De Wu Cheng'en
CAPITULO I
(Fragmento)
CUANTO EXISTE
TIENE SU ORIGEN EN LA RAÍZ DIVINA. EL TAO SURGE DIRECTAMENTE DE LA FUENTE MISMA
DE LA MORALIDAD
La escritura
dice:
«En el principio
sólo existía el Caos. El Cielo y la Tierra formaban una masa confusa, en la que
el todo y la nada se entremezclaban como la suciedad en el agua. Por doquier reinaba
una espesa niebla que jamás logró ver ojo humano y a la que Pan - Ku (1) consiguió
dispersar con su portentosa fuerza. Lo puro quedó entonces separado de lo impuro
y apareció la suprema bondad, que esparce sus bendiciones sobre toda criatura.
Su mundo es el
de la luz. Quien a él se acerca descubre el camino que conduce al reino del
bien. Mas el que quiera penetrar en el secreto del principio de cuanto existe
debe leer La crónica de los orígenes» (2)
En ella se
afirma que en el reino del Cielo y la Tierra el tiempo se divide en períodos de
ciento veintinueve mil seiscientos años. Cada uno de ellos es subdividido, a su
vez, en doce épocas de diez mil ochocientos años de duración, que responden a
los siguientes nombres: Dhzu, Chou, Yin, Mao, Chen, Sz, Wu, Wei, Shen, Yu, Hsü
y Hai (3). Pese a su enorme amplitud, todas ellas tienen su equivalente en el
repetitivo ciclo de los días. Así, a la de Dhzu le corresponden las primeras
horas de la mañana, cuando la oscuridad es total y aún no se aprecia ningún
atisbo de luz; el gallo canta a la hora de Chou; a la de Yin comienza a
clarear; el sol sale, finalmente, a la de Mao; a la de Chen es completamente de
día y los hombres se disponen a tomar el desayuno; quien trabaja lo tiene y todo
planeado a la hora de Sz; a la de Wu el sol alcanza su cenit; la tarde comienza
a declinar a la de Wei; a la de Shen las familias se reúnen alrededor de la
mesa para la colación vespertina; el sol se pone a la de Yu; a la de Hsü
desaparecen del todo los últimos vestigios del crepúsculo; finalmente, la gente
se retira a descansar a la de Hai, abriendo las puertas, así, a un nuevo ciclo.
Es el mismo que siguió el mundo en sus lejanos y, al mismo tiempo, tan cercanos
orígenes. De hecho, al final de la época de Hsü el Cielo y la Tierra yacían en
un estado de confusión total, en el que la nada y el todo se entremezclaban de
una forma absolutamente incomprensible para nosotros. Después de cinco mil
cuatrocientos años de constante oscuridad se produjo el advenimiento de la época
de Hai, también conocida como Caos, porque durante su dominio no existían seres
humanos ni ninguna de las dos esferas por las que ahora nos regimos. Hubieron
de pasar otros cinco mil cuatrocientos años para que terminara una época tan
tenebrosa y lentamente comenzaran a actuar las fuerzas creativas de la luz.
Semejante milagro empezó a producirse durante la de época de Dhzu, pero lo
hicieron entonces con tanta timidez que no es extraño que Shao - Kang - Chr (4)
afirmara:
Ningún
cambio se produjo en el centro mismo del Cielo, cuando el invierno llegó a las
regiones de Dhzu. El principio masculino permanecía todavía dormido y nada de
cuanto existe había salido aún a la luz.
Pero cuando,
después de otros cinco mil cuatrocientos años, la primavera se enseñoreó de la
época de Dhzu, el firmamento echó sus inamovibles raíces y la luz pudo, finalmente,
formar el sol, la luna, las estrellas y los restantes cuerpos celestes. No es extraño,
por tanto, que se diga que el Cielo comenzó a existir en época tan numinosa. La
siguieron otros cinco mil cuatrocientos años, durante los cuales el firmamento
se solidificó para siempre. Lo mismo ocurrió con la tierra durante la época de
Chou. De ahí que se afirme con entusiasmo en el I Ching: ¡Qué maravillosos son
los principios masculino y femenino! De ellos, siguiendo el mandato del Cielo,
surgieron finalmente todas las cosas».
Hubieron de
pasar, sin embargo, otros cinco mil cuatrocientos años después del advenimiento
de la época de Chou, para que se condensaran ciertas innominadas materias y
dieran, así, principio a los cinco elementos esenciales: el agua, el fuego, el metal,
la madera y la tierra. Antes de que concluyera una época tan extraordinaria, hubieron
de transcurrir otros cinco mil cuatrocientos años, al cabo de los cuales amaneció
la época de Yin y todo cuanto conocemos comenzó a surgir y a crecer, como si
siguiera la voz de una eterna primavera. No es extraño, por tanto, que diga el Libro
del cómputo del tiempo: «El numen celeste descendió y ascendió el
terrestre. Se unieron, así, el Cielo y la Tierra y de su copulación surgieron
todas las cosas». En aquella época el Cielo y la Tierra eran tan brillantes
como la luz misma y cada uno encerraba dentro de sí los dos principios del yin
y del yang, a cuya unión todo debe su existencia. Durante los cinco mil
cuatrocientos años que siguieron, en efecto, aparecieron las bestias, los
animales y los hombres. De esta forma, quedaron establecidas para siempre las
tres fuerzas que rigen los destinos de la naturaleza: el Cielo, la Tierra y el
Hombre, que, como queda dicho, vio la luz durante la milagrosa época de Yin.
Después de que
Pan - Ku pusiera en orden el universo entero, finalizara el mandato de los Tres
Reyes y los Cinco Emperadores (5) hicieran públicas sus por doquier respetadas disposiciones
morales, el mundo fue dividido en cuatro grandes continentes. El del este llevaba
el nombre de Purvavideha, Aparagodaniya el del oeste, Jambudvipa el del sur y, finalmente,
Uttarakuru el del norte. En este libro sólo nos ocuparemos, por obvias razones,
del situado en el este del mundo. En el otro extremo del océano que lamía sus costas,
se hallaba la renombrada nación Ao-Lai, muy cerca de la cual, en el centro mismo
de un plácido mar de serenas aguas, se levantaba la famosa Montaña de las Flores
y Frutos. Había surgido en el momento mismo de la formación del mundo y ahora
formaba parte de un conjunto de diez islotes, que con el tiempo dieron origen a
las Tres Islas (6). Su belleza era
impresionante. No es extraño, por tanto, que el poeta escribiera sobre ella:
Su
majestad compite con la serenidad del mismo océano, como si fuera el emperador
de los mares. Las olas rompen contra su costado, como montañas de plata que el
golpe transforma en diminutas escamas de nieve, lanzando a los peces contra las
rocas y sacando de su sueño de profundidad a las serpientes marinas. En su
parte suroccidental se aprecian llamativas planicies cargadas de serenidad,
mientras que al este todo es abruptez de picos que se arrojan con mal disimulada
fiereza en el mar. Los que permanecen, orgullosos, en tierra seca se visten, a
la hora del crepúsculo, de tintes violáceos, que esconden su inaccesible
bravura pétrea. En sus cumbres cantan, emparejados, los fénix, mientras que a
su pie descansan los solitarios unicornios. Por doquier se oye el lamento de
los faisanes, que buscan, desesperados, las cuevas en las que habitan los
dragones. Toda la isla está poblada de extraordinarios animales que muy pocas
veces se ven en otras partes, como los longevos ciervos, las inmortales zorras,
las divinas lechuzas o las cigüeñas de negro plumaje. En ese lugar
extraordinario la hierba nunca se seca ni las flores se marchitan. La primavera
es allí eterna y adondequiera que se dirija la mirada puede verse el verdor de
cipreses y pinos, aliados incondicionales de la vida. Los melocotoneros están
siempre en flor, las viñas se rompen bajo el peso de su propio fruto, la hierba
de los pastos se mantiene siempre fresca y los bambúes alcanzan tales alturas
que a veces llegan a frenar la loca carrera de las nubes. Éste es, en verdad,
el privilegiado lugar donde el Cielo se apoya y la Tierra descansa de sus
muchas fatigas, un paraíso en el que convergen más de cien ríos.
