De José Victorino Lastarria
(EPISODIO HISTÓRICO)
I
El 11 de febrero de 1817 la
población de Santiago estaba dominada de un estupor espantoso. La angustia i la
esperanza, que por tantos dias habían ajitado los corazones, convertíanse
entónces en una especie de mortal abatimiento que se retrataba en todos los
semblantes. El ejército independiente acababa de descolgarse de los nevados
Andes i amenazaba de muerte al ominoso poder español: de su triunfo pendia la
libertad, la ventura de muchos, i la ruina de los que, por tanto tiempo, se
habian señoreado en el pais; pero ni unos ni otros se atrevian a descubrir sus
temores, porque solo el indicarlos podria haberles sido funesto.
La noche era triste:
un calor sofocante oprimia la atmósfera, el cielo estaba cubierto de negros i
espesos nubarrones que a trechos dejaban entrever tal cual estrella empañada
por los vapores que vagaban por el aire. Un profundo silencio que ponia espanto
en el corazon i que de vez en cuando era interrumpido por lejanos i tétricos
ladridos, anunciaba que era jeneral la consternación. La noche, en fin, era una
de aquellas en que el alma se oprime sin saber por qué, le falta un porvenir,
una esperanza; todas las ilusiones ceden: no hai amigos, no hai amores, porque
el escepticismo viene a secarlo todo con su duda cruel; no hai recuerdos, no
hai imájenes, porque el alma entera está absorta en el presente, en esa realidad
pesada, desconsolante con que sañuda la naturaleza nos impone silencio i nos
entristece. Temblamos sin saber lo que hacemos, el zumbido de un insecto, el
vuelo de una ave nocturna nos hiela de pavor i parecen presajiarnos un no sé
qué de siniestro, de horrible...
Eran las diez, las
calles estaban desiertas i oscuras; solo al pié de los balcones de un deforme
edificio se descubria, envuelto en un ancho manto, un hombre que, a veces
apoyado en la muralla i otras moviéndose lentamente, semejaba estar en acecho.
De repente hiere el
aire el melodioso preludio de una guitarra,
pulsada como con miedo, i luego
una voz varonil, dulce i apagada deja entender estos acentos:
¿Qué es de tu fe, qué se ha hecho
El amor que me juraste,
Rosa bella,
Acaso alienta tu pecho
Otro amor i ya olvidaste
Mi querella?
¿No recuerdas, linda Rosa,
Que al separarte jurabas,
Sollozando,
Amarme siempre, i donosa
Con un abrazo sellabas
Tu adiós blando?
Como entonces te amo ahora,
Porque en mi pasada ausencia,
A mi lado,
Te soñaba encantador,
Compartiendo la inclemencia
De mi hado.
Torna, pues, a tus amores,
No deseches mi quebranto.
¡Que muriera,
Si ultrajaras mis dolores,
Si desdeñaras mi llanto!
¡Hechicera...!
Pone fin a las endechas un lijero ruido en los balconea i un suave
murmullo que, al parecer, decia:
—¡Cárlos, Cárlos! ¿Eres tú?
—Si, Rosa mía, yo que vuelvo a verte, a unirme a tí para siempre.
—¡Para siempre! ¿Nó
es ana ilusion?
—No: hoi que vuelvo
trayendo la libertad para mi patria i un corazon para tí, alma mia, tu padre se
apiadará de nosotros: yo le serviré de apoyo para ante el gobierno
independiente, i él me considerará como un marido digno de su hija...
—¡Ah, no te engañes,
Cárlos, que tu engaño es cruel! Mi padre es pertinaz; te aborrece porque
defiendes la independencia, tus triunfos le desesperan de rabia...
—Yo le venceré, si
tú me amas; prométeme fidelidad, i podré reducirle...
—¡Espera un
instante, que en ese sitio estás en peligro!
El diálogo cesó.
Después de un tardío silencio, se ve entrar al caballero del manto por una
puerta escusada del edificio, la cual tras él volvió a cerrarse.
Pero la calle no
queda sin movimiento; a poco rato se vislumbra un embozado que sale con tiento
de la casa, desaparece veloz, i luego vuelve con fuerza armada, i ocupa las
avenidas del edificio: voces confusas de alarma, de súplica, ruido de armas,
varios pistoletazos en lo interior, turban por algunos momentos el silencio de
la ciudad.
Una brisa fresca del
sur habia despejado la atmósfera, las estrellas brillaban en todo su esplendor
i la luna aparecia coronando las empinadas cumbres de los Andes; su luz
amortiguada i rojiza, contrastaba con la oscura sombra de las montañas i les
daba apariencias jigantescas i siniestras.
El chirrido de los
cerrojos de la cárcel i de sus ferradas puertas resonó en la plaza: un preso es
introducido a sus calabozos...
II
A la una del dia doce, estaba
sentado a la mesa con toda su familia el marques de Aviles. Uno de los
empleados del gobierno real acaba de llegar.
—¿Qué nos dice de
nuevo el señor asesor? —pregunta el marques.
—Nada de bueno: los
insurjentes trepaban esta mañana a las siete la cuesta de Chacabuco: nuestro
ejército los espera de este lado, i en este momento se está decidiendo la
suerte del reino, señor marques. Entre tanto, ¿V. S. no ha leido la Gaceta del Rei?
—No, léala usted i
veamos.
—Trae la misma
noticia que acabo de dar a V. S. i este párrafo
importante.
