De E.T.A. Hoffmann
El conde Hippolyt acababa de
llegar de un larguísimo viaje de lejanas tierras para hacerse cargo de la
cuantiosa herencia de su padre, fallecido ya hacía algún tiempo. El castillo
familiar estaba ubicado en una de las comarcas más bellas y agradables, y las
rentas que producían sus tierras servían sobradamente para contribuir con
cuanto fuera necesario a su embellecimiento. Todo aquello que el conde vio a lo
largo de sus viajes, sobre todo en Inglaterra, y que le había parecido
encantador, de buen gusto o suntuoso, deseaba que surgiera ahora, de nuevo,
ante sus ojos. Los artesanos, obreros y artistas que consideró necesarios para
realizar sus proyectos acudieron a su llamada y, al cabo, comenzó a construirse
alrededor del castillo un parque inmenso de gran estilo, que también incluía en
su entorno la iglesia, el camposanto y la casa parroquial, las cuales pasarían
también a formar parte de aquel bosque artificial. El propio conde dirigía las
obras, pues poseía suficientes conocimientos como para hacerlo. Tal empeño puso
en la tarea que ya había pasado más de un año sin que se le ocurriese seguir el
consejo que le diera un anciano tío suyo, de mostrar su luz en la Corte y
dejarse ver entre las damas casaderas del lugar para que pudiera elegir entre
ellas como esposa a la que le pareciera más noble, buena y hermosa de todas.
Precisamente, una mañana que se hallaba sentado a la mesa de dibujo esbozando
el plano de un nuevo edificio, le anunciaron la visita de una anciana baronesa,
una pariente lejana de su padre. En cuanto Hippolyt oyó el nombre de la
baronesa, recordó que su padre había hablado siempre de aquella mujer con la
más profunda indignación, e incluso con repugnancia, y que a veces también
había advertido a personas que pretendían acercarse a ella que harían mucho
mejor si se mantenían alejadas de la baronesa; sin embargo, el buen hombre
jamás dio razón alguna que justificase su actitud. Si se le preguntaba
expresamente acerca de estas razones, el conde solía contestar que existían
ciertas cosas sobre las que más valía guardar silencio que hablar. Pero algo se
sabía, pues en la Corte corrían oscuros rumores sobre un extraño y secreto
proceso criminal en el que estaba implicada la baronesa, la cual, separada de
su marido y expulsada del lejano lugar donde residía, se había librado de la
prisión sólo gracias a la benevolencia del príncipe. Hippolyt se sintió muy
molesto por la presencia de una persona a la que su padre aborrecía, a pesar de
que no hubiera conocido las razones de dicho aborrecimiento. La ley de la
hospitalidad que, sobre todo allí, en el campo, era algo prioritario, le
obligaba a recibir a tan molesta visita. Jamás hubo persona alguna cuya
apariencia exterior —y no porque fuera fea— hubiera provocado en el conde un
rechazo tal como el que, precisamente, provocó en él la baronesa. Al entrar,
traspasó al conde con una mirada de fuego, luego bajó los ojos y se disculpó
por su visita con expresiones que rayaban en la humildad. Se quejó de que el
padre del conde, poseído de un sinfín de extraños prejuicios sobre ella, a los
que le habían inducido maliciosamente sus enemigos, la hubiera odiado hasta la
muerte y que, sin consideración alguna, la hubiera arrojado a la más amarga
miseria. Vivía, pues, avergonzándose de su estado y sin recibir ningún tipo de
ayuda. Por fin, y de forma inesperada —siguió contando—, entró en posesión de
una pequeña cantidad de dinero que le permitió abandonar la Corte y refugiarse
en una alejada ciudad provinciana. No había resistido la tentación de realizar
este viaje para conocer al hijo de un hombre al que, a pesar del odio injusto e
irreconciliable del que la hacía objeto, sin embargo, nunca había dejado de
respetar. Fue el emotivo tono de veracidad con que habló la baronesa lo que
hizo que el conde se conmoviera, máxime cuando, en vez de contemplar la
desagradable faz de aquella mujer, se hallaba inmerso en la contemplación de la
adorable, maravillosa y encantadora criatura que la acompañaba. La baronesa
guardó silencio; el conde pareció no advertirlo, permanecía mudo. Entonces la
anciana se disculpó, ya que, dado lo que significaba para ella estar en aquel
lugar, por lo que la imponía e impresionaba, no le había presentado al conde de
inmediato, nada más entrar, a su hija Aurelie. Sólo entonces recuperó el conde
la palabra y, rojo como la grana a causa de la confusión que también advirtió
en la encantadora jovencita, prometió a la baronesa que tuviera a bien
concederle reparar aquello que su padre, sólo como causa de un malentendido,
pudiera adeudarle, y que él mismo la tomaría de la mano para que entrase en su
castillo. Para confirmar solemnemente su voluntad, tomó la mano de la baronesa,
pero de súbito, la palabra y el aliento se le cortaron: un frío glacial inundó
todo su ser. Sintió que unos dedos rígidos como la muerte aferraban su mano, y
la alta y huesuda figura de la baronesa, que le miraba fijamente sin visión
alguna en sus ojos, le pareció no ser más que un cadáver repugnante, muy acicalado
y vestido con un traje multicolor.
