No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

AVISO: No hay libros digitales para descargar en este blog para evitar problemas legales. Si necesitas algún texto completo publicado, pídelo en los comentarios y me pondré en contacto lo más pronto posible.

La historia de Harry


De Robert H. Curtis

Me siento mal porque siempre ando causando problemas a la gente. Conozco la razón. Es porque soy un estúpido. En la escuela, los chicos se burlaron de mí porque no pude pasar los exámenes. Mi madre me dijo que no prestara atención cuando los chicos me llamaban retrasado. Pero por la expresión de su cara, sé que yo estaba haciendo algo mal. Y ahora, aunque ya tengo cincuenta años, no importa lo mucho que lo intente, a veces sigo siendo una molestia para la gente. La mayoría de las veces enojo a las personas que me importan, como a mi amigo Freddie y a mi maravillosa esposa, Virginia.

El peor momento en que fui un fastidio para mi madre y mi padre fue cuando tenía quince años. Teníamos un coche y era domingo y salimos de picnic. Empezó a llover, oh, ¡cómo llovía!, así que mamá y papá se metieron en los asientos de atrás del coche para terminar de comerse los bocadillos, y empezaron a hablar, sin prestarme mucha atención, mientras yo permanecía en el asiento delantero. Pensé que sería agradable dejar que disfrutaran del picnic y no molestarles con la cuestión de regresar a casa, de modo que puse en marcha el motor haciendo girar la llave de contacto. A continuación, manejé la palanca y puse la marcha, tal y como siempre hacía papá. Papá gritó, porque alguien había plantado un árbol demasiado cerca del arcén de la carretera, y tuvimos un grave accidente. Papá y mamá murieron, y aquel árbol también me hizo mucho daño a mí. Perdí un ojo, quedé herido en la pierna y se me quemó la cara. Todavía conservo las cicatrices.

 Después de salir del hospital, me pusieron un bonito ojo de cristal y me enviaron por un tiempo a una escuela especial. Y cuando terminé la escuela me fui a vivir con mi tía. Ella ya ha muerto, pero me dijo cosas como que no debía conducir coches porque es peligroso y porque podía meterme en problemas. Así que no conduzco. Siempre cojo el autobús para ir a trabajar, excepto cuando Virginia conseguía un coche y me acompañaba al trabajo y acudía a recogerme. Ella era bastante guapa.

Querrán saber cómo conocí a Virginia, ¿verdad? Conseguí un trabajo en las oficinas de Industrias Morris. Fabrican archivadores y yo trabajo como archivero. Eso le hace gracia a todo el mundo: trabajar de archivero en una fábrica de archivadores…, de modo que supongo que debe de ser gracioso. Virginia era mecanógrafa en la oficina cuando me contrataron. Solía decirme que no le pagaban lo suficiente. Me di cuenta enseguida de que le gustaba, porque decía que era el único idiota al que se podía quejar sin meterse en problemas. A nuestra supervisora no le gustan las quejas.

Le dije a Virginia que estaba contento de no necesitar más dinero. En realidad, la mayor parte de mi sueldo lo ingresaba en el banco.

—Eso está bien, Harry —me dijo Virginia—. Apuesto a que tienes ahorrados más de tres mil.
—No —le dije—. Ya he ahorrado ciento cincuenta mil.

Ella se echó a reír y me preguntó:

—¿De tu sueldo?

Eso fue lo que me preguntó, como si no se lo creyera.

Bueno, deberían haber visto la cara que puso al día siguiente, cuando nos quedamos solos un momento y le enseñé el saldo de mi cuenta. Desde luego, le dije que buena parte del dinero procedía de lo que mamá, papá y mi tía me dejaron, pero cada dos semanas yo añado algo a la cuenta. Sólo me quedo lo suficiente para pagar el alquiler, la ropa y la comida, y todo el resto lo meto en el banco.

Bueno, a partir de ese momento me di cuenta de que Virginia me gustaba más que nunca. Aquella misma mañana, algo más tarde, me pidió que nos viéramos en una cita, y me explicó lo que era una cita.

