No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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A rope in the cliff

By Lisett Tapia


Nobody knows

who went up there,

who put the rope

in the top of the cliff.


It was a man

or a young girl

who expect

a warm breeze

or a kind letter?


They lost the hope,

lost the light,

whit the sun,

whit the moon,

whit the sky

in the middle

of the night?


They dead

in the morning,

the rope closed

his eyes...


Or only is

a rope in the cliff,

the wind brought it

and I imagine

horrible things.

Como un niño


Por Lisett Tapia

Ana no lo entendería. Su mente no le permite entender nunca. Por eso se divorciaron en primer lugar. Ella, negro, tú, blanco. Ella, mar, tú, desierto. Ella, verano, tú, invierno… Y así podría seguir enumerando todas y cada una de las cosas que motivaron a que ella se fuera y tú, te quedaras. Alguna vez coincidieron y llegaron a quererse lo suficiente como para casarse. Tu desenfrenada vida de soltero y estudiante de Derecho acabó con Ana, por entonces una bella jovencita de pronunciadas curvas. El licor y las fiestas se acabaron en cuanto te graduaste, pues la realidad te golpeó duramente desde que Ana y tú concibieron algunos pocos meses después de conocerse. El bebé que recién había nacido, estaba delicado de salud y tu padre te advirtió que luego del préstamo que te haría para que el niño mejorara y saliera del hospital, nunca iba a ayudarte de nuevo con dinero, lo cual, hasta que murió, lo cumplió al pie de la letra. Pusiste las cartas sobre la mesa; amabas a tu hijo y a tu esposa y por ellos, decidiste cambiar. Pero Ana tardó un poco más en entender el mensaje. Al aceptar casarse jóvenes, ella debía ser una buena esposa y ama de casa, ya que no quiso graduarse ni aún después de que su hijo naciera. Aceptaste un trabajo de oficina fijo con un sueldo regularmente aceptable y con promesa de crecer.
Y luego, de pronto, sin importarle los ocho años de estar casados, Ella encontró otro prospecto, defendiéndose con el argumento de que "tú ya no eres quien eras". "Vaya –le dijiste, con la misma amargura y sarcasmo, soportando las ganas de arrojarle un plato de la vajilla de bodas -, creí que ese era el objetivo del matrimonio, ser estables y criar a David". La vajilla de seis juegos, regalo de la bruja de tu suegra, ya le faltaba una taza, pero aquello no había sido tu culpa. Ana te la arrojó tres años antes a esa escena (más o menos igual) y con tan mala suerte y puntería que David había terminado con un feo moretón en su mejilla y algunos cortes menores. Al doctor familiar y a los maestros del colegio, Ana y tú les aclararon rápidamente que David había estado jugando en el jardín, había resbalado ante un montón de ladrillos de decoración y de ahí el golpe. David nunca contradijo aquella mentira.
Peleaban mucho. David siempre era testigo aunque a veces terminara con huellas (involuntarias o viceversa). Callado, inmóvil y con los ojos fijos en uno y otro de sus padres cuando cada cual tomaba la palabra para insultarse, el niño no lloraba. Simplemente observaba…
Te daba tristeza ese niño. Ni tú la habías pasado así de mal a su edad. Ana, sin embargo, creíste y con razón que de ahí venían sus borracheras y su escape de la realidad: una infancia con un padre golpeador y una madre gritona y desentendida. Y ahora David la pagaba. Al verlo así, tan contrario a Ana y a ti, pensabas que no merecías haber tenido ese hijo; nunca les daba problemas de ningún tipo, era educado, sacaba buenas notas y hacía sus deberes… Aunque era muy huraño. Tenía pocos amigos en la escuela y nunca los invitaba a casa. Quizás no se sentía del todo orgulloso de su familia y no lo culpabas. Tal vez, si hubiera tenido un hermanito…
Porque ese fue otro tema del que luego te diste cuenta: David era hijo único. Ana había perdido dos embarazos luego del de David y le diste la razón cuando ella te dijo que no quería seguir intentándolo.
"¿Y qué tal si…?"
¿Lo recuerdas?
Despertaste una noche, dos años después de la separación. Tu mente ataba muchos cabos cuando dormías…
"¿Y qué tal si ella se provocaba los abortos? Nunca fue muy maternal que digamos con David y mucho me temo que el hecho de que el niño haya nacido débil, es porque ella seguramente seguía bebiendo y fumando a mis espaldas…"
Tú no fuiste el padre del año, lo admites, pero tampoco ella se desvivió mucho cuando, en el juicio de divorcio, pediste la custodia total. Si, te maldijo al final, fuera de los tribunales y en plena calle ante puñados de transeúntes, pero supones que pronto se le debió haber pasado el coraje cuando ella y su nuevo amor se fueron a una playa del caribe días después.
Así pues, David se quedó contigo. Padre e hijo, solos contra el mundo. Ana, casada nuevamente y feliz socialité, se mudó a otra ciudad y ahora su presencia se limitaba a una tarjeta cada Navidad y una llamada en el cumpleaños de tu hijo.
Ahora, David tiene catorce años. Es un buen alumno de secundaria y sigue siendo tan calmado y huraño como siempre. Y lo mejor es que confías en él. Aunque te gustaría que sonriera más…
O-O-O-O
Y una noche, tú deseo se cumple.
David sonríe.
Y por mucho tiempo deseaste que eso no hubiera ocurrido…
O-O-O-O
Eran las tres de la mañana de un sábado de agosto. Habías vuelto de la oficina a eso de las siete por culpa de una migraña, por lo que viste al muchacho irse con tu consentimiento. Y ahora, esperabas a David con ansiedad mientras mirabas por la ventana cada cinco minutos. Llovía. Una feroz tormenta azotaba la ciudad y tú aguardabas a que tu hijo regresara.
Tenía novia. El chico te informó, luego de que lo descubrieras haciendo una llamada telefónica sospechosa, que tenía una novia. Te dijo que estudiaba en su mismo instituto que él y se llamaba Julia. Te la describió brevemente como una chica delgada, de ojos claros y cabello castaño y muy largo y que llevaba saliendo con ella un par de meses.
Te alegraste por él sinceramente. Y luego descubriste que no habían tenido "la charla". Aunque igualmente confiabas en David. Creíste que una breve advertencia sobre sexo y embarazos no deseados y anticonceptivos bastaría para que se diera cuenta de que debía cuidarse si no quería acabar como tú. Pero tu hijo es razonable. Te dijo que todo ese tema ya lo había visto en Biología y que sabe lo que hace. Y le crees. Su mirada es como la tuya cuando afirmas algo sin mentir. No le insististe más con ese tema ni con su novia. El chico tenía derecho a tener su privacidad, así como él tampoco te agobiaba con preguntas de que si por fin ibas a formalizar tu relación con la cajera del bar al que ibas los viernes y con la que te veías de vez en cuando.
Aquella noche te dijo que iría a una fiesta con los amigos de Julia y volvería a eso de media noche.
"¿Se habrá puesto una buena borrachera?" Piensas, mientras miras la horriblemente solitaria y silenciosa calle otra vez.
Víctor y Erick, dos de sus amigos (quizás los únicos), no eran chicos de fiestas y alcohol según tu criterio, pero no descartabas la posibilidad de que de vez en cuando, ellos y David robaran algo de whisky de tus botellas o algunas cervezas.
No respondió su teléfono móvil. Ya no volviste a insistirle luego de las primeras cinco o seis veces. Te sentaste en el sofá, presto a cada movimiento y ruido, pero en algún momento, te quedaste dormido, pues la migraña amenazaba con volver…
"Maldito coñac barato" pensaste somnoliento, recordando que en la oficina, alguien te había regalado una botella de aquel licor y tú habías dado unos buenos tragos hasta que descubriste su mala calidad en tu paladar y tu estómago, culminando en la cabeza para rematar la mala experiencia.
Luego, te sobresaltó un sonido, sacándote de tu letargo. Ha dejado de llover en un momento que no recordaste. Vuelves a preocuparte por David. El reloj anuncia las cuatro y treinta de la mañana.
"Ese ruido…"
El ruido provenía de la calle. Un golpe. O rasguños, tal vez…
Caminaste por la sala hasta la puerta principal y antes de asomarte por la ventana, el mismo ruido de momentos atrás vuelve a repetirse. Delante de la puerta, hay algo que golpea y rasguña la madera.
