicos desde que Pascual Bailón, nuevo Cincinato, después de salvar a la patria, se ha retirado a la vida privada a cuidar sus intereses (una hacienda en Michoacán y un ferrocarrilito muy regularmente equipado); pero cuando el título del periódico viene en letras rojas y con la enésima noticia de que "Doroteo Arango ha sido muerto" o que "el gobierno ha rehusado el ofrecimiento de quinientos millones de dólares que le ofrecen los banqueros norteamericanos", o bien como ahora que "ya el pueblo está sintiendo los inmensos beneficios de la revolución", entonces compra el diario. Excusando decir que Juan Pablo prohíja la opinión de El Pueblo de hoy: su chaleco está desabrochado porque no le cierra más; la punta de su nariz se empurpura y comienzan a culebrear por ella venas muy erectas, y a su lado juguetea una linda adolescente vestida de tul blanco floreado, con un listón muy encendido en la nuca, otro más grande y abierto como mariposa de fuego al extremo de la trenza que cae pesada en medio de unas caderas que comienzan a penas a ensanchar.

Juan Pablo acaba rendido la lectura de "los inmensos beneficios de la revolución le ha traído al pueblo", a la sazón que sus ojos reparan  en el centenar de mugrientos, piojosos y cadavéricos que están haciendo cola a lo largo de la duodécima calle del Factor, en espera de que abra sus puertas un molino de nixtamal. Juan Pablo frunce el ala a la izquierda de su nariz y se inclina a rascarse un tobillo. No es que Juan Pablo, herido por la coincidencia, haya reflexionado. No. Juan Pablo ordinariamente no piensa. Lo que ocurre en las reconditeces de su subconciencia suele exteriorizarse así: un fruncir de nariz, un sordo escozor, algo así como si le paseara una pulga por las pantorrillas. Eso es todo.


Y bien, es ésta la tercera vez que Juan Pablo está encapillado. Una por haberle desbaratado la cara a un barbilindo de la Secretaría de Guerra; otra por haber alojado en la cabeza de un pagador la cabeza de un revóver. Todo por nada, por minucias de servicio. Porque en la lógica de mezquite de Juan Pablo no cabrá jamás eso de que después del triunfo de la revolución del pueblo sigan como siempre unos esclavizados a los otros. En su regimiento, en efecto, jamás se observó más línea de conducta que ésta: "No volverle jamás la espalda al enemigo." El resto avéngaselo cada cual como mejor le cuadre. Se comprende qué hombres llevaría consigo Juan Pablo. Se comprende cómo lo adoraría su gente. Y se comprende también que por justos resquemores de esa gente el gobierno haya puesto dos veces en libertad a Juan Pablo.

Sólo que la segunda salió de la prisión a encontrarse con una novedad: su regimiento disuelto, sus soldados incorporados a cuerpos remotísimos: unos en Sonora, otros en Chihuahua, otros en Tampico y unos cuantos en Morelos.

Juan Pablo, general en depósito sin más capital que su magnífica Colt izquierda, sintió entonces la nostalgia del terruño lejano, de sus camaradas de pelea, de su libertad más mermada hoy que cuando majaba el hierro, sin más tiranos en la cabeza que el pobre diablo de la Simpatía (abarrotes y misceláneas) y los tres o cuatro "gatos" que fungían como gendarmes municipales, excelentes personas por lo demás, si uno no se mete con ellos. Juan Pablo así lo reconoce ahora, suspirando y vueltas las narices al occidente.

Una noche, cierto individuo que de días atrás viene ocupando el sitio de frontero a Juan Pablo en el restaurante se rasca la cabeza, suspira y rumora: "Los civilistas nos roban."

Juan Pablo, cejijunto, mira a su interlocutor, come y calla.

Al día siguiente: "Los civilistas se han apoderado de nuestra cosecha; nosotros sembramos la tierra, nosotros la regamos con nuestra propia sangre."

Juan Pablo deja el platillo un instante, pliega el ala izquierda de la nariz, se inclina y rasca un tobillo. Luego come y calla.

Otro día: "Los civilistas ya no son las moscas, ahora se han sentado a la mesa y a nosotros nos arrojan, como al perro, las sobras del banquete."

Juan Pablo, impaciente al fin, pregunta: "¿Por eso, pues, quiénes jijos de un... son esos civilistas?"

"Los que nos han echado de nuestro campo... los catrines..."

La luz se hace en el cerebro de Juan Pablo.

Al día siguiente es él quien habla: "Sería bueno acabar con los tiranos."

Su amigo lo lleva por la noche a una junta secreta por un arrabal siniestro. Allí están reunidos ya los conjurados. Uno, el más respetable, diserta con sombrío acento sobre el tema ya es tiempo de que al pueblo demos patria.

Alelado, Juan Pablo no siente cuando las puertas y las ventanas contiguas se cuajan de brillantes cañones de fusil.

Un vozarrón: "¡Arriba las manos!"

Todo el mundo las levanta. Juan Pablo también las levanta: mejor dicho alza la derecha empuñando vigorosamente el Colt izquierda.

"¡Ríndase o hago fuego!", ruge una voz tan cerca de él que le hace dar un salto de fiera hacia atrás. Y Juan Pablo responde vaciando la carga de su revólver.

En medio de la blanca humareda, entre el vivo fulgor de los fogonazos, bajo la turbia penumbra de un farol grasiento, Juan Pablo, crispada la melena, blancos los dientes, sonríe en su apoteosis.

Cuando los tiros se agotan y no queda figura humana en los oscuros huecos de puertas y ventanas, caen sobre él como un rayo los mismos conjurados.

Agarrotado de pies y manos, Juan Pablo sigue sonriendo.

No hay jactancia alguna, pues, en que Juan Pablo diga tantas veces se ha encontrado frente a frente con la muerte que ya aprendió a verla de cara sin que le tiemblen las corvas.

Si hoy lleva seis horas enclavado a una silla de tule, la vigorosa cabeza hundida entre sus manos nervudas y quemadas, es porque algo más cruel que la muerte lo destrozan. Juan Pablo oye todavía: "¡Traición... traición...!", cuando una a una caen lentas y pausadas las campanadas del alba.

"¿Pero traición a quién, Madre mía del Refugio?"