—¡Oh, Dios mío, vaya una
fatalidad, precisamente ahora! —exclamó Aurelie, quejándose con voz conmovedora
y tiernísima de que su pobre madre se viera atacada repentinamente por una de
sus parálisis, añadiendo que tal estado solía curarse en muy poco tiempo, sin
necesidad de utilizar remedio alguno. El conde se soltó con esfuerzo de la mano
de la baronesa, pero recuperó todo el fuego de la vida y el deleite del amor en
cuanto tomó la mano de Aurelie y, apasionadamente, la apretó contra sus labios.
Apenas llegado a la edad viril,
Hippolyt sintió por primera vez toda la fuerza de la pasión, de tal modo que
fue incapaz de ocultar sus sentimientos; la manera con que Aurelie parecía
mirarle, con toda la gracia de su encantadora inocencia, hizo despertar en él
la esperanza de conquistarla. Habían pasado algunos minutos cuando la baronesa
volvió en sí tras su parálisis e, ignorante por completo del estado del que
acababa de salir, aseguró al Conde cuánto la honraba la propuesta de invitarla
a permanecer una temporada en su castillo y, también, que olvidaba para siempre
todas las injusticias que su padre le había hecho. Así, se transformó
súbitamente la situación hogareña del conde y éste tuvo que creer que, gracias
a una bondadosa jugada del destino, se le otorgaba la dicha de conducir hasta
él a la única persona en el mundo entero a quien más ardientemente podría haber
deseado como esposa, la única que podría concederle a su espíritu la dicha más
inmensa que cupiera en la existencia terrenal. El comportamiento de la anciana
baronesa siguió siendo el mismo: se mostraba callada y seria, ensimismada, y
cuando se presentaba el momento hacía gala de un dulce carácter y de alguna
dicha inocente en su apagado corazón. El conde se había acostumbrado al rostro
verdaderamente temible y cadavérico de la baronesa, así como a su figura
fantasmal, rasgos que atribuía nada más que a la enfermedad que la afligía;
también atribuía a su estado su tendencia al delirio nervioso y al desvarío,
que la impulsaban —según había llegado a saber por sus servidores— a dar a
menudo paseos nocturnos por el parque, y a encaminarse hasta el cementerio. El
conde se avergonzaba de que también a él le hubiera afectado tanto el prejuicio
de su padre, pero en cuanto a las insistentes advertencias de que le hacía
objeto un anciano tío suyo instándole a que superara el sentimiento amoroso que
lo embargaba y que rompiese una relación que, tarde o temprano, sería la causa
de su desgracia, no llegaban a ejercer en él el más mínimo efecto. Convencido
vivamente, a su vez, del intenso amor de Aurelie, pidió su mano. Podrá
imaginarse con qué alegría aceptó la baronesa tal petición, ya que, al punto,
se vio rescatada de la más profunda indigencia para ir a parar a los brazos de
la fortuna. Tanto la palidez como ese aspecto característico que denota la
existencia de una inquebrantable tristeza interior desaparecieron del semblante
de Aurelie: la felicidad del amor resplandecía en su mirada y un fresco color
rosado lucía en sus mejillas. La mañana del día en el que se iba a celebrar la
boda, una estremecedora casualidad vino a contrariar los deseos del conde.