Te preparaste con una escoba. "Debe ser un animal, un gato callejero…" Encendiste la luz del pórtico mientras abriste la puerta, dispuesto a ahuyentar al bicho que pretendía entrar. Pero al mirar al exterior te detuviste. Te congelaste, más bien. Y no fue por el frío que se había iniciado luego de la lluvia, sino por el cuadro de pesadilla que yacía a tus pies.
Desde el suelo, David te devuelve una mirada agónica. Pálido, empapado de agua, lodo y sangre, con parte de su ropa rasgada, abrió la boca para hablarte, pero en lugar de voz, de sus labios salió un copioso chorro de sangre…
–¡David! ¡David! ¡Por dios, David! ¡¿Qué te ha pasado?! ¡¿Quién te hizo esto?!
O-O-O-O
Pasó varios días en el hospital. David necesitó varias transfusiones de sangre. Su estado fue muy delicado y por mucho tiempo, la policía esperó a que el chico se recuperara y pudiera decirles a detalle quiénes habían sido los autores del ataque.
Porque eso había sido: un ataque. Escuchaste las teorías de los polis y los doctores decir que aquello había sido obra, como mínimo, de tres tipos. Que David tenía cortes muy profundos en sus brazos y piernas (se había defendido) además del abdomen, pecho y espalda y otro corte en su cuello, el que casi lo había matado, todo ello causado por armas punzocortantes. Que seguramente David se metió con gente que no debía e incluso, te daban a entender que tu hijo andaba en malos pasos. Les gritaste que David era intachable –además de que las pruebas de drogas no revelaron nada- y les recordaste que David había ido a una fiesta con Julia, su novia, la cual, era deber de esos incompetentes uniformados, encontrarla e interrogarla.
La buscaron, si, la encontraron, no. Al iniciar el segundo día luego de la pesadilla, los policías dijeron que no había pruebas de que Julia fuera alumna del mismo instituto que David. Al parecer, nadie la conocía.
Pensaste que quizás David te mintió. La chica, tal vez, no era lo que se decía "ejemplar". Y de nuevo, no lo culpas. El amor ciega y nos hace mentir. Pero coincides con los polis en que, en cuanto esté sano, tu hijo deberá decir la verdad.
O-O
David se recuperó de sus heridas y salió finalmente del hospital.
Habló largas horas con la policía. Respondió muchos interrogatorios sin tu presencia, aunque luego, en casa, él te habló sobre lo ocurrido.
Si, Julia y él habían ido a la dichosa fiesta, pero en algún momento, ella había hecho algo que a él no le gustó con otro amigo suyo. David decidió irse de ahí y Julia lo retuvo fuera de la casa. Discutieron acaloradamente en la calle. Luego, como aún llovía, otro amigo de Julia ofreció llevar a sus respectivas casas a ambos. David aceptó mientras Julia le decía que luego hablarían, aunque para David todo había acabado. Los tres subieron al auto y luego…
David se angustiaba casi hasta la desesperación al no poder recordar…
Julia, por otra parte, no estudiaba con David. Tu hijo te contó la verdad entre su conmoción y vergüenza. La había conocido en una de sus salidas furtivas de la secundaria -¡tu hijo se saltaba clases!- a un lugar de juegos de arcade donde no van precisamente niños y ella estaba ahí, junto a otros de sus amigos y amigas o viendo jugar a otros mientras los empleados hacían de la vista gorda el hecho de que ella y su grupito traían cervezas y otras bebidas alcohólicas ocultas que los hacían ser más alegres. Luego, en algún momento de aquellas escapadas y encuentros, Julia había terminado por ver a David, el cual, había quedado fascinado con ella. Coincidían en sitios, días después. A veces, ella estaba sola, por lo que David, ciertamente, no había tenido demasiados problemas para acercarse a Julia. Ella prefería verlo al atardecer, citándose en sitios concurridos o solitarios, pero siempre llevando al chico a la oscuridad del exterior o interior de edificios. Erick y Víctor no podían creer que una muchacha así de hermosa estuviera saliendo con el silencioso David. Según ellos (y como se lo hicieron saber a tu hijo), daba la impresión de que era ella quien lo buscaba, como si estuviera dispuesta a cazarlo hasta que por fin lo logró. Luego, al parecer, no lo habían tomado muy bien cuando David les anunció que Julia y él ya eran novios oficialmente. Y el resto era historia.
Pero te percatas de que Julia nunca buscó a David durante su hospitalización y convalecencia. Él te dice, con tristeza, que no era su deber, pues ya habían terminado aquella trágica noche. Aun así, la chica te parece una arpía desalmada. Involuntariamente piensas en Ana. No le dices tus impresiones a tu hijo. No quieres angustiarlo más. Todos comentemos errores. Y crees que tú no eres nadie para darle consejos amorosos.
Se declaró pues, que el ataque había sido un asalto. Se buscaron sospechosos, pero nunca se llegó a nada concreto y nadie fue a prisión. La casa donde se había celebrado la fiesta, estaba ahora deshabitada. Llevaba muchos años así, según los vecinos. Nadie que conocieran era dueño de aquel lugar.
O-O-O-O
David acabó la secundaria. Seguía teniendo catorce años. Y las cicatrices.
La herida de su cuello fue la que peor cicatrizó. La punta del lado derecho, bajo la oreja, era lo que peor se veía. Lo que sea que le habían enterrado ahí, le había marcado la piel en cortes transversales diminutos, haciendo que la nueva piel luciera como una quemadura de tercer grado.
Y luego, en el verano, tu hijo te dijo que ya no quería estudiar. Te dijo que quería tomarse un año sabático.
Piensas que tal vez tiene razón. Después de lo que pasó, debía estar agobiado y ahora debía recuperar fuerzas y ánimo, pues tiempo atrás, te enteraste por medio de uno de sus maestros de que, en su clase, David ya no tenía ningún amigo y que al parecer, sus compañeros le llamaban de formas hirientes debido a sus cicatrices.
O-O-O-O
Ana se enteró a su debido tiempo del incidente. Le llamaste y te respondió el contestador. Le dijiste brevemente que David había estado en el hospital pero que ya estaba en casa, recuperándose. Ella llamó al día siguiente para hablar con su hijo. No supiste qué se dijeron, pero David sólo respondía con breves "si" y "no" y finalizó con un "yo también, adiós" y todo eso no duró más de diez minutos. Luego, con pena, viste que el ánimo del muchacho pareció decaer.
"Esa perra…" pensaste, iracundo.
Pero ya no importaba.
David estaba contigo, a salvo. Tú lo amabas. Y eso es todo lo que importa.
Es tu hijo y siempre lo ves así, como ese niño pequeño que te miraba seriamente pero nunca con tristeza.
O-O-O-O
David la pasaba mal.
Desde que había salido del hospital, hubo días en los que no se levantaba de la cama. Parecía enfermo. Se veía enfermo.
No sabías lo que pasaba. No podías llevarlo a que lo examinaran, porque el dinero escaseaba. Los ahorros se habían quedado en el hospital.
Pero luego de dos meses después desde el ataque, entendiste lo que ocurría.
Aunque para ese entonces, en la tele y en las calles, anunciaban la desaparición de dos chicos, los cuales habían vivido cerca de tu casa…
David necesitaba tu ayuda.
Lo animaste a que volviera a la escuela. Le aseguraste que todo estaba bien.
Es tu hijo. Pese a todo. Y te juras que no vas a permitir que nada malo le ocurra de nuevo mientras vivas.
O-O-O-O
Hoy viene Ana.
Te ha dicho que quiere ver a David. Que el objetivo de su visita es saber si su hijo vive bien y que si no es así, se lo llevará con ella. Que le importa un bledo lo que ha ordenado la corte y que ese chico necesita a su madre.
La escuchaste por teléfono decir toda esa sarta de tonterías.
No le discutes.
–Que sea David quien decida… -le dices, sencillamente.
A lo único que le temes tal vez, sea a eso, a que Ana es tan cerrada y egoísta que no sabe entender el amor incondicional. Ana nunca ha amado a nadie y crees que si ahora le nació ese "instinto maternal" será porque lleva un truco bajo la manga.
Pero igualmente, no te preocupas. Confías en David.