Sin abrir los ojos está mirando el altarcito en uno de los muros del cuartucho; una estampa de Nuestra Señora de Refugio, dos manojos de flores ya marchitas y una lamparita de aceite que derrama su luz amarillenta y funeraria. Entonces dos lagrimones se precipitan a sus ojos.

"¡Imposible! -Juan Pablo da un salto de león herido-...¡Imposible!..."

Clarividencias de moribundo le traen viva la escena su infancia, ruidoso covachón, negro de hollín, gran fuego en el hogar, y un niño de manos inseguras que no saben tener la tenaza y escapar del hierro candente... Luego un grito y los ojos se llenan de lágrimas... Al extremo de la fragua se yergue un viejo semidesnudo, reseco, como corteza de roble, barbado en grandes madejas como ixtle chamuscado:

"¿Qué es eso, Juan Pablo?... ¡Los hombres no lloran!"


En huecas frases revestidas de hipocresía reporteril, la prensa dice que el ajusticiado murió con gran serenidad. Agregan los reporteros que las últimas palabras del reo fueron éstas: "No me tiren a la cara", y que con tal acento las pronunció, que más parecía dictar una orden que implorar una gracia.

Parece que la escolta estuvo irreprochable. Juan Pablo dio un salto adelante, resbaló y cayó tendido de cara a las estrellas, sin contraer más una sola de sus líneas.

Esto fue lo que vieron los reporteros.

Yo vi más. Vi cómo en los ojos vitrificados de Juan Pablo asomaron tímidamente dos gotitas de diamantes que crecían, crecían, que se dilataban, que parecían querer desprenderse, que parecían querer subir al cielo... sí, dos estrellas...


1918

La cuidad y los perros

de Mario Vargas Llosa



(Fragmento)

I
-Cuatro -dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.

-Cuatro -repitió el Jaguar- ¿Quién?
-Yo -murmuró Cava- Dije cuatro.
-Apúrate -replicó el Jaguar- Ya sabes, el segundo de la izquierda.

Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón de] colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.

-¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? -dijo Boa: un cuerpo y una voz desmesurados, un plumero de pelos grasientos que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de Ojos hundidos por el sueño. Tenía la boca abierta, del labio inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había vuelto a mirarlo.

-Entro de imaginaria a la una -dijo Boa-. Quisiera dormir algo.
-Váyanse -dijo el Jaguar- Los despertaré a las cinco.

Boa y Rulos salieron. Uno de ellos tropezó al cruzar el umbral y maldijo.

-Apenas regreses, me despiertas -ordenó el Jaguar- No te demores mucho. Van a ser las doce.
-Sí -dijo Cava. Su rostro, por lo común impenetrable, parecía fatigado-. Voy a vestirme.

Salieron del baño. La cuadra estaba a oscuras, pero Cava no necesitaba ver para orientarse entre las dos columnas de literas; conocía de memoria ese recinto estirado y alto. Lo colmaba ahora una serenidad silenciosa, alterada instantáneamente por ronquidos o murmullos. Llegó a su cama, la segunda de la derecha, la de abajo, a un metro de la entrada. Mientras sacaba a tientas del ropero el pantalón, la camisa caqui y los botines, sentía junto a su rostro el aliento teñido de tabaco de Vallano, que dormía en la litera superior. Distinguió en la oscuridad la doble hilera de dientes grandes y blanquísimos del negro y pensó en un roedor. Sin bulla, lentamente, se despojó del pijama de franela azul y se vistió. Echó sobre sus hombros el sacón de paño. Luego, pisando despacio porque los botines crujían, caminó hasta la litera del Jaguar, que estaba al otro extremo de la cuadra, junto al baño.

-Jaguar.
-Sí. Toma.

Cava alargó la mano, tocó dos objetos fríos, uno de ellos áspero. Conservó en la mano la linterna, guardó la lima en el bolsillo del sacón.

-¿Quiénes son los imaginarias? -preguntó Cava;
-El poeta y yo.
-¿Tú?
-Me reemplaza el Esclavo.
-¿Y en las otras secciones?
-¿Tienes miedo?

Cava no respondió. Se deslizó en puntas de pie hacia la puerta. Abrió uno de los batientes, con cuidado, pero no pudo evitar que crujiera.

-¡Un ladrón! -gritó alguien, en la oscuridad- ¡Mátalo, imaginaria!

Cava no reconoció la voz. Miró afuera: el patio estaba vacío, débilmente iluminado por los globos eléctricos de la pista de desfile, que separaba las cuadras de un campo de hierba. La neblina disolvía el contorno de los tres bloques de cemento que albergaban a los cadetes del quinto año y les comunicaba una apariencia irreal. Salió. Aplastado de espaldas contra el muro de la cuadra, se mantuvo unos instantes quieto y sin pensar. Ya no contaba con nadie; el Jaguar también estaba a salvo. Envidió a los cadetes que dormían, a los suboficiales, los soldados entumecidos en el galpón levantado a la otra orilla del estadio. Advirtió que el- miedo lo paralizaría si no actuaba. Calculó la distancia: debía cruzar el patio y la pista de desfile; luego, protegido por las sombras del descampado, contornear el comedor, las oficinas, los dormitorios de los oficiales y atravesar un nuevo patio, éste pequeño y de cemento, que moría en el edificio de las aulas, donde habría terminado el peligro: la ronda no llegaba hasta allí. Luego, el regreso. Confusamente, deseó perder la voluntad y la imaginación y ejecutar el plan como una máquina ciega. Pasaba días enteros abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a acciones que apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía una lucidez insólita.

Comenzó a avanzar pegado a la pared. En vez de cruzar el patio, dio un rodeo, siguiendo el muro curvo de las cuadras de quinto. Al llegar al extremo, miró con ansiedad: la pista parecía interminable y misteriosa, enmarcada por los simétricos globos de luz en torno a los cuales se aglomeraba la neblina.

Fuera del alcance de la luz, adivinó, en el macizo de sombras, el descampado cubierto de hierba. Los imaginarias solían tenderse allí, a dormir o a conversar en voz baja, cuando no hacía frío. Confiaba en que una timba los tuviera reunidos esa noche en algún baño. Caminó a pasos rápidos, sumergido en la sombra de los edificios de la izquierda, eludiendo los manchones de luz. El estallido de las olas y la resaca del mar extendido al pie del colegio, al fondo de los acantilados, apagaba el ruido de los botines.

Al llegar al edificio de los oficiales se estremeció y apuró el paso. Después, cortó transversalmente la pista y se hundió en la oscuridad del descampado.

