No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El ideal de un calavera

De Alberto Blest Gana



Primera Parte

Escenas de Campo

(Fragmento)

I

Un sentimiento de profunda simpatía nos ha inspirado siempre a estas palabras que pronunció un joven en la más solemne circunstancia de su vida:

-¡Adiós amor, única ambición de mi alma!

Por más que la popular malignidad se empeñara después en desfigurarlas, atribuyéndoles una significación  indecorosa, siempre despertarán en los que conozcan su verdadero sentido, esa profunda simpatía que no puede negarse a las grandes pasiones ni a los grandes infortunios.

A fin de conocer hasta qué punto son esas palabras un lamento tristísimo de una alma consagrada al culto de una idea fija, conviene saber la ocasión en que fueron pronunciadas.

Había junto al que las dijo unos banquillos en que, como él, esperaban la muerte algunos jóvenes, que una inmensa turba contemplaba con avidez.

Un piquete de tropa con fusil al hombro, aguardaba la señal de su jefe para consumar el sacrificio.

El joven que nos ocupa, al ver llegar la hora fatal, se golpeó la frente con la mano, y dijo aquellas palabras con expresión de melancólico despecho muy difícil de pintar.

Recogiólas el vulgo, cuando el cuerpo del que acababa de hacerlas oir se agitaba sobre el banquillo, en las últimas convulsiones de agonía.

Comentólas después la malignidad popular, y como el vulgo se detiene muy poco a investigar el origen de lo que causa sus impresiones, decidió por mayoría que el Teniente Manríquez se había ocupado, en presencia de la muerte, de las ideas licenciosas que durante su vida le granjearon su popularidad de libertino.

Nosotros oímos repetir esas palabras en nuestra infancia y nos produjeron la impresión que dejan las palabras o los hechos que la ignorancia de la niñez reviste con el ropaje prestigioso del misterio.

Andando el tiempo, se han alzado delante de nosotros, en algunas conversaciones íntimas, ciertas voces en defensa de aquella víctima de un destino fatal. -Esas voces correspondían a las que nuestro corazón ha empleado siempre para abogar por la causa de sus primeras y misteriosas simpatías.

Y así repetíamos, uniéndonos a sus escasos defensores:

-¡Pobre Manríquez!

¿No encerraba su exclamación postrera un adiós desesperado a las esperanzas desvanecidas?

¿Qué imagen de mujer huía en ese momento supremo del horizonte, que la febril imaginación de aquel joven iluminaba con sus fulgidos resplandores?

¿Qué irresistible fuerza arrebataba el alma de ese condenado a muerte a la contemplación aterradora de los misterios del sepulcro, y le arrancaba, al morir, una impresión de mundanales sentimientos?

El amor ocupa un espacio tan considerable den la historia de la humanidad, que siempre nos ha parecido digna de estudio de la vida del pobre Maríquez, como un rasgo característico, que merece añadirse a la filosofía de la historia.

Por lo demás, la causa de Manríquez encontrará siempre un tribunal indulgente entre las personas dotadas de un corazón sensible y delicado.

Y la viva simpatía de las mujeres, rodeará de su exquisito perfume la tumba solitaria del que, en pocas palabras, les consagró al borde del patíbulo, el poema de su indefinida y ardiente adoración.

El tiempo y la perseverancia para seguir el hilo de esa vida, nos han puesto en aptitud de diseñar su carácter fantástico y sentimental, que las exterioridades revistieron durante su existencia en colores desfavorables, y que sus últimas palabras, iluminaron con su luz verdadera a los ojos de los fisiologistas morales, que gustan apreciar a los hombres como objetos de curiosas, cuando no útiles investigaciones.

Esas palabras, en efecto, son una especie de relámpago salido del pecho de Manríquez para iluminar las tinieblas de su existencia. Ellas explican los caprichos y el desatino de su cerebro, que, las gentes acostumbradas a medir las acciones de sus semejantes con el prosaico criterio de su apego al materialismo, calificaron de tocado.

¿Semejantes, dijimos?

El poder de la costumbre, nos hace emplear esta palabra, en cuya significación estamos muy lejos de creer, cuando con ella se pretende designar a los individuos de la humana familia.

La identidad de la organización física nos hace incurrir en este error gravísimo.

Washington habría protestado de su semejanza con cualquiera de los héroes opresores de la humanidad, incluso Napoleón. Isabel la Católica habría protestado contra los paralelos que han venido a establecer los historiadores entre Isabel de Inglaterra y ella.

El liberador de los Estados Unidos y la protectora de Colón, habrían invocado en su defensa el poder de esa llama sagrada, que ardió en sus pechos y que todos acatan con el nombre de virtud.

Tomando por base de comparación el alma humana, el número de semejantes que cada ser racional tiene en el mando es muy reducido, con relación a los millones de seres que pueblan el universo. - Pensando en ello, diríase que Dios, no contento con dar al vulgo de las gentes una prueba de su poder, con la variedad de objetos que forman la naturaleza física, dotó las almas de una infinita variedad de atributos, para confundir la presunción investigadora y deductiva de los pensadores. De aquí también la razón porqué el estudio del alma será infinito como la marcha del progreso. Sin embargo de esa variedad sorprendente, pueden hacerse dos especies de clasificaciones, que a su vez se subdividen en una multitud de categorías diversas.

Almas que al nacer reciben el germen de lo que serán en su transcurso por el mundo. Y almas que, como las naves en el mar, flotarán a impulso del viento caprichoso de las circunstancias.

Dejemos a un lado a las primeras.

Hablemos de las últimas, porque a ellas pertenecía el alma de Manríquez.

Algunas de éstas, empujadas por vientos bonancibles, llegan hasta el puerto con su velamen casi intacto.

Otras, sólo dejan algunos jirones de las tempestades de su existencia, pero terminan su travesía, llegando victoriosas al puerto del eterno reposo.

Y otras, en fin, combatidas por recios vendavales, llegan desmanteladas a estrellarse contra los obstáculos que las destrozan y anonadan.

El alma de Manríquez, digámoslo también, pertenecía a esta tercera subdivisión.

Sus pasiones, desencadenadas en deshecha tormenta por las fortuitas circunstancias que componen el destino de todo ser humano, lanzaron ese rugido al estrellarle, ricas de vigor y de juventud, contra el banco del patíbulo, en que un pueblo curioso le vio arrostrar la muerte en arrogancia impávida.

Pero, en ese rugido de león hambriento, se dejaba percibir el eco de vaga melancolía. Por eso dijimos su causa "encontrará siempre un tribunal indulgente entre las personas dotadas de un corazón sensible y delicado".

Veamos, pues, la historia del que exclamaba, golpeándose la frente al morir:

-¡Adiós amor, única ambición de mi alma!


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