Cuando cavaba los agujeros
para sembrar el maíz en las laderas de Yalcuc, Daniel Castellanos Lampoy se
detuvo, fatigado. Ahora el cansancio ya no lo abandonaba. Sus fuerzas habían disminuido
y las tareas quedaban, como ahora, sin terminar.
Reclinado contra un árbol,
Daniel se quejaba, predecía amargamente otros años de escasez y malas cosechas;
inventaba disculpas para satisfacer al dueño del terreno con quien seguiría en
deuda. Pero no se detenía en la causa más inmediata de sus desgracias: había
envejecido.
Tardó en darse cuenta. ¿Cómo
iba a advertirle el paso del tiempo si su transcurso no le había dejado nada?
Ni una familia, que se disgregó con la muerte de la mujer; ni el fruto de su
trabajo, ni un sitio de honor entre la gente de su tribu. Daniel estaba ahora
como al principio: con las manos vacías. Pero tuvo que admitir que era viejo
porque se lo probaron las miradas torvas de sospecha, rápidas de alarma,
pesadas de desaprobación de los demás.
Daniel sabía lo que
significaban esas miradas: él mismo, en épocas anteriores, había mirado así a
otros. Significaban que un hombre, si a tal edad ha sido respetado por la
muerte, es porque ha hecho un pacto con las potencias oscuras, porque ha
consentido en volverse el espía y el ejecutor de sus intenciones, cuando son
malignas.
Un anciano no es lo mismo
que un brujo. No es un hombre que conoce cómo se producen y cómo se evitan los
daños; no es una voluntad que se inclina al soborno de quienes la solicitan ni
una ciencia que se vende a un precio convenido. Tampoco es un signo que se
trueca a veces en su contrario y puede resultar beneficioso.
No, un anciano es el mal y
nadie debe acercársele en busca de compasión porque es inútil. Basta que se
siente a la orilla de los caminos, a la puerta de su casa, para que lo que
contempla se trasforme en erial, en ruina, en muerte. No valen súplicas ni regalos.
Su presencia sola es dañina. Hay que alejarse de él, evitarlo; dejar que se
consuma de hambre y necesidad, acechar en la sombra para poner fin a su vida
con un machetazo, incitar a la multitud para su lapidación
La familia del anciano, si
la tiene no osa ofenderlo. Ella misma está embargada de temor y ansía acabar de
una vez con las angustias y los riesgos que trae consigo el contacto con lo
sobrenatural.
Daniel Castellanos Lampoy comprendió,
de golpe cuál era el futuro que le aguardaba. Y tuvo miedo. Por las noches el
sueño no descendía a sus ojos, tenazmente abiertos al horror de su situación y
a la urgencia de hallar una salida.
Insensiblemente Daniel se
apartó de todos; ya no asistía a la plaza en los días de mercado porque temía
encontrarse con alguien que después atribuyera a ese encuentro un tropezón en
el camino, un malestar súbito, la pérdida de un animal de rebaño.
Pero ese mismo apartamiento
terminaría por hacerlo sospechoso. ¿A qué se encerraba? Seguramente a fraguar
la enfermedad, el quebranto, el infortunio que luego padecerían los otros.
No es fácil borrar el
estigma de la vejez. La gente recuerda: cuando yo era niño, Daniel Castellanos
Lampoy ya era un hombre de respeto. Ahora el hombre de respeto soy yo. ¿Cuántos
años han tenido que pasar?
No importa la cuenta. Lo que
importa son los surcos de la piel, el encorvamiento de la espalda, la debilidad
del cuerpo, las canas, cuya misma rareza son un signo más de predestinación. Y
esas pupilas cuya opacidad oculta una virtud aniquiladora.
¿Dónde refugiarse contra la
persecución sorda, implacable de la tribu? Instintivamente Daniel pensó en la
iglesia; junto al altar de las divinidades protectoras nadie se atrevería a
acercarse para rematarlo.