Ana llega a eso de la una de la tarde. Baja de un taxi y la vez cruzar la calle hasta llegar a tu puerta. Con paso decidido y ataviada en ropa tono celeste (pantalón y blusa), sube los escalones hasta quedar de pie en el mismo sitio donde David se debatió entre la vida y la muerte una vez.
(A veces, todavía sueñas con ese momento en las noches lluviosas…)
Llama con insistencia y desde que oyes esos rápidos golpes de sus nudillos, ya te desagradó toda ella.
Abres por fin y Ana entra enseguida sin esperar tu invitación.
–¿Qué tal estas? –te pregunta mientras mira todo a su alrededor con antipatía.
–Bien –le respondes, fríamente.
–Me alegro –dice, devolviéndote una mirada desafiante. Ana nunca se anda por las ramas y menos cuando se trata de temas que sabe, son las llagas-. ¿Dónde está mi hijo David?
Quieres reírte.
"¿En serio es tu hijo? ¡Vamos, Ana, no seas ridícula, tú sabes bien que ya es más mío que tuyo!"
–Abajo, en el sótano–le respondes-. Está muy entretenido en un proyecto. Pronto querrá que le lleve algo de comer.
Ana no aparta de ti sus ojos sin quitar su seño de disgusto. Te recuerda a una fiera carroñera.
–¿Le dijiste que vendría?
–Sí.
–¿Le dijiste por qué?
–Sí, lo sabe.
–¿Es cierto que dejó la escuela?
–Sí.
–¿Y por qué no lo haces estudiar de nuevo?
Te encoges de hombros.
–Es su decisión, no la mía.
–¡Es que te volviste loco! –explota finalmente. No te sorprendes -. ¡Es su único deber y tú lo pones a trabajar! ¡Lo explotas para que se olvide de estudiar y no tenga futuro! ¡Siempre ha sido muy de ti cometer esas idioteces! ¡Como lo de hace tres años, cuando casi se muere! ¡Te haces el padre sufrido cuando no sabes quiénes atacaron a tu hijo! ¡Imbécil! ¡Creí que lo que te faltó de hombre lo tendrías de padre, pero ni en eso eres bueno!
Y habla y habla y habla con su vocecita estridente… Desde hace mucho tiempo atrás, decidiste no volver a caer en ese juego: ella dice, tú dices, ella responde, tú contestas, etc., etc., etc. …
–No lo entiendes, Ana –le respondes calmadamente-. David sabe lo que hace. Confío en él.
Ana suelta una risotada de burla. Continúa con los ataques.
–¡Tiene diecisiete! ¡No sabe lo que dice! ¡Y tú no sabes lo que haces! ¡Y cómo no sabes qué hacer con él, vendrá conmigo!
Miras de reojo el reloj de la sala. La una y diez minutos.
"Bueno, supongo que a David no le importará…"
Ana sigue hablando. Y sin previo aviso, una de sus manos termina sobre tu pecho. Te empuja, buscando respuestas. Quiere que le respondas a como dé lugar. Y tú, silencioso, pero decidido, tomas esa mano con fuerza.
–¡Suéltame, animal! –te grita, tratando de liberarse.
–Tranquilízate, Ana –le dices con un tono de voz que nunca habías usado antes, sosteniéndole la mirada-. Y escúchame.
Ella guarda silencio y te mira, ligeramente perpleja, pero no deja de sacudir su brazo, el cual, atenazas fieramente y ella gime de dolor.
–Como ya te dije, confío en David –comienzas a decir con tu voz fría y grave conforme hablas-. Soy ahora el único que lo entiende. Lo protejo, lo cuido y juro por Dios que hice justicia a los malditos infelices malparidos que se atrevieron a hacerle daño…
Ana te mira fijamente y ves a través de aquellos ojos cómo se asoma el miedo. Sabe que hablas en serio.
–¿Qué hiciste? –te pregunta casi susurrando.
Le sonríes. Ella palidece.
–Tu no entiendes nada, Ana… -le susurras, acercando tu boca a su oído-. Nunca entenderías lo que está pasando aquí… Ni nunca amarás a David como yo…
–¿Dónde está David? –te pregunta, con voz débil.
–Quitaré del camino a quienes quieran lastimarlo… O a los que quieren separarlo de mí…
Ya no le hablas. Giras la cabeza y aún sujetándola con firmeza, caminas a grandes zancadas por la casa con Ana. Ella gime nuevamente, tratando de liberarse al ir andando casi a rastras a su vez pues la tomas por sorpresa sin darle tiempo a avanzar ni gritar. Pasan por la sala, llegan a la cocina y hasta el fondo, en la puerta del sótano, llamas dos veces brevemente. Giras la cerradura y a oscuras, sometes a Ana y ambos comienzan a bajar los escalones.
En las penumbras, Ana grita nuevamente. Trata de correr cuando la liberas, pero percibes cómo una fuerza mayor a la tuya te la arrebata de tu mano y la lleva hasta el otro rincón apartado de la habitación. Ana grita por última vez y luego se hace el silencio.
Subes las escaleras. Cierras la puerta al salir del sótano especialmente insonorizado y caminas hasta la sala, donde ves un costoso bolso de piel. Eso será un problema. Pero no muy grande. Luego te desharás de él.
O-O-O-O
Son las ocho de la noche de la mañana siguiente.
El teléfono suena dos veces hasta que por fin, Tom atiende.
–¿Diga?
–Tom –dices, con voz un poco cansada-. ¿Ana estará ahí?
–No, no –responde, también con tono agotado-. Creí que aún seguía con ustedes. No llegó en el último vuelo de la mañana.
–Qué raro. Ayer se fue casi en cuanto llegó. Habló conmigo y después con David y luego, sin más, se fue…
–Muy propio de ella –dice Tom, con un suspiro-. Igual y se fue a otro lado. ¿No te dijo que ella y yo vamos a divorciarnos?
–¿En serio?
–Sí. Y por eso quiere a David aquí, aunque creo que eso no le va a servir de mucho. El chico tiene diecisiete, ¿verdad?
–Sí…
–Pues eso, tu hijo ha sido tuyo desde hace muchos años y pronto será mayor. Además, pienso que no es tarde para que Ana se ocupe de sí misma –dice Tom, entre molestia y agobio.
–Eso creo… -dices, con tono trémulo, ocultando tus ganas de reír, pero luego, decides que ya es hora de cortar la llamada-. En fin, Tom. Tengo que irme. Si vuelve, dile que David no cambió de opinión y que se quedará conmigo.
–Muy bien.
Ambos cuelgan. Es lo más políticamente correcto que puede haber entre ambos sin insultarse mutuamente. Tal vez lo hubieras hecho los primeros años, pero luego pensaste que no era muy sano pelear por Ana y que quizás si Tom y tú se hubieran conocido en otro momento y situación, habrían sido amigos. O por lo menos, un tipo al que saludarías de vez en cuando.
No sabes si llamará a la policía, pero lo que él sí sabe es que Ana puede dar sorpresas (como la que te llevaste tú cuando descubriste que salía con él) y que por ende, se va a tomar su tiempo para buscarla.
Y hasta entonces, si David y tú están en dificultades por su desaparición… Bueno, ya lo solucionarían.
La policía siempre ha sido incompetente. No le mentiste a Ana al decirle que habías hecho justicia con tus propias manos. Un mes después del ataque de David, fuiste a aquella casa en la que había sido la fiesta. La recorriste de arriba a abajo y fue precisamente en el sótano donde descubriste a Julia y a sus amigos. Con verlos, entre huesos y otros despojos, supiste la amarga verdad de lo que le ocurriría a David en breve. La noche siguiente, antes de que aquella arpía y su séquito despertaran, quemaste la casa. Los bomberos dijeron que aquello había sido seguramente obra de adolescentes que se habían metido a la vieja casa a fumar, pero declararon que no hubo pérdidas mortales y que el mayor daño había ocurrido en el sótano donde tampoco habían encontrado algo salvo un montón de cenizas de lo que creyeron que fue una vieja pila de carbón.
Suspiraste tranquilo. Ninguno sobrevivió.
O-O-O-O
A las diez, mientras miras televisión, la puerta del sótano se abre. Escuchas unos pasos lentos y pesados que llegan a la cocina y de ahí toman rumbo a la puerta trasera.
–Regreso en unas horas… -dice la voz grave de David. Aunque esté a varios metros de distancia de ti, parece como si te estuviera hablando al oído. Algo a lo que ya te acostumbraste.
–Bien –le respondes mientras sigues mirando al frente -. Regresa temprano.
David se ríe. Su risa parece que tiene el efecto de una voz profunda encerrada en una caverna. Sonríes también. Hacía tiempo que no le decías aquello. ¿Será porque Ana te removió aquel sentimiento protector?
–No te preocupes –te dice. Sus pasos se alejan. Oyes que abre la puerta. Una brisa nocturna del exterior se cuela hasta tu sillón.
–Todavía eres como un niño –le dices antes de que él se vaya-. Así que cuídate.
David ya no responde, pero escuchas cómo se cierra la puerta por fin tras él para luego caminar y terminar perdiéndose entre las tinieblas.