Un movimiento próximo e inesperado devolvió a su cuerpo, como un puñetazo, el miedo que empezaba a vencer. Dudó un segundo: a un metro de distancia, brillantes como luciérnagas, dulces, tímidos, lo contemplaban los ojos de la vicuña. "¡Fuera!", exclamó, encolerizado. El animal permaneció indiferente. "No duerme nunca la maldita", pensó Cava. "Tampoco come. ¿Por qué no se ha muerto?- Se alejó. Dos años y medio atrás, al venir a Lima para terminar sus estudios, lo asombró encontrar caminando impávidamente entre los muros grises y devorados por la humedad del Colegio Militar Leoncio Prado, a ese animal exclusivo de la sierra. ¿Quién había traído la vicuña al colegio, de qué lugar de los Andes?

Los cadetes hacían apuestas de tiro al blanco: la vicuña apenas se inquietaba con el impacto de las piedras. Se apartaba lentamente de los tiradores, con una expresión neutra. "Se parece a los indios", pensó Cava. Subía la escalera de las aulas. Ahora no se preocupaba del ruido de los botines; allí no había nadie, fuera de los bancos, los pupitres, el viento y las sombras. Recorrió a grandes trancos la galería superior. Se detuvo. El chorro mortecino de la linterna le descubrió la ventana. "El segundo de la izquierda", había dicho el Jaguar. Electivamente, estaba flojo. Fue retirando con la lima la masilla del contorno, que recogía en la otra mano. La sintió mojada. Extrajo el vidrio con precaución y lo depositó en el suelo. Palpó la madera hasta encontrar el cerrojo. La ventana se abrió, de par en par. Ya adentro, movió la linterna en todas direcciones; sobre una de las mesas de la habitación, junto al mimeógrafo, había tres pilas de papel. Leyó: "Examen bimestral de Química. Quinto año. Duración de la prueba: cuarenta minutos”. Las hojas habían sido impresas esa tarde y la tinta brillaba aún. Copió rápidamente las preguntas en una libreta, sin comprender lo que decían. Apagó la linterna y volvió hacia la ventana.

Trepó y saltó: el vidrio se hizo trizas bajo los botines, con mil ruidos simultáneos. "¡Mierda!", gimió.

Había quedado en cuclillas, aterrado. Sus oídos no percibían, sin embargo, el bullicio salvaje que esperaban, las voces como balazos de los oficiales: sólo su respiración entrecortada por el miedo. Esperó todavía unos segundos. Luego, olvidando utilizar la linterna, reunió como pudo los trozos de vidrio repartidos por el enlosado y los guardó en el sacón. Regresó a la cuadra sin tomar precauciones. Quería llegar pronto, meterse en la litera, cerrar los ojos. En el descampado, al arrojar los pedazos de vidrio, se arañó las manos. En la puerta de la cuadra se detuvo; se sentía extenuado. Una silueta salió al paso.

-¿Listo? - dijo el Jaguar.
- Sí.
- Vamos al baño.

El Jaguar caminó delante, entr6 al baño empujando la puerta con las dos manos. En la claridad amarillenta del recinto, Cava comprobó que el Jaguar estaba descalzo; sus pies eran grandes y lechosos, de uñas largas y sucias; olían mal.

- Rompí un vidrio - dijo, sin levantar la voz.,

Las manos del Jaguar vinieron hacia él como dos bólidos blancos y se incrustaron en las solapas de su sacón, que se cubrió de arrugas. Cava se tambaleó en el sitio, pero no bajó la mirada ante los ojos del Jaguar, odiosos y fijos detrás de unas pestañas corvas.

- Serrano - murmuró el Jaguar despacio- Tenías que ser serrano. Si nos chapan, te juro...

Lo tenía siempre sujeto de las solapas. Cava puso sus manos sobre las del Jaguar. Trató de separarlas, sin violencia.

-¡Suelta! - dijo el Jaguar. Cava sintió en su cara una lluvia invisible- ¡Serrano!

Cava dejó caer las manos.

- No había nadie en el patio -susurró- No me han visto.

El Jaguar lo había soltado; se mordía el dorso de la mano derecha.

- No soy un desgraciado, Jaguar - murmuró Cava - Si nos chapan, pago solo y ya está.

El Jaguar lo miró de arriba abajo. Se rió.


- Serrano cobarde -dijo- Te has orinado de miedo. Mírate los pantalones.

Oro, caballo y hombre

De Rafael F. Muñoz



Como en Casas Grandes terminaba la línea férrea, los villistas que se dirigían rumbo a Sonora bajaron de los trenes, echando fuera de las jaulas la flaca caballada y después de ensillar emprendieron la caminata hacia el Cañón del Púlpito.

La llanura estaba oculta bajo una espesa costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas pezuñas de los animales; a veces estos resbalaban y caían sobre el húmedo colchón, blanco e interminable; los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia había quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y el hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal volviera a ponerse sobre sus cuatro patas.

¡Qué poco amiga del hombre es la tierra nevada, agradable solamente en las pinturas alegóricas de Nochebuena! No se ve el terreno que se pisa: los pedruzcos del camino apenas hacen una levísima ondulación en la cáscara de confeti cristalizado al bajo cero. Los peatones dan traspies y tocan el suelo con rodillas y manos; las armas se hunden en la nieve, se moja el costal con pinole que tenía que servir de alimento por toda la semana, entran esquirlas de hielo por todas las aberturas de la ropa. ¡Y hay que soltar algunas maldiciones para calentarse!

Luego, no se encuentra leña seca para hacer una lumbrada, ni piedra limpia para sentarse a descansar un rato; aún bajo los pinos, cedros y encinos de copas anchísimas, hay nieve, no queda sitio para tender una manta y acostarse. Aun cuando la tormenta haya cesado, el viento hace caer los copos detenidos en las ramas y bajo los árboles siempre está nevando. El deshielo es cruel, aún más que la tempestad: hace más frío y casi siempre más viento que levanta la punta de las bufandas, el vuelo de los capotes, la vuelta de las pelerinas, y se cuela a través de las ropas hasta el pellejo.

-¡No hay que rajarse muchachos! ¡Síganle que ya verán cómo pa´ delante está pior…!