Sí, lo que Daniel necesitaba
era convertirse en “martoma”, en mayordomo de algún santo de la iglesia de San
Juan Chamula.
Para lograr sus propósitos
iba a encontrar dificultades y esto no lo ignoraba Daniel. ¿Qué meritos podía
aducir delante de los principales? En sus antecedentes no había un solo cargo,
ni siquiera civil, mucho menos religiosos. No podía ostentar un título de
“pasada autoridad” y además ahora había sido ya marcado por la decrepitud. Y
sin embargo, Daniel tenía que convencer a todos con el calor de sus alegatos,
la humildad de sus ruegos, la abundancia de sus dádivas.
Pero Daniel no era
elocuente. Hacía años, los años de la viudez, de la ausencia de los hijos, de
la soledad, que no hablaba con nadie. Había ido olvidando lo que significaban
las palabras y ya no atinaba con el nombre de muchos objetos. Para hilvanar una
frase buscaba arduamente las concordancias y no lograba expresarse con claridad
ni con fluidez. Al sentir fija en él la atención de sus interlocutores un golpe
repentino de sangre le sobrevenía a la garganta y se precipitaba a terminar en
un tartamudeo penoso. ¿Cómo iba a presentarse a la asamblea y de qué manera iba
a defender su ambición? La única posibilidad de éxito que le restaba era el
soborno.
Daniel Castellanos Lampoy
desenterró la olla de su dinero para contarlo. Con incredulidad pasaba y
repasaba las monedas entre sus dedos; siempre había tenido la certidumbre de
que eran más y ahora, al verlas tan pocas y tan sin valor, no salía de su
asombro.
Por fin tomó un camino
conocido: el de la hacienda “El Rosario”, de la que era peón acasillado.
Don Gonzalo Urbina lo vio
acercarse con desconfianza y antes que empezara a exponer el motivo de su
visita se adelantó a reclamarle el atraso de sus pagos. Daniel tuvo que
conformarse con aplacar las exigencias del caxlán, con prometer mayor
puntualidad en el futuro, pero ya no tuvo ocasión de pedir el empréstito que
tanta falta le hacía.
Don Gonzalo escuchaba las
protestas de Daniel con un gesto de severidad fingido. En el fondo estaba
contento. Desde el principio olfateó lo del préstamo y con una argucia lo había
evitado. Le daba lástima este pobre indio que no tenía siquiera un petate en
que caerse muerto y cuyos hijos se negaban, desde hacia años, a reconocer las
deudas que contrajera. Le daba lástima, ¿pero dónde iba a parar su negocio si
se ponía a hacer favores? Primero es la obligación y luego la devoción, qué
caray.
Daniel regresó a su jacal,
desalentado. ¿A quién iba a recurrir ahora? Pensó en los enganchadores de
Ciudad Real, pero desechó pronto esa idea. Ningún enganchador iba a admitir
para las fincas un hombre en sus condiciones. Tres años antes, cuando quiso
irse a la costa para juntar algunos centavos, lo rechazaron porque querían
hombres más jóvenes, más resistentes para los rigores del clima y la fuerza del
trabajo.
Pero lo que el día le
ocultaba se lo mostró el insomnio: un plan que iba a proponerle a Don Juvencio
Ortiz.
Don Juvencio, el
enganchador, tenía a Daniel Castellanos en buen predicamento porque nunca le
había quedado mal. Dinero había sudado para él en las fincas, antes, cuando no
era viejo; recomendaciones favorables había traído de los patrones. Don
Juvencio daría crédito a sus palabras, lo engañaría con la promesa de que el
enganchado no era él si no uno de sus hijos… o quizá los dos. Pediría el anticipo
y se fugaría. ¿Quién iba a encontrarlo si se marchaba de su paraje? Además
nadie tendría interés en buscarlo a él si no a sus hijos, que eran los del compromiso,
y de quienes llevaría el retrato. Si los encontraban los fiscales y los obligaban
a irse a las fincas, Daniel estaría contento. Justo castigo al abandono en que
lo mantuvieron durante tantos años; justo castigo a su ingratitud, a la dureza
de su corazón.
