No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El principito


De Antoine de Saint-Exupéry

IV
(Fragmento)

De esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de origen era apenas más grande que una casa.

Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".

Tengo poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.

Este astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así. Felizmente para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.

Si les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y hasta les he confiado su número, es por consideración a las personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: "¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?" Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa que vale cien mil pesos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"

De tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.

Pero nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:

"Era una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…" Para aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.

Porque no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al contar estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas mayores. He debido envejecer. 


Der Struwwelpeter

De Heinrich Hoffmann



(Fragmento)


Pedro Melenas

¡Aquí está, nenes y nenas,
éste es Pedro Melenas!
Por no cortarse las uñas
le crecieron diez pezuñas,
y hace más de un año entero
que no ha visto al peluquero.
¡Qué vergüenza! ¡Qué horroroso!
¡Qué niño más cochambroso!

La tristísima historia de las cerillas

Los papás de Paulinita
la dejan sola en casita.
La niña corre, jugando
con su muñeca y cantando,
hasta que —¡Oh maravillas!—
ve una caja de cerillas.
"¡Qué juguete! ¡Qué bonita!",
dice, al verla, Paulinita:
"Voy a probar a encender
como mamá suele hacer".
Y Minta y Maula, las gatas,
levantan, tristes, las patas:
"¡Tu papá te lo ha prohibido!",
le dicen, con un maullido:
"¡Miau, mio! ¡Miau, mio!
¡Te quemarás! ¡Déjalo…!"
Paulinita desatiende
el buen consejo y enciende,
como se ve en la figura,
la cerilla —¡ay, qué locura!—
mientras salta de contento
sin descansar un momento.
Y Minta y Maula, las gatas,
levantan, tristes, las patas:
"¡Tu mamá te lo ha prohibido!",
le dicen, con un maullido:
"¡Miau, mio! ¡Miau, mio!
¡Te quemarás! ¡Dejaló…!"

 Las llamas —¡ay!— han prendido
en la manga, en el vestido,
la falda, la cabellera…
se quema la niña entera.
Minta y Maula, al contemplarla,
gimen a dúo: "¡Salvadla!
¡Socorro! ¡Auxilio! ¡Corriendo!
¡La pobre niña está ardiendo!
¡Miau, mio! ¡Miau, mio!
¡Paulinita se quemó!"
La niña —¡qué gran tristeza!—
ardió de pies a cabeza.
Quedaron los zapatitos,
cenizas y dos lacitos.
 Minta y Maula, frente a frente,
lloran muy amargamente:
"¡Pobres papás! ¡Miau, mio!
¿Dónde estarán? ¿Dónde? ¿Do?"
Y derraman, tristemente,
de lágrimas un torrente.