En la cumbre
misma de esa extraordinaria montaña había una roca inmortal. Tenía una altura
de treinta y seis pies y medio y un perímetro de veinticuatro pies justos. Semejantes
medidas no eran casuales, ya que se correspondían exactamente con los trescientos
sesenta y cinco días del año solar y las veinticuatro horas (7) que marcan el quehacer
cotidiano del hombre. Poseía, además, nueve agujeros profundos y otros ocho de
menor longitud, que encontraban su equivalente numérico en las Nueve Constelaciones
y en los Ocho Planetas que habitan los palacios celestes. Aunque no crecía
sobre ella vegetación alguna, durante mucho tiempo había sido alimentada con las
mismas semillas del Cielo y la Tierra y la fuerza extraordinaria del sol y la
luna. Finalmente, por acción directa de lo alto, quedó embarazada y empezó a
crecer en su interior un embrión sobrenatural. Tras largo período de gestación,
se abrió inesperadamente un día y dio a luz un huevo de piedra del tamaño
aproximado de un balón. Expuesto a la fuerza de los elementos, se transformó en
un mono de piedra, exactamente igual a los que hoy conocemos. No pasó mucho
tiempo antes de que aprendiera a correr y a subirse a los árboles. Cuando hubo
dominado a la perfección tan difíciles técnicas, se inclinó, reverente, ante
los cuatro puntos cardinales y entonces se produjo el milagro: de sus ojos
salieron dos rayos potentísimos que llegaron hasta el mismísimo Palacio de la
Estrella Polar. Su luz era tan fuerte que llamó la atención del Benéfico Señor
del Cielo, el divino Emperador de Jade, que se hallaba reunido con sus ministros
en el Palacio de Nubes de los Arcos de Oro, concretamente en la Sala del Tesoro
de la Niebla Divina. Sorprendido por su brillo extraordinario, ordenó a Mil
Ojos y a Oídos de Viento que abrieran la Puerta Sur del Palacio Celeste y
averiguaran de dónde provenía semejante fenómeno. Los dos capitanes cumplieron
la orden sin pérdida alguna de tiempo y, tras analizar cuidadosamente la
situación, regresaron al lado de su señor y le informaron, diciendo:
- Vuestros
indignos servidores han obedecido al pie de la letra el mandato que de vos han
recibido y han averiguado que esos potentísimos rayos provienen de la Montaña
de las Flores y Frutos. Ese lugar, como sabéis, se encuentra en la región de
Ao-Lai, al este del continente de Purvavideha. En esa montaña singular hay una
roca inmortal que, extrañamente, ha dado a luz un huevo de piedra. Lo más
asombroso, sin embargo, es que los elementos han actuado sobre él y lo han
convertido en un mono de piedra. Los rayos que os han molestado han partido
precisamente de sus ojos, pues, al inclinarse ante los cuatro puntos
cardinales, han adquirido tal viveza que su luz ha alcanzado hasta el mismísimo
Palacio de la Estrella Polar. Pero no os preocupéis. El mono en cuestión se ha
puesto a comer y a beber y pronto perderá todo su poderío.
- No lo creo yo
así - replicó el Emperador de Jade con misericordiosa complacencia -. Las
criaturas del mundo que yacen a nuestros pies surgieron de la copulación del
Cielo y la Tierra y es natural que de vez en cuando nos sorprendan con su
desconcertante modo de actuar.
Para entonces el
mono había aprendido a caminar, a correr y a saltar de una parte a otra. Se
alimentaba de frutos y plantas y bebía de los múltiples ríos y arroyos que
surcaban la isla. La mayor parte del tiempo la pasaba cortando flores y
subiéndose a los árboles en busca de frutas. No tardó, sin embargo, en entablar
amistad con el tigre, el lagarto, el lobo, el leopardo y el ciervo, aunque
consideraba a las otras especies de monos como su auténtica familia. Por la
noche dormía en cuevas que abandonaba en cuanto el sol emergía por la línea del
horizonte y daba comienzo la mañana. El tiempo transcurría con lentitud, pues,
como bien reza el dicho popular, «en lo alto de las cumbres el río avanza y retrocede
con tanta regularidad que allí nadie es realmente consciente del paso de los
años».
Una mañana, sin
embargo, hizo tanto calor que no encontró mejor manera de escapar al bochorno
que ponerse a jugar con otros monos a la sombra de unos pinos. Descubrió entonces,
sorprendido, lo mucho que se parecía a ellos. Su manera de divertirse era prácticamente
la misma. Algunos, de hecho, saltaban de rama en rama en busca de frutos, mientras
que otros pasaban el tiempo tirándose piedrecitas o arrojándose pequeñas pinas.
A veces se llegaban hasta la playa y otros lugares arenosos y se ponían a
construir extrañas pagodas de arena. No era tampoco raro que persiguieran a las
libélulas y corrieran, como locos, detrás de las lagartijas. No se olvidaban,
sin embargo, de inclinarse ante el Cielo, presentando, así, sus respetos a los
dignos budas que lo habitan.
Pero no por ello
dejaban de ser animales revoltosos y estropeaban a placer las viñas y otros
árboles que crecían, lujuriosos y exhuberantes, a su alrededor. Cuando se
cansaban de eso, se tumbaban en mullidos lechos de hierba y se ponían a
buscarse unos a otros pulgas y parásitos. Cuando, tras mucho escarbar en sus
tupidos pelajes, encontraban alguno, se lo comían con avidez o, simplemente, lo
mataban con las uñas. Otros preferían, no obstante, espulgarse solos. Para ello
se llegaban hasta el tronco de un pino y se restregaban una y otra vez contra
él, hasta que el ardor desaparecía y la sensación de malestar remitía. Lo que
más les gustaba, pese al peligro que ello entrañaba, era jugar y perseguirse
entre los pinos. Ya tendrían tiempo después de desprenderse de todos los parásitos
que pudieran coger en sus interminables correrías en las verdes aguas de los arroyos.
Así lo hicieron aquella mañana, llegándose hasta uno de los torrentes de la montaña.
Al ver la fuerza de la corriente y los tumbos que daba el agua entre las rocas,
como melones que se destrozaran sin cesar contra las piedras, se quedaron
asombrados y comenzaron a ponderar su extraña belleza. A nadie debe sorprenderle
que hablaran.
Si, como reza el
dicho tradicional, «las bestias tienen su lenguaje y las aves el suyo», ¿qué
hay de extraño en que los monos se comuniquen entre sí con palabras? Los monos se
dijeron, pues, unos
a otros:
- Puesto que no
sabemos de dónde viene toda esta agua y hoy no tenemos nada que hacer, lo mejor
es que remontemos su curso y, así, descubramos dónde se encuentra su fuente.
¿No os parece que será una manera estupenda de pasar el tiempo?
Todos aceptaron,
entusiasmados, la idea y, dando grandes voces de júbilo, siguieron montaña
arriba el desconocido curso del torrente. Los monos caminaban en familias y no
tardaron en dar con su fuente: una impresionante catarata, cuya visión les hizo
enmudecer. Se elevaba en el paisaje como una altísima columna, de la que
emergían bellísimos arcos iris que el viento hacía cambiar constantemente de
posición. A su base danzaban miles de olas blancas, que hacían pensar en brisas
realmente inexistentes y en la bravura de desconocidos ríos lunares. Su brillo
recordaba, en efecto, al de la dama de la noche y teñía levemente de blanco el
profundo verdor del paisaje en el que se hallaba enclavada. Se sospechaba la
existencia de poderosos afluentes que la alimentaban, pero la sensación que más
dominaba en quien tuviera la suerte de contemplarla era la de una hermosísima
cortina que alguien hubiera colgado de las mismas nubes. A la vista de tan inesperado
milagro, los monos empezaron a aplaudir y a exclamar, entusiasmados:
- ¡Qué
maravilla! ¡Qué increíble belleza! Su agua nace directamente del seno de la montaña
y va a desembocar, sin lugar a dudas, en la lejana placidez del Gran Océano.
Otros añadieron
con inamovible certeza:
- El que se
atreva a cruzar esa impresionante cortina y vuelva sano y salvo a contarnos las
maravillas que tras ella se esconden será nuestro rey. ¿Hay alguien dispuesto a
hacerlo?