Habían encontrado a la baronesa caída en el suelo, boca abajo e inerte, en las
inmediaciones del cementerio. La habían llevado al palacio, precisamente cuando
el conde acababa de despertarse y saboreaba ya las mieles de la felicidad que
consideraba alcanzada. Creyó que la baronesa había tenido otro de sus
acostumbrados ataques repentinos; pero todos los remedios que se utilizaron para
intentar devolverla de nuevo a la vida fueron inútiles: estaba muerta. Aurelie
no desahogó su dolor de forma violenta, sino que, sin derramar una sola
lágrima, pareció enmudecer y quedar paralizada interiormente a consecuencia del
golpe recibido. El conde temía por su amada y, sólo muy dulce y cautelosamente,
se atrevió a recordarle su mutuo compromiso y su situación de criatura
desamparada que exigía se tomasen cuanto antes las medidas oportunas y se
hiciera lo más conveniente, que habría de ser, a pesar de la muerte de la
madre, acelerar todo lo posible el día de su boda. Aurelie, llorando
desconsoladamente, cayó en brazos del conde, gritando con una voz desgarradora
que partía el corazón:
—¡Sí, sí! ¡Por todos los santos!
¡Por la paz de mi alma! ¡Sí!
El conde atribuyó aquel repentino
desahogo al amargo pensamiento de que, sola y sin patria, sin saber adonde ir,
la joven pensaba que tampoco podía permanecer más tiempo en el castillo en
aquella situación sin dañar las normas de la decencia. El conde se encargó,
pues, de que una anciana y respetable matrona acompañara a Aurelie durante las
escasas semanas que faltaban para que llegase la nueva fecha de la boda que, al
fin, pudo celebrarse sin que ningún funesto suceso la interrumpiera y que
coronó la felicidad de Hippolyt y Aurelie. Mientras tanto, Aurelie se hallaba
en un estado perpetuo de gran excitación nerviosa. No era el dolor por la
pérdida de la madre, no; más bien era una angustia mortal, íntima y sin nombre
lo que parecía perseguirla sin cesar. En medio de los más dulces diálogos
amorosos se sentía acometida de pronto por un terror repentino, empalidecía
como un cadáver y, bañada en lágrimas, caía en brazos del conde aferrándose a
él con violencia, como si quisiera impedir que un poder invisible y enemigo la
arrebatara y la llevara a la perdición.
—¡No! ¡Nunca, nunca! —exclamaba.
Una vez casada con el conde,
pareció desaparecer aquel estado de excitación, así como aquella angustia
espantosa. Sin embargo, al conde no le pasaba inadvertido que Aurelie ocultaba
algún lacerante secreto que la torturaba, mas le parecía una falta de tacto
preguntarle sobre ello mientras durase aquel extraño nerviosismo y ella misma
continuara guardando silencio al respecto. Pero ahora que su mujer parecía
encontrarse un poco mejor, se atrevió a preguntarle con delicadeza cuál era la
causa de sus extraños transportes anímicos, asegurándole que sería un gran
remedio para ella confiarle a él, a su querido marido, los secretos de su
corazón. Grande fue el asombro del conde cuando al fin descubrió que sólo la
infame conducta de la madre constituía la causa de todo aquel dolor que había
caído sobre Aurelie.
—¿Hay algo más espantoso que
tener que odiar y aborrecer a la propia madre? —exclamó Aurelie.