El juglar de Nuestra Señora

De Michel Zink
Érase una vez un juglar. Siempre en camino, de ciudad en ciudad, de castillo en castillo. A veces lo acogían. Exhibía sus habilidades, y ganaba unas monedas. Con más frecuencia, lo rechazaban. Continuaba su camino bajo la lluvia o el sol. El camino interminable. Un camino que nunca le llevaría a su casa, porque no tenía casa. Recordaba haber oído un día un sermón elocuente. El predicador hablaba del camino de la vida y decía que el caminante, que es el hombre, no ha de tomar el camino por patria ni la posada por casa. A él que siempre estaba en camino, pobre juglar, esa tentación le afectaba más bien poco. Sabía de sobra que él no tenía ni patria ni casa. Sin embargo, sabía también que no por eso habría encontrado gracia a los ojos de aquel predicador. Los juglares eran tenidos por criaturas del diablo, que incitaban al libertinaje y al vicio, que se burlaban de todo y de todos, que hacían reír malévolamente del prójimo, que adulaban a aquellos a cuyas expensas vivían hablando mal del prójimo y sembrando la cizaña. Ni en vida ni en muerte, tenían sitio en la comunidad de los cristianos. Estaban excomulgados y sus cuerpos no podían descansar en tierra sagrada. Sólo podían salvarse, se decía, los que narraban la vida, de los príncipes y de los santos, porque así eran útiles y hacían méritos edificando e instruyendo a quienes los oían. Pero el juglar del que os estoy hablando no tenía ese notable talento. No tenía ni suficiente cabeza ni suficiente instrucción para recordar las canciones de gesta. Era un acróbata. Andaba con las manos, andaba, sobre una maroma, daba volteretas y saltos peligrosos.
Pero desde que la oyera, la frase del predicador no dejaba de rondarle. Acompasaba sus pasos por el camino, como si el ruido regular de sus tacones y de su bastón la repitiera sin descanso. Daba vueltas en su cabeza por la noche cuando trataba de dormir, ya fuera en una zanja o en el rincón de un granero. Reflexionaba sobre ella. Pero era difícil. No estaba muy acostumbrado a reflexionar. No tomar el camino por patria, la posada por casa. El camino, era la vida. Pero él consideraba que su propia vida, era el camino. La posada, era la instalación en este mundo, instalación provisional, pero que tranquiliza mucho creerla definitiva, por ejemplo la familia o la casa de los que tienen una familia y una casa. El no tenía ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué el largo camino que seguía no podía llevarle directamente a su verdadera patria y a su verdadera casa, la casa del Padre? Ahí estaba su verdadera, su única familia, Cristo que acoge a los pequeños y a los pobres, la Virgen, madre de todos los hombres y que intercede por ellos. Lo sabía, lo creía. El amaba a esa familia con toda el alma. Pero ¿no le habían dicho que el camino del juglar no lleva a esa casa?
El camino del juglar era el de las peregrinaciones. Iba de monasterio en monasterio, donde los hospederos acogían a los peregrinos, con frecuencia dispuestos a encontrar en los juglares un entretenimiento para su santo viaje. Esos monasterios que eran como posadas en el camino, pero que también eran, al final del camino, como el umbral de la casa. ¡Quién pudiera pararse en uno de esos monasterios y prepararse para la última etapa, el último paso para entrar en la casa!
Y el juglar entró en un monasterio. Una abadía de monjes blancos lo acogió como hermano lego. Lo acogió, de mala gana. ¡Un juglar! ¿Era sincera su conversión?, ¿no buscaría un refugio para cuando fuese viejo? Pero lo acogió. Le encargaron los trabajos más humildes: restregar sartenes y fregar platos en la cocina, arrancar las hierbas del jardín, barrer el refectorio. Se entregó a ello con celo y con alegría.
Un día, estaba solo en la iglesia y en el relente de la mañana limpiaba las baldosas con mucha agua. Arrastrando cubo y bayeta, llegó ante la imagen de Nuestra Señora y se detuvo para una breve oración. Quería ofrecer a la Virgen... ¿ofrecer qué?, ¿qué tenía él que ofrecer? ¡Los monjes de la abadía eran tan sabios, tan instruidos en la palabra de Dios! La estudiaban, la meditaban, la explicaban, la daban a conocer. Todos esos hermosos trabajos, todos esos santos esfuerzos, podían ofrecerlos a Dios y a su madre. ¿Pero él, que no era nada, que no sabía nada? El que conservaba de sus orígenes la marca infamante del juglar. Su mirada se posó en el niño que la Virgen, un poco arqueada, tenía en la cadera y al que sonreía. A los niños, lo recordaba bien, les encantaba verle dar sus volteretas. Quizá el niño divino disfrutaría también. Quizá su madre se sentiría feliz de que se las mostrara. Sus acrobacias era todo lo que sabía hacer, cuando menos esto sabía hacerlo. Mejor ofrecerle esto, puesto que no tenía otra cosa que ofrecer.
Apartó el cubo, se arremangó el hábito y volvió a encontrar los gestos de antes. Los reencontró, hay que confesarlo, con placer. Atento, concentrado, los encadenaba, los repetía, volvía a hacerlos cuando, por falta de ejercicio, no le salían a la primera. Pasaba el tiempo sin que se diera cuenta.
Entró un monje sin hacer ruido. Oculto tras una columna, vio cómo el antiguo juglar daba sus volteretas en medio de la iglesia, a dos pasos del altar. Se indignó ante tamaño sacrilegio. Corrió en busca del abad para que lo viera. Disimulados en un rincón oscuro, asistieron al espectáculo. El monje, escandalizado, tiraba de la manga del abad y en voz baja le decía que pusiera fin a aquel espectáculo.
El abad, sin embargo, no se precipitaba. No es que no considerara culpable al juglar. Pero recordaba lo que había escrito su padre, san Bernardo, cuando comparaba a los monjes con los juglares: «¿Quién me concederá ser humillado ante los hombres? Hermoso ejercicio dar a los hombres un espectáculo ridículo, pero un espectáculo magnífico para los ángeles. Porque en realidad, ¿qué impresión damos a los que pertenecen al mundo sino la de comediantes, cuando nos ven huir de lo que ellos buscan en este mundo y buscar aquello de lo que huyen, como los juglares y los acróbatas que, con la cabeza boca abajo y pies en el aire, hacen lo contrario de lo que es habitual entre los hombres, caminan con las manos y atraen así hacia ellos la atención de todos? Hacemos ese número para que se rían de nosotros, para que se burlen de nosotros y avergonzados esperamos que venga el que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, el cual será nuestro gozo, nos glorificará, nos exaltará por toda la eternidad».
Se serenó. Ciertamente, san Bernardo no quería que sus monjes fuesen juglares de verdad, cuando añadía: «No es un juego pueril, no es un número de teatro, que representa actos innobles, sino un número agradable, decente, serio, notable, cuya visión puede alegrar a los espectadores celestes». Un número pueril, una representación teatral, un número indecente: como esa exhibición de ese indigno hermano. Estaba decidido ya a poner fin a todo aquello y castigarle.
En ese mismo instante, el hermano lego, agotado, se detuvo. Se sentó sobre las baldosas, con los ojos cerrados. Temblaba de fatiga y su rostro brillaba de sudor. Entonces la Virgen de piedra se inclinó, deslizó de su cabeza su velo tan leve y suave como la ropa más fina y, con gesto maternal, secó el rostro del juglar.

