No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Oro, caballo y hombre

De Rafael F. Muñoz



Como en Casas Grandes terminaba la línea férrea, los villistas que se dirigían rumbo a Sonora bajaron de los trenes, echando fuera de las jaulas la flaca caballada y después de ensillar emprendieron la caminata hacia el Cañón del Púlpito.

La llanura estaba oculta bajo una espesa costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas pezuñas de los animales; a veces estos resbalaban y caían sobre el húmedo colchón, blanco e interminable; los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia había quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y el hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal volviera a ponerse sobre sus cuatro patas.

¡Qué poco amiga del hombre es la tierra nevada, agradable solamente en las pinturas alegóricas de Nochebuena! No se ve el terreno que se pisa: los pedruzcos del camino apenas hacen una levísima ondulación en la cáscara de confeti cristalizado al bajo cero. Los peatones dan traspies y tocan el suelo con rodillas y manos; las armas se hunden en la nieve, se moja el costal con pinole que tenía que servir de alimento por toda la semana, entran esquirlas de hielo por todas las aberturas de la ropa. ¡Y hay que soltar algunas maldiciones para calentarse!

Luego, no se encuentra leña seca para hacer una lumbrada, ni piedra limpia para sentarse a descansar un rato; aún bajo los pinos, cedros y encinos de copas anchísimas, hay nieve, no queda sitio para tender una manta y acostarse. Aun cuando la tormenta haya cesado, el viento hace caer los copos detenidos en las ramas y bajo los árboles siempre está nevando. El deshielo es cruel, aún más que la tempestad: hace más frío y casi siempre más viento que levanta la punta de las bufandas, el vuelo de los capotes, la vuelta de las pelerinas, y se cuela a través de las ropas hasta el pellejo.

-¡No hay que rajarse muchachos! ¡Síganle que ya verán cómo pa´ delante está pior…!

Y los deshilachados restos de la fastuosa División del Norte, los poquísimos que no se habían “rajado” después de los combates de Celaya, echaban “pa´delante, a buscar lo pior”, con movimiento de hombros que decía “¿Qué más da? Y una contracción de labios que era desdén para la vida y reto a la muerte.

Frente a Casas Grandes, a poco trotar, hay una laguna extensa, pero poco profunda, casi una charca donde el viento no hace oleajes, rizando apenas la superficie pantanosa, que semeja un cristal ahumado, porque bajo un metro de agua, el barro negro y arrugado da idea de la piel de una gran bestia que estuviera dormitando dentro de la laguna. En algunas partes, donde el agua era menos, el bajo cero había puesto a la ciénaga un cascarón de hielo.

El grueso de la columna se desvió, prefiriendo hacer un gran rodeo por tierra firme, que atravesar la sospechosa calma de las aguas oscuras. Pero un grupo de villistas, seis o siete, bien montados en caballos de alzada, con gruesas mitazas que les cubrían hasta la mitad del muslo, y ropas de invierno entre las que no faltaban los característicos sweaters rojos, se decidieron a marchar en línea recta a través de la charca.

A la cabeza del grupo iba un hombre alto, con el sombrero tejano arriscado en punta sobre la frente, tal como lo usan los ferrocarrileros, “los del riel” Rostro oscuro completamente afeitado, cabellos que eran casi cerdas, lacios, rígidos, negros; boca de perro de presa, manos poderosas, torso erguido y piernas de músculos boludos que apretaban los flancos del caballo como si fueran garra de águila. Aquel hombre se llamaba Rodolfo Fierro; había sido ferrocarrilero y después fue dedo meñique del jefe de la División del Norte, matón brutal e implacable, de pistola certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo.
-Los caballos andan mejor en el agua que en la nieve -dijo- y metió espuelas. El animal dio un gran salto, penetró en la laguna levantando un abanico de agua con cada pata, siguió adelante braceando a un metro de alto y chapoteando con regocijado estrépito.

-Este es el camino para los hombres que sean hombres, y que traigan caballos que sean caballos… ¡Adelante!

Los otros le siguieron haciendo ruidos de cascada. Fierro iba cargado de oro. Monedas americanas de veinte dólares, conocidas por “Ojos de buey”, inflaban un cinturón de los llamados “de víbora” que llevaba apretado poco más abajo que la canana de la pistola; oro en los bolsillos abultados del pantalón, oro en el pliegue que hacía la camisola al voltearse sobre el cinturón ajustado…oro en las cantinas de la silla de montar, hinchadas hasta el máximo… oro en bolsas de lona colgadas de la cabeza de la montura… Una coraza de oro, un blindaje de oro… ¡Kilos de oro!