Nadie respondió
a semejante reto. Hubieron de lanzarlo tres veces al viento, antes de que
surgiera, desde muy atrás, el mono de piedra y gritara con voz potente:
- ¡Yo lo haré!
¡Yo cruzaré la cortina de agua y volveré a deciros lo que hay detrás de ella!
Era un mono
realmente valiente. No es extraño que su fama se haya mantenido viva de generación
en generación, hasta llegar, intacta, a nuestros días. Cuando se lanzó contra la
columna de agua, lo hizo con tan arrogante seguridad que parecía un rey
trasponiendo la puerta de su propio palacio. Cerró los ojos, tomó impulso y
saltó a través de la cascada. Cuando sintió que ninguna gota lamía ya su cuerpo
de piedra, volvió a abrirlos y comprobó, asombrado, que estaba ante un puente que
brillaba con la misma fuerza que el sol. Incrédulo, se acercó a él con paso
inseguro y vio que estaba hecho de láminas de hierro. El agua que fluía bajo su
arco manaba de un agujero y se perdía en la distancia, dando, tal vez,
nacimiento a la espléndida catarata que acababa de trasponer. De un salto se
encaramó en lo alto del puente y desde allí descubrió un paradisíaco lugar,
que, sin duda, debía de ser el palacio de alguna persona importante. Yacía
entre una tenue neblina, que le otorgaba una pátina que recordaba a la vez al
azul puro del cielo y al verdor frío del jade. A juzgar por el número de sus
ventanas, debía de tener innumerables habitaciones, aunque no se veía ni a uno
solo de sus posibles moradores. Sus muros habían sido cuidadosamente labrados
con motivos florales, que se repetían, como en un espejo, en el frondoso jardín
que lo rodeaba. Estaba tan cuidado que por fuerza tenía que habitar alguien en
tan espléndida mansión. Cerca del muro principal, en efecto, se veían rescoldos
todavía vivos de una hoguera, una mesa llena de copas, botellas, platos,
cuencos y restos de comida, y un número indeterminado de asientos de piedra de
hechura exquisita. Un poco más allá crecían unas cuantas matas de bambú, tras
las que se apreciaba el eterno verdor de un grupo de pinos y la olorosa belleza
de cuatro o cinco ciruelos. Pese a su innegable sensación palaciega, aquel
lugar tenía toda la apariencia de un hogar.
El mono de
piedra lo estuvo mirando durante un largo rato, sin dar crédito a lo que veía.
Cuando se hubo cerciorado de que no se trataba de sueño alguno, se llegó, de un
salto, hasta el centro mismo del puente y, más seguro de sí mismo, miró a
izquierda y derecha. Fue así como descubrió una inscripción de piedra que
decía: «Ésta es la tierra sagrada de la Montaña de las Flores y Frutos, la
Caverna Celeste que esconde la Cortina de Agua».
El mono de
piedra no cabía en sí de contento. Había descifrado el misterio de aquel extraordinario
lugar y decidió regresar a comunicárselo a sus hermanos. Se dio la vuelta a
toda prisa, volvió a cerrar los ojos y, tomando impulso, atravesó, una vez más,
el muro de agua.
- ¡Qué suerte he
tenido! ¡Qué maravilloso golpe de suerte! - exclamó, entusiasmado, cuando
nuevamente se halló en la otra parte.
- ¿Qué hay al
otro lado? - preguntaron los monos, rodeándole impacientes -. ¿Qué profundidad
tiene allí el agua?
- ¿El agua? -
repitió el mono de piedra, riendo -. En ese mundo apenas hay agua. Sólo he visto
un puente hecho de láminas de hierro, desde el que se vislumbra una espléndida mansión
celestial.
- ¿Qué quieres
decir con eso? - volvieron a preguntar los otros monos.
- El agua que
pasa por debajo del puente del que os hablo - respondió el mono de piedra, sin
dejar de reír - mana de un agujero en la roca y es tan abundante que ciega totalmente
su arco. A un lado del puente se levanta una espléndida mansión de piedra, rodeada
de un magnífico jardín lleno de árboles y flores. Junto a su puerta principal hay
mesas de piedra con todo tipo de enseres para cocinar: hornos, cacharros,
cazuelas, bancos, platos... Lo más asombroso es que están hechos de pedernal,
como la inscripción que figura en el centro mismo del puente y que reza: «Ésta
es la tierra sagrada de la Montaña de las Flores y Frutos, la Caverna Celeste
que esconde la Cortina de Agua». Opino, por tanto, que se trata del lugar ideal
para quedarse a vivir. Es extremadamente apacible y de una amplitud tal que puede
albergar a miles y miles de seres de toda edad y condición. Asentémonos en él y
olvidémonos para siempre de los avatares a los que el Cielo nos tiene
sometidos. Allí nos protegeremos del viento y encontraremos abrigo contra la
lluvia, porque en ese paraíso la nieve es desconocida y no hiela jamás. En él
todo parece poseer el brillo del oro y hasta la niebla es luminosa como los
rayos de la luna o el aliento mismo del trueno. ¿Qué hay de extraño, pues, en que
las flores nunca se marchiten y estén siempre tan lozanas como las crestas de
los pinos?
- Si es verdad
lo que dices, ¿a qué esperamos para entrar en ese mundo? – exclamaron los otros
monos, alborozados -. Salta tú primero y condúcenos hasta él.
El mono de
piedra no se hizo de rogar. Cerró los ojos, tomó impulso y se perdió tras la cortina
de agua, gritando:
- ¡Adelante,
muchachos! ¡Seguidme todos!
Así lo hicieron
los más valientes. Otros, sin embargo, se echaron atrás, como si dudaran de lo
que les había dicho su nuevo rey y no se atrevieran a seguir su ejemplo. Afortunadamente
al final pudo más la curiosidad que el miedo y, sin dejar de gritar y de dar
palmadas, se lanzaron también hacia lo desconocido. Todos fueron a parar encima
del puente, pero no estuvieron allí mucho tiempo, porque pronto se abalanzaron
sobre los hornos y platos de piedra, luchando maleducadamente por los tazones y
las sillas. Fue una suerte que estuvieran hechos de piedra; de lo contrario,
hubieran quedado reducidos a añicos en muy poco tiempo. La batahola era
francamente indescriptible y sólo amainó cuando a los monos les fueron fallando
las fuerzas y se echaron a descansar tranquilamente en la hierba. El mono de
piedra se sentó entonces en el sitio más elevado que pudo encontrar y les dijo
con ademán solemne:
- Caballeros,
como vos bien sabéis y el dicho reza, quien no goza de confianza no puede
realizar hazaña alguna. Vosotros mismos acordasteis no hace mucho que quien traspusiera
la cortina de agua y volviera a cruzarla sin sufrir daño alguno sería nombrado
vuestro rey. Pues bien, yo lo he hecho no una vez, sino dos y he tenido, incluso,
la delicadeza de traeros a vivir a un lugar tan privilegiado como éste, para
que gocéis de sus maravillas y criéis sin ningún sobresalto a vuestras
familias. ¿Cómo es posible, pues, que no os arrodilléis ante mí y me presentéis
vuestros respetos? ¿Es que habéis olvidado tan pronto vuestra promesa? ¿Qué clase
de mono es el que no cumple su palabra?
Al oírlo, todos
los monos se sintieron profundamente avergonzados y, cruzando las manos sobre
el pecho, se postraron humildemente en la tierra. A continuación le fueron presentando
sus respetos uno por uno, empezando por los de más edad y terminando por los
más jóvenes. Cuando hubieron terminado, se inclinaron, reverentes, ante él y gritaron
todos a una:
- ¡Viva nuestro
rey!
De esta forma,
fue entronizado el mono de piedra, que empezó a ser conocido a partir de aquel
mismo momento como el Hermoso Rey de los Monos. Así lo atestigua un antiguo
poema, que dice:
Una
vez que todo hubo surgido de la copulación del Cielo y la Tierra, apareció una
roca divina de la unión de la luna y el sol. Pronto se transformó en un huevo, que,
con el paso del tiempo, se fue convirtiendo en un espléndido mono. Su
inteligencia era tan profunda que llegó a penetrar en el misterio del Gran Tao
y a conocer el secreto del mismísimo elixir de la vida. Nadie ha visto jamás
los rasgos de su espíritu, porque carece totalmente de forma, pero su obrar es
de todos conocido y jamás ha dejado de ser ensalzado por doquier. Su recuerdo
perdurará de edad en edad, porque es un rey sabio cuyo dominio se extiende más
allá de las imprecisas fronteras del fluir eterno.