Por tanto, ni el padre ni el tío
se hallaban obcecados por prejuicio alguno, mientras que la baronesa había
sabido confundir al conde con su premeditada hipocresía. Hippolyt consideró,
pues, un guiño muy favorable del destino para con su felicidad el hecho de que
aquella madre malvada hubiera muerto justo el día en que él pensaba casarse. No
tenía reparo alguno en decirlo; pero Aurelie le explicó, sin embargo, que,
justo al morir su madre, ella se había sentido de tal modo sobrecogida por
oscuros y terribles presentimientos que había sido incapaz de superar la
angustia que le provocaron: creía que la muerta volvería de su tumba para
arrebatarla de los brazos de su amado y llevársela con ella al abismo. Aurelie
recordaba —según refirió— muy oscuramente los tiempos de su primera infancia, en
los que, una mañana —y sabía que era una mañana porque, justamente, acababa de
despertarse—, hubo un terrible tumulto en su casa. Las puertas se abrían y se
cerraban con violencia y se escuchaban gritos entremezclados de voces
desconocidas. Al fin, cuando volvió a reinar el silencio en la casa, la niñera
tomó a Aurelie de la mano y la condujo a una gran sala en la que había muchas
personas reunidas; en el centro, sobre una larga mesa, yacía el cuerpo del
hombre que jugaba con ella a menudo y le daba golosinas y al que ella llamaba
«papá». Extendió los brazos hacia él y quiso besarlo. Aquellos labios, siempre
tan cálidos, estaban ahora helados y, Aurelie, sin saber muy bien por qué,
comenzó a sollozar violentamente. La niñera la condujo luego a una casa extraña,
donde tuvo que permanecer mucho tiempo hasta que, al fin, apareció una mujer
que se la llevó con ella en un coche. Era su madre, quien poco después viajó
con ella a la Corte. Aurelie debía de tener unos dieciséis años cuando apareció
un hombre en casa de la baronesa al que ésta pareció recibir con gran alegría y
confianza, como si se tratara de un viejo y querido amigo. El desconocido
comenzó a visitarlas cada vez más a menudo, a la par que enseguida comenzó a
variar de forma evidente la situación en la que vivía la baronesa. En vez de
habitar en una casa miserable y de vestirse con pobres ropas y alimentarse con
mala comida, pudo trasladarse a una hermosa vivienda en la parte más bella de
la ciudad y lucir valiosos vestidos; comía y bebía los más ricos manjares con
aquel extraño, que era su invitado permanente, y podía permitirse el lujo de
asistir a cuantas diversiones y espectáculos públicos ofrecía la Corte. Aurelie
permanecía ajena al influjo de todas esas mejoras de la situación de su madre,
que, como era evidente para ella, sólo se debían a la mediación del
desconocido. La joven se recluía en su habitación mientras la baronesa y el
desconocido se apresuraban a salir en busca de diversiones, por lo que se
sentía más sola y desamparada que nunca. A pesar de que aquel hombre muy bien
pudiera contar unos cuarenta años, poseía una apariencia fresca y juvenil, su
figura era esbelta y hermosa y habría que añadir que su semblante era bello y
masculino. Sin embargo, a Aurelie le desagradaba, pues por mucho que él tratara
de comportarse con corrección, sus maneras eran torpes, groseras y vulgares.
Las miradas que pronto comenzó a dirigir a Aurelie llenaban a ésta de un temor
inquietante, y le producían una repugnancia cuya causa ni ella misma acertaba a
explicarse. Hasta el momento, la baronesa no se había molestado en decirle tan
siquiera una palabra a Aurelie sobre el desconocido. Pero un día le dijo su
nombre, añadiendo que el barón era muy rico y que, además, se trataba de un
pariente lejano. Alabó su figura, sus cualidades y concluyó preguntándole a
Aurelie si le gustaba. Aurelie no ocultó el aborrecimiento que sentía por el
desconocido; la baronesa le lanzó una mirada que le produjo un intenso pavor y
le dijo que no era más que una pobre necia. Poco después, la baronesa comenzó a
mostrarse demasiado amable con Aurelie, tanto como nunca lo había sido. Le
regaló hermosos vestidos, toda clase de adornos y complementos de moda y le
permitió asistir a las diversiones sociales. El desconocido se esforzaba por hacerse
agradable a Aurelie, pero de un modo que sólo lograba hacer más aborrecible su
presencia ante los ojos de la muchacha. Mortal fue, sin embargo, el golpe que
sufrió su tierna sensibilidad de doncella cuando, a causa de una simple
casualidad, la muchacha fue secreto testigo de una indignante y aborrecible
escena entre el desconocido y la depravada condesa. Cuando, finalmente, unos
días después, el desconocido se atrevió, llevado de su ebriedad, a abrazar a
Aurelie de una manera que no dejaba ya duda alguna sobre sus intenciones, la
joven, en su desesperación, hizo acopio de un vigor casi varonil y lo apartó de
sí dándole un empujón que le hizo retroceder mientras ella escapaba y se
encerraba en su habitación. La baronesa le explicó entonces a Aurelie con toda
crudeza y severidad que, como el desconocido era quien mantenía la casa y como
ella no tenía ninguna gana de volver a la miseria anterior, todos sus remilgos
y reparos serían inútiles: Aurelie tendría que someterse a la voluntad del
desconocido, quien, de lo contrario, había amenazado con abandonarlas a su
suerte. En vez de conmoverse con las súplicas desgarradoras de Aurelie, en vez
de compadecerse de sus ardientes lágrimas, la horrible mujer se deshizo en
improperios a la vez que reía sarcásticamente y alababa una relación que le
brindaría a la joven la posibilidad de disfrutar de todos los placeres de la
vida; hablaba con tal desenfreno, mostrando su repugnancia y desprecio por
todos los sentimientos de decencia y piedad, burlándose de todo lo que podía
considerarse más noble y más sagrado, que provocó verdadero espanto en Aurelie.