Y los deshilachados restos de la fastuosa División del Norte, los poquísimos que no se habían “rajado” después de los combates de Celaya, echaban “pa´delante, a buscar lo pior”, con movimiento de hombros que decía “¿Qué más da? Y una contracción de labios que era desdén para la vida y reto a la muerte.

Frente a Casas Grandes, a poco trotar, hay una laguna extensa, pero poco profunda, casi una charca donde el viento no hace oleajes, rizando apenas la superficie pantanosa, que semeja un cristal ahumado, porque bajo un metro de agua, el barro negro y arrugado da idea de la piel de una gran bestia que estuviera dormitando dentro de la laguna. En algunas partes, donde el agua era menos, el bajo cero había puesto a la ciénaga un cascarón de hielo.

El grueso de la columna se desvió, prefiriendo hacer un gran rodeo por tierra firme, que atravesar la sospechosa calma de las aguas oscuras. Pero un grupo de villistas, seis o siete, bien montados en caballos de alzada, con gruesas mitazas que les cubrían hasta la mitad del muslo, y ropas de invierno entre las que no faltaban los característicos sweaters rojos, se decidieron a marchar en línea recta a través de la charca.

A la cabeza del grupo iba un hombre alto, con el sombrero tejano arriscado en punta sobre la frente, tal como lo usan los ferrocarrileros, “los del riel” Rostro oscuro completamente afeitado, cabellos que eran casi cerdas, lacios, rígidos, negros; boca de perro de presa, manos poderosas, torso erguido y piernas de músculos boludos que apretaban los flancos del caballo como si fueran garra de águila. Aquel hombre se llamaba Rodolfo Fierro; había sido ferrocarrilero y después fue dedo meñique del jefe de la División del Norte, matón brutal e implacable, de pistola certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo.
-Los caballos andan mejor en el agua que en la nieve -dijo- y metió espuelas. El animal dio un gran salto, penetró en la laguna levantando un abanico de agua con cada pata, siguió adelante braceando a un metro de alto y chapoteando con regocijado estrépito.

-Este es el camino para los hombres que sean hombres, y que traigan caballos que sean caballos… ¡Adelante!

Los otros le siguieron haciendo ruidos de cascada. Fierro iba cargado de oro. Monedas americanas de veinte dólares, conocidas por “Ojos de buey”, inflaban un cinturón de los llamados “de víbora” que llevaba apretado poco más abajo que la canana de la pistola; oro en los bolsillos abultados del pantalón, oro en el pliegue que hacía la camisola al voltearse sobre el cinturón ajustado…oro en las cantinas de la silla de montar, hinchadas hasta el máximo… oro en bolsas de lona colgadas de la cabeza de la montura… Una coraza de oro, un blindaje de oro… ¡Kilos de oro!

Cuando caminaba en tierra firme, el caballo parecía no sentir sobre su lomo al hombre enorme, parecía no llevar encima aquel tremendo cargamento: braceaba como un trotón inglés de paseo, levantando las pezuñas delanteras a la altura del pecho.

Pero a cien metros, a ciento cincuenta, a doscientos metros de la orilla de la laguna, el caballo fuese fatigando de no encontrar tierra firme bajo sus herraduras, de meter los cascos en un lodazal negro, espeso, congelado. Y aun cuando el nivel del agua no le llegaba al vientre, ya no sacaba las pezuñas al aire; seguía caminando firme, pero lento, recto pero fatigado, resoplando como una locomotora. De sus narices abiertas, dos grandes agujeros negros, salían chorros de un vaho espeso. Las orejas enhiestas parecían percibir una misteriosa señal de peligro que partiera de las aguas, agitadas en círculos concéntricos que iban borrándose en la distancia.

-Mi general, está el terreno muy pesado para los caballos –aventuró a decir uno de los acompañantes- mejor es que nos devuélvanos y denos la vuelta por la orillita…

-¡Qué devuélvanos ni qué el demonio…! ¡Me canso de pasar por este tal por cual charco! El que tenga miedo, que se raje y dé media vuelta… no se vaya a dar un baño…

Y dio otro apretón de pies en el vientre del caballo. Las puntas de las espuelas hirieron la piel, abriendo dos hilillos de sangre, y el animal se levantó sobre las patas traseras, quedando casi vertical. Fierro se apoyó en la teja de la silla, pegó la cabeza al cuello del animal, y con el puño cerrado dióle un golpe entre las dos orejas.

-¡Mula, mal nacida!

El caballo volvió a caer sobre sus cuatro patas y se vio entonces que el agua le llegaba al vientre. Los pies del hombre, prendidos a los ijares con los hierros implacables, quedaron dentro del agua enturbiada por el pataleo.

-¡Cuidado, mi general! ¡El caballo se está hundiendo!

-Pos va a salir a puritito pulmón…

-No lo menee mucho, porque se le atasca…

-¡Vete a dar consejo a las viejas! ¡Yo sé lo que hago!

Fuese desarrollando una lucha tremenda: el caballo contra el fango y el hombre contra el caballo. Los demás jinetes no se atrevían a acercarse y habían formado un semicírculo a cinco seis metros de distancia. El animal resollaba desesperadamente y en vigorosos movimientos lograba levantar una mano y sacarla del agua, tirando luego un golpe terrible hacia abajo; pero no encontraba resistencia en el barro y cada vez el impulso de sus músculos poderosos que levantaban las manos, era menos eficaz. Se fue hundiendo de la parte trasera y pronto quedó la cola dentro del agua, agitándose violentamente como si fuera un reno cubierto de cerdas.

El jinete golpeaba al animal con ambos puños, dejando la rienda suelta sobre la silla, gritando los más duros insultos y acicateándolo furiosamente en la barriga. Ya se veían en el agua revuelta, espesa de lodo, tonos rojizos de la sangre del caballo que manaba por los ijares.

-Mejor bájese, general… yo le empresto mi penco…

-Préstaselo a tu abuela, que lo necesita más que yo…

Llegó el momento en que el animal no pudo desprender las manos del lodo. Debía tenerlo ya más arriba de la rodilla, porque el agua le llegaba hasta la mitad del cuerpo. Quedó un instante inmóvil, dando unos bufidos que parecían respuesta a los insultos que seguía diciendo Fierro. Y entonces fue cuando éste pensó en desmontar: volviose hacia las cantinas de la montura, ya al nivel del agua, y sacó sendas bolsas de oro; tomó los dos costales amarrados la cabeza de la silla y echándoselos en el brazo izquierdo levantó la pierna derecha sobre el lomo del animal y la sumergió en el agua tratando de tocar fondo; pero el pie se le hundió en barro que parecía mantequilla, y él quedándose prendido de la cabeza de la silla, con la pierna izquierda doblada sobre el estribo.