Sin pérdida de
tiempo el Hermoso Rey de los Monos seleccionó a los más valientes e inteligentes
de sus súbditos y los nombró ministros y oficiales. Todos aceptaron esos nombramientos
sin envidia ni rencor y se pusieron a recorrer el nuevo mundo que les había
tocado en suerte habitar. Su existencia no podía ser más idílica. Por la mañana
recorrían la Montaña de las Flores y Frutos, retirándose a descansar a la
Caverna de la Cortina de Agua cuando la noche caía y todo yacía en la
oscuridad. Los monos vivían en una armonía perfecta, sin mezclarse con otras bestias
y animales, celosos de su independencia y pendientes solamente de su propia
felicidad. Durante la primavera recogían flores, frutos durante el verano, en
el otoño bayas y nueces, y raíces8 en el invierno. ¿Qué más podían pedir?
El Hermoso Rey
de los Monos llevaba gozados trescientos o cuatrocientos años de una existencia
tan plácida cuando un día, mientras asistía a un banquete rodeado de los otros monos,
se puso de pronto tan triste que las lágrimas empezaron a fluir libremente por sus
mejillas. Los monos se llegaron hasta él, alarmados, e, inclinándose con más
respeto que de costumbre, le preguntaron:
- ¿Se puede
saber qué es lo que os pasa, gran señor?
- Aunque he de
admitir que ser vuestro dueño ha traído la paz a mi espíritu – respondió el Rey
de los Monos -, la incertidumbre del futuro se ha apoderado de él y ha plantado
en mi corazón la semilla de la inquietud.
- ¡Vamos,
majestad! - exclamaron los monos, soltando la carcajada -. ¿Cómo es posible que
no estéis satisfecho con la vida que llevamos? Habitamos una montaña inmortal, enclavada
en una tierra sagrada, y por la noche descansamos en una cueva que pertenece a
los mismísimos dioses. ¿Es que no os satisfacen los banquetes que ofrecemos a
diario en honor vuestro? Hasta los inmortales tienen envidia de nuestra existencia.
Ni siquiera los fénix o los unicornios tienen poder alguno sobre nosotros y, lo
que es más importante, hemos escapado totalmente a la influencia del hombre.
¿Qué bendición puede haber más grande que esta independencia de la que ahora
gozamos? ¿Cómo podéis afirmar que os preocupa el futuro?
- Es verdad que
no estamos sujetos a las disposiciones humanas ni somos los esclavos de ningún
animal y que ni siquiera la vejez tiene poder alguno sobre nosotros – admitió el
Rey de los Monos -. Pero eso no quiere decir que hayamos escapado a la
influencia de Yama, el Rey de Ultratumba. ¿De qué nos habrá servido vivir tanto
tiempo, si, a la postre, hemos de morir? ¿No comprendéis que, a pesar de
nuestra paradisíaca existencia, no nos contamos entre el número de los
inmortales?
Al oírlo, los
monos se llevaron, aterrados, las manos a la cara y empezaron a llorar desconsoladamente.
La inquietud de su rey se había apoderado también de su espíritu, atormentados
por el insoportable pensamiento de su propia desaparición. Sin embargo, cuando
más desgarradores sonaban sus gritos, se adelantó uno de los monos de rango inferior
e, inclinándose ante su señor, dijo con estremecedora convicción:
- Como muy bien
sabe vuestra graciosa majestad, dentro de las cinco clases de seres vivos (9) que existen, sólo hay tres que
han logrado escapar a la tiranía de Yama, el Rey de Ultratumba.
- ¿Sabes tú
cuáles son? - le preguntó, sorprendido, el Rey de los Monos.
- Por supuesto
que sí - respondió él -. Solamente hay que estar un poco familiarizados con la
religión para conocer esas verdades. Los únicos que no están sujetos a la
muerte son los budas, los inmortales y los sabios. Tan sólo ellos han
conseguido romper la férrea rueda de la transmigración, escapando, de una vez
por todas, a la serie infinita de nacimientos y muertes que nos aguarda a los
demás y poseyendo una existencia tan larga como la del Cielo, la Tierra, las
Montañas y los Cursos de Agua.
- ¿Sabes dónde
viven esos seres tan extraordinarios? - volvió a preguntar el Rey de los
Monos.
- No hay que
salir de las tierras de Jambudvipa para dar con ellos - contestó el mono religioso
-. Habitan, de hecho, en las cavernas de las montañas inmortales de ese lejano continente.
- En ese caso -
concluyó el Rey de los Monos, temblando de satisfacción y esperanza -, mañana
mismo abandonaré esta montaña y partiré en su busca. Daré con ellos, aunque tenga
que recorrer toda la tierra y alcanzar los mismos confines del mar. Cuando lo
haya hecho, permaneceré a su lado hasta que me hayan transmitido el secreto de
la eterna juventud y, así, me libraré para siempre de la inquebrantable tiranía
del Rey Yama.
Su entusiasmo
por escapar a las redes de la transmigración y convertirse en un gran sabio en
todo similar al mismo Cielo se apoderó de todos sus súbditos, que empezaron a aplaudir,
entusiasmados, mientras se decían unos a otros:
- ¡Qué maravillosa
idea ha tenido nuestro soberano! Mañana recorreremos de cabo a rabo la montaña,
recogeremos todos los frutos y bayas que encontremos y daremos un espléndido
banquete de despedida a nuestro Gran Rey.
En cuanto hubo
amanecido, los monos partieron, en efecto, a la búsqueda de melocotones,
frutos, hierbas aromáticas y raíces dulces. Recogieron, además, orquídeas, crisantemos
y toda clase de flores exóticas y adornaron con ellas la enorme mesa de piedra
que había junto al muro principal de la mansión. Fue allí exactamente donde tuvo
lugar el rutilante convite de despedida. El aroma de los vinos se confundía con
el de las cerezas, rojas de madurez y de lúbrica tentación, y el de las
ciruelas de fina piel y pulpa dulce. A su lado se veían ramas de lechíes10, algunas
todavía en flor; espléndidas peras doradas, que recordaban, por su forma,
cabezas de sonrientes conejos; hermosos dátiles, palpitantes como corazones de
pollo recién arrancados; olorosos melocotones, dulces como el mismísimo elixir
de la vida; fresas cargadas de acidez y dulzura al mismo tiempo, que traían a
la memoria el ambiguo sabor de ciertos quesos y la mantecosa suavidad de la
nata; inmensas sandías, cargadas del rubor de doncellas de su pulpa y de las
lágrimas de azabache de sus semillas; sabrosísimas granadas, que, una vez
abiertas, parecían extraños seres preñados de rubíes; espléndidos racimos de
uva, que se convertían en mosto nada más tocarlos, ahogando en su zumo, como el
vino, la sed y la ansiedad; naranjas pintadas de sol, que rivalizaban en
luminosidad con la amarillenta fiereza de las nueces y las almendras; toda
clase de frutos, semillas y bayas llenaba, en definitiva, la espléndida mesa de
mármol, que se extendía, con coqueta gallardía, paralela al muro anterior de la
casa. De nada puede presumir el buen gusto de los humanos, comparado con el que
aquel día hicieron gala los traviesos monos de la montaña.
El rey ocupó la
cabecera de la mesa, mientras los demás fueron tomando asiento según su rango y
edad. El banquete duró un día entero. El vino corrió como los torrentes y todos
los monos se turnaron en servir a su soberano, que en ningún momento dio muestras
de sentirse medianamente ebrio. A la mañana siguiente su sobriedad era, de hecho,
absoluta. Se levantó muy temprano, convocó a todos sus súbditos y les dio instrucciones
muy precisas para el viaje, diciéndoles:
- Cortad unos
cuantos pinos y construid una balsa con ellos. Como pértiga usaré la vara de
bambú más larga que podáis encontrar. Ya sabéis que el mar es profundo y el viaje
por fuerza ha de durar muchos días. Por eso, habréis de preparar también gran
cantidad de bayas y frutos con los que poder alimentarme.