Ésta se vio perdida y consideró que su único medio de salvación sería huir sin
demora. Aurelie consiguió hacerse con la llave de la puerta principal; hizo un
paquete con aquello que consideró de estricta necesidad y, a eso de la
medianoche, cuando creyó que su madre ya dormía, se deslizó hasta el vestíbulo,
que estaba escasamente iluminado. Ya se disponía a traspasarlo muy despacio y
sin hacer el más mínimo ruido cuando, de súbito, la puerta de la casa se abrió
violentamente y se oyó un ruido de pasos en la escalera. La baronesa se
precipitó justo a los pies de Aurelie vestida con una bata pobrísima y sucia,
con los brazos y el pecho desnudos, el grisáceo cabello desmadejado,
revolviéndose desencajada. Y, tras ella, apareció el desconocido.
—¡Aguarda, infame Satanás, bruja
del infierno! ¡Me las pagarás todas juntas! —gritaba.
La agarró del cabello y la
arrastró hasta el centro de la estancia, y allí comenzó a azotarla de manera
frenética con una gruesa fusta. La baronesa chillaba y gritaba de miedo de
forma espantosa; Aurelie, a punto de perder la razón, corrió a la ventana y
comenzó a gritar pidiendo ayuda. Dio la casualidad de que en aquellos momentos
pasaba por allí una patrulla de policía que inmediatamente irrumpió en la casa.
—¡Cogedle! —gritó la baronesa,
ebria de furia y dolor, a los soldados—. ¡Cogedle! ¡Sujetadle bien! ¡Mirad su
espalda! El es…
—¡Ajá! ¡Por fin te tenemos,
Urian! —exclamó jubiloso el sargento de policía, al mando de la patrulla, en
cuanto la baronesa hubo pronunciado aquel nombre.
Y sujetándolo entre todos
fuertemente, y a pesar de los esfuerzos que el desconocido hacía por desasirse,
terminaron por llevárselo. Las intenciones de fuga de Aurelie, sin embargo, no
pasaron inadvertidas para la baronesa. Se apresuró, pues, a tomar bruscamente
del brazo a Aurelie y a arrojarla dentro de su habitación, y luego, cerrando la
puerta con llave, la dejó allí encerrada sin dirigirle una sola palabra. A la
mañana siguiente la baronesa salió de la casa y no regresó hasta por la noche,
mientras que Aurelie, encerrada en su cuarto como en una celda, sin ver ni
hablar con nadie, tuvo que pasar allí el día entero sin comida ni bebida. Así
transcurrieron varios días. La baronesa se asomaba a verla de vez en cuando;
mirándola con ojos de furia, parecía que estuviese dudando sobre qué decisión
tomar, hasta que una tarde recibió unas cartas cuyo contenido pareció
agradarle.
—Estúpida criatura, tú tienes la
culpa de todo, pero ya está bien; sólo desearía que no cayera sobre ti el
temible castigo que el malvado espíritu te ha destinado —así le habló la
baronesa a Aurelie; más tarde, volvió a mostrarse amable con ella, y Aurelie,
como el infame desconocido había desaparecido, ya no pensó más en fugarse y
obtuvo mayor libertad.