La Brujita Atarantada

De Eva Furnari



Una brujita podrá realizar mil cosas raras, pero si todas le fallan es que está atarantada. Si hace hechizos y le salen las cosas siempre al revés, debe ser porque con magia quiere al mundo componer.

¡Felices 18! Bueno, en realidad, felices 18 años de haber llegado a México. En realidad, queremos desearte felices 24. Bruxinha, creada por la ilustradora italo-brasileña Eva Furnari desde 1986, ha dedicado su obra a la creación de imágenes que no necesitan de texto, un lenguaje ideal para niños, que desde 1976, y a pesar de haberse graduado en Arquitectura en la Universidad de São Paulo, ha logrado destacarla. Ha sido ganadora seis veces del reconocido Premio Jabuti de Literatura en Brasil, siendo el más reciente en el año de 2006.

Eva Furnari es, en la actualidad, una de las más exitosas ilustradoras infantiles en Brasil y a sus 62 años, y para alegría de sus seguidores, ha decidido continuar con su obra.



Hacia 1992, la Secretaría de Educación Pública, en su recopilación de cuentos llamado Biblioteca Escolar Libros del Rincón, dio a conocer “La brujita atarantada” en una primera edición de tan solo 10,000 ejemplares, pensado únicamente para escuelas del D.F. y Estado de México. Posteriormente, en 1993, se hizo la primera reimpresión para el resto de la República Mexicana con un tiraje de 145,000 ejemplares. No se ha vuelto a reimprimir desde entonces (una pena).

Libros del Rincón consideró que el texto era apropiado para niños de entre 8 y 9 años, más específicamente para segundo grado de primaria. Su argumento es de lo más simple, pero con el mensaje muy claro: hay que ser cuidadoso con lo que se hace. Las ilustraciones, en su mayoría breves, son de lo más entretenidas y totalmente entendibles. Bruxinha (o Brujita) y su gato de rayas negras, pasan un sin fin de aventuras y problemas causados por la magia de la varita, manipulada por la imaginación y creatividad de la protagonista. Al principio todo parece marchar como debería, pero no siempre las cosas resultan como uno quiere.



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