Como en Casas Grandes terminaba
la línea férrea, los villistas que se dirigían rumbo a Sonora bajaron de los
trenes, echando fuera de las jaulas la flaca caballada y después de ensillar emprendieron
la caminata hacia el Cañón del Púlpito.
La llanura estaba oculta bajo una
espesa costra de nieve endurecida que crujía a la presión de las herradas
pezuñas de los animales; a veces estos resbalaban y caían sobre el húmedo colchón,
blanco e interminable; los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia
había quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y
el hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal
volviera a ponerse sobre sus cuatro patas.
¡Qué poco amiga del hombre es la
tierra nevada, agradable solamente en las pinturas alegóricas de Nochebuena! No
se ve el terreno que se pisa: los pedruzcos del camino apenas hacen una levísima
ondulación en la cáscara de confeti cristalizado al bajo cero. Los peatones dan
traspies y tocan el suelo con rodillas y manos; las armas se hunden en la nieve,
se moja el costal con pinole que tenía que servir de alimento por toda la
semana, entran esquirlas de hielo por todas las aberturas de la ropa. ¡Y hay
que soltar algunas maldiciones para calentarse!
Luego, no se encuentra leña seca
para hacer una lumbrada, ni piedra limpia para sentarse a descansar un rato;
aún bajo los pinos, cedros y encinos de copas anchísimas, hay nieve, no queda
sitio para tender una manta y acostarse. Aun cuando la tormenta haya cesado, el
viento hace caer los copos detenidos en las ramas y bajo los árboles siempre
está nevando. El deshielo es cruel, aún más que la tempestad: hace más frío y
casi siempre más viento que levanta la punta de las bufandas, el vuelo de los
capotes, la vuelta de las pelerinas, y se cuela a través de las ropas hasta el
pellejo.
-¡No hay que rajarse muchachos!
¡Síganle que ya verán cómo pa´ delante está pior…!
Y los deshilachados restos de la
fastuosa División del Norte, los poquísimos que no se habían “rajado” después
de los combates de Celaya, echaban “pa´delante, a buscar lo pior”, con
movimiento de hombros que decía “¿Qué más da? Y una contracción de labios que
era desdén para la vida y reto a la muerte.
Frente a Casas Grandes, a poco trotar,
hay una laguna extensa, pero poco profunda, casi una charca donde el viento no hace
oleajes, rizando apenas la superficie pantanosa, que semeja un cristal ahumado,
porque bajo un metro de agua, el barro negro y arrugado da idea de la piel de
una gran bestia que estuviera dormitando dentro de la laguna. En algunas
partes, donde el agua era menos, el bajo cero había puesto a la ciénaga un
cascarón de hielo.
El grueso de la columna se desvió,
prefiriendo hacer un gran rodeo por tierra firme, que atravesar la sospechosa
calma de las aguas oscuras. Pero un grupo de villistas, seis o siete, bien
montados en caballos de alzada, con gruesas mitazas que les cubrían hasta la
mitad del muslo, y ropas de invierno entre las que no faltaban los
característicos sweaters rojos, se decidieron a marchar en línea recta a través
de la charca.
A la cabeza del grupo iba un
hombre alto, con el sombrero tejano arriscado en punta sobre la frente, tal
como lo usan los ferrocarrileros, “los del riel” Rostro oscuro completamente
afeitado, cabellos que eran casi cerdas, lacios, rígidos, negros; boca de perro
de presa, manos poderosas, torso erguido y piernas de músculos boludos que
apretaban los flancos del caballo como si fueran garra de águila. Aquel hombre
se llamaba Rodolfo Fierro; había sido ferrocarrilero y después fue dedo meñique
del jefe de la División del Norte, matón brutal e implacable, de pistola
certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo.
-Los caballos andan mejor en el
agua que en la nieve -dijo- y metió espuelas. El animal dio un gran salto,
penetró en la laguna levantando un abanico de agua con cada pata, siguió
adelante braceando a un metro de alto y chapoteando con regocijado estrépito.
-Este es el camino para los
hombres que sean hombres, y que traigan caballos que sean caballos… ¡Adelante!
Los otros le siguieron haciendo
ruidos de cascada. Fierro iba cargado de oro. Monedas americanas de veinte
dólares, conocidas por “Ojos de buey”, inflaban un cinturón de los llamados “de
víbora” que llevaba apretado poco más abajo que la canana de la pistola; oro en
los bolsillos abultados del pantalón, oro en el pliegue que hacía la camisola
al voltearse sobre el cinturón ajustado…oro en las cantinas de la silla de
montar, hinchadas hasta el máximo… oro en bolsas de lona colgadas de la cabeza
de la montura… Una coraza de oro, un blindaje de oro… ¡Kilos de oro!