Había transcurrido ya algún
tiempo cuando, una tarde en la que Aurelie se hallaba sentada a solas en su
cuarto, oyó un gran alboroto en la calle. La doncella apareció corriendo y le
contó que se trataba del traslado del hijo del verdugo, quien, ya una vez, tras
haber sido marcado al fuego por robo y asesinato, al ser conducido a la cárcel
había logrado escapar a sus guardianes. Aurelie vaciló y, acometida por una
terrible sospecha, se dirigió a la ventana; en efecto, no se había equivocado:
era el desconocido, que, rodeado por gran cantidad de guardias, pasaba por allí
en aquellos instantes, bien encadenado, en un carro que le conducía al cadalso
donde habría de cumplirse su sentencia. Aurelie se dejó caer medio desvanecida
en una butaca después de que la furibunda mirada del aquel tipo se encontrara
con la suya, alzando éste su brazo con el puño cerrado, en un gesto amenazador
hacia la ventana donde ella se encontraba.
Todavía pasaba la baronesa mucho
tiempo fuera de casa, pero nunca llevaba con ella a Aurelie; por eso, la vida
de la muchacha, ensombrecida por todas aquellas consideraciones sobre el
terrible destino que la aguardaba, sobre un peligro que se cernía sobre ella y
que podía asaltarla en cualquier momento llevándola a la perdición, etc., se
volvía cada vez más triste y aburrida. Por la doncella, quien precisamente
había sido contratada tras lo ocurrido aquella noche terrible, supo Aurelie que
la gente comentaba que la baronesa había sido amante de aquel villano, pero que
también en la Corte todo el mundo sentía compasión de ella por haber sido tan
ingenua y haberse dejado engañar de una manera tan tonta. Sin embargo, Aurelie
sabía demasiado bien cómo habían sido en realidad las cosas. Le parecía imposible
que, al menos los policías que habían detenido al desconocido en casa de la
baronesa y que habían podido presenciar cómo ella le llamó por su nombre y les
hizo observar la marca de fuego en la espalda como signo inequívoco de su
crimen, no hubieran quedado convencidos de lo bien que aquella mujer conocía al
hijo del verdugo. Ahora bien, la doncella refería además otro tipo de rumores
en los que se aludía a una severa investigación de los tribunales que incluso
había estado a punto de costarle el arresto a la baronesa, puesto que el infame
criminal, el hijo del verdugo, había declarado unas cosas muy extrañas respecto
a ella.
Enseguida comprendió Aurelie que,
tras lo ocurrido a su madre, ésta no podría permanecer ni un minuto más en la
Corte. Finalmente, la baronesa se vio obligada a abandonar aquel lugar en el
que constantemente se veía asediada por sospechas aún no confirmadas y huyó a
una comarca lejana. Aquel viaje la condujo al palacio del conde, donde sucedió
lo que ya hemos relatado.
Aurelie debería, pues, sentirse
muy feliz al librarse así de sus temores; sin embargo, se sintió profundamente
aterrada al recordar las palabras que le había dirigido su madre, cuando la
muchacha se creyó a salvo de ellos:
—¡Tú eres mi desgracia, maldito
engendro del infierno! Pero ya te atrapará mi maldición cuando a mí me lleve
una muerte súbita y tú estés disfrutando de tu añorada dicha. En las
convulsiones que me costó tu nacimiento, la astucia de Satanás…
Aquí, Aurelie no pudo ya
continuar. Se arrojó al pecho del conde y le pidió la absolviese de tener que
repetir las palabras que había pronunciado la baronesa llevada de su furia
demencial. Se sentía destrozada al recordar esas espantosas amenazas proferidas
por aquella madre investida de poderes infernales, sobre todo porque preveía
que podrían hacerse realidad. El conde consoló a su mujer lo mejor que pudo sin
tener en cuenta el gélido terror que a él mismo le acometía. No tuvo más
remedio que confesarse a sí mismo, cuando ya estuvo algo más calmado, que
aquella profunda repugnancia que le producía la baronesa, aun estando ya
muerta, había arrojado una negra sombra sobre su vida, velando así un tanto la
claridad anterior que siempre la había caracterizado.