Sintió miedo, un miedo espantoso de quedarse ahí para siempre, con su caballo y con su oro; volvió los ojos hacia sus hombres con una intensa angustia. Todos estaban muy lejos para tenderle la mano y se habían quedado inmóviles por temor a correr la misma suerte que él. Y los demás de la columna, muy lejos, a la orilla de la laguna tersa y oscura como un espejo ahumado, continuaban su marcha a rastras sobre la nieve, preocupado cada uno de ellos por su propia marcha, mirando hacia abajo para evitar los pedruzcos y los hoyancos y sin dirigir una ojeada al grupo que se había atrevido a pasar la línea recta el manto de agua.

-¡Epa! ¡Imbéciles! A ver si hacen algo… ¿O qué, piensan dejarme aquí atascado en el zoquete? ¡Búiganse, denme un jalón!

Pero aquellos hombres no se movieron. En varios metros alrededor del caballo que se sumergía y del jinete pálido por la angustia, el cieno estaba removido por los desesperados esfuerzos que hacía el animal para escapar del peligro y quien se hubiera atrevido a avanzar en esa zona, cayera también prisionero del fango movedizo y profundo. Así los demás jinetes se limitaron a dar consejos.

-No se mueva mucho…

-Párese arriba de la silla…

-Tire todo el peso que traiga encima…

-Procure venirse a nado…

Uno sacó la pistola y para avisar a la lejana columna del peligro en que Fierro se encontraba, disparó al aire los seis cartuchos del cilindro. Inmediatamente se vio que la tropa en marcha se detuvo y acercase a la orilla de la laguna. Con sus prismáticos, los jefes vieron que un caballo estaba sumergiéndose en las aguas y que un hombre intentaba escapar de un trance de muerte. Varios jinetes trataron de ir al socorro y avanzaron sus caballos quebrando el hielo de la superficie, más a poco andar vieron que también para ellos había peligro, y regresaron.

En el centro de la charca, el caballo seguía pataleando y agitándose en el barro.
Prontro quedó la montura bajo las aguas, y el animal no sacó ya si no el cuello y la cabeza mantenida en alto. Fierro estaba de rodillas sobre la silla, pálido, con los ojos desorbitados por el espanto. En el brazo izquierdo sostenía aún cuatro bolsas repletas de oro.

-Una reata… ¡Échenme una reata! Le doy una bolsa a cada uno que me ayude a salir.

Algo por compasión y mucho por interés de la oferta, los villistas del grupo echaron mano a los lazos amarrados en sus monturas y comenzaron a agitarlos en grandes círculos sobre sus cabezas. El caballo acabó por sumergirse, soplando un bufido que alborotó las aguas; sus pulmones potentes todavía echaron un chorro de burbujas que reventaron en pompas de fango. El hombre había quedado en pie sobre la silla, sin sombrero, con los costales apretados al pecho, salpicado de lodo de arriba abajo, pesadas las piernas por la costra que lo cubría hasta la cintura.

-Pronto…pronto…el caballo ya se fue al diablo…

Las reatas partieron simultáneamente con un uniforme silbido, pero fuera por mal cálculo o porque los lanzadores tuvieran pocas ganas de verse envueltos en peligro, todas quedaron cortas y Fierro, sin soltar el oro, intentó alcanzarlas alargando el brazo derecho. Este movimiento lo hizo perder el equilibrio y cayó en el agua. A poco emergió enteramente cubierto de lodo, agitando los brazos, ya libres del pesado cargamento. Su figura casi había perdido la apariencia humana. Quiso decir algo, y medio ahogado por el cieno que le había penetrado en la boca, sólo lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva. Instantes después comenzó a hundirse despacio; bajó los brazos y quedó con la cabeza de fuera, nada más, gritando.

Los villistas recogieron rápidamente sus reatas y volvieron a tirarlas, pero nuevamente quedaron cortas. Pronto la cabeza quedó a ras de agua y luego se hundió. Surgieron los brazos levantando la “víbora” hinchada de oro, en una última oferta por la salvación. Luego todo desapareció bajo las aguas, que volvieron a quedar como un vidrio ahumado, sin oleaje, apenas rizadas por el viento.

Muy despacio, con toda clase de precauciones, los testigos de la tragedia fueron saliendo hacia la orilla. Un oficial japonés que iba entre los villistas, se devolvió a Casas Grandes para buscar una lancha y salir a bucear en la laguna en un intento para rescatar el cuerpo.

La columna continuó su marcha en la nieve, y al ponerse el sol acampó en su bosque. Tronchando ramas de pinos y cedros los villistas medio barrieron la nieve en algunos trechos, bajo los árboles más grandes, y se acostaron a descansar.

Recordando el drama, algunos dijeron:

-¡Lástima de oro!

Otros:

-¡Lástima de caballo!


Y ninguno lamentó la desaparición del hombre.

Cántico esdrújulo

De David Chericián


En las esdrújulas 
truenan las máquinas, 
ríen los párvulos 
en cada círculo, 
crecen los cítricos 
de dulzor ácido, 
flotan las túnicas 
de los filósofos, 
nadan las náyades 
muy mitológicas, 
se dan atléticos 
juegos olímpicos, 
trabajan físicos 
junto a mecánicos 
y otros científicos 
en energéticos 
centros atómicos— 
la tierra esférica 
gira en su órbita: 
mágica síntesis 
de lo fantástico— 
tiemblan los tímidos, 
no los intrépidos, 
y los anímicos 
bailan eufóricos— 
circula el tránsito 
de los vehículos, 
cruzan océanos 
los trasatlánticos, 
se alzan mayúsculas 
sobre minúsculas, 
pasan los miércoles 
hacia los sábados— 
en su pacífico 
rítmico trópico 
se agranda el ámbito 
de mi archipiélago, 
todo es dinámico 
vértigo cíclico— 
y en el estrépito 
de tanta música 
es tan simpático 
ser un esdrújulo!
 ____________________
Urí urí urí. Palabras para jugar. Libros del Rincón. SEP 1994
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Aceite guapo

De Rosario Castellanos




Cuando cavaba los agujeros para sembrar el maíz en las laderas de Yalcuc, Daniel Castellanos Lampoy se detuvo, fatigado. Ahora el cansancio ya no lo abandonaba. Sus fuerzas habían disminuido y las tareas quedaban, como ahora, sin terminar.