Cuando caminaba en tierra firme,
el caballo parecía no sentir sobre su lomo al hombre enorme, parecía no llevar
encima aquel tremendo cargamento: braceaba como un trotón inglés de paseo,
levantando las pezuñas delanteras a la altura del pecho.
Pero a cien metros, a ciento
cincuenta, a doscientos metros de la orilla de la laguna, el caballo fuese
fatigando de no encontrar tierra firme bajo sus herraduras, de meter los cascos
en un lodazal negro, espeso, congelado. Y aun cuando el nivel del agua no le
llegaba al vientre, ya no sacaba las pezuñas al aire; seguía caminando firme,
pero lento, recto pero fatigado, resoplando como una locomotora. De sus narices
abiertas, dos grandes agujeros negros, salían chorros de un vaho espeso. Las
orejas enhiestas parecían percibir una misteriosa señal de peligro que partiera
de las aguas, agitadas en círculos concéntricos que iban borrándose en la
distancia.
-Mi general, está el terreno muy
pesado para los caballos –aventuró a decir uno de los acompañantes- mejor es
que nos devuélvanos y denos la vuelta por la orillita…
-¡Qué devuélvanos ni qué el
demonio…! ¡Me canso de pasar por este tal por cual charco! El que tenga miedo,
que se raje y dé media vuelta… no se vaya a dar un baño…
Y dio otro apretón de pies en el
vientre del caballo. Las puntas de las espuelas hirieron la piel, abriendo dos
hilillos de sangre, y el animal se levantó sobre las patas traseras, quedando
casi vertical. Fierro se apoyó en la teja de la silla, pegó la cabeza al cuello
del animal, y con el puño cerrado dióle un golpe entre las dos orejas.
-¡Mula, mal nacida!
El caballo volvió a caer sobre
sus cuatro patas y se vio entonces que el agua le llegaba al vientre. Los pies
del hombre, prendidos a los ijares con los hierros implacables, quedaron dentro
del agua enturbiada por el pataleo.
-¡Cuidado, mi general! ¡El
caballo se está hundiendo!
-Pos va a salir a puritito
pulmón…
-No lo menee mucho, porque se le
atasca…
-¡Vete a dar consejo a las
viejas! ¡Yo sé lo que hago!
Fuese desarrollando una lucha
tremenda: el caballo contra el fango y el hombre contra el caballo. Los demás
jinetes no se atrevían a acercarse y habían formado un semicírculo a cinco seis
metros de distancia. El animal resollaba desesperadamente y en vigorosos
movimientos lograba levantar una mano y sacarla del agua, tirando luego un
golpe terrible hacia abajo; pero no encontraba resistencia en el barro y cada
vez el impulso de sus músculos poderosos que levantaban las manos, era menos
eficaz. Se fue hundiendo de la parte trasera y pronto quedó la cola dentro del
agua, agitándose violentamente como si fuera un reno cubierto de cerdas.
El jinete golpeaba al animal con
ambos puños, dejando la rienda suelta sobre la silla, gritando los más duros
insultos y acicateándolo furiosamente en la barriga. Ya se veían en el agua
revuelta, espesa de lodo, tonos rojizos de la sangre del caballo que manaba por
los ijares.
-Mejor bájese, general… yo le
empresto mi penco…
-Préstaselo a tu abuela, que lo
necesita más que yo…
Llegó el momento en que el animal
no pudo desprender las manos del lodo. Debía tenerlo ya más arriba de la
rodilla, porque el agua le llegaba hasta la mitad del cuerpo. Quedó un instante
inmóvil, dando unos bufidos que parecían respuesta a los insultos que seguía
diciendo Fierro. Y entonces fue cuando éste pensó en desmontar: volviose hacia
las cantinas de la montura, ya al nivel del agua, y sacó sendas bolsas de oro;
tomó los dos costales amarrados la cabeza de la silla y echándoselos en el
brazo izquierdo levantó la pierna derecha sobre el lomo del animal y la
sumergió en el agua tratando de tocar fondo; pero el pie se le hundió en barro
que parecía mantequilla, y él quedándose prendido de la cabeza de la silla, con
la pierna izquierda doblada sobre el estribo.
Sintió miedo, un miedo espantoso
de quedarse ahí para siempre, con su caballo y con su oro; volvió los ojos
hacia sus hombres con una intensa angustia. Todos estaban muy lejos para
tenderle la mano y se habían quedado inmóviles por temor a correr la misma
suerte que él. Y los demás de la columna, muy lejos, a la orilla de la laguna
tersa y oscura como un espejo ahumado, continuaban su marcha a rastras sobre la
nieve, preocupado cada uno de ellos por su propia marcha, mirando hacia abajo
para evitar los pedruzcos y los hoyancos y sin dirigir una ojeada al grupo que
se había atrevido a pasar la línea recta el manto de agua.