Cuando caminaba en tierra firme, el caballo parecía no sentir sobre su lomo al hombre enorme, parecía no llevar encima aquel tremendo cargamento: braceaba como un trotón inglés de paseo, levantando las pezuñas delanteras a la altura del pecho.

Pero a cien metros, a ciento cincuenta, a doscientos metros de la orilla de la laguna, el caballo fuese fatigando de no encontrar tierra firme bajo sus herraduras, de meter los cascos en un lodazal negro, espeso, congelado. Y aun cuando el nivel del agua no le llegaba al vientre, ya no sacaba las pezuñas al aire; seguía caminando firme, pero lento, recto pero fatigado, resoplando como una locomotora. De sus narices abiertas, dos grandes agujeros negros, salían chorros de un vaho espeso. Las orejas enhiestas parecían percibir una misteriosa señal de peligro que partiera de las aguas, agitadas en círculos concéntricos que iban borrándose en la distancia.

-Mi general, está el terreno muy pesado para los caballos –aventuró a decir uno de los acompañantes- mejor es que nos devuélvanos y denos la vuelta por la orillita…

-¡Qué devuélvanos ni qué el demonio…! ¡Me canso de pasar por este tal por cual charco! El que tenga miedo, que se raje y dé media vuelta… no se vaya a dar un baño…

Y dio otro apretón de pies en el vientre del caballo. Las puntas de las espuelas hirieron la piel, abriendo dos hilillos de sangre, y el animal se levantó sobre las patas traseras, quedando casi vertical. Fierro se apoyó en la teja de la silla, pegó la cabeza al cuello del animal, y con el puño cerrado dióle un golpe entre las dos orejas.

-¡Mula, mal nacida!

El caballo volvió a caer sobre sus cuatro patas y se vio entonces que el agua le llegaba al vientre. Los pies del hombre, prendidos a los ijares con los hierros implacables, quedaron dentro del agua enturbiada por el pataleo.

-¡Cuidado, mi general! ¡El caballo se está hundiendo!

-Pos va a salir a puritito pulmón…

-No lo menee mucho, porque se le atasca…

-¡Vete a dar consejo a las viejas! ¡Yo sé lo que hago!

Fuese desarrollando una lucha tremenda: el caballo contra el fango y el hombre contra el caballo. Los demás jinetes no se atrevían a acercarse y habían formado un semicírculo a cinco seis metros de distancia. El animal resollaba desesperadamente y en vigorosos movimientos lograba levantar una mano y sacarla del agua, tirando luego un golpe terrible hacia abajo; pero no encontraba resistencia en el barro y cada vez el impulso de sus músculos poderosos que levantaban las manos, era menos eficaz. Se fue hundiendo de la parte trasera y pronto quedó la cola dentro del agua, agitándose violentamente como si fuera un reno cubierto de cerdas.

El jinete golpeaba al animal con ambos puños, dejando la rienda suelta sobre la silla, gritando los más duros insultos y acicateándolo furiosamente en la barriga. Ya se veían en el agua revuelta, espesa de lodo, tonos rojizos de la sangre del caballo que manaba por los ijares.

-Mejor bájese, general… yo le empresto mi penco…

-Préstaselo a tu abuela, que lo necesita más que yo…

Llegó el momento en que el animal no pudo desprender las manos del lodo. Debía tenerlo ya más arriba de la rodilla, porque el agua le llegaba hasta la mitad del cuerpo. Quedó un instante inmóvil, dando unos bufidos que parecían respuesta a los insultos que seguía diciendo Fierro. Y entonces fue cuando éste pensó en desmontar: volviose hacia las cantinas de la montura, ya al nivel del agua, y sacó sendas bolsas de oro; tomó los dos costales amarrados la cabeza de la silla y echándoselos en el brazo izquierdo levantó la pierna derecha sobre el lomo del animal y la sumergió en el agua tratando de tocar fondo; pero el pie se le hundió en barro que parecía mantequilla, y él quedándose prendido de la cabeza de la silla, con la pierna izquierda doblada sobre el estribo.

Sintió miedo, un miedo espantoso de quedarse ahí para siempre, con su caballo y con su oro; volvió los ojos hacia sus hombres con una intensa angustia. Todos estaban muy lejos para tenderle la mano y se habían quedado inmóviles por temor a correr la misma suerte que él. Y los demás de la columna, muy lejos, a la orilla de la laguna tersa y oscura como un espejo ahumado, continuaban su marcha a rastras sobre la nieve, preocupado cada uno de ellos por su propia marcha, mirando hacia abajo para evitar los pedruzcos y los hoyancos y sin dirigir una ojeada al grupo que se había atrevido a pasar la línea recta el manto de agua.