Reclinado contra un árbol, Daniel se quejaba, predecía amargamente otros años de escasez y malas cosechas; inventaba disculpas para satisfacer al dueño del terreno con quien seguiría en deuda. Pero no se detenía en la causa más inmediata de sus desgracias: había envejecido.

Tardó en darse cuenta. ¿Cómo iba a advertirle el paso del tiempo si su transcurso no le había dejado nada? Ni una familia, que se disgregó con la muerte de la mujer; ni el fruto de su trabajo, ni un sitio de honor entre la gente de su tribu. Daniel estaba ahora como al principio: con las manos vacías. Pero tuvo que admitir que era viejo porque se lo probaron las miradas torvas de sospecha, rápidas de alarma, pesadas de desaprobación de los demás.

Daniel sabía lo que significaban esas miradas: él mismo, en épocas anteriores, había mirado así a otros. Significaban que un hombre, si a tal edad ha sido respetado por la muerte, es porque ha hecho un pacto con las potencias oscuras, porque ha consentido en volverse el espía y el ejecutor de sus intenciones, cuando son malignas.

Un anciano no es lo mismo que un brujo. No es un hombre que conoce cómo se producen y cómo se evitan los daños; no es una voluntad que se inclina al soborno de quienes la solicitan ni una ciencia que se vende a un precio convenido. Tampoco es un signo que se trueca a veces en su contrario y puede resultar beneficioso.

No, un anciano es el mal y nadie debe acercársele en busca de compasión porque es inútil. Basta que se siente a la orilla de los caminos, a la puerta de su casa, para que lo que contempla se trasforme en erial, en ruina, en muerte. No valen súplicas ni regalos. Su presencia sola es dañina. Hay que alejarse de él, evitarlo; dejar que se consuma de hambre y necesidad, acechar en la sombra para poner fin a su vida con un machetazo, incitar a la multitud para su lapidación

La familia del anciano, si la tiene no osa ofenderlo. Ella misma está embargada de temor y ansía acabar de una vez con las angustias y los riesgos que trae consigo el contacto con lo sobrenatural.

Daniel Castellanos Lampoy comprendió, de golpe cuál era el futuro que le aguardaba. Y tuvo miedo. Por las noches el sueño no descendía a sus ojos, tenazmente abiertos al horror de su situación y a la urgencia de hallar una salida.

Insensiblemente Daniel se apartó de todos; ya no asistía a la plaza en los días de mercado porque temía encontrarse con alguien que después atribuyera a ese encuentro un tropezón en el camino, un malestar súbito, la pérdida de un animal de rebaño.

Pero ese mismo apartamiento terminaría por hacerlo sospechoso. ¿A qué se encerraba? Seguramente a fraguar la enfermedad, el quebranto, el infortunio que luego padecerían los otros.

No es fácil borrar el estigma de la vejez. La gente recuerda: cuando yo era niño, Daniel Castellanos Lampoy ya era un hombre de respeto. Ahora el hombre de respeto soy yo. ¿Cuántos años han tenido que pasar?

No importa la cuenta. Lo que importa son los surcos de la piel, el encorvamiento de la espalda, la debilidad del cuerpo, las canas, cuya misma rareza son un signo más de predestinación. Y esas pupilas cuya opacidad oculta una virtud aniquiladora.

¿Dónde refugiarse contra la persecución sorda, implacable de la tribu? Instintivamente Daniel pensó en la iglesia; junto al altar de las divinidades protectoras nadie se atrevería a acercarse para rematarlo.

Sí, lo que Daniel necesitaba era convertirse en “martoma”, en mayordomo de algún santo de la iglesia de San Juan Chamula.

Para lograr sus propósitos iba a encontrar dificultades y esto no lo ignoraba Daniel. ¿Qué meritos podía aducir delante de los principales? En sus antecedentes no había un solo cargo, ni siquiera civil, mucho menos religiosos. No podía ostentar un título de “pasada autoridad” y además ahora había sido ya marcado por la decrepitud. Y sin embargo, Daniel tenía que convencer a todos con el calor de sus alegatos, la humildad de sus ruegos, la abundancia de sus dádivas.

Pero Daniel no era elocuente. Hacía años, los años de la viudez, de la ausencia de los hijos, de la soledad, que no hablaba con nadie. Había ido olvidando lo que significaban las palabras y ya no atinaba con el nombre de muchos objetos. Para hilvanar una frase buscaba arduamente las concordancias y no lograba expresarse con claridad ni con fluidez. Al sentir fija en él la atención de sus interlocutores un golpe repentino de sangre le sobrevenía a la garganta y se precipitaba a terminar en un tartamudeo penoso. ¿Cómo iba a presentarse a la asamblea y de qué manera iba a defender su ambición? La única posibilidad de éxito que le restaba era el soborno.

Daniel Castellanos Lampoy desenterró la olla de su dinero para contarlo. Con incredulidad pasaba y repasaba las monedas entre sus dedos; siempre había tenido la certidumbre de que eran más y ahora, al verlas tan pocas y tan sin valor, no salía de su asombro.

Por fin tomó un camino conocido: el de la hacienda “El Rosario”, de la que era peón acasillado.

Don Gonzalo Urbina lo vio acercarse con desconfianza y antes que empezara a exponer el motivo de su visita se adelantó a reclamarle el atraso de sus pagos. Daniel tuvo que conformarse con aplacar las exigencias del caxlán, con prometer mayor puntualidad en el futuro, pero ya no tuvo ocasión de pedir el empréstito que tanta falta le hacía.

Don Gonzalo escuchaba las protestas de Daniel con un gesto de severidad fingido. En el fondo estaba contento. Desde el principio olfateó lo del préstamo y con una argucia lo había evitado. Le daba lástima este pobre indio que no tenía siquiera un petate en que caerse muerto y cuyos hijos se negaban, desde hacia años, a reconocer las deudas que contrajera. Le daba lástima, ¿pero dónde iba a parar su negocio si se ponía a hacer favores? Primero es la obligación y luego la devoción, qué caray.