Cuando todo
estuvo dispuesto, montó en la balsa y, de un poderoso golpe de pértiga, se adentró
en las aguas del océano inmenso. El viento le ayudó en su intento, soplando con
fuerza en dirección al extremo sur del continente de Jambudvipa. El poema habla
claramente de su gesta, diciendo:
El
mono que debe su existencia a lo alto abandonó la montaña en la que habitaba y gobernó
con pericia su balsa, hasta que logró colocarla en las mismas manos del viento.
Impulsado por su fuerza, surcó los mares en busca de la inmortalidad. Esa ansia
se había enseñoreado de su espíritu, expulsando de él cuantas cuitas nos
aferran a los demás mortales a la tela de araña de la existencia. Su corazón y
su mente habían sido predestinados a realizar grandes gestas. Por eso, se vaciaba
ahora de todo y se lanzaba a la nada de la distancia en busca del inaprensible
misterio de los orígenes y la muerte.
La suerte guió
su derrota con gesto seguro. Durante días no dejó de soplar, de hecho, un fuerte
viento del sureste que llevó su balsa hasta las costas del noroeste, en el
extremo mismo del continente de Jambudvipa. Cansado de tan largo periplo, tomó
un día la pértiga y, tras comprobar que las aguas habían dejado de ser
profundas, saltó de la balsa y nadó con fuerza hacia la playa. El lugar bullía
con una animación extraordinaria. Adondequiera que se dirigiera la mirada podía
verse gente atareada. Algunos se afanaban pescando; otros, cazando patos
salvajes; quien se dedicaba a la busca de almejas, cavando pacientemente en la
arena; el de más allá hacía diques, para que el agua, al secarse, dejara su
poso de sal. Al ver acercarse al Rey de los Monos, fiero como un espíritu y
torpe como una bestia, abandonaron sus redes y sus cubos y corrieron, despavoridos,
a esconderse. Sólo uno de ellos, que estaba cojo y no tenía miedo a nada, siguió
en su sitio, sin prestarle la menor atención. Con inusitada pericia el mono le despojó
de sus ropas, dejándole totalmente desnudo y poniéndoselas él como mejor pudo.
No tardó mucho en acostumbrarse a ellas y, de esta forma, pudo pasar más desapercibido
entre los hombres, cuyas costumbres y modos de vida llegó a dominar casi a la
perfección. Recorrió ciudades y pueblos, se adentró en lonjas y mercados, habló
con unos y trabó amistad con otros, descansó durante la noche y llenó la
barriga durante el día, pero en ningún momento se olvidó de los budas, los
inmortales y los sabios, poseedores del secreto de la eterna juventud. Fue así
como descubrió que los hombres sólo corrían detrás del lucro y la fama, sin
importarles para nada el fatídico fin que les aguardaba. Ni uno solo de los que
conoció mostró jamás la más mínima preocupación por la muerte, como si nunca
hubiera de acaecerle a él.
¿Cómo era
posible que su búsqueda de fama y fortuna no acabara jamás? El ansia por las
riquezas y el poder los tiranizaba como un gobernador sin entrañas, pero ellos
se ofrecían, gustosos, a su juego, levantándose temprano de sus lechos y
volviendo a ellos al anochecer. Por conseguir una sola moneda de cobre no les
importaba montarse en sus mulos y cabalgar durante días sin fin. Su avaricia
carecía de toda medida. El que había llegado a primer ministro soñaba con ser
rey y el que había alcanzado ya el trono aspiraba a convertirse en dios.
¡Pobres seres infelices, sedientos del reconocimiento y el honor, absurdos
ignorantes de la inevitable llamada de Yama! Su ceguera los obligaba, incluso,
a amontonar riquezas y fama para sus hijos y nietos, como si éstos no hubieran
de padecer la misma enfermedad. ¿Por qué nadie escapaba de esa locura y se
detenía a pensar en el implacable fin que le aguardaba?
Con tan
deplorable actitud a su alrededor no es extraño que la búsqueda del Rey de los Monos
se tornara totalmente inútil. ¿Cómo iba a dar con el secreto de la
inmortalidad, si nadie se preocupaba por ella? Pero no se desanimó. Durante
ocho o nueve años no hizo otra cosa que recorrer pueblos y cruzar ciudades,
hasta que, finalmente, llegó hasta el extremo opuesto del desconcertante
continente de Jambudvipa. Ante él se extendía la interminable placidez del Gran
Océano Occidental. Era tan inmenso que sintió la urgencia de adentrarse en sus
aguas, seguro de que los inmortales habitaban más allá de la línea del
horizonte. Sin pérdida de tiempo construyó una nueva balsa, similar a la que había
usado en su anterior periplo, y se lanzó, ilusionado, a las aguas. Tras muchos meses
de penosa navegación, arribó, por fin, a las lejanas costas del continente de Aparagodaniya,
situado en el extremo occidental del mundo. Pero parecía estar totalmente
deshabitado y su entusiasmo sufrió un serio revés. Con gesto cansado se adentró
en la tupida selva que se extendía al otro lado de la playa y descubrió una impresionante
montaña, cuya cresta se perdía entre las nubes y cuya base se hallaba firmemente
anclada en la espesa vegetación que todo lo cubría. Su inmarcesible belleza le
hizo recuperar la esperanza y se lanzó a la conquista de su cumbre, sin
importarle para nada el peligro que podían suponer los lobos, las alimañas, los
tigres y las panteras que, sin duda alguna, habitaban en sus faldas. El Rey de
los Monos no temía a nada. A medida que ascendía, iba descubriendo un paisaje
de indescriptible hermosura y eso le hizo olvidarse definitivamente de las
bestias.
La montaña
formaba, en realidad, parte de una amplísima cordillera, cuyos picos se alzaban
en la distancia alineados como lanzas de un ejército a punto de entrar en batalla.
En algunos reverberaba el sol, como si realmente estuvieran hechos de acero,
mientras que otros se hallaban cubiertos de una espesa niebla azulada, que
hacía presentir la inminencia de una lluvia torrencial. Sin embargo, lo que a
todos identificaba era el profundo verdor de la impenetrable vegetación que los
cubría. Sus árboles, viejos como el mismo mundo, tenían sus ramas entrelazadas
y junto a ellos pasaba una inextricable red de veredas que no conducían a parte
alguna. Los pinos y los bambúes se contaban por millares, dando sombra
protectora a una hierba que había crecido sobre aquella tierra sagrada durante
millares de años y a unas flores que no dejaban de abrirse, sin importarles
para nada la estación o la hora del día. A ello había que sumar la escondida sinfonía
de los pájaros, el límpido susurro de los arroyos, la fresca risa de las hojas
de los árboles al ser sacudidas sin cesar por el viento. Pero se sentía, al
mismo tiempo, el silencioso formarse de las orquídeas en lo profundo de los
despeñaderos y la inaudible ascensión de los musgos y líquenes por los
resbaladizos muros de los terraplenes. La montaña era un ensordecedor canto a
la vida y ella misma parecía palpitar, como si formara parte del cuerpo de un
gigantesco dragón. Por fuerza tenía que ser la escondida residencia de algún
ser eminente.
Eso pensaba, al
menos, el Rey de los Monos, cuando llegó, por fin, a la cumbre de montaña tan
singular. Jadeante por el esfuerzo, miró con curiosidad a su alrededor y le pareció
oír, de pronto, una voz de hombre, que provenía del interior de la selva que se
extendía a su derecha. Se lanzó hacia ella a toda velocidad y, azuzando el
oído, comprobó que no se había equivocado. Con beatífica despreocupación
alguien estaba cantando una canción, que decía:
Soy un amante
empedernido del ajedrez, pero lo que más me gusta es cargar el hacha al hombro "
y recorrer los bosques. Adoro el sonido del acero al descuartizar la madera
fresca; sin embargo, lo que de verdad me apasiona es dirigirme a la entrada del
valle, sudando bajo el peso de la leña que he de cambiar por vino a mis
vecinos. Entonces me siento tan feliz que río despreocupadamente, como si, en
vez de un hombre, no fuera más que un chiquillo. No me importa que la cercanía
del invierno haya pintado los caminos de escarcha y las cumbres de nieves
venerables. Mi mundo es el bosque y en él voy desgranando la plácida monotonía
de mi existencia. Tumbado mirando a la luna, las raíces de pino me sirven de
almohada y su dureza terrosa me brinda tan muelle descanso que duermo de un
tirón hasta el amanecer. Entonces asciendo, seguro, hasta las mesetas y escalo
los altísimos picos que las sustentan en busca de madera para la fortaleza
irresistible de mi hacha. Cuando he logrado reunir la suficiente, la cargo sobre
mis hombros y me dirijo, sin dejar de cantar, hacia el mercado, donde la cambio
por unos celemines de arroz. Jamás discuto su precio, porque no busco el
enriquecimiento ni el propio provecho, y el honor es para mí tan baldío como
las rocas que se precipitan torrentera abajo, cuando se produce un alud. Mi
vida se ha aliado con la sobriedad, siguiendo el camino trazado por los
inmortales y los respetables maestros taoístas, que explican La corte
amarilla n
sentados
plácidamente en el suelo.