Don Juvencio no desconfió de
las razones de Daniel. Se acordaba de este indio que en sus buenos tiempos fue
un peón cumplido; conocía también a sus hijos, pero algo le hacía rascarse
meditativamente la barbilla. ¿No había oído decir que estaban distanciados del
padre? Daniel negó con vehemencia. La prueba de lo contrario la traía él en los
retratos y en el encargo que le hicieron para que arreglara sus asuntos con el
enganchador y para que recogiera los anticipos. No de uno, si no de los dos,
insistía Daniel.
-¿Sabes que te pasará si me
estás echando mentira, chamulita?
Daniel asintió; sabía que
Don Juvencio estaba en poder de su nombre verdadero, de su chulel y del waigel
de su tribu. Tembló un instante, pero luego se repuso. Junto a los altares de
San Juan ya no lo amenazaría ningún riesgo.
Don Juvencio Ortiz terminó
por aceptar apuntando los nombres de los hijos de Daniel en sus libros. Entregó
el dinero al anciano quien se puso en camino directamente a Chamula.
Allí se informó de los
trámites que era necesario seguir para alcanzar el nombramiento de “martoma”.
Habló con el sacristán del templo, Xaw Ramírez Paciencia, asistió a las
deliberaciones públicas de los principales y, en su oportunidad, hizo sonar las
monedas que traía.
Los demás lo miraban con un
destello de burla. ¿Cómo había crecido en un hombre ya doblado por la edad,
ambición tan extemporánea? Pobre viejo; ésta sería su última satisfacción.
Mientras tanto, Daniel ponía
en práctica las argucias que su malicia le aconsejaba. Se había vuelto más
madrugador de lo que solía. Cuando el sacristán, soñoliento y desgreñado,
bajaba de las torres con sus enormes llaves para abrir las puertas de la
iglesia, encontraba a Daniel ya aguardándolo. Entraba en su seguimiento y
permanecía horas y horas de rodillas ante cualquier imagen, rezando
confusamente en alta voz.
Hizo Daniel tantos
aspavientos de devoto que eso y la esperanza de la recompensa que de él
recibirían, determinaron a los principales a obrar en favor del anciano. Se le
concedió la dignidad de mayordomo de Santa Margarita.
Ahora Daniel ya tenía, por
fin, delante de quien arrodillarse, a quien hacer objeto de sus cuidados y sus
atenciones más esmeradas. Ya tenía, por fin, con quien hablar.
El miedo, que lo había
empujado violentamente a los pies de la santa, cedió, poco a poco, su lugar al
amor. Daniel se enamoró de la que sería su última patrona. Se extasiaba durante
horas ante esa figura casi invisible entre el amontonamiento de trapos que la
envolvían. Hizo un viaje a Jobel para comprarle piezas de chillonas. Telas
floreadas, espejitos con marco de celuloide, velas de cera fina, puñados de
incienso. Y del monte le traía sartales de flores.
A la ceremonia del cambio de
ropa de la santa, Daniel invitó a los otros mayordomos. Asistieron y se
sentaron enfrente del altar, en un espacio bien barrido y regado de juncia y
con el garrafón de trago al alcance de su mano.
Con un respeto tembloroso
Daniel desabrochó los alfileres que sujetaban la tela y empezó a desenrollarla.
Cuidadosamente dobló el primer lienzo Entonces los mayordomos llenaron de
alcohol una jícara y bebieron. Cuando el segundo lienzo estuvo doblado
repitieron su libación y lo mismo sucedió con los lienzos siguientes. Al fin la
santa resplandeció de desnudez, pero ninguno fue capaz de contemplarla porque
todos habían sido cegados por la borrachera.