Fue divertido, se lo puedo asegurar.

La supervisora me aconsejó que me alejara de Virginia porque, según ella, todo lo que quería era dinero. Lo comenté con Virginia, y ella me explicó que la supervisora estaba loca, y que no debía contarle nada sobre nuestras citas, porque ella no tenía ningún hombre con quien salir y se sentiría celosa. Virginia me pidió que mantuviera nuestras citas en secreto.

Oh, qué divertido fue mantener aquello en secreto. Ni siquiera le dije a la supervisora nada sobre Freddie, mi mejor amigo. Al principio no fue un verdadero amigo. En realidad, era el amigo de Virginia, pero me gustaba y se convirtió en mi mejor amigo. De hecho, fue el único amigo verdadero que he tenido jamás, aunque ahora ya no lo veo mucho. En el trabajo hay un tipo, Joe, con quien de vez en cuando me tomo una taza de café, pero no es un verdadero amigo. Un amigo verdadero habla con uno por lo menos más de cinco minutos seguidos. Y Freddie solía hablar conmigo durante más de quince minutos, diciéndome la gran suerte que tenía yo por el hecho de que una mujer tan bonita como Virginia estuviera loca por mí.

Oh, no podía creer en mi buena suerte por el hecho de que una mujer como Virginia estuviera loca por mí, y porque un amigo como Freddie me dijera que estaba dispuesto a ser mi padrino de boda cuando Virginia me pidió casarse conmigo. Todos nos fuimos a Reno, y Virginia y yo nos casamos en aquella capilla del juzgado, y todo eso no costó más que treinta y cinco dólares, y después Virginia y Freddie y yo regresamos a casa. Utilizamos el coche de Virginia porque yo no conduzco desde que tenía quince años.

Cuando regresamos a la ciudad, Virginia se vino a vivir a mi casa, porque era más grande que su apartamento. Me alegro de que nos casáramos, pero no veo a qué vino tanto jaleo. La única diferencia que hay entre estar o no estar casado es que uno vive en la misma casa que el otro, y que pasa mucho más tiempo junto al otro. Mi amigo Freddie pasaba mucho tiempo en nuestro hogar, con Virginia y conmigo, y eso también resultaba agradable. Echo de menos a Freddie casi tanto como a Virginia.

Mi esposa hizo dos cosas maravillosas por mí. Cada noche me preparaba una bebida de whisky y azúcar, según un estilo que ella llamaba antiguo, y me la daba a beber antes de irme a dormir. Les puedo asegurar que sabía muy bien.

La otra cosa maravillosa que hizo Virginia fue decirme cómo podía ser feliz.

—¿Te has sentido desanimado alguna vez, Harry? —me preguntó.

Cuando le dije que no, observé lo desilusionada que se sintió, de modo que le pregunté:

—¿Qué quieres decir?

Me dijo que todo el mundo se siente desanimado alguna que otra vez, como por ejemplo me ocurrió a mí el día anterior, cuando quise terminar de archivar unos informes, pero el portero apagó las luces de las oficinas. Me sentí furioso y tuve que tomar el autobús de regreso a casa, pues Virginia ya se había marchado con su coche. Me dijo que yo me sentí furioso contra el portero, y que eso era sentirse desanimado.

—Oh, claro —le dije, y me di cuenta de que eso la hacía feliz.
—Bien, Harry —me dijo—, ¿quieres aprender a dejar de sentirte desanimado?
—Desde luego—repliqué.

Soy un ingenuo, no un verdadero estúpido.

—Tienes que anotar todo aquello que te desanima, Harry —me dijo ella—, y entonces desaparecerá, y te sentirás mejor.
—¡Bien! —exclamé yo.

Y ella me dijo lo que debía escribir: “Echo de menos a mamá y a papá y a mi tía y durante treinta y dos años no he hecho otra cosa que trabajar. Me siento muy cansado y no quiero seguir. Lo siento. Harry” Eso fue lo que escribí en un trozo de papel, y Virginia lo cogió y lo guardó en un cajón.

—Ya verás, Harry —me dijo ella—. Ya no volverás a sentirte desanimado.