-¡Epa! ¡Imbéciles! A ver si hacen algo… ¿O qué, piensan dejarme aquí atascado en el zoquete? ¡Búiganse, denme un jalón!

Pero aquellos hombres no se movieron. En varios metros alrededor del caballo que se sumergía y del jinete pálido por la angustia, el cieno estaba removido por los desesperados esfuerzos que hacía el animal para escapar del peligro y quien se hubiera atrevido a avanzar en esa zona, cayera también prisionero del fango movedizo y profundo. Así los demás jinetes se limitaron a dar consejos.

-No se mueva mucho…

-Párese arriba de la silla…

-Tire todo el peso que traiga encima…

-Procure venirse a nado…

Uno sacó la pistola y para avisar a la lejana columna del peligro en que Fierro se encontraba, disparó al aire los seis cartuchos del cilindro. Inmediatamente se vio que la tropa en marcha se detuvo y acercase a la orilla de la laguna. Con sus prismáticos, los jefes vieron que un caballo estaba sumergiéndose en las aguas y que un hombre intentaba escapar de un trance de muerte. Varios jinetes trataron de ir al socorro y avanzaron sus caballos quebrando el hielo de la superficie, más a poco andar vieron que también para ellos había peligro, y regresaron.

En el centro de la charca, el caballo seguía pataleando y agitándose en el barro.
Prontro quedó la montura bajo las aguas, y el animal no sacó ya si no el cuello y la cabeza mantenida en alto. Fierro estaba de rodillas sobre la silla, pálido, con los ojos desorbitados por el espanto. En el brazo izquierdo sostenía aún cuatro bolsas repletas de oro.

-Una reata… ¡Échenme una reata! Le doy una bolsa a cada uno que me ayude a salir.

Algo por compasión y mucho por interés de la oferta, los villistas del grupo echaron mano a los lazos amarrados en sus monturas y comenzaron a agitarlos en grandes círculos sobre sus cabezas. El caballo acabó por sumergirse, soplando un bufido que alborotó las aguas; sus pulmones potentes todavía echaron un chorro de burbujas que reventaron en pompas de fango. El hombre había quedado en pie sobre la silla, sin sombrero, con los costales apretados al pecho, salpicado de lodo de arriba abajo, pesadas las piernas por la costra que lo cubría hasta la cintura.

-Pronto…pronto…el caballo ya se fue al diablo…

Las reatas partieron simultáneamente con un uniforme silbido, pero fuera por mal cálculo o porque los lanzadores tuvieran pocas ganas de verse envueltos en peligro, todas quedaron cortas y Fierro, sin soltar el oro, intentó alcanzarlas alargando el brazo derecho. Este movimiento lo hizo perder el equilibrio y cayó en el agua. A poco emergió enteramente cubierto de lodo, agitando los brazos, ya libres del pesado cargamento. Su figura casi había perdido la apariencia humana. Quiso decir algo, y medio ahogado por el cieno que le había penetrado en la boca, sólo lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva. Instantes después comenzó a hundirse despacio; bajó los brazos y quedó con la cabeza de fuera, nada más, gritando.

Los villistas recogieron rápidamente sus reatas y volvieron a tirarlas, pero nuevamente quedaron cortas. Pronto la cabeza quedó a ras de agua y luego se hundió. Surgieron los brazos levantando la “víbora” hinchada de oro, en una última oferta por la salvación. Luego todo desapareció bajo las aguas, que volvieron a quedar como un vidrio ahumado, sin oleaje, apenas rizadas por el viento.

Muy despacio, con toda clase de precauciones, los testigos de la tragedia fueron saliendo hacia la orilla. Un oficial japonés que iba entre los villistas, se devolvió a Casas Grandes para buscar una lancha y salir a bucear en la laguna en un intento para rescatar el cuerpo.

La columna continuó su marcha en la nieve, y al ponerse el sol acampó en su bosque. Tronchando ramas de pinos y cedros los villistas medio barrieron la nieve en algunos trechos, bajo los árboles más grandes, y se acostaron a descansar.

Recordando el drama, algunos dijeron:

-¡Lástima de oro!

Otros:

-¡Lástima de caballo!


Y ninguno lamentó la desaparición del hombre.

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