Los lienzos sucios fueron
cambiados por otros nuevos y llevados al arroyo. Allí tuvo lugar la ceremonia
que purificaría los manantiales y a la cual asistieron, con el garrafón de
trago, todos los mayordomos. Mientras Daniel lavaba, los otros aguardaban el
momento en que iban a ser convidados a tomar el agua jabonosa que había lavado
la ropa de Santa Margarita. Para quitarse el mal sabor y ayudar a su deglución
recurrían al aguardiente. La borrachera era parte del ritual y todos se
entregaban a ella sin remordimientos, con la satisfacción de quien cumple un deber.
Daniel volvía en sí después
de estas celebraciones y le sobrecogía una gran congoja. ¿Cuánto tiempo le
quedaba junto a la sombra protectora de Santa Margarita? Al terminar el plazo
de su mayordomía iba a volver a la intemperie, a los peligros de afuera. Y no
se sentía con ánimos para afrontar la situación. Estaba muy viejo ¡y tan cansado!
Mientras tanto seguía
acudiendo a la iglesia antes que ningún otro. Xaw Ramírez Paciencia, el
sacristán, lo observaba desde el bautisterio, intrigado. ¿Cuántas horas va a
soportar así, de rodillas? ¿Y qué hace? ¿Reza? Se le ve mover los labios. Pero
ni aun aproximándose se entenderían sus palabras. No parece un verdadero
tzotzil. Los tzotziles rezan de otro modo.
Las palabras de Daniel no
eran una oración. Era algo más sencillo: delante de su patrona “le subía la
plática”. Nada más que asuntos indiferentes, comentarios casuales. Que si las
lluvias se han retrasado; que si un coyote anda rondando por los gallineros de
San Juan y anoche dio buena cuenta de los pollos de la señora Xmel; que si el
segundo alcalde está enfermo y los pulseadores no atinan con la causa del daño.
Ninguna petición, ningún
reproche. Cierto que la santa, como niña, y niña atrabancada que es, descuida
sus obligaciones. Abandona el mundo al desorden, se olvida de quienes se le han
confiado. Pero Daniel prefiere agradecerle sus favores y pondera la cosecha, la
gran cosecha que este año levantarán en el paraje de Yalcuc; y se admira del
número de niños varones que han nacido últimamente entre las familias de su tribu
y se alegra de que regresen sanos y salvos de las fincas (entre ellos vendrán
sus hijos, a saber) casi todos los que fueron a la cosecha de café a la costa.
De sí mismo nunca hablaba
Daniel. ¿Qué podría decir? Era viejo y a Santa Margarita no iban a divertirla
las historias de cuanto ha. Y aunque hiciera por recordarlas, su memoria
confundía personas, trastocaba lugares. ¿Qué iba a pensar la señora? Que Daniel
desvariaba, que era un embustero, que estaba chocheando.
En estas y otras razones las
velas que había traído Daniel en la madrugaba se consumían, el día terminaba.
¿Tan pronto? Y Daniel aún no ha dicho lo que quiere decir. Pero se despide con
la promesa de volver mañana. Porque ya el sacristán, Xaw Ramírez Paciencia,
está sonando las llaves, las enormes llaves del portón, y es seña de que va a
cerrar.
Daniel se decía a sí mismo
al salir: de mañana no pasa. Le cuento mi pena a Santa Margarita y le pido un
milagro, el milagro de que yo no tenga que volver a Yalcuc; de que yo siga
siendo un mayordomo, siempre, siempre.
Pero cuando mañana era hoy,
una especie de timidez paralizaba la lengua del anciano y no la dejaba suelta
más que para referir nimiedades ajenas, para balbucear letanías incoherentes.
Una tarde, en que había
asistido junto con los otros mayordomos al cambio de ropa de San Agustín, la
embriaguez lo arrastró, frenético, desmelenado, gesticulante, hasta el altar de
su patrona. A gritos la instaba para que lo protegiese contra la persecución de
la gente de su tribu, para que lo guardase de una muerte infame, para que le
proporcionara los medios de permanecer aquí, con el cargo de mayordomo, un año
más, aunque fuera un año más.
Al día siguiente Daniel
tenía la confusa sensación de que su secreto ya no lo era para Santa Margarita.
