Érase una vez un juglar. Siempre en camino, de ciudad en ciudad, de castillo en castillo. A veces lo acogían. Exhibía sus habilidades, y ganaba unas monedas. Con más frecuencia, lo rechazaban. Continuaba su camino bajo la lluvia o el sol. El camino interminable. Un camino que nunca le llevaría a su casa, porque no tenía casa. Recordaba haber oído un día un sermón elocuente. El predicador hablaba del camino de la vida y decía que el caminante, que es el hombre, no ha de tomar el camino por patria ni la posada por casa. A él que siempre estaba en camino, pobre juglar, esa tentación le afectaba más bien poco. Sabía de sobra que él no tenía ni patria ni casa. Sin embargo, sabía también que no por eso habría encontrado gracia a los ojos de aquel predicador. Los juglares eran tenidos por criaturas del diablo, que incitaban al libertinaje y al vicio, que se burlaban de todo y de todos, que hacían reír malévolamente del prójimo, que adulaban a aquellos a cuyas expensas vivían hablando mal del prójimo y sembrando la cizaña. Ni en vida ni en muerte, tenían sitio en la comunidad de los cristianos. Estaban excomulgados y sus cuerpos no podían descansar en tierra sagrada. Sólo podían salvarse, se decía, los que narraban la vida, de los príncipes y de los santos, porque así eran útiles y hacían méritos edificando e instruyendo a quienes los oían. Pero el juglar del que os estoy hablando no tenía ese notable talento. No tenía ni suficiente cabeza ni suficiente instrucción para recordar las canciones de gesta. Era un acróbata. Andaba con las manos, andaba, sobre una maroma, daba volteretas y saltos peligrosos.
Pero desde que la oyera, la frase del predicador no dejaba de rondarle. Acompasaba sus pasos por el camino, como si el ruido regular de sus tacones y de su bastón la repitiera sin descanso. Daba vueltas en su cabeza por la noche cuando trataba de dormir, ya fuera en una zanja o en el rincón de un granero. Reflexionaba sobre ella. Pero era difícil. No estaba muy acostumbrado a reflexionar. No tomar el camino por patria, la posada por casa. El camino, era la vida. Pero él consideraba que su propia vida, era el camino. La posada, era la instalación en este mundo, instalación provisional, pero que tranquiliza mucho creerla definitiva, por ejemplo la familia o la casa de los que tienen una familia y una casa. El no tenía ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué el largo camino que seguía no podía llevarle directamente a su verdadera patria y a su verdadera casa, la casa del Padre? Ahí estaba su verdadera, su única familia, Cristo que acoge a los pequeños y a los pobres, la Virgen, madre de todos los hombres y que intercede por ellos. Lo sabía, lo creía. El amaba a esa familia con toda el alma. Pero ¿no le habían dicho que el camino del juglar no lleva a esa casa?
El camino del juglar era el de las peregrinaciones. Iba de monasterio en monasterio, donde los hospederos acogían a los peregrinos, con frecuencia dispuestos a encontrar en los juglares un entretenimiento para su santo viaje. Esos monasterios que eran como posadas en el camino, pero que también eran, al final del camino, como el umbral de la casa. ¡Quién pudiera pararse en uno de esos monasterios y prepararse para la última etapa, el último paso para entrar en la casa!
Y el juglar entró en un monasterio. Una abadía de monjes blancos lo acogió como hermano lego. Lo acogió, de mala gana. ¡Un juglar! ¿Era sincera su conversión?, ¿no buscaría un refugio para cuando fuese viejo? Pero lo acogió. Le encargaron los trabajos más humildes: restregar sartenes y fregar platos en la cocina, arrancar las hierbas del jardín, barrer el refectorio. Se entregó a ello con celo y con alegría.
Un día, estaba solo en la iglesia y en el relente de la mañana limpiaba las baldosas con mucha agua. Arrastrando cubo y bayeta, llegó ante la imagen de Nuestra Señora y se detuvo para una breve oración. Quería ofrecer a la Virgen... ¿ofrecer qué?, ¿qué tenía él que ofrecer? ¡Los monjes de la abadía eran tan sabios, tan instruidos en la palabra de Dios! La estudiaban, la meditaban, la explicaban, la daban a conocer. Todos esos hermosos trabajos, todos esos santos esfuerzos, podían ofrecerlos a Dios y a su madre. ¿Pero él, que no era nada, que no sabía nada? El que conservaba de sus orígenes la marca infamante del juglar. Su mirada se posó en el niño que la Virgen, un poco arqueada, tenía en la cadera y al que sonreía. A los niños, lo recordaba bien, les encantaba verle dar sus volteretas. Quizá el niño divino disfrutaría también. Quizá su madre se sentiría feliz de que se las mostrara. Sus acrobacias era todo lo que sabía hacer, cuando menos esto sabía hacerlo. Mejor ofrecerle esto, puesto que no tenía otra cosa que ofrecer.
Apartó el cubo, se arremangó el hábito y volvió a encontrar los gestos de antes. Los reencontró, hay que confesarlo, con placer. Atento, concentrado, los encadenaba, los repetía, volvía a hacerlos cuando, por falta de ejercicio, no le salían a la primera. Pasaba el tiempo sin que se diera cuenta.
Entró un monje sin hacer ruido. Oculto tras una columna, vio cómo el antiguo juglar daba sus volteretas en medio de la iglesia, a dos pasos del altar. Se indignó ante tamaño sacrilegio. Corrió en busca del abad para que lo viera. Disimulados en un rincón oscuro, asistieron al espectáculo. El monje, escandalizado, tiraba de la manga del abad y en voz baja le decía que pusiera fin a aquel espectáculo.
El abad, sin embargo, no se precipitaba. No es que no considerara culpable al juglar. Pero recordaba lo que había escrito su padre, san Bernardo, cuando comparaba a los monjes con los juglares: «¿Quién me concederá ser humillado ante los hombres? Hermoso ejercicio dar a los hombres un espectáculo ridículo, pero un espectáculo magnífico para los ángeles. Porque en realidad, ¿qué impresión damos a los que pertenecen al mundo sino la de comediantes, cuando nos ven huir de lo que ellos buscan en este mundo y buscar aquello de lo que huyen, como los juglares y los acróbatas que, con la cabeza boca abajo y pies en el aire, hacen lo contrario de lo que es habitual entre los hombres, caminan con las manos y atraen así hacia ellos la atención de todos? Hacemos ese número para que se rían de nosotros, para que se burlen de nosotros y avergonzados esperamos que venga el que derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, el cual será nuestro gozo, nos glorificará, nos exaltará por toda la eternidad».
Se serenó. Ciertamente, san Bernardo no quería que sus monjes fuesen juglares de verdad, cuando añadía: «No es un juego pueril, no es un número de teatro, que representa actos innobles, sino un número agradable, decente, serio, notable, cuya visión puede alegrar a los espectadores celestes». Un número pueril, una representación teatral, un número indecente: como esa exhibición de ese indigno hermano. Estaba decidido ya a poner fin a todo aquello y castigarle.
En ese mismo instante, el hermano lego, agotado, se detuvo. Se sentó sobre las baldosas, con los ojos cerrados. Temblaba de fatiga y su rostro brillaba de sudor. Entonces la Virgen de piedra se inclinó, deslizó de su cabeza su velo tan leve y suave como la ropa más fina y, con gesto maternal, secó el rostro del juglar.
Cuento extraído de la obra El juglar de Nuestra Señora: cuentos cristianos de la edad media.
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