Cuando el Rey de
los Monos lo oyó, se llenó de una profunda alegría y se dijo, esperanzado:
- ¡Así que los
inmortales se esconden en este lugar! ¿Quién lo hubiera dicho?
Penetró aún más
en el bosque y así llegó, sin ser visto, hasta donde estaba el leñador blandiendo
su hacha. Lo primero que le llamó la atención fue su extraña indumentaria. El
sombrero que lucía en la cabeza estaba hecho totalmente de hojas y de ramitas
de bambú recién cortadas. La saya que cubría su cuerpo era de algodón basto y
ceñía su cintura un tosco cinturón de seda sin teñir. Un par de sandalias de
paja cubría sus pies, toscos como las raíces de árboles centenarios, que contrastaban
fuertemente con el brillante filo de su pesadísima hacha. Al hombro llevaba un
gigantesco haz de leña, tan llamativamente voluminoso que no cabía la menor
duda de que aquel hombre era uno de los mejores leñadores que existían. El Rey
de los Monos abandonó su escondite y, levantando la voz, dijo:
- ¡Eh, inmortal,
no te vayas! Necesito que me enseñes tu secreto, porque la muerte me aterra y
no me deja vivir tranquilo.
¿Inmortal yo? -
exclamó el leñador, tan avergonzado que dejó caer al mismo tiempo al suelo el
hacha y el haz -. ¡Infeliz de mí! ¿Cómo voy a ser un inmortal, si apenas tengo
lo suficiente para vestirme y alimentarme?
- Si no eres un
inmortal, ¿cómo es que hablas su misma lengua? - preguntó el Rey de los Monos,
a su vez, sorprendido.
- ¿Qué he dicho
yo para que te hayas hecho una idea tan equivocada de mí? - replicó el leñador
-. Que yo sepa, mi lengua es tan tosca como la de los animales que nos rodean.
- Vamos. No seas
tan humilde - contestó el Rey de los Monos -. Nada más entrar en el bosque, te
he oído cantar una canción que, poco más o menos, terminaba así: «Mi vida se ha
aliado con la sobriedad, siguiendo el camino trazado por los inmortales y los respetables
maestros taoístas, que explican La corte amarilla sentados plácidamente
en el suelo». Todo el mundo sabe que ese libro contiene los secretos del
taoísmo. ¿Cómo ibas a conocer, pues, su existencia, si no fueras un inmortal?
- Yo no sé
absolutamente nada de esas cosas - respondió el leñador, después de reírse todo
lo que quiso -. Esa canción que dices forma parte de un largo poema titulado Una
corte habitada totalmente por capullos, que me enseñó un vecino mío. El
sí que es un inmortal y, al verme tan abrumado y cargado de preocupaciones, se
apiadó de mí y me aconsejó que lo recitara cuando estuviera al límite de mis
fuerzas. Según me dijo, su belleza traería la paz a mi espíritu y al punto desaparecerían
todos mis problemas. Precisamente un poco antes de que tú aparecieras, me
sentía un podo deprimido y me puse a cantarla. Lo que menos sospechaba es que
alguien pudiera estar oyéndome.
- Si, como
afirmas, eres vecino de un inmortal - indagó, una vez más, incrédulo, el Rey de
los Monos -, ¿cómo es que no sigues sus enseñanzas? ¿No sería más práctico que dominaras
el secreto de la eterna juventud, en vez de dedicarte al aprendizaje de extraños
poemas que no conducen a ningún sitio?
- ¿Para qué
quiero yo una juventud eterna? - replicó el leñador -. Mi vida siempre ha sido
muy dura. Hasta los ocho o nueve años dependí de mis padres. Precisamente entonces,
cuando estaba empezando a comprender qué era esto de la vida, murió mi padre, y
mi madre no volvió a casarse nunca más, así que no tuve ningún otro hermano. ¿Qué
remedio me quedaba, salvo ponerme a trabajar como un loco y tratar, así, de
sacar adelante a la familia? Mi madre siempre ha sido para mí lo más importante
y no voy a abandonarla ahora que su edad es muy avanzada. Para colmo de males,
los campos que poseo son muy pedregosos y apenas producen lo suficiente para
alimentarnos ella y yo. Así que me veo obligado a adentrarme en el bosque todos
los días en busca de madera, que después cambio en el mercado por unos cuantos
celemines de arroz. Lo cocino yo mismo. No es que se me dé muy bien, pero con
el tiempo he logrado adquirir cierta práctica e, incluso, he llegado a
convertirme en un maestro en el arte de preparar el té. ¿Comprendes ahora por
qué no puedo dedicarme a las terribles ascesis que propugna mi ilustre vecino?
- Eso no tiene
nada que ver - concluyó el Rey de los Monos -. Por lo que acabas de contarme,
colijo que eres una persona extremadamente piadosa y no me cabe la menor duda
de que, más tarde o más temprano, serás recompensado como mereces. Ahora, si no
te importa, me gustaría que me condujeras hasta donde vive el inmortal. Así
podré presentarle mis respetos y pedirle que me transmita sus valiosísimas
enseñanzas.
- Está muy cerca
de aquí - explicó el leñador -. El frondoso lugar en que nos encontramos es
conocido como la Montaña del Corazón y la Mente. En ella hay una cueva llamada
de las Tres Estrellas y la Luna Menguante, dentro de la cual habita un inmortal
que responde al nombre de venerable Subodhi. A lo largo de su longeva existencia
ha adoctrinado a miles de discípulos y actualmente calculo que siguen sus enseñanzas
unas treinta o cuarenta personas. Su casa está a siete u ocho millas de aquí. Precisamente
este camino lleva directamente hasta allí. Síguelo sin desviarte a la derecha o
a la izquierda y te aseguro que, antes de que te des cuenta, habrás llegado
ante su puerta.
- ¿Por qué no me
llevas tú? - le suplicó el Rey de los Monos, agarrándole, nervioso, de la saya
de algodón -. Si saco algún provecho de esta visita, prometo recompensarte por todas
las molestias que te has tomado conmigo.
- ¡Cuidado que
eres cabezota! - protestó el leñador -. Acabo de decírtelo y todavía no quieres
entenderlo. ¿No comprendes que, si te acompaño, perderé un tiempo precioso y no
podré cuidar de mi madre como es debido? Tengo que cortar toda la madera que pueda
para cambiarla por arroz. ¿No te das cuenta de que soy muy pobre? Lo siento mucho,
pero no puedo ir contigo.
El Rey de los
Monos comprendió que no había nada que hacer y se dirigió al camino que le
había señalado el leñador. Era extremadamente estrecho y seguía un trazado muy sinuoso
e irregular, como si hubiera sido creado por una cabra. Con no poca dificultad avanzó
por él y a las siete u ocho millas vislumbró la entrada de una cueva. Estaba enclavada
en un paraje espléndido, en el que la neblina brillaba como si se hubiera apoderado
de parte de la luz de la luna y el sol. Los cipreses se contaban por millares y
a su lado podían verse pujantes brotes de bambú, que dotaban a todo el paisaje
de una refrescante sensación de agua de lluvia. Junto a la boca de la cueva se
extendía una tupida alfombra de flores de toda especie, que rivalizaban en
belleza con el perenne verdor de la hierba, tan profundo que parecía de jade. Una
legión de musgos y líquenes se aferraba a las rocas, otorgándoles una venerable
apariencia de ancianos de luengas barbas y ademán sereno. En la lejanía parecía
oírse el mítico canto de los fénix, mientras el rítmico crotorar de la cigüeñas
se adueñaba de todas las marismas y ascendía, raudo, hacia los cielos, cargados
de nubes que recordaban bordados multicolores. Se presentía la cercanía de
blancos cervatillos, leones de oro y elefantes de jade, como si aquel sagrado
lugar fuera, en realidad, un remedo del paraíso.