Vampirismo


De E.T.A. Hoffmann
El conde Hippolyt acababa de llegar de un larguísimo viaje de lejanas tierras para hacerse cargo de la cuantiosa herencia de su padre, fallecido ya hacía algún tiempo. El castillo familiar estaba ubicado en una de las comarcas más bellas y agradables, y las rentas que producían sus tierras servían sobradamente para contribuir con cuanto fuera necesario a su embellecimiento. Todo aquello que el conde vio a lo largo de sus viajes, sobre todo en Inglaterra, y que le había parecido encantador, de buen gusto o suntuoso, deseaba que surgiera ahora, de nuevo, ante sus ojos. Los artesanos, obreros y artistas que consideró necesarios para realizar sus proyectos acudieron a su llamada y, al cabo, comenzó a construirse alrededor del castillo un parque inmenso de gran estilo, que también incluía en su entorno la iglesia, el camposanto y la casa parroquial, las cuales pasarían también a formar parte de aquel bosque artificial. El propio conde dirigía las obras, pues poseía suficientes conocimientos como para hacerlo. Tal empeño puso en la tarea que ya había pasado más de un año sin que se le ocurriese seguir el consejo que le diera un anciano tío suyo, de mostrar su luz en la Corte y dejarse ver entre las damas casaderas del lugar para que pudiera elegir entre ellas como esposa a la que le pareciera más noble, buena y hermosa de todas. Precisamente, una mañana que se hallaba sentado a la mesa de dibujo esbozando el plano de un nuevo edificio, le anunciaron la visita de una anciana baronesa, una pariente lejana de su padre. En cuanto Hippolyt oyó el nombre de la baronesa, recordó que su padre había hablado siempre de aquella mujer con la más profunda indignación, e incluso con repugnancia, y que a veces también había advertido a personas que pretendían acercarse a ella que harían mucho mejor si se mantenían alejadas de la baronesa; sin embargo, el buen hombre jamás dio razón alguna que justificase su actitud. Si se le preguntaba expresamente acerca de estas razones, el conde solía contestar que existían ciertas cosas sobre las que más valía guardar silencio que hablar. Pero algo se sabía, pues en la Corte corrían oscuros rumores sobre un extraño y secreto proceso criminal en el que estaba implicada la baronesa, la cual, separada de su marido y expulsada del lejano lugar donde residía, se había librado de la prisión sólo gracias a la benevolencia del príncipe. Hippolyt se sintió muy molesto por la presencia de una persona a la que su padre aborrecía, a pesar de que no hubiera conocido las razones de dicho aborrecimiento. La ley de la hospitalidad que, sobre todo allí, en el campo, era algo prioritario, le obligaba a recibir a tan molesta visita. Jamás hubo persona alguna cuya apariencia exterior —y no porque fuera fea— hubiera provocado en el conde un rechazo tal como el que, precisamente, provocó en él la baronesa. Al entrar, traspasó al conde con una mirada de fuego, luego bajó los ojos y se disculpó por su visita con expresiones que rayaban en la humildad. Se quejó de que el padre del conde, poseído de un sinfín de extraños prejuicios sobre ella, a los que le habían inducido maliciosamente sus enemigos, la hubiera odiado hasta la muerte y que, sin consideración alguna, la hubiera arrojado a la más amarga miseria. Vivía, pues, avergonzándose de su estado y sin recibir ningún tipo de ayuda. Por fin, y de forma inesperada —siguió contando—, entró en posesión de una pequeña cantidad de dinero que le permitió abandonar la Corte y refugiarse en una alejada ciudad provinciana. No había resistido la tentación de realizar este viaje para conocer al hijo de un hombre al que, a pesar del odio injusto e irreconciliable del que la hacía objeto, sin embargo, nunca había dejado de respetar. Fue el emotivo tono de veracidad con que habló la baronesa lo que hizo que el conde se conmoviera, máxime cuando, en vez de contemplar la desagradable faz de aquella mujer, se hallaba inmerso en la contemplación de la adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba. La baronesa guardó silencio; el conde pareció no advertirlo, permanecía mudo. Entonces la anciana se disculpó, ya que, dado lo que significaba para ella estar en aquel lugar, por lo que la imponía e impresionaba, no le había presentado al conde de inmediato, nada más entrar, a su hija Aurelie. Sólo entonces recuperó el conde la palabra y, rojo como la grana a causa de la confusión que también advirtió en la encantadora jovencita, prometió a la baronesa que tuviera a bien concederle reparar aquello que su padre, sólo como causa de un malentendido, pudiera adeudarle, y que él mismo la tomaría de la mano para que entrase en su castillo. Para confirmar solemnemente su voluntad, tomó la mano de la baronesa, pero de súbito, la palabra y el aliento se le cortaron: un frío glacial inundó todo su ser. Sintió que unos dedos rígidos como la muerte aferraban su mano, y la alta y huesuda figura de la baronesa, que le miraba fijamente sin visión alguna en sus ojos, le pareció no ser más que un cadáver repugnante, muy acicalado y vestido con un traje multicolor.
—¡Oh, Dios mío, vaya una fatalidad, precisamente ahora! —exclamó Aurelie, quejándose con voz conmovedora y tiernísima de que su pobre madre se viera atacada repentinamente por una de sus parálisis, añadiendo que tal estado solía curarse en muy poco tiempo, sin necesidad de utilizar remedio alguno. El conde se soltó con esfuerzo de la mano de la baronesa, pero recuperó todo el fuego de la vida y el deleite del amor en cuanto tomó la mano de Aurelie y, apasionadamente, la apretó contra sus labios.
Apenas llegado a la edad viril, Hippolyt sintió por primera vez toda la fuerza de la pasión, de tal modo que fue incapaz de ocultar sus sentimientos; la manera con que Aurelie parecía mirarle, con toda la gracia de su encantadora inocencia, hizo despertar en él la esperanza de conquistarla. Habían pasado algunos minutos cuando la baronesa volvió en sí tras su parálisis e, ignorante por completo del estado del que acababa de salir, aseguró al Conde cuánto la honraba la propuesta de invitarla a permanecer una temporada en su castillo y, también, que olvidaba para siempre todas las injusticias que su padre le había hecho. Así, se transformó súbitamente la situación hogareña del conde y éste tuvo que creer que, gracias a una bondadosa jugada del destino, se le otorgaba la dicha de conducir hasta él a la única persona en el mundo entero a quien más ardientemente podría haber deseado como esposa, la única que podría concederle a su espíritu la dicha más inmensa que cupiera en la existencia terrenal. El comportamiento de la anciana baronesa siguió siendo el mismo: se mostraba callada y seria, ensimismada, y cuando se presentaba el momento hacía gala de un dulce carácter y de alguna dicha inocente en su apagado corazón. El conde se había acostumbrado al rostro verdaderamente temible y cadavérico de la baronesa, así como a su figura fantasmal, rasgos que atribuía nada más que a la enfermedad que la afligía; también atribuía a su estado su tendencia al delirio nervioso y al desvarío, que la impulsaban —según había llegado a saber por sus servidores— a dar a menudo paseos nocturnos por el parque, y a encaminarse hasta el cementerio. El conde se avergonzaba de que también a él le hubiera afectado tanto el prejuicio de su padre, pero en cuanto a las insistentes advertencias de que le hacía objeto un anciano tío suyo instándole a que superara el sentimiento amoroso que lo embargaba y que rompiese una relación que, tarde o temprano, sería la causa de su desgracia, no llegaban a ejercer en él el más mínimo efecto. Convencido vivamente, a su vez, del intenso amor de Aurelie, pidió su mano. Podrá imaginarse con qué alegría aceptó la baronesa tal petición, ya que, al punto, se vio rescatada de la más profunda indigencia para ir a parar a los brazos de la fortuna. Tanto la palidez como ese aspecto característico que denota la existencia de una inquebrantable tristeza interior desaparecieron del semblante de Aurelie: la felicidad del amor resplandecía en su mirada y un fresco color rosado lucía en sus mejillas. La mañana del día en el que se iba a celebrar la boda, una estremecedora casualidad vino a contrariar los deseos del conde. Habían encontrado a la baronesa caída en el suelo, boca abajo e inerte, en las inmediaciones del cementerio. La habían llevado al palacio, precisamente cuando el conde acababa de despertarse y saboreaba ya las mieles de la felicidad que consideraba alcanzada. Creyó que la baronesa había tenido otro de sus acostumbrados ataques repentinos; pero todos los remedios que se utilizaron para intentar devolverla de nuevo a la vida fueron inútiles: estaba muerta. Aurelie no desahogó su dolor de forma violenta, sino que, sin derramar una sola lágrima, pareció enmudecer y quedar paralizada interiormente a consecuencia del golpe recibido. El conde temía por su amada y, sólo muy dulce y cautelosamente, se atrevió a recordarle su mutuo compromiso y su situación de criatura desamparada que exigía se tomasen cuanto antes las medidas oportunas y se hiciera lo más conveniente, que habría de ser, a pesar de la muerte de la madre, acelerar todo lo posible el día de su boda. Aurelie, llorando desconsoladamente, cayó en brazos del conde, gritando con una voz desgarradora que partía el corazón:
—¡Sí, sí! ¡Por todos los santos! ¡Por la paz de mi alma! ¡Sí!
El conde atribuyó aquel repentino desahogo al amargo pensamiento de que, sola y sin patria, sin saber adonde ir, la joven pensaba que tampoco podía permanecer más tiempo en el castillo en aquella situación sin dañar las normas de la decencia. El conde se encargó, pues, de que una anciana y respetable matrona acompañara a Aurelie durante las escasas semanas que faltaban para que llegase la nueva fecha de la boda que, al fin, pudo celebrarse sin que ningún funesto suceso la interrumpiera y que coronó la felicidad de Hippolyt y Aurelie. Mientras tanto, Aurelie se hallaba en un estado perpetuo de gran excitación nerviosa. No era el dolor por la pérdida de la madre, no; más bien era una angustia mortal, íntima y sin nombre lo que parecía perseguirla sin cesar. En medio de los más dulces diálogos amorosos se sentía acometida de pronto por un terror repentino, empalidecía como un cadáver y, bañada en lágrimas, caía en brazos del conde aferrándose a él con violencia, como si quisiera impedir que un poder invisible y enemigo la arrebatara y la llevara a la perdición.
—¡No! ¡Nunca, nunca! —exclamaba.