El Asesor lee:
“Anoche ha sido
aprehendido, en una casa respetable de esta ciudad, el coronel insurjente
Cárlos del Rio. Se sabe de positivo que este facineroso ha sido el vencedor de
nuestras avanzadas en la cordillera; i que juzgando el insolente San Martin que
podia sacar gran ventaja de la audacia i sagacidad de este oficial le ha
mandado a Santiago con el objeto de ponerse de concierto con los traidores que
se ocultan en esta ciudad. Pero la providencia divina, que proteje la causa del
Rei, nuestro señor, puso en manos del gobierno el hilo de esta trama infernal,
i uno de los mejores servidores de S. M. entregó anoche al insurjente, el cual
se había atrevido a violar el asilo de aquel señor con un objeto bien
sacrílego. S. M. premiará a su debido tiempo tan importante servicio, i el
traidor espiará hoi mismo su crímen en un patíbulo, a donde le seguirán sus
cómplices...”
Aquí llegaba la
lectura del Asesor, cuando Rosa, que estaba al lado de su padre el marques, cae
desmayada, lanzando un grito de dolor. Todos se alarman, la marquesa da voces,
el Asesor se turba, unos corren, otros llegan; solo el marques permanecía
impasible, i diciendo al Asesor:
—No se fije usted en
esta loca, yo he sido quien ha prestado al Rei ese servicio, yo hice aprehender
aquí, en mi casa, a ese insurjente que me traia inquieta a Rosa de mucho tiempo
atras; qué quiere usted ¡casi se criaron juntos! La frecuencia del trato,
¿eh?... El muchacho se inquietó, con los insurjentes, yo le arrojé de mi
presencia i hoi ha vuelto a hacer de las suyas!
Después de algunos
momentos, merced a los ausilios de la marquesa, Rosa vuelve en sí: sus hermosos
ojos humedecidos, su color enrojecido, sus labios trémulos, su cabellera
desarreglada, sus vestidos alterados, todo retrata el dolor acerbo que desgarra
su corazón: es un ánjel que pide compasion i que solo obtiene por respuesta una
sonrisa fria, satánica!...
—¡Padre mio, dice
arrodillada a los pies del marques, yo juro no unirme jamás a Cárlos, pero que
él viva!...
¡Un sollozo ahoga su
voz!
—Que él muera,
replica el anciano friamente, porque es traidor a su Rei.
—¿No os he dado
gusto, padre mio? ¿No me he sacrificado hasta ahora por respetaros? Me
sacrificaré mas todavía, si es posible, pero que él viva!
—¡Vivirá i será tu
esposo, si reniega de esa causa maldita de Dios que ha abrazado, si vuelve a
las filas de su Rei... El anciano se conmovió al decir estas palabras.
Rosa se levanta con
una gravedad majestuosa, i como dudando de lo que oye, fija en su padre una
mirada profunda de dolor i de despecho, i concluye exclamando con acento firme:
—¡Nó, señor! Quiero
mas bien morir de dolor, i que Cárlos muera también con honra por su patria,
por su causa: yo no le amaría deshonrado...
Desapareció. Un
movimiento de espanto, como el que produce el rayo, ajitó a todos los
circunstantes.
Las tinieblas de la noche iban
venciendo ya el crepúsculo, que hacia verlo todo incierto i vago.
Habia gran
movimiento en el pueblo, el susto i el contento aparecian alternativamente en
los semblantes, nadie sabe lo que hai, todos preguntan, se inquietan, corren,
huyen; el tropel de los caballos i la algazara de los soldados de la guarnicion
lo ponen todo en alarma. La jente se apiña en el palacio, el Presidente va a
salir, no se sabe a dónde: allí están el marques, la marquesa, el asesor i
otros muchos de los principales.
Rosa aprovecha la
turbación jeneral, sale de su casa disfrazada con un gran pañolón: oye vivas a
la patria, sabe luego que los independientes han triunfado en Chacabuco, i
corre a la cárcel a salvar a su querido: llega, ve todas las puertas abiertas,
no halla guardias, todo está en silencio, los calabozos desiertos; corre
despavorida, llama a Cárlos, solo le responde el eco de las ennegrecidas
bóvedas. Penetra al fin en un patio: allí está Cárlos, el pecho cruelmente
desgarrado, la cabeza inclinada i atado por los brazos a un poste del
corredor... ¡Una hora ántes lo habian asesinado los cobardes satélites del Rei!
Rosa toma entre sus
manos aquella cabeza que conservaba todavía la bella expresión del alma noble,
intelijente, del bizarro coronel; quiere animarla con su aliento... se hiela de
horror... vacila i cae de rodillas... Una mano de fierro la levanta, era la del
marques que con voz trémula i los ojos llorosos le dice: —¡Respeta la voluntad
de Dios!
III
Era el 12 de febrero de 1818: el
ruido de las campanas, las salvas de artillería, las músicas del ejército, los
vivas del pueblo que llena las calles i plazas, todo anuncia que se está
jurando la independencia de Chile!
¡La patria es libre,
gloria a los héroes que en cien batallas tremolaron victoriosos el tricolor!
¡Prez i honra eterna a los que derramaron su sangre por la libertad i ventura
de Chile!...
En el templo de las
Capuchinas pasaba en ese instante otra escena bien diversa: las puertas estaban
abiertas, los altares iluminados, algunos sacerdotes celebrando; una que otra
mujer piadosa oraba. Las monjas entonaban el oficio de difuntos, su lúgubre
campana heria el aire con sones plañideros. En el centro del coro se divisaba,
al través de los enrejados, un ataud...
Ese ataud contenia
el cadáver de la hija del marques de Aviles, estaba bella i pura como siempre,
i su frente orlada con una guirnalda de rosas.
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