El Rey de los
Monos se percató en seguida de que la puerta de la cueva estaba
firmemente
cerrada y de que por sus alrededores no se apreciaba ningún vestigio de
presencia
humana. Todo yacía en una serenidad total, como si acabara de producirse el
mismo momento de
la creación. Al volverse, vio que en lo alto del acantilado en el que
se hallaba
enclavada la gruta había un enorme cartel de piedra. Tenía aproximadamente
una altura de
treinta pies y una anchura de ocho, y en él había sido escrito con artísticas
letras de
inusitado tamaño: «La Montaña del Corazón y la Mente. La Caverna de las
Tres Estrellas y
la Luna Menguante».
Eso pareció
complacer sobremanera al Rey de los Monos, que se dijo, ilusionado:
- En verdad es
de fiar la gente que habita esta tierra, pues, en contra de lo que yo esperaba,
existen realmente la montaña y la cueva de ese nombre.
Se acercó un
poco más a la gruta, pero no se atrevió a romper la paz que se respiraba en el
ambiente, llamando desconsideradamente a la puerta. Prefirió, pues, seguir
gozando de él. Se subió a un pino de un acrobático salto, cogió una pina y se
puso a comer tranquilamente el tesoro de piñones que encerraba. Al poco rato
oyó el chirrido de una puerta y, volviendo a toda prisa la cabeza, vio salir de
la cueva a un joven inmortal. Su figura era graciosa en extremo y todos sus
rasgos poseían una finura propia de príncipes o de grandes señores. Llevaba dos
cintas de seda atadas a la cabeza y vestía una túnica tan amplia que el batir
de sus pliegues se confundía con el mismísimo soplo del viento. Tanto su cuerpo
como su rostro aparecían nimbados de una extraña luz, verdadero trasunto de la
inteligencia universal, que le hacían ajeno a cuanto le rodeaba, sin perder del
todo su conexión con ello. Parecía tener la edad del mundo y, al mismo tiempo, la
tímida inexperiencia del adolescente. Daba la impresión de estar por encima de
todo dolor, impasible a la felicidad y a la desgracia, pero levantó, de pronto,
la voz y gritó:
- ¿Se puede
saber quién está ahí metiendo ruido?
El Rey de los
Monos saltó a toda prisa del pino e, inclinándose ante él, respondió:
- Soy yo, un
humilde buscador de inmortalidad, que lamenta sinceramente haberos molestado.
- ¿De verdad
estás interesado en el Tao? - volvió a preguntar el joven, soltando la carcajada.
- Así es -
reconoció el Rey de los Monos.
- No necesitabas
contestarme - afirmó el joven -. Ya lo sabía. Precisamente hace unos minutos mi
maestro se disponía a impartirnos sus enseñanzas, cuando se volvió, de pronto,
hacia mí y me dijo: «Ahí fuera hay alguien que quiere penetrar en los secretos del
Tao. Sal y dale la bienvenida en mi nombre y en el de todos los inmortales que
aquí habitamos». Así que he supuesto que serías tú.
- En efecto -
contestó el Rey de los Monos, sonriendo, satisfecho -. ¿Quién otro podría ser?
- En ese caso -
concluyó el joven -, sígueme.
El Rey de los
Monos se arregló las ropas como mejor pudo y entró en la cueva detrás del inmortal,
que le condujo a través de un complicado entramado de pasillos y grandes salas,
en las que habían sido labrados artísticos arcos de piedra. Algunas estaban totalmente
vacías, mientras que otras mostraban el abigarrado lujo que sólo se ve en los palacios.
El Rey de los Monos no tuvo oportunidad de gozar de su belleza, porque el joven
caminaba muy deprisa y él no quería perderse en aquel inextricable laberinto.
Por fin, tras muchos giros y vueltas, llegaron ante una espléndida plataforma
de jade verde, sobre la que se hallaba sentado el venerable Subodhi. Su porte
era solemne y a su alrededor se hallaba una pequeña cohorte de no menos de
treinta inmortales de rango inferior. Ninguno podía, no obstante, compararse con
él. Bastaba con mirarle para percatarse de la profundidad de su inteligencia y
de la desconcertante pureza de su mente. Se sentía palpablemente que era un ser
sin principio y que jamás tendría fin, siempre meditando en la auténtica
sabiduría del total abandono 13. Eso otorgaba a su figura una apacible apariencia,
en la que los contrarios coexistían, creándose y destruyéndose al mismo tiempo.
El todo y la nada se aunaban en su venerable cuerpo de auténtico Buda, que, sin
duda alguna, poseía la misma edad del universo. ¿Qué importaba que hubiera
surgido varios milenios después del período de Dhzu? El maestro Subodhi era el
auténtico Gran Sacerdote de la Iluminación.
En cuanto el Rey
de los Monos le vio, se echó inmediatamente rostro en tierra y, sin dejar de
golpear el suelo con la frente, dijo:
- Sois, de
verdad, el maestro más sabio que existe. Permitidme, pues, contarme entre el número
de vuestros discípulos.
- ¿De dónde
eres? - le atajó en seguida el anciano venerable -. Si quieres convertirte en discípulo
mío, tendrás que decirnos primero tu nombre y el país del que procedes.
- Vuestro
humilde servidor - contestó el Rey de los Monos con desacostumbrado respeto -
procede de la Cueva de la Cortina de Agua, que se halla en la Montaña de las Flores
y Frutos en el país de Ao-Lai del lejano continente de Purvavideha.
- ¡Echadle
inmediatamente de aquí! - gritó entonces el anciano venerable -. No es más que
un impostor y un mentiroso redomado. ¡No comprendo cómo puede estar interesado en
la iluminación de nuestra pura doctrina!
- ¡Yo jamás he
dicho una mentira en toda mi vida! - protestó el Rey de los Monos, golpeando
con su frente el suelo con más energía que antes -. ¡Creedme! La respuesta que
acabo de daros es tan auténtica y verdadera como el sonido de vuestra propia
voz.
- ¡No mezcles mi
voz con tus embustes! - bramó, ofendido, el anciano venerable -. ¿Cómo quieres
que creamos que procedes del continente de Purvavideha, si entre ése y el
nuestro se extienden dos grandes océanos, separados por el inmenso continente
de Jambudvipa? Es prácticamente imposible hacer un viaje tan largo. ¿No lo
comprendes?
- Vuestro humilde
servidor - respondió el Rey de los Monos, sin atreverse a levantar la vista del
suelo - ha invertido más de diez años en llegar hasta aquí. En todo ese tiempo ha
tenido que vadear mares y cruzar un sinfín de regiones de todo tipo.
- Admito que tan
interminable viaje pueda hacerse en etapas - reconoció el anciano venerable,
más calmado -. Pero para determinar si es verdad o no lo que dices, me gustaría
saber cuál es tu natural.
- Mi carácter es
de lo más apacible - explicó el Rey de los Monos, repentinamente animado -. Si
alguien me insulta, ni siquiera me inmuto, y, si me golpea en la cara, jamás se
lo tengo en cuenta. Yo, señor, soy de los que piensan dos veces las cosas antes
de hacerlas y, de esta forma, logro dominar a tiempo los ataques de ira. Puedo
aseguraros que toda mi vida he seguido al pie de la letra este principio: «No
cedas jamás al mal humor, porque es la fuente misma de la infelicidad».
- Se ve que
labia no te falta - reconoció el anciano venerable -. Sin embargo, al preguntarte
sobre tu natural, no me refería a tu carácter, sino al nombre de tus padres.
- Yo no tengo
padres, gran señor - contestó el Rey de los Monos.
- ¿Quieres decir
que has surgido de un árbol? - preguntó el anciano venerable, burlón.