Una vez casada con el conde, pareció desaparecer aquel estado de excitación, así como aquella angustia espantosa. Sin embargo, al conde no le pasaba inadvertido que Aurelie ocultaba algún lacerante secreto que la torturaba, mas le parecía una falta de tacto preguntarle sobre ello mientras durase aquel extraño nerviosismo y ella misma continuara guardando silencio al respecto. Pero ahora que su mujer parecía encontrarse un poco mejor, se atrevió a preguntarle con delicadeza cuál era la causa de sus extraños transportes anímicos, asegurándole que sería un gran remedio para ella confiarle a él, a su querido marido, los secretos de su corazón. Grande fue el asombro del conde cuando al fin descubrió que sólo la infame conducta de la madre constituía la causa de todo aquel dolor que había caído sobre Aurelie.
—¿Hay algo más espantoso que tener que odiar y aborrecer a la propia madre? —exclamó Aurelie.
Por tanto, ni el padre ni el tío se hallaban obcecados por prejuicio alguno, mientras que la baronesa había sabido confundir al conde con su premeditada hipocresía. Hippolyt consideró, pues, un guiño muy favorable del destino para con su felicidad el hecho de que aquella madre malvada hubiera muerto justo el día en que él pensaba casarse. No tenía reparo alguno en decirlo; pero Aurelie le explicó, sin embargo, que, justo al morir su madre, ella se había sentido de tal modo sobrecogida por oscuros y terribles presentimientos que había sido incapaz de superar la angustia que le provocaron: creía que la muerta volvería de su tumba para arrebatarla de los brazos de su amado y llevársela con ella al abismo. Aurelie recordaba —según refirió— muy oscuramente los tiempos de su primera infancia, en los que, una mañana —y sabía que era una mañana porque, justamente, acababa de despertarse—, hubo un terrible tumulto en su casa. Las puertas se abrían y se cerraban con violencia y se escuchaban gritos entremezclados de voces desconocidas. Al fin, cuando volvió a reinar el silencio en la casa, la niñera tomó a Aurelie de la mano y la condujo a una gran sala en la que había muchas personas reunidas; en el centro, sobre una larga mesa, yacía el cuerpo del hombre que jugaba con ella a menudo y le daba golosinas y al que ella llamaba «papá». Extendió los brazos hacia él y quiso besarlo. Aquellos labios, siempre tan cálidos, estaban ahora helados y, Aurelie, sin saber muy bien por qué, comenzó a sollozar violentamente. La niñera la condujo luego a una casa extraña, donde tuvo que permanecer mucho tiempo hasta que, al fin, apareció una mujer que se la llevó con ella en un coche. Era su madre, quien poco después viajó con ella a la Corte. Aurelie debía de tener unos dieciséis años cuando apareció un hombre en casa de la baronesa al que ésta pareció recibir con gran alegría y confianza, como si se tratara de un viejo y querido amigo. El desconocido comenzó a visitarlas cada vez más a menudo, a la par que enseguida comenzó a variar de forma evidente la situación en la que vivía la baronesa. En vez de habitar en una casa miserable y de vestirse con pobres ropas y alimentarse con mala comida, pudo trasladarse a una hermosa vivienda en la parte más bella de la ciudad y lucir valiosos vestidos; comía y bebía los más ricos manjares con aquel extraño, que era su invitado permanente, y podía permitirse el lujo de asistir a cuantas diversiones y espectáculos públicos ofrecía la Corte. Aurelie permanecía ajena al influjo de todas esas mejoras de la situación de su madre, que, como era evidente para ella, sólo se debían a la mediación del desconocido. La joven se recluía en su habitación mientras la baronesa y el desconocido se apresuraban a salir en busca de diversiones, por lo que se sentía más sola y desamparada que nunca. A pesar de que aquel hombre muy bien pudiera contar unos cuarenta años, poseía una apariencia fresca y juvenil, su figura era esbelta y hermosa y habría que añadir que su semblante era bello y masculino. Sin embargo, a Aurelie le desagradaba, pues por mucho que él tratara de comportarse con corrección, sus maneras eran torpes, groseras y vulgares. Las miradas que pronto comenzó a dirigir a Aurelie llenaban a ésta de un temor inquietante, y le producían una repugnancia cuya causa ni ella misma acertaba a explicarse. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en decirle tan siquiera una palabra a Aurelie sobre el desconocido. Pero un día le dijo su nombre, añadiendo que el barón era muy rico y que, además, se trataba de un pariente lejano. Alabó su figura, sus cualidades y concluyó preguntándole a Aurelie si le gustaba. Aurelie no ocultó el aborrecimiento que sentía por el desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un intenso pavor y le dijo que no era más que una pobre necia. Poco después, la baronesa comenzó a mostrarse demasiado amable con Aurelie, tanto como nunca lo había sido. Le regaló hermosos vestidos, toda clase de adornos y complementos de moda y le permitió asistir a las diversiones sociales. El desconocido se esforzaba por hacerse agradable a Aurelie, pero de un modo que sólo lograba hacer más aborrecible su presencia ante los ojos de la muchacha. Mortal fue, sin embargo, el golpe que sufrió su tierna sensibilidad de doncella cuando, a causa de una simple casualidad, la muchacha fue secreto testigo de una indignante y aborrecible escena entre el desconocido y la depravada condesa. Cuando, finalmente, unos días después, el desconocido se atrevió, llevado de su ebriedad, a abrazar a Aurelie de una manera que no dejaba ya duda alguna sobre sus intenciones, la joven, en su desesperación, hizo acopio de un vigor casi varonil y lo apartó de sí dándole un empujón que le hizo retroceder mientras ella escapaba y se encerraba en su habitación. La baronesa le explicó entonces a Aurelie con toda crudeza y severidad que, como el desconocido era quien mantenía la casa y como ella no tenía ninguna gana de volver a la miseria anterior, todos sus remilgos y reparos serían inútiles: Aurelie tendría que someterse a la voluntad del desconocido, quien, de lo contrario, había amenazado con abandonarlas a su suerte. En vez de conmoverse con las súplicas desgarradoras de Aurelie, en vez de compadecerse de sus ardientes lágrimas, la horrible mujer se deshizo en improperios a la vez que reía sarcásticamente y alababa una relación que le brindaría a la joven la posibilidad de disfrutar de todos los placeres de la vida; hablaba con tal desenfreno, mostrando su repugnancia y desprecio por todos los sentimientos de decencia y piedad, burlándose de todo lo que podía considerarse más noble y más sagrado, que provocó verdadero espanto en Aurelie. Ésta se vio perdida y consideró que su único medio de salvación sería huir sin demora. Aurelie consiguió hacerse con la llave de la puerta principal; hizo un paquete con aquello que consideró de estricta necesidad y, a eso de la medianoche, cuando creyó que su madre ya dormía, se deslizó hasta el vestíbulo, que estaba escasamente iluminado. Ya se disponía a traspasarlo muy despacio y sin hacer el más mínimo ruido cuando, de súbito, la puerta de la casa se abrió violentamente y se oyó un ruido de pasos en la escalera. La baronesa se precipitó justo a los pies de Aurelie vestida con una bata pobrísima y sucia, con los brazos y el pecho desnudos, el grisáceo cabello desmadejado, revolviéndose desencajada. Y, tras ella, apareció el desconocido.
—¡Aguarda, infame Satanás, bruja del infierno! ¡Me las pagarás todas juntas! —gritaba.
La agarró del cabello y la arrastró hasta el centro de la estancia, y allí comenzó a azotarla de manera frenética con una gruesa fusta. La baronesa chillaba y gritaba de miedo de forma espantosa; Aurelie, a punto de perder la razón, corrió a la ventana y comenzó a gritar pidiendo ayuda. Dio la casualidad de que en aquellos momentos pasaba por allí una patrulla de policía que inmediatamente irrumpió en la casa.
—¡Cogedle! —gritó la baronesa, ebria de furia y dolor, a los soldados—. ¡Cogedle! ¡Sujetadle bien! ¡Mirad su espalda! El es…
—¡Ajá! ¡Por fin te tenemos, Urian! —exclamó jubiloso el sargento de policía, al mando de la patrulla, en cuanto la baronesa hubo pronunciado aquel nombre.
Y sujetándolo entre todos fuertemente, y a pesar de los esfuerzos que el desconocido hacía por desasirse, terminaron por llevárselo. Las intenciones de fuga de Aurelie, sin embargo, no pasaron inadvertidas para la baronesa. Se apresuró, pues, a tomar bruscamente del brazo a Aurelie y a arrojarla dentro de su habitación, y luego, cerrando la puerta con llave, la dejó allí encerrada sin dirigirle una sola palabra. A la mañana siguiente la baronesa salió de la casa y no regresó hasta por la noche, mientras que Aurelie, encerrada en su cuarto como en una celda, sin ver ni hablar con nadie, tuvo que pasar allí el día entero sin comida ni bebida. Así transcurrieron varios días. La baronesa se asomaba a verla de vez en cuando; mirándola con ojos de furia, parecía que estuviese dudando sobre qué decisión tomar, hasta que una tarde recibió unas cartas cuyo contenido pareció agradarle.
—Estúpida criatura, tú tienes la culpa de todo, pero ya está bien; sólo desearía que no cayera sobre ti el temible castigo que el malvado espíritu te ha destinado —así le habló la baronesa a Aurelie; más tarde, volvió a mostrarse amable con ella, y Aurelie, como el infame desconocido había desaparecido, ya no pensó más en fugarse y obtuvo mayor libertad.
Había transcurrido ya algún tiempo cuando, una tarde en la que Aurelie se hallaba sentada a solas en su cuarto, oyó un gran alboroto en la calle. La doncella apareció corriendo y le contó que se trataba del traslado del hijo del verdugo, quien, ya una vez, tras haber sido marcado al fuego por robo y asesinato, al ser conducido a la cárcel había logrado escapar a sus guardianes. Aurelie vaciló y, acometida por una terrible sospecha, se dirigió a la ventana; en efecto, no se había equivocado: era el desconocido, que, rodeado por gran cantidad de guardias, pasaba por allí en aquellos instantes, bien encadenado, en un carro que le conducía al cadalso donde habría de cumplirse su sentencia. Aurelie se dejó caer medio desvanecida en una butaca después de que la furibunda mirada del aquel tipo se encontrara con la suya, alzando éste su brazo con el puño cerrado, en un gesto amenazador hacia la ventana donde ella se encontraba.
Todavía pasaba la baronesa mucho tiempo fuera de casa, pero nunca llevaba con ella a Aurelie; por eso, la vida de la muchacha, ensombrecida por todas aquellas consideraciones sobre el terrible destino que la aguardaba, sobre un peligro que se cernía sobre ella y que podía asaltarla en cualquier momento llevándola a la perdición, etc., se volvía cada vez más triste y aburrida. Por la doncella, quien precisamente había sido contratada tras lo ocurrido aquella noche terrible, supo Aurelie que la gente comentaba que la baronesa había sido amante de aquel villano, pero que también en la Corte todo el mundo sentía compasión de ella por haber sido tan ingenua y haberse dejado engañar de una manera tan tonta. Sin embargo, Aurelie sabía demasiado bien cómo habían sido en realidad las cosas. Le parecía imposible que, al menos los policías que habían detenido al desconocido en casa de la baronesa y que habían podido presenciar cómo ella le llamó por su nombre y les hizo observar la marca de fuego en la espalda como signo inequívoco de su crimen, no hubieran quedado convencidos de lo bien que aquella mujer conocía al hijo del verdugo. Ahora bien, la doncella refería además otro tipo de rumores en los que se aludía a una severa investigación de los tribunales que incluso había estado a punto de costarle el arresto a la baronesa, puesto que el infame criminal, el hijo del verdugo, había declarado unas cosas muy extrañas respecto a ella.