Poco tiempo después, Aurelie
comenzó a cambiar de manera notable. Mientras que la palidez de su semblante y
la mirada perdida y lánguida de sus ojos parecían denotar que estaba acometida
por alguna enfermedad, su ser inquieto, inconstante y temeroso, evidenciaba de
nuevo la existencia interior de algún oscuro secreto que la trastornaba. Huía
incluso de su marido, se encerraba en su gabinete o buscaba refugio en los
lugares más recónditos del parque; cuando se la volvía a ver, sus ojos
llorosos, los rasgos demacrados de su rostro, indicaban los espantosos
sufrimientos de su interior torturado. En vano insistió el conde en buscar la
causa del estado en que se hallaba su esposa; de la desesperación inconsolable
en la que cayó sólo pudo sacarle la sospecha de un famoso médico que atribuyó
aquella hipersensibilidad de la condesa, aquellos amenazadores cambios de
ánimo, a un supuesto estado de buena esperanza, que había de traer la felicidad
al matrimonio. El propio médico, mientras comía con el conde y la condesa, no
tuvo reparo alguno en gastar todo tipo de bromas sobre aquel estado de buena
esperanza. La condesa las escuchaba sin hacer ningún caso, pero su atención se
avivó cuando el médico se refirió a los extraordinarios caprichos por los que
solían verse acometidas las mujeres embarazadas y a los cuales les era
imposible resistirse a pesar del detrimento que pudiera sufrir su propia salud,
e incluso la del niño que llevaban en su seno. La condesa hizo muchas preguntas
al médico, y éste no se cansó de hablarle de sus experiencias e incluso de
narrarle algunos casos muy graciosos.
—Sin embargo —aseguró el médico—,
se han dado ejemplos de caprichos anormales, a causa de los que alguna mujer se
vio abocada a realizar hechos terribles. Así, la mujer de un herrero se sintió
desbordada por un deseo tan grande de comer la carne de su marido que no paró
hasta que, una noche en que el herrero llegó borracho a casa, cayó sobre él con
un enorme cuchillo de cocina y lo hirió de tal manera que el pobre hombre
expiró a las pocas horas.
Apenas pronunció el médico estas
palabras, la condesa cayó desvanecida en el sillón, y sólo con muchos cuidados
pudo sobreponerse después al ataque de nervios que siguió al desvanecimiento.
El médico comprendió que había obrado con suma inconsciencia al relatar aquel
suceso horrible en presencia de una mujer tan extremadamente delicada e
impresionable.
Sin embargo, aquella crisis
pareció haber sido beneficiosa para el estado de la condesa, pues, tras ella,
se tranquilizó un poco; ahora bien, la extraña rigidez de su ser, el tétrico
brillo de sus ojos y aquella palidez cada vez más acusada de su piel, sembraron
de nuevo la duda y la inquietud en el conde acerca del estado de su esposa. Lo
más inexplicable de todo lo que le ocurría a la condesa era que no comía en
absoluto y que, además, sentía repugnancia de las viandas que se le ofrecían,
sobre todo de la carne; en tales circunstancias, tenía que abandonar la mesa
cuando ya no podía contener los síntomas de su aborrecimiento. Toda la
sabiduría del médico resultó inútil, y ni las más cariñosas admoniciones ni los
lamentos del marido ni nada en el mundo pudo hacer que la condesa tomase ni una
sola gota de medicina. Como transcurrieron semanas e incluso meses sin que la
condesa ingiriese bocado alguno y resultaba por tanto un misterio cómo
sustentaba su vida, el médico opinó finalmente que en aquel caso entraba en
juego algo que se hallaba fuera del ámbito de acción del conocimiento de
cualquier ciencia humana y abandonó el castillo pretextando una nimiedad.
Perfectamente pudo notar el conde que la situación de su mujer le había
parecido a aquel acreditado médico demasiado misteriosa e inquietante como para
insistir más en hallarle una solución y quedarse para ser testigo de una
enfermedad sin fundamento en la que él ya no podía ayudar a la paciente de
ninguna manera. Podrá imaginarse el estado anímico en el que quedó Hippolyt.
Sin embargo, aún lo aguardaba algo más.
Precisamente en aquella época se
le ocurrió a un viejo y fiel sirviente del conde descubrirle a su amo, en un
momento en que lo encontró a solas, que la condesa abandonaba todas las noches
el castillo y que no regresaba hasta el alba. El conde sintió un escalofrío.