- Por supuesto
que no - respondió el Rey de los Monos, sin prestar atención a su extraño tono
de voz -. Yo debo mi existencia a algo tan humilde como una roca de la Montaña
de las Flores y Frutos. Durante milenios fue considerada como inmortal, pero un
día se abrió de repente y de ella salí yo.
Esa respuesta
pareció complacer grandemente al anciano venerable, que dijo:
- Bien. Eso
aclara tu origen. No puede decirse que no seas una criatura afortunada, pues muy
pocos pueden preciarse de tener al Cielo y a la Tierra como padres. Ahora, si
no te importa, me gustaría verte andar.
El Rey de los
Monos se puso inmediatamente de pie e, irguiéndose cuanto pudo, dio un par de
vueltas alrededor de la plataforma de jade. Al ver su andar renqueante, el
anciano venerable soltó la carcajada y dijo:
- Aunque los
rasgos de tu rostro son de atractiva apariencia, hay que reconocer que, por tu
modo de andar, te pareces a un mono que sólo se alimentara de piñones. Por
cierto, eso me da una idea. Como todavía no tienes nombre propiamente dicho y
tu aspecto es el de una bestia, te llamaremos Hu. Ahora, si quitamos su radical
y descomponemos en dos los caracteres que lo forman, tenemos las palabras «ku»
y «üe», que, como tú bien sabes, significan respectivamente «anciana» y «hembra».
Ahora bien, como una mujer anciana es incapaz de concebir, opino que lo mejor
es que te apellides Sun. Te voy a explicar con más claridad por qué me inclino
por este nombre y no por aquél. Si lo sometemos al mismo proceso que la palabra
Hu, descubriremos que está formado por los caracteres «tzu» y «si», que
significan «muchacho» y «bebé». Precisamente dentro de la tradición taoísta
ocupa un lugar muy destacado la llamada doctrina de la infancia. De ahí que me
haya parecido tan apropiado apellidarte Sun.
- ¡Qué bien! -
exclamó el Rey de los Monos, alborozado, sin dejar de inclinarse ante su venerable
maestro -. Por fin he recibido un apellido conforme a mis características personales.
Sin embargo, quisiera pediros un nuevo favor. Puesto que llamar a uno por su
apellido resulta demasiado formal y vos, por fuerza, habréis de regañarme con
cierta frecuencia, para que os resulte menos violento ordenarme cuanto deseéis,
me gustaría poseer también un nombre como todo el mundo.
- Déjame pensar
- dijo el anciano venerable, mirándole fijamente a los ojos -. A todos mis
otros discípulos les he dado un nombre, basado en los doce principios que
integran mi tradición doctrinal y el rango que ellos ocupan dentro de la misma.
Por cierto, tú perteneces al décimo.
- ¿Qué
principios son esos? - preguntó interesado el Rey de los Monos.
- Lo ancho, lo
grande, lo sabio, lo inteligente, lo verdadero, lo adecuado, lo natural, lo acuoso,
lo agudo, lo despierto, lo completo y lo alerta - contestó, solemne, el anciano
venerable -. Tú, como acabo de decirte, perteneces al décimo grupo, o sea, a
«lo despierto», que se expresa con el carácter «wu». De ahí que el nombre que
te haya buscado sea el de Wu-Kung, que significa «despierto a la nada». ¿Te
parece bien?
- ¡Es realmente
espléndido! - volvió a exclamar una vez más el Rey de los Monos, llorando casi
de agradecimiento -. De ahora en adelante todo el mundo me conocerá como Sun
Wu-Kung - y así fue.
Su nombre no
podía ser, en efecto, más apropiado para la nueva actividad en la que ahora se
embarcaba. La escritura, de hecho, afirma: «Cuando el mundo comenzó a existir,
no había nombre alguno. Para quebrar, pues, la indestructible muralla de la no
- existencia, es preciso despertar a la nada».
El Rey de los
Monos estaba entusiasmado con su nuevo nombre y le consumían las ansias por
penetrar en el misterio del Tao. Pero esto es materia del capítulo siguiente.
________________________
(1) Según la
mitología china, Pan-Ku fue el primer ser humano. Surgido de la conjunción del
yin y el yang, le cupo el honor de ser testigo de la formación del universo.
(2) En otras
ediciones, en vez de esta obra, se cita la Crónica de la Liberación durante el Peregrinaje
al Oeste. Se trata probablemente de una versión reducida de las andanzas de
Tripitaka compilada por Chou Ding-Chen y publicada en Fujian durante el reinado
de Wan-Li.
(3) Las
denominaciones de estas épocas corresponden, en realidad, a las de las doce divisiones
horarias, de las que se habla en la nota 7 del capítulo V. Con ello se
establece una cierta unidad entre la parte y el todo, muy del gusto taoísta,
escuela para la que las divisiones carecen totalmente de sentido.
(4) También
conocido por el nombre de Shao-Yung, fue un literato de la dinastía Sung, muy
versado en el I Ching.
(5) Los Cinco
Emperadores y los Tres Reyes fueron los primeros gobernantes de China. Envueltos
en un aura de leyenda, no hay acuerdo entre los estudiosos sobre su auténtica personalidad,
ya que a lo largo de los siglos se han propuesto diferentes combinaciones de
nombres.
(6) Las Tres
Islas y los Diez Islotes son la morada de los inmortales.
(7) Debido a la
tendencia a identificar la parte con el todo, las veinticuatro horas hacen también
referencia a los veinticuatro períodos solares, que son las divisiones a las
que se sometió el año a partir de la dinastía Han. Se trata en concreto de «el
principio de la primavera», «el agua de lluvia», «el revivir de los insectos»,
«el cenit primaveral», «claridad y luminosidad», «lluvia del grano», «el
principio del verano», «la madurez de los granos», «el grano en el interior de
la oreja», «el solsticio de verano», «el calor ligero», «el calor fuerte», «el
comienzo del otoño», «el final del calor», «el rocío blanco», «el cenit del
otoño», «el rocío frío», «la aparición de la escarcha», «el comienzo del
invierno», «las suaves nevadas», «las grandes nevadas», «el solsticio del invierno»,
«el frío ligero» y «el frío fuerte». Como puede apreciarse, en dicha clasificación
se seguía una pauta estacional.
(8) En el
original se habla de «esperma amarillo», que es una planta cuyas raíces poseen propiedades
curativas, siendo, por ello, muy apreciada en toda China. Dado el sentido general
de las actividades de los monos que aquí se describen, hemos optado por traducirlo
simplemente como «raíces».
(9) Según los
chinos antiguos, los seres vivos se dividen en cinco grupos: los que poseen alas,
los que poseen pelo, los que poseen una cubierta dura, los que poseen escamas y
los que no poseen nada. El hombre cae precisamente dentro de esta última
categoría.
(10) Los lechíes
son una fruta de cubierta coriácea y pulpa muy dulce, similar a la de las uvas,
que crece en las regiones tropicales de China.
(11) Referencia
al Inmortal del Mango del Hacha Podrida, que había fijado su morada en una de
las montañas de Zhejiang. Según la leyenda, durante la dinastía Tsin un leñador
llamado Wang-Chi se adentró en ella a cortar leña. No tardó en toparse con dos
jóvenes que estaban jugando al ajedrez y que tuvieron la delicadeza de
ofrecerle una fruta parecida a una pepita de dátil. Resultó tan nutritiva que
el leñador no volvió a sentir hambre mientras observaba con atención el desarrollo
de la partida. Cuando ésta concluyó, uno de los jóvenes exclamó, divertido: «
¡Se te ha podrido el mango del hacha! ». Sorprendido, el leñador regresó a su
aldea, descubriendo que habían transcurrido más de cien años desde el momento
de su partida.
(12) La Corte
amarilla es uno de los textos canónicos del taoísmo clásico.
(13) En ocasiones
era conocido como «el doble de tres», ya que abarca los tres temas centrales de
la meditación budista: el vacío, que ayuda a la mente a liberarse de todas las
ideas; la ausencia de forma, que la desconecta de cualquier fenómeno externo;
la negación del deseo, que la libra de las posibles sujeciones internas. Existe
un segundo nivel de meditación, en el que cada uno de los temas aparece
duplicado. De ahí que se le asigne un carácter doble.
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