Enseguida comprendió Aurelie que, tras lo ocurrido a su madre, ésta no podría permanecer ni un minuto más en la Corte. Finalmente, la baronesa se vio obligada a abandonar aquel lugar en el que constantemente se veía asediada por sospechas aún no confirmadas y huyó a una comarca lejana. Aquel viaje la condujo al palacio del conde, donde sucedió lo que ya hemos relatado.
Aurelie debería, pues, sentirse muy feliz al librarse así de sus temores; sin embargo, se sintió profundamente aterrada al recordar las palabras que le había dirigido su madre, cuando la muchacha se creyó a salvo de ellos:
—¡Tú eres mi desgracia, maldito engendro del infierno! Pero ya te atrapará mi maldición cuando a mí me lleve una muerte súbita y tú estés disfrutando de tu añorada dicha. En las convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás…
Aquí, Aurelie no pudo ya continuar. Se arrojó al pecho del conde y le pidió la absolviese de tener que repetir las palabras que había pronunciado la baronesa llevada de su furia demencial. Se sentía destrozada al recordar esas espantosas amenazas proferidas por aquella madre investida de poderes infernales, sobre todo porque preveía que podrían hacerse realidad. El conde consoló a su mujer lo mejor que pudo sin tener en cuenta el gélido terror que a él mismo le acometía. No tuvo más remedio que confesarse a sí mismo, cuando ya estuvo algo más calmado, que aquella profunda repugnancia que le producía la baronesa, aun estando ya muerta, había arrojado una negra sombra sobre su vida, velando así un tanto la claridad anterior que siempre la había caracterizado.
Poco tiempo después, Aurelie comenzó a cambiar de manera notable. Mientras que la palidez de su semblante y la mirada perdida y lánguida de sus ojos parecían denotar que estaba acometida por alguna enfermedad, su ser inquieto, inconstante y temeroso, evidenciaba de nuevo la existencia interior de algún oscuro secreto que la trastornaba. Huía incluso de su marido, se encerraba en su gabinete o buscaba refugio en los lugares más recónditos del parque; cuando se la volvía a ver, sus ojos llorosos, los rasgos demacrados de su rostro, indicaban los espantosos sufrimientos de su interior torturado. En vano insistió el conde en buscar la causa del estado en que se hallaba su esposa; de la desesperación inconsolable en la que cayó sólo pudo sacarle la sospecha de un famoso médico que atribuyó aquella hipersensibilidad de la condesa, aquellos amenazadores cambios de ánimo, a un supuesto estado de buena esperanza, que había de traer la felicidad al matrimonio. El propio médico, mientras comía con el conde y la condesa, no tuvo reparo alguno en gastar todo tipo de bromas sobre aquel estado de buena esperanza. La condesa las escuchaba sin hacer ningún caso, pero su atención se avivó cuando el médico se refirió a los extraordinarios caprichos por los que solían verse acometidas las mujeres embarazadas y a los cuales les era imposible resistirse a pesar del detrimento que pudiera sufrir su propia salud, e incluso la del niño que llevaban en su seno. La condesa hizo muchas preguntas al médico, y éste no se cansó de hablarle de sus experiencias e incluso de narrarle algunos casos muy graciosos.
—Sin embargo —aseguró el médico—, se han dado ejemplos de caprichos anormales, a causa de los que alguna mujer se vio abocada a realizar hechos terribles. Así, la mujer de un herrero se sintió desbordada por un deseo tan grande de comer la carne de su marido que no paró hasta que, una noche en que el herrero llegó borracho a casa, cayó sobre él con un enorme cuchillo de cocina y lo hirió de tal manera que el pobre hombre expiró a las pocas horas.
Apenas pronunció el médico estas palabras, la condesa cayó desvanecida en el sillón, y sólo con muchos cuidados pudo sobreponerse después al ataque de nervios que siguió al desvanecimiento. El médico comprendió que había obrado con suma inconsciencia al relatar aquel suceso horrible en presencia de una mujer tan extremadamente delicada e impresionable.
Sin embargo, aquella crisis pareció haber sido beneficiosa para el estado de la condesa, pues, tras ella, se tranquilizó un poco; ahora bien, la extraña rigidez de su ser, el tétrico brillo de sus ojos y aquella palidez cada vez más acusada de su piel, sembraron de nuevo la duda y la inquietud en el conde acerca del estado de su esposa. Lo más inexplicable de todo lo que le ocurría a la condesa era que no comía en absoluto y que, además, sentía repugnancia de las viandas que se le ofrecían, sobre todo de la carne; en tales circunstancias, tenía que abandonar la mesa cuando ya no podía contener los síntomas de su aborrecimiento. Toda la sabiduría del médico resultó inútil, y ni las más cariñosas admoniciones ni los lamentos del marido ni nada en el mundo pudo hacer que la condesa tomase ni una sola gota de medicina. Como transcurrieron semanas e incluso meses sin que la condesa ingiriese bocado alguno y resultaba por tanto un misterio cómo sustentaba su vida, el médico opinó finalmente que en aquel caso entraba en juego algo que se hallaba fuera del ámbito de acción del conocimiento de cualquier ciencia humana y abandonó el castillo pretextando una nimiedad. Perfectamente pudo notar el conde que la situación de su mujer le había parecido a aquel acreditado médico demasiado misteriosa e inquietante como para insistir más en hallarle una solución y quedarse para ser testigo de una enfermedad sin fundamento en la que él ya no podía ayudar a la paciente de ninguna manera. Podrá imaginarse el estado anímico en el que quedó Hippolyt. Sin embargo, aún lo aguardaba algo más.
Precisamente en aquella época se le ocurrió a un viejo y fiel sirviente del conde descubrirle a su amo, en un momento en que lo encontró a solas, que la condesa abandonaba todas las noches el castillo y que no regresaba hasta el alba. El conde sintió un escalofrío. Sólo entonces reparó en que aquel sueño tan antinatural, que desde hacía algún tiempo le sobrevenía diariamente a eso de la medianoche, podía deberse a cualquier tipo de narcótico que le administrara la condesa, para, de ese modo, poder abandonar la habitación que, contrariando las costumbres elegantes, compartía con su esposo, sin que él lo notara. Los más negros presentimientos, las más terribles sospechas, se adueñaron del alma del conde. Pensó en aquella madre demoníaca, cuyas costumbres quizá se reprodujeran ahora en su hija; en algún repugnante adulterio; en aquel tipo infame, hijo del verdugo… A la noche siguiente, pues, tendría que desvelársele el espantoso secreto, único motivo del mal inexplicable de su esposa.
La condesa tenía la costumbre de preparar ella misma el té que su marido tomaba por las noches, retirándose una vez que se lo había servido. Aquella vez, el conde no ingirió ni una sola gota; según su costumbre, leyó en la cama antes de dormirse y, como esperaba, no lo acometió hacia la medianoche esa terrible necesidad de dormir a la que ya se había acostumbrado; no obstante, hizo como si así fuera y se recostó sobre los almohadones fingiendo que se hallaba profundamente dormido. Muy despacio y sin hacer ningún ruido, la condesa abandonó su lecho, se acercó al de Hippolyt, le alumbró el rostro y se deslizó fuera de la habitación. El corazón del conde latía con inusitada violencia; saltó de la cama, se echó un abrigo por encima y salió sigilosamente en pos de su mujer. Era una noche muy clara, de luna, de modo que aunque Aurelie caminaba muy deprisa y le llevaba una considerable ventaja, el conde podía distinguir muy bien desde lejos su figura, vestida con un camisón blanco. Atravesando el parque, la condesa llegó al cementerio; una vez allí, desapareció tras el muro. Hippolyt se apresuró a seguirla entrando por la puerta de aquel lugar, que se hallaba abierta. Allí pudo observar, a la luz de la luna, un círculo de espantosas figuras espectrales. Viejas mujeres medio desnudas, con los cabellos desmadejados y dispuestas en círculo, se agachaban en el suelo: en el centro yacía el cadáver de un ser humano que devoraban con ansias de lobo. ¡Aurelie estaba entre ellas! Instigado por un frenético terror, el conde huyó de allí, corriendo irreflexivamente, inflamado de un miedo mortal, anegado por todos los espantos del infierno a través de los senderos del parque, hasta que, ya al alba, bañado en sudor, se halló de nuevo ante la puerta del castillo. Sin voluntad alguna, incapaz de pensar de forma clara y racional, subió a gran velocidad las escaleras y atravesó corriendo las habitaciones hasta llegar a la alcoba. Allí yacía la condesa, entregada, al parecer, a un sueño dulce y tranquilo. El conde quiso convencerse de que todo había sido una repugnante pesadilla —aunque no podía ignorar el paseo nocturno, del que daba prueba su abrigo, húmedo de rocío de la mañana— o, por lo menos, una burla de los sentidos que le había asustado mortalmente. Sin esperar a que despertara la condesa, abandonó la habitación, se vistió y montó a caballo. El paseo que dio aquella hermosa mañana a través de aromáticos arbustos, de entre los que parecía saludarle el canto matutino de los vivaces pajarillos, disipó las terribles imágenes nocturnas; consolado y mucho más tranquilo, regresó al castillo. Pero cuando ambos, el conde y la condesa, se hallaron sentados a la mesa y aquélla diera grandes muestras de repugnancia al serle presentada la carne cocinada, pretendiendo por ello, como tantas veces, levantarse y abandonar el comedor, se hizo evidente con toda crudeza en el alma del conde la verdad de lo que había sucedido la noche anterior. Lleno de furia, saltó de su asiento y, con voz terrible, gritó:
—¡Maldito engendro del diablo! ¡Ya sé por qué te repugna la comida civilizada! ¡En las tumbas es donde pastas, mujer endemoniada!
Mas en cuanto el conde hubo pronunciado estas palabras, la condesa se abalanzó sobre él lanzando un terrible alarido y, con la furia de una hiena, le clavó sus dientes en el pecho. Hippolyt logró desasirse de aquella loca, que cayó al suelo y expiró entre horribles convulsiones.
Tras estos terribles sucesos, el conde enloqueció.