Daniel regresó a su jacal, desalentado. ¿A quién iba a recurrir ahora? Pensó en los enganchadores de Ciudad Real, pero desechó pronto esa idea. Ningún enganchador iba a admitir para las fincas un hombre en sus condiciones. Tres años antes, cuando quiso irse a la costa para juntar algunos centavos, lo rechazaron porque querían hombres más jóvenes, más resistentes para los rigores del clima y la fuerza del trabajo.

Pero lo que el día le ocultaba se lo mostró el insomnio: un plan que iba a proponerle a Don Juvencio Ortiz.

Don Juvencio, el enganchador, tenía a Daniel Castellanos en buen predicamento porque nunca le había quedado mal. Dinero había sudado para él en las fincas, antes, cuando no era viejo; recomendaciones favorables había traído de los patrones. Don Juvencio daría crédito a sus palabras, lo engañaría con la promesa de que el enganchado no era él si no uno de sus hijos… o quizá los dos. Pediría el anticipo y se fugaría. ¿Quién iba a encontrarlo si se marchaba de su paraje? Además nadie tendría interés en buscarlo a él si no a sus hijos, que eran los del compromiso, y de quienes llevaría el retrato. Si los encontraban los fiscales y los obligaban a irse a las fincas, Daniel estaría contento. Justo castigo al abandono en que lo mantuvieron durante tantos años; justo castigo a su ingratitud, a la dureza de su corazón.

Don Juvencio no desconfió de las razones de Daniel. Se acordaba de este indio que en sus buenos tiempos fue un peón cumplido; conocía también a sus hijos, pero algo le hacía rascarse meditativamente la barbilla. ¿No había oído decir que estaban distanciados del padre? Daniel negó con vehemencia. La prueba de lo contrario la traía él en los retratos y en el encargo que le hicieron para que arreglara sus asuntos con el enganchador y para que recogiera los anticipos. No de uno, si no de los dos, insistía Daniel.

-¿Sabes que te pasará si me estás echando mentira, chamulita?

Daniel asintió; sabía que Don Juvencio estaba en poder de su nombre verdadero, de su chulel y del waigel de su tribu. Tembló un instante, pero luego se repuso. Junto a los altares de San Juan ya no lo amenazaría ningún riesgo.

Don Juvencio Ortiz terminó por aceptar apuntando los nombres de los hijos de Daniel en sus libros. Entregó el dinero al anciano quien se puso en camino directamente a Chamula.

Allí se informó de los trámites que era necesario seguir para alcanzar el nombramiento de “martoma”. Habló con el sacristán del templo, Xaw Ramírez Paciencia, asistió a las deliberaciones públicas de los principales y, en su oportunidad, hizo sonar las monedas que traía.

Los demás lo miraban con un destello de burla. ¿Cómo había crecido en un hombre ya doblado por la edad, ambición tan extemporánea? Pobre viejo; ésta sería su última satisfacción.

Mientras tanto, Daniel ponía en práctica las argucias que su malicia le aconsejaba. Se había vuelto más madrugador de lo que solía. Cuando el sacristán, soñoliento y desgreñado, bajaba de las torres con sus enormes llaves para abrir las puertas de la iglesia, encontraba a Daniel ya aguardándolo. Entraba en su seguimiento y permanecía horas y horas de rodillas ante cualquier imagen, rezando confusamente en alta voz.

Hizo Daniel tantos aspavientos de devoto que eso y la esperanza de la recompensa que de él recibirían, determinaron a los principales a obrar en favor del anciano. Se le concedió la dignidad de mayordomo de Santa Margarita.

Ahora Daniel ya tenía, por fin, delante de quien arrodillarse, a quien hacer objeto de sus cuidados y sus atenciones más esmeradas. Ya tenía, por fin, con quien hablar.

El miedo, que lo había empujado violentamente a los pies de la santa, cedió, poco a poco, su lugar al amor. Daniel se enamoró de la que sería su última patrona. Se extasiaba durante horas ante esa figura casi invisible entre el amontonamiento de trapos que la envolvían. Hizo un viaje a Jobel para comprarle piezas de chillonas. Telas floreadas, espejitos con marco de celuloide, velas de cera fina, puñados de incienso. Y del monte le traía sartales de flores.

A la ceremonia del cambio de ropa de la santa, Daniel invitó a los otros mayordomos. Asistieron y se sentaron enfrente del altar, en un espacio bien barrido y regado de juncia y con el garrafón de trago al alcance de su mano.

Con un respeto tembloroso Daniel desabrochó los alfileres que sujetaban la tela y empezó a desenrollarla. Cuidadosamente dobló el primer lienzo Entonces los mayordomos llenaron de alcohol una jícara y bebieron. Cuando el segundo lienzo estuvo doblado repitieron su libación y lo mismo sucedió con los lienzos siguientes. Al fin la santa resplandeció de desnudez, pero ninguno fue capaz de contemplarla porque todos habían sido cegados por la borrachera.

Los lienzos sucios fueron cambiados por otros nuevos y llevados al arroyo. Allí tuvo lugar la ceremonia que purificaría los manantiales y a la cual asistieron, con el garrafón de trago, todos los mayordomos. Mientras Daniel lavaba, los otros aguardaban el momento en que iban a ser convidados a tomar el agua jabonosa que había lavado la ropa de Santa Margarita. Para quitarse el mal sabor y ayudar a su deglución recurrían al aguardiente. La borrachera era parte del ritual y todos se entregaban a ella sin remordimientos, con la satisfacción de quien cumple un deber.

Daniel volvía en sí después de estas celebraciones y le sobrecogía una gran congoja. ¿Cuánto tiempo le quedaba junto a la sombra protectora de Santa Margarita? Al terminar el plazo de su mayordomía iba a volver a la intemperie, a los peligros de afuera. Y no se sentía con ánimos para afrontar la situación. Estaba muy viejo ¡y tan cansado!

Mientras tanto seguía acudiendo a la iglesia antes que ningún otro. Xaw Ramírez Paciencia, el sacristán, lo observaba desde el bautisterio, intrigado. ¿Cuántas horas va a soportar así, de rodillas? ¿Y qué hace? ¿Reza? Se le ve mover los labios. Pero ni aun aproximándose se entenderían sus palabras. No parece un verdadero tzotzil. Los tzotziles rezan de otro modo.