Sólo entonces reparó en que aquel sueño tan antinatural, que desde hacía algún
tiempo le sobrevenía diariamente a eso de la medianoche, podía deberse a
cualquier tipo de narcótico que le administrara la condesa, para, de ese modo,
poder abandonar la habitación que, contrariando las costumbres elegantes,
compartía con su esposo, sin que él lo notara. Los más negros presentimientos,
las más terribles sospechas, se adueñaron del alma del conde. Pensó en aquella
madre demoníaca, cuyas costumbres quizá se reprodujeran ahora en su hija; en
algún repugnante adulterio; en aquel tipo infame, hijo del verdugo… A la noche
siguiente, pues, tendría que desvelársele el espantoso secreto, único motivo
del mal inexplicable de su esposa.
La condesa tenía la costumbre de
preparar ella misma el té que su marido tomaba por las noches, retirándose una
vez que se lo había servido. Aquella vez, el conde no ingirió ni una sola gota;
según su costumbre, leyó en la cama antes de dormirse y, como esperaba, no lo
acometió hacia la medianoche esa terrible necesidad de dormir a la que ya se
había acostumbrado; no obstante, hizo como si así fuera y se recostó sobre los
almohadones fingiendo que se hallaba profundamente dormido. Muy despacio y sin
hacer ningún ruido, la condesa abandonó su lecho, se acercó al de Hippolyt, le
alumbró el rostro y se deslizó fuera de la habitación. El corazón del conde
latía con inusitada violencia; saltó de la cama, se echó un abrigo por encima y
salió sigilosamente en pos de su mujer. Era una noche muy clara, de luna, de
modo que aunque Aurelie caminaba muy deprisa y le llevaba una considerable
ventaja, el conde podía distinguir muy bien desde lejos su figura, vestida con
un camisón blanco. Atravesando el parque, la condesa llegó al cementerio; una
vez allí, desapareció tras el muro. Hippolyt se apresuró a seguirla entrando
por la puerta de aquel lugar, que se hallaba abierta. Allí pudo observar, a la
luz de la luna, un círculo de espantosas figuras espectrales. Viejas mujeres
medio desnudas, con los cabellos desmadejados y dispuestas en círculo, se
agachaban en el suelo: en el centro yacía el cadáver de un ser humano que
devoraban con ansias de lobo. ¡Aurelie estaba entre ellas! Instigado por un
frenético terror, el conde huyó de allí, corriendo irreflexivamente, inflamado
de un miedo mortal, anegado por todos los espantos del infierno a través de los
senderos del parque, hasta que, ya al alba, bañado en sudor, se halló de nuevo
ante la puerta del castillo. Sin voluntad alguna, incapaz de pensar de forma
clara y racional, subió a gran velocidad las escaleras y atravesó corriendo las
habitaciones hasta llegar a la alcoba. Allí yacía la condesa, entregada, al
parecer, a un sueño dulce y tranquilo. El conde quiso convencerse de que todo
había sido una repugnante pesadilla —aunque no podía ignorar el paseo nocturno,
del que daba prueba su abrigo, húmedo de rocío de la mañana— o, por lo menos,
una burla de los sentidos que le había asustado mortalmente. Sin esperar a que
despertara la condesa, abandonó la habitación, se vistió y montó a caballo. El
paseo que dio aquella hermosa mañana a través de aromáticos arbustos, de entre
los que parecía saludarle el canto matutino de los vivaces pajarillos, disipó
las terribles imágenes nocturnas; consolado y mucho más tranquilo, regresó al
castillo. Pero cuando ambos, el conde y la condesa, se hallaron sentados a la
mesa y aquélla diera grandes muestras de repugnancia al serle presentada la
carne cocinada, pretendiendo por ello, como tantas veces, levantarse y
abandonar el comedor, se hizo evidente con toda crudeza en el alma del conde la
verdad de lo que había sucedido la noche anterior. Lleno de furia, saltó de su
asiento y, con voz terrible, gritó:
—¡Maldito engendro del diablo!
¡Ya sé por qué te repugna la comida civilizada! ¡En las tumbas es donde pastas,
mujer endemoniada!
Mas en cuanto el conde hubo
pronunciado estas palabras, la condesa se abalanzó sobre él lanzando un
terrible alarido y, con la furia de una hiena, le clavó sus dientes en el
pecho. Hippolyt logró desasirse de aquella loca, que cayó al suelo y expiró
entre horribles convulsiones.
Tras estos terribles sucesos, el
conde enloqueció.
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