The Castle of Wolfenbach


By Eliza Parsons


Part 1

(Fragment)

The clock from the old castle had just gone eight when the peaceful inhabitants of a neighbouring cottage, on the skirts of the wood, were about to seek that repose which labour had rendered necessary, and minds blest with innocence and tranquillity assured them the enjoyment of. The evening was cold and tempestuous, the rain poured in torrents, and the distant thunders rolled with tremendous noise around the adjacent mountains, whilst the pale lightning added horrors to the scene.

 Pierre was already in bed, and Jacqueline preparing to follow, when the trampling of horses was heard, and immediately a loud knocking at the door; they were both alarmed; Pierre listened, Jacqueline trembled; the knocking was repeated with more violence; the peasant threw on his humble garment, and, advancing to the door, demanded who was there? “Two travellers, (answered a gentle voice) overtaken by the storm; pray, friend, afford us shelter”. “O! (cried Jacqueline) perhaps they may be robbers, and we shall be murdered.” “Pho! simpleton, (said Pierre) what can they expect to rob us of.” He opened the door, and discovered a man supporting a lady whoappeared almost fainting. “Pray, friend, (said the man) permit this lady to enter your cottage, I fear she has suffered much from the storm.” “Poor soul, I am sorry for her; enter and welcome, (cried Pierre.) Jacqueline placed her wooden arm-chair by the chimney, ran for some wood, and kindled a blaze in a moment, whilst Pierre put the horse into a little out-house which held their firing and his working implements, and returned with a portmantua  to the lady. They had only some bread and milk to offer, but they made it warm, and prevailed on their guest to take some. The man, who appeared an attendant, did the same. The lady soon got her clothes dry, but she wanted rest, and they had no bed to offer. One single room answered all their purposes of life; their humble bed was on the floor, in a corner of it, but though mean it was whole and clean. Jacqueline entreated the lady to lie down; she refused for some time, but growing faint from exhausted spirits and fatigue, she was compelled to accept the offer; the other sat silently round the fire: but, alas! horror and affliction precluded sleep, and the fair traveller, after laying about two hours, returned again to the fire-side, weary and unrefreshed. “Is there any house near this?” (demanded she.) “No, madam, (replied Jacqueline) there is no house, but there is a fine old castle just by, where there is room enough, for only one old man and his wife live in it, and, Lord help us, I would not be in their place for all the fine things there.” “Why so?” (said the lady.) “O! dear madam, why it is haunted; there are bloody floors, prison rooms, and scriptions, they say, on the windows, to make a body’s hair stand an end.” “And how far from your cottage is this castle?” “A little step, madam, farther up the wood.” “And do you think we could obtain entrance there?” “O, Lord! yes, madam, and thank you too: why the poor old souls rejoice to see a body call there now and then; I go sometimes in the middle of the day, but I take good care to keep from the fine rooms and never to be out after dark.” “I wish, (said the lady) it was possible to get there.” Pierre instantly offered his service to conduct her as soon as it was light, and notwithstanding some very horrible stories recounted by Jacqueline, she determined to visit this proscribed place.

When the morning came, the inhabitants of the cottage set out for the castle. The lady was so much enfeebled, from fatigue and want of rest, that she was obliged to be placed on the horse, and they found it very difficult to lead him through the thickets. They at length espied a fine old building, with two wings, and a turret on the top, where a large clock stood, a high wall surrounded the house, a pair of great gates gave entrance into a spacious court, surrounded with flowering shrubs, which lay broken and neglected on the ground, intermixed with the weeds which were above a foot high in every part.

 Whilst the lady’s attendant lifted her from the horse, Pierre repaired to the kitchen door where the old couple lived, which stood in one of the wings, and knocking pretty loudly, the old woman opened it, and, with a look of astonishment, fixed her eyes on the lady and her servant. “Good neighbour, (said Pierre) here is a great gentlewoman cruel ill; she wants food and sleep, we have brought her here, she is not afeared of your ghosts and so therefore you can give her a good bed, I suppose.” “To be sure I can, (answered Bertha, which was the woman’s name:) to be sure I can make a bed fit for the emperor, when the linen is aired: walk in, madam; you look very weak.”Indeed the want of rest the preceding night had so much added to her former feeble state, that it was with difficulty they conveyed her into the kitchen. Bertha warmed a little wine, toasted a bit of bread, and leaving Jacqueline to attend the lady, she made a fire in a handsome bedroom that was in that wing, took some fine linen out of a chest and brought it down to air. “Dear, my lady, (cried she) make yourself easy, I’ll take care of you, and if you aren’t afeared, you will have rooms for a princess.”Pierre and Jacqueline being about to return to their daily labour, found their kindness amply rewarded by the generosity of the stranger, who gave them money enough, they said, to serve them for six months. With a thousand blessings they retired, promising however to call daily on the lady whilst she staid at the castle, though their hearts misgave them that they should never see her more, from their apprehensions of the ghosts that inhabited the rooms above stairs. When the apartment was arranged, the lady was assisted by Bertha and laid comfortably to rest; she gave her some money to procure food and necessaries, and desired her servant might have a bed also. This the good woman promised, and, wishing her a good sleep, returned to the kitchen.

 “God bless the poor lady, (said she) why she is as weak as a child; sure you must have come a great way from home.” “Yes, (answered Albert, the servant’s name,) we have indeed, and my poor lady is worn down by sorrow and fatigue; I fear she must rest some time before she can pursue her journey.” “Well, (said Bertha) she may stay as long as she likes here, no body will disturb her in the day time, I am sure.” “And what will disturb her at night?”(asked Albert.) “O, my good friend, (answered she) no body will sleep in the rooms up stairs; the gentlefolks who were in it last could not rest, such strange noises, and groans, and screams, and such like terrible things are heard; then at t’other end of the house the rooms are never opened; they say bloody work has been carried on there.” “How comes it, then, (said Albert) that you and your husband have courage to live here?” “Dear me, (replied she) why the ghosts never come down stairs, and I take care never to go up o’nights; so that if madam stays here I fear she must sleepby day, or else have a ground room, for they never comes down; they were some of your high gentry, I warrant, who never went into kitchens.”Albert smiled at the idea, but, resuming his discourse, asked the woman to whom the castle belonged? “To a great Baron”, (said she) but I forget his name,” “And how long have you lived here?” “Many a long year, friend; we have a small matter allowed us to live upon, a good garden that gives us plenty of vegetables, for my husband, you must know, is a bit of a gardener, and works in it when he is able.” “And where is he now?” (said Albert) “Gone to the village six leagues off to get a little meat, bread, and wine.” “What! does he walk?” “Lord help him, poor soul, he walk! no, bless your heart, he rides upon our faithful Little ass, and takes care never to overload her, as we don’t want much meat, thank God. But where will you like to sleep? (added she;) will you go up stairs, or shall I bring some bedding in the next room?”Albert hesitated, but, ashamed to have less courage than his mistress, asked if there was any room near the lady’s? “Aye, sure, (answered Bertha) close to her there is one as good as hers.” “Then I will sleep there (said he.) His good hostess now nimbly as she could, bestirred herself to put his room in order, and was very careful not to disturb the lady. Albert was soon accommodated and retired to rest.