Las palabras de Daniel no eran una oración. Era algo más sencillo: delante de su patrona “le subía la plática”. Nada más que asuntos indiferentes, comentarios casuales. Que si las lluvias se han retrasado; que si un coyote anda rondando por los gallineros de San Juan y anoche dio buena cuenta de los pollos de la señora Xmel; que si el segundo alcalde está enfermo y los pulseadores no atinan con la causa del daño.

Ninguna petición, ningún reproche. Cierto que la santa, como niña, y niña atrabancada que es, descuida sus obligaciones. Abandona el mundo al desorden, se olvida de quienes se le han confiado. Pero Daniel prefiere agradecerle sus favores y pondera la cosecha, la gran cosecha que este año levantarán en el paraje de Yalcuc; y se admira del número de niños varones que han nacido últimamente entre las familias de su tribu y se alegra de que regresen sanos y salvos de las fincas (entre ellos vendrán sus hijos, a saber) casi todos los que fueron a la cosecha de café a la costa.

De sí mismo nunca hablaba Daniel. ¿Qué podría decir? Era viejo y a Santa Margarita no iban a divertirla las historias de cuanto ha. Y aunque hiciera por recordarlas, su memoria confundía personas, trastocaba lugares. ¿Qué iba a pensar la señora? Que Daniel desvariaba, que era un embustero, que estaba chocheando.

En estas y otras razones las velas que había traído Daniel en la madrugaba se consumían, el día terminaba. ¿Tan pronto? Y Daniel aún no ha dicho lo que quiere decir. Pero se despide con la promesa de volver mañana. Porque ya el sacristán, Xaw Ramírez Paciencia, está sonando las llaves, las enormes llaves del portón, y es seña de que va a cerrar.

Daniel se decía a sí mismo al salir: de mañana no pasa. Le cuento mi pena a Santa Margarita y le pido un milagro, el milagro de que yo no tenga que volver a Yalcuc; de que yo siga siendo un mayordomo, siempre, siempre.

Pero cuando mañana era hoy, una especie de timidez paralizaba la lengua del anciano y no la dejaba suelta más que para referir nimiedades ajenas, para balbucear letanías incoherentes.

Una tarde, en que había asistido junto con los otros mayordomos al cambio de ropa de San Agustín, la embriaguez lo arrastró, frenético, desmelenado, gesticulante, hasta el altar de su patrona. A gritos la instaba para que lo protegiese contra la persecución de la gente de su tribu, para que lo guardase de una muerte infame, para que le proporcionara los medios de permanecer aquí, con el cargo de mayordomo, un año más, aunque fuera un año más.

Al día siguiente Daniel tenía la confusa sensación de que su secreto ya no lo era para Santa Margarita. Se aproximó a ella esperando encontrar un signo de benevolencia. Pero la santa continuaba inmóvil dentro de sus pesadas vestiduras, desentendida de lo que acontecía a su alrededor.

Daniel comenzó a hablarle en voz baja, pero, inconteniblemente fue enardeciéndose hasta aullar, hasta golpearse la cabeza con los puños cerrados. Sintió que una mano le sacudía el hombro. Era el sacristán.

-¿Para qué gritas, tatik? Ninguno te oye.

Daniel escuchó esta aseveración con el mismo escándalo que se escucha una herejía. El sacristán el hombre que rezaba la misa de los santos en el tiempo de su festividad ¿se atrevía a sostener que los santos no eran más que trozos inertes de madera, sordos, sin luz de inteligencia ni de bondad? Pero Xaw, ansioso de exhibir sus conocimientos, agregó:

-Fíjate en la cara de Santa Margarita. Es blanca, es ladina, lo mismo que San Juan, que Santo Tomás, que todos ellos. Ella habla castilla. ¿Cómo vas a querer que entienda el tzotzil?

Daniel quedó atónito. Xaw tenía razón. Y a partir de entonces trató de recordar las únicas palabras de español que antes, cuando estuvo en las fincas, cuando comerciaba con los marchantes de Jobel, llegó a pronunciar. Pero no, eran inútiles. Ninguna expresaba su desesperación su urgencia de socorro. Xaw volvió a acercarse con sus consejos.

¿Quieres hablar castilla, martoma? Hay un bebedizo que sirve para eso, yo lo tomo cuando tengo precisión. Se llama aceite guapo. Lo venden en las boticas de Jobel. Pero hay que llevar la paga, bastante paga. Porque es bien caro.

Daniel Castellanos Lampoy echó mano de las limosnas que los fieles daban a su patrona y emprendió el viaje a la ciudad.

Anduvo tonteando hasta que dio con la botica en la que atendieron su pedido. Esperó pacientemente a que todos los de más fueran despachados, aunque él hubiera llegado antes que nadie, soportó con humildad los malos modos y las burlas de los dependientes; aceptó sin protestar el abuso en el precio y el robo en el cambio. Pero al final del día Daniel regresaba a Chamela con su botella de aceite guapo que le permitiría hablar con Santa Margarita.

Aguardó a hincarse a los pies de su patrona para destaparla; el sabor era desagradable y fuerte, los efectos muy parecidos a los del alcohol. Bajo el influjo de la droga Daniel comenzó a sentir que todo giraba a su alrededor. Un humor festivo iba apoderándose de él. Reía desatinadamente considerando ahora falsos, remotos, y sin consistencia, los peligros que lo amenazaban. Se burlaba de todos porque se sentía más fuerte que ninguno y joven y libre y feliz. Allá, en la nebulosa que rodeaba a Santa Margarita creía adivinar un guiño cómplice que lo enloquecía aún más.

Xaw reía también, desde lejos. Pero no todos hallaron el espectáculo igualmente divertido. Los martomas censuraban que uno de ellos violara las costumbres y se entregase a una embriaguez solitaria y sin motivo, mancillando así la dignidad de su cargo y el respeto debido a la iglesia.

Al día siguiente los sentidos de Daniel Castellanos Lampoy estaban tan embotados que no advirtió la atmósfera hostil que ya lo rodeaba.

A la tercera vez que se intoxicó con el licor milagroso los martomas, reunidos en conciliábulo, acordaron despojar de sus responsabilidades a aquella ancianidad sin decoro y arrojarla afrentosamente del templo.

Xaw no pudo hacer nada para interponerse y Daniel durmió su última borrachera a campo raso.

Una inconsciencia piadosa lo envolvía; durante algunas horas más el miedo no le enfriaría las entrañas; no le haría huir sin rumbo, de un perseguidor desconocido y de un destino inexorable.