-¡Epa! ¡Imbéciles! A ver si hacen
algo… ¿O qué, piensan dejarme aquí atascado en el zoquete? ¡Búiganse, denme un
jalón!
Pero aquellos hombres no se
movieron. En varios metros alrededor del caballo que se sumergía y del jinete
pálido por la angustia, el cieno estaba removido por los desesperados esfuerzos
que hacía el animal para escapar del peligro y quien se hubiera atrevido a
avanzar en esa zona, cayera también prisionero del fango movedizo y profundo.
Así los demás jinetes se limitaron a dar consejos.
-No se mueva mucho…
-Párese arriba de la silla…
-Tire todo el peso que traiga
encima…
-Procure venirse a nado…
Uno sacó la pistola y para avisar
a la lejana columna del peligro en que Fierro se encontraba, disparó al aire
los seis cartuchos del cilindro. Inmediatamente se vio que la tropa en marcha
se detuvo y acercase a la orilla de la laguna. Con sus prismáticos, los jefes
vieron que un caballo estaba sumergiéndose en las aguas y que un hombre
intentaba escapar de un trance de muerte. Varios jinetes trataron de ir al
socorro y avanzaron sus caballos quebrando el hielo de la superficie, más a
poco andar vieron que también para ellos había peligro, y regresaron.
En el centro de la charca, el caballo
seguía pataleando y agitándose en el barro.
Prontro quedó la montura bajo las
aguas, y el animal no sacó ya si no el cuello y la cabeza mantenida en alto.
Fierro estaba de rodillas sobre la silla, pálido, con los ojos desorbitados por
el espanto. En el brazo izquierdo sostenía aún cuatro bolsas repletas de oro.
-Una reata… ¡Échenme una reata!
Le doy una bolsa a cada uno que me ayude a salir.
Algo por compasión y mucho por
interés de la oferta, los villistas del grupo echaron mano a los lazos
amarrados en sus monturas y comenzaron a agitarlos en grandes círculos sobre
sus cabezas. El caballo acabó por sumergirse, soplando un bufido que alborotó
las aguas; sus pulmones potentes todavía echaron un chorro de burbujas que reventaron
en pompas de fango. El hombre había quedado en pie sobre la silla, sin sombrero,
con los costales apretados al pecho, salpicado de lodo de arriba abajo, pesadas
las piernas por la costra que lo cubría hasta la cintura.
-Pronto…pronto…el caballo ya se
fue al diablo…
Las reatas partieron
simultáneamente con un uniforme silbido, pero fuera por mal cálculo o porque
los lanzadores tuvieran pocas ganas de verse envueltos en peligro, todas
quedaron cortas y Fierro, sin soltar el oro, intentó alcanzarlas alargando el
brazo derecho. Este movimiento lo hizo perder el equilibrio y cayó en el agua.
A poco emergió enteramente cubierto de lodo, agitando los brazos, ya libres del
pesado cargamento. Su figura casi había perdido la apariencia humana. Quiso
decir algo, y medio ahogado por el cieno que le había penetrado en la boca,
sólo lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva. Instantes
después comenzó a hundirse despacio; bajó los brazos y quedó con la cabeza de
fuera, nada más, gritando.
Los villistas recogieron
rápidamente sus reatas y volvieron a tirarlas, pero nuevamente quedaron cortas.
Pronto la cabeza quedó a ras de agua y luego se hundió. Surgieron los brazos
levantando la “víbora” hinchada de oro, en una última oferta por la salvación.
Luego todo desapareció bajo las aguas, que volvieron a quedar como un vidrio
ahumado, sin oleaje, apenas rizadas por el viento.
Muy despacio, con toda clase de
precauciones, los testigos de la tragedia fueron saliendo hacia la orilla. Un
oficial japonés que iba entre los villistas, se devolvió a Casas Grandes para
buscar una lancha y salir a bucear en la laguna en un intento para rescatar el
cuerpo.
La columna continuó su marcha en
la nieve, y al ponerse el sol acampó en su bosque. Tronchando ramas de pinos y
cedros los villistas medio barrieron la nieve en algunos trechos, bajo los
árboles más grandes, y se acostaron a descansar.
Recordando el drama, algunos
dijeron:
-¡Lástima de oro!
Otros:
-¡Lástima de caballo!
Y ninguno lamentó la desaparición
del hombre.
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