Wagner, the Wehr-Wolf

By George W. M. Reynolds
PART I
PROLOGUE.
It was the month of January, 1516.
The night was dark and tempestuous; the thunder growled around; the
lightning flashed at short intervals: and the wind swept furiously along
in sudden and fitful gusts.
melody no more, but rushed on with deafening din, mingling their torrent
The streams of the great Black Forest of Germany babbled in playful
the howling of the affrighted wolves, and the hollow voices of the
roar with the wild creaking of the huge oaks, the rustling of the firs, storm.
the vivid lightning gleamed forth with rapid and eccentric glare, it
The dense black clouds were driving restlessly athwart the sky; and when seemed as if the dark jaws of some hideous monster, floating high above,
they raised strange echoes--as if the impervious mazes of that mighty
opened to vomit flame. And as the abrupt but furious gusts of wind swept through the forest, wood were the abode of hideous fiends and evil spirits, who responded in
An old--old man sat in his cottage on the verge of the Black Forest.
shrieks, moans, and lamentations to the fearful din of the tempest. It was, indeed, an appalling night! He had numbered ninety years; his head was completely bald--his mouth
last voyage, from which no traveler returns.
was toothless--his long beard was white as snow, and his limbs were feeble and trembling. He was alone in the world; his wife, his children, his grandchildren, all his relations, in fine, _save one_, had preceded him on that long,
discover him seated thus lonely in his poor cottage.
And that _one_ was a grand-daughter, a beauteous girl of sixteen, who had hitherto been his solace and his comfort, but who had suddenly disappeared--he knew not how--a few days previously to the time when we But perhaps she also was dead! An accident might have snatched her away
more--for he had sought her throughout the neighboring district of the
from him, and sent her spirit to join those of her father and mother, her sisters and her brothers, whom a terrible pestilence--_the Black Death_--hurried to the tomb a few years before. No: the old man could not believe that his darling granddaughter was no Black Forest, and not a trace of her was to be seen. Had she fallen down
that the only being left to solace him on earth, had deserted him; and
a precipice, or perished by the ruthless murderer's hand, he would have discovered her mangled corpse: had she become the prey of the ravenous wolves, certain signs of her fate would have doubtless somewhere appeared. The sad--the chilling conviction therefore, went to the old man's heart, his spirit was bowed down in despair. Who now would prepare his food, while he tended his little flock? who
follow some youthful lover, who will buoy thee up with bright hopes, and
was there to collect the dry branches in the forest, for the winter's fuel, while the aged shepherd watched a few sheep that he possessed? who would now spin him warm clothing to protect his weak and trembling limbs? "Oh! Agnes," he murmured, in a tone indicative of a breaking heart, "why couldst thou have thus abandoned me? Didst thou quit the old man to then deceive thee? O Agnes--my darling! hast thou left me to perish without a soul to close my eyes?"
and intelligent, but fearful now to meet, so wild and wandering were
It was painful how that ancient shepherd wept. Suddenly a loud knock at the door of the cottage aroused him from his painful reverie; and he hastened, as fast as his trembling limbs would permit him, to answer the summons. He opened the door; and a tall man, apparently about forty years of age, entered the humble dwelling. His light hair would have been magnificent indeed, were it not sorely neglected; his blue eyes were naturally fine their glances: his form was tall and admirably symmetrical, but
Suddenly the thunder which had hitherto growled at a distance, burst
prematurely bowed by the weight of sorrow, and his attire was of costly material, but indicative of inattention even more than it was travel-soiled. The old man closed the door, and courteously drew a stool near the fire for the stranger who had sought in his cottage a refuge against the fury of the storm. He also placed food before him; but the stranger touched it not--horror and dismay appearing to have taken possession of his soul. above the humble abode; and the wind swept by with so violent a gust,
The roar of the thunder past--the shrieking, whistling, gushing wind
that it shook the little tenement to its foundation, and filled the neighboring forest with strange, unearthly noises. Then the countenance of the stranger expressed such ineffable horror, amounting to a fearful agony, that the old man was alarmed, and stretched out his hand to grasp a crucifix that hung over the chimney-piece; but his mysterious guest made a forbidding sign of so much earnestness mingled with such proud authority, that the aged shepherd sank back into his seat without touching the sacred symbol.
The stranger listened abstractedly at first; but afterward he appeared
became temporarily lulled into low moans and subdued lamentations, amid the mazes of the Black Forest; and the stranger grew more composed. "Dost thou tremble at the storm?" inquired the old man. "I am unhappy," was the evasive and somewhat impatient reply. "Seek not to know more of me--beware how you question me. But you, old man, are _not_ happy! The traces of care seem to mingle with the wrinkles of age upon your brow!" The shepherd narrated, in brief and touching terms, the unaccountable disappearance of his much-beloved granddaughter Agnes.
breathed his last, the wolves from the forest would have entered and
to reflect profoundly for several minutes. "Your lot is wretched, old man," said he at length: "if you live a few years longer, that period must be passed in solitude and cheerlessness:--if you suddenly fall ill you must die the lingering death of famine, without a soul to place a morsel of food, or the cooling cup to your lips; and when you shall be no more, who will follow you to the grave? There are no habitations nigh; the nearest village is half-a-day's journey distant; and ere the peasants of that hamlet, or some passing traveler, might discover that the inmate of this hut had
the eyes and a ghastly change of the countenance--signs of a profoundly
mangled your corpse." "Talk not thus!" cried the old man, with a visible shudder; then darting a half-terrified, half-curious glance at his guest, he said, "but who are you that speak in this awful strain--this warning voice?" Again the thunder rolled, with crashing sound, above the cottage; and once more the wind swept by, laden, as it seemed, with the shrieks and groans of human beings in the agonies of death. The stranger maintained a certain degree of composure only by means of a desperate effort, but he could not altogether subdue a wild flashing of felt terror.
all human beings--belongs the means of giving thee new life--of
"Again I say, ask me not who I am!" he exclaimed, when the thunder and the gust had passed. "My soul recoils from the bare idea of pronouncing my own accursed name! But--unhappy as you see me--crushed, overwhelmed with deep affliction as you behold me--anxious, but unable to repent for the past as I am, and filled with appalling dread for the future as I now proclaim myself to be, still is my power far, far beyond that limit which hems mortal energies within so small a sphere. Speak, old man--wouldst thou change thy condition? For to me--and to me alone of bestowing upon thee the vigor of youth, of rendering that stooping form
proportion as a rapid glance at his helpless, wretched, deserted
upright and strong, of restoring fire to those glazing eyes, and beauty to that wrinkled, sunken, withered countenance--of endowing thee, in a word, with a fresh tenure of existence and making that existence sweet by the aid of treasures so vast that no extravagance can dissipate them!" A strong though indefinite dread assailed the old man as this astounding proffer was rapidly opened, in all its alluring details, to his mind;--and various images of terror presented themselves to his imagination;--but these feelings were almost immediately dominated by a wild and ardent hope, which became the more attractive and exciting in condition led him to survey the contrast between what he then was, and
tone. "The first is, that you become the companion of my wanderings for
what, if the stranger spoke truly, he might so soon become. The stranger saw that he had made the desired impression; and he continued thus: "Give but your assent, old man, and not only will I render thee young, handsome, and wealthy; but I will endow thy mind with an intelligence to match that proud position. Thou shalt go forth into the world to enjoy all those pleasures, those delights, and those luxuries, the names of which are even now scarcely known to thee!" "And what is the price of this glorious boon?" asked the old man, trembling with mingled joy and terror through every limb. "There are two conditions," answered the stranger, in a low, mysterious one year and a half from the present time, until the hour of sunset, on
world I alone am so deeply, so terribly accurst!" was the ominously
the 30th of July, 1517, when we must part forever, you to go whithersoever your inclinations may guide you, and I---- But of _that_, no matter!" he added, hastily, with a sudden motion as if of deep mental agony, and with wildly flashing eyes. The old man shrank back in dismay from his mysterious guest: the thunder rolled again, the rude gust swept fiercely by, the dark forest rustled awfully, and the stranger's torturing feelings were evidently prolonged by the voices of the storm. A pause ensued; and the silence was at length broken by the old man, who said, in a hollow and tremulous tone, "To the first condition I would willingly accede. But the second?" "That you prey upon the human race, whom I hate; because of all the fearful yet only dimly significant reply.
must invoke to effect the promised change in thee, and by whose aid you
The old man shook his head, scarcely comprehending the words of his guest, and yet daring not to ask to be more enlightened. "Listen!" said the stranger, in a hasty but impressive voice: "I require a companion, one who has no human ties, and who still ministers to my caprices,--who will devote himself wholly and solely to watch me in my dark hours, and endeavor to recall me back to enjoyment and pleasure, who, when he shall be acquainted with my power, will devise new means in which to exercise it, for the purpose of conjuring up those scenes of enchantment and delight that may for a season win me away from thought. Such a companion do I need for a period of one year and a half; and you are, of all men, the best suited to my design. But the Spirit whom I can be given back to youth and comeliness, will demand some fearful
particular seasons certain doomed men throw off the human shape and take
sacrifice at your hands. And the nature of that sacrifice--the nature of the condition to be imposed--I can well divine!" "Name the sacrifice--name the condition!" cried the old man, eagerly. "I am so miserable--so spirit-broken--so totally without hope in this world, that I greedily long to enter upon that new existence which you promised me! Say, then, what is the condition?" "That you prey upon the human race, whom _he_ hates as well as I," answered the stranger. "Again these awful words!" ejaculated the old man, casting trembling glances around him. "Yes--again those words," echoed the mysterious guest, looking with his fierce burning eyes into the glazed orbs of the aged shepherd. "And now learn their import!" he continued, in a solemn tone. "Knowest thou not that there is a belief in many parts of our native land that at that of ravenous wolves?"
which---- But hesitate not," added the stranger, hastily: "I have no
"Oh, yes--yes--I have indeed heard of those strange legends in which the Wehr-Wolf is represented in such appalling colors!" exclaimed the old man, a terrible suspicion crossing his mind. "'Tis said that at sunset on the last day of every month the mortal, to whom belongs the destiny of the Wehr-Wolf, must exchange his natural form for that of the savage animal; in which horrible shape he must remain until the moment when the morrow's sun dawns upon the earth." "The legend that told thee this spoke truly," said the stranger. "And now dost thou comprehend the condition which must be imposed upon thee?" "I do--I do!" murmured the old man with a fearful shudder. "But he who accepts that condition makes a compact with the evil one, and thereby endangers his immortal soul!" "Not so," was the reply. "There is naught involved in this condition time to waste in bandying words. Consider all I offer you: in another
allowing his now uncurbed fancy to change the one single room of the
hour you shall be another man!" "I accept the boon--and on the conditions stipulated!" exclaimed the shepherd. "'Tis well, Wagner----" "What! you know my name!" cried the old man. "And yet, meseems, I did not mention it to thee." "Canst thou not already perceive that I am no common mortal?" demanded the stranger, bitterly. "And who I am, and whence I derive my power, all shall be revealed to thee so soon as the bond is formed that must link us for eighteen months together! In the meantime, await me here!" And the mysterious stranger quitted the cottage abruptly, and plunged into the depths of the Black Forest. One hour elapsed ere he returned--one mortal hour, during which Wagner sat bowed over his miserably scanty fire, dreaming of pleasure, youth, riches, and enjoyment; converting, in imagination, the myriad sparks which shone upon the extinguishing embers into piles of gold, and
He immediately fell back upon the seat, in a state of complete lethargy.
wretched hovel into a splendid saloon, surrounded by resplendent mirrors and costly hangings, while the untasted fare for the stranger on the rude fir-table, became transformed, in his idea, into a magnificent banquet laid out, on a board glittering with plate, lustrous with innumerable lamps, and surrounded by an atmosphere fragrant with the most exquisite perfumes. The return of the stranger awoke the old man from his charming dream, during which he had never once thought of the conditions whereby he was to purchase the complete realization of the vision. "Oh! what a glorious reverie you have dissipated!" exclaimed Wagner. "Fulfill but one tenth part of that delightful dream----" "I will fulfill it all!" interrupted the stranger: then, producing a small vial from the bosom of his doublet, he said, "Drink!" The old man seized the bottle, and speedily drained it to the dregs. But it lasted not for many minutes; and when he awoke again, he
thou hast conferred upon me!"
experienced new and extraordinary sensations. His limbs were vigorous, his form was upright as an arrow; his eyes, for many years dim and failing, seemed gifted with the sight of an eagle, his head was warm with a natural covering; not a wrinkle remained upon his brow nor on his cheeks; and, as he smiled with mingled wonderment and delight, the parting lips revealed a set of brilliant teeth. And it seemed, too, as if by one magic touch the long fading tree of his intellect had suddenly burst into full foliage, and every cell of his brain was instantaneously stored with an amount of knowledge, the accumulation of which stunned him for an instant, and in the next appeared as familiar to him as if he had never been without it. "Oh! great and powerful being, whomsoever thou art," exclaimed Wagner, in the full, melodious voice of a young man of twenty-one, "how can I manifest to thee my deep, my boundless gratitude for this boon which "By thinking no more of thy lost grand-child Agnes, but by preparing to
beckoned him imperiously away from the humble cottage.
follow me whither I shall now lead thee," replied the stranger. "Command me: I am ready to obey in all things," cried Wagner. "But one word ere we set forth--who art thou, wondrous man?" "Henceforth I have no secrets from thee, Wagner," was the answer, while the stranger's eyes gleamed with unearthly luster; then, bending forward, he whispered a few words in the other's ear. Wagner started with a cold and fearful shudder as if at some appalling
announcement; but he uttered not a word of reply--for his master
beckoned him imperiously away from the humble cottage.