Se aproximó a ella esperando encontrar un signo de benevolencia. Pero la santa
continuaba inmóvil dentro de sus pesadas vestiduras, desentendida de lo que
acontecía a su alrededor.
Daniel comenzó a hablarle en
voz baja, pero, inconteniblemente fue enardeciéndose hasta aullar, hasta
golpearse la cabeza con los puños cerrados. Sintió que una mano le sacudía el
hombro. Era el sacristán.
-¿Para qué gritas, tatik?
Ninguno te oye.
Daniel escuchó esta aseveración
con el mismo escándalo que se escucha una herejía. El sacristán el hombre que
rezaba la misa de los santos en el tiempo de su festividad ¿se atrevía a
sostener que los santos no eran más que trozos inertes de madera, sordos, sin
luz de inteligencia ni de bondad? Pero Xaw, ansioso de exhibir sus
conocimientos, agregó:
-Fíjate en la cara de Santa
Margarita. Es blanca, es ladina, lo mismo que San Juan, que Santo Tomás, que
todos ellos. Ella habla castilla. ¿Cómo vas a querer que entienda el tzotzil?
Daniel quedó atónito. Xaw
tenía razón. Y a partir de entonces trató de recordar las únicas palabras de
español que antes, cuando estuvo en las fincas, cuando comerciaba con los
marchantes de Jobel, llegó a pronunciar. Pero no, eran inútiles. Ninguna
expresaba su desesperación su urgencia de socorro. Xaw volvió a acercarse con
sus consejos.
¿Quieres hablar castilla,
martoma? Hay un bebedizo que sirve para eso, yo lo tomo cuando tengo precisión.
Se llama aceite guapo. Lo venden en las boticas de Jobel. Pero hay que llevar
la paga, bastante paga. Porque es bien caro.
Daniel Castellanos Lampoy
echó mano de las limosnas que los fieles daban a su patrona y emprendió el
viaje a la ciudad.
Anduvo tonteando hasta que
dio con la botica en la que atendieron su pedido. Esperó pacientemente a que
todos los de más fueran despachados, aunque él hubiera llegado antes que nadie,
soportó con humildad los malos modos y las burlas de los dependientes; aceptó
sin protestar el abuso en el precio y el robo en el cambio. Pero al final del
día Daniel regresaba a Chamela con su botella de aceite guapo que le permitiría
hablar con Santa Margarita.
Aguardó a hincarse a los
pies de su patrona para destaparla; el sabor era desagradable y fuerte, los
efectos muy parecidos a los del alcohol. Bajo el influjo de la droga Daniel
comenzó a sentir que todo giraba a su alrededor. Un humor festivo iba
apoderándose de él. Reía desatinadamente considerando ahora falsos, remotos, y
sin consistencia, los peligros que lo amenazaban. Se burlaba de todos porque se
sentía más fuerte que ninguno y joven y libre y feliz. Allá, en la nebulosa que
rodeaba a Santa Margarita creía adivinar un guiño cómplice que lo enloquecía aún
más.
Xaw reía también, desde
lejos. Pero no todos hallaron el espectáculo igualmente divertido. Los martomas
censuraban que uno de ellos violara las costumbres y se entregase a una
embriaguez solitaria y sin motivo, mancillando así la dignidad de su cargo y el
respeto debido a la iglesia.
Al día siguiente los
sentidos de Daniel Castellanos Lampoy estaban tan embotados que no advirtió la
atmósfera hostil que ya lo rodeaba.
A la tercera vez que se
intoxicó con el licor milagroso los martomas, reunidos en conciliábulo,
acordaron despojar de sus responsabilidades a aquella ancianidad sin decoro y
arrojarla afrentosamente del templo.
Xaw no pudo hacer nada para
interponerse y Daniel durmió su última borrachera a campo raso.
Una inconsciencia piadosa lo
envolvía; durante algunas horas más el miedo no le enfriaría las entrañas; no
le haría huir sin rumbo, de un perseguidor desconocido y de un destino
inexorable.
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