Oh, eso me hizo muy feliz. Aún recuerdo la noche en que escribí aquello, y también recuerdo cuando más tarde Virginia me trajo mi bebida al estilo antiguo. Tenía un sabor extraño, pero seguía estando buena.

Bueno, les puedo asegurar que debió de haber habido algo malo en aquella bebida, porque lo siguiente que sé es que me encontré tumbado sobre una mesa, en la funeraria, completamente desnudo. ¿Se lo pueden creer? ¡Se imaginaron que me había muerto! Una vez, en la televisión, vi a un hombre del que todo el mundo pensaba que se había muerto, pero él se sentó tan tranquilo en el funeral y los asustó a todos. Lo mismo ocurrió conmigo, aunque yo no pude sentarme. Lo intenté, pero estaba como paralizado. No pude sentarme, ni pude ayudar al hombre y a la mujer que me vistieron con un traje negro para mi funeral. Pero ahora, cuando pienso en ello, ¡oh, chico!, ¡qué suerte tuve! Si hubiera vivido en una ciudad en lugar de un pueblo pequeño, primero me habrían cortado para ver de qué había muerto, y en tal caso me habría encontrado con verdaderos problemas, pero el juez dijo que estaba bien, y que me podían enterrar inmediatamente, porque mi nota demostraba que había sido suicidio. ¿No les parece una idiotez de su parte?

El caso es que se celebró un funeral muy bonito. Pequeño, pero bonito. Además de Virginia y Freddie y el sacerdote, acudió la supervisora, y la oí llorar, aunque no podía verla. Joe también estaba allí, a pesar de no ser un verdadero amigo, y también estaba el abogado de mi tía. Oí al sacerdote decir que las cargas de la vida habían quedado atrás para mí, y que encontraría la paz eterna, y oí que Virginia le decía, antes de que empezara el funeral, lo terrible que había sido para ella que su marido tomara veneno sólo cuatro meses después de casarse. ¿No fue eso una idiotez por su parte? Ni siquiera conocía la diferencia entre el veneno y el whisky de gusto un tanto extraño.

En cualquier caso, acabada la ceremonia pusieron el féretro en un coche fúnebre y se dirigieron hacia el cementerio. ¡Oh, chico!, me alegro de haberle dicho antes al abogado de mi tía que me gustaría ser enterrado. Hace muchos años, cuando me quemé en el accidente de coche, supe que, a partir de entonces, no quería tener nada que ver con el fuego, y cuando quisieron quemar mi cuerpo, el abogado así se lo dijo a Virginia. Le dijo que se tenían que respetar mis deseos, eso fue lo que dijo, y Virginia, desde luego, estuvo de acuerdo.

Bueno, cuando sentí que toda aquella tierra empezaba a caer sobre la tapa del ataúd, me dije a mí mismo: «Te has metido en un buen follón, Harry». Ahora sé lo que estaba pasando. Yo no respiraba tan intensamente como para que pudieran verlo; nada de respirar profundamente y todo eso. Era como esos hombres religiosos de la India que entran en trance y pueden permanecer enterrados durante largo tiempo. Incluso una vez vi en la televisión a un hombre que pudo permanecer encerrado en una caja hundida en el fondo de una piscina Pues bien, eso es lo que yo estaba haciendo en el ataúd.

No sé lo que pasa con esos hombres religiosos, pero puedo asegurarles que dos horas después de que me enterraran comencé a sentir calambres, así que empecé a intentar salir del ataúd. ¡Oh, chico! ¡Qué bien me sentí cuando por fin pude moverme! Y no puede decirse que el viejo Harry naciera bajo una mala estrella. Mi funeral se celebró a últimas horas de la tarde, de modo que no echaron sobre el ataúd tanta tierra como solían hacer. Creo que tenían la intención de terminar el trabajo a la mañana siguiente. Aun así, tuve que trabajar muy duro hasta el punto que, cerca ya del final, se me cayó el ojo de cristal. Y les puedo asegurar que no perdí el tiempo buscándolo bajo tierra. Soy un ingenuo, pero no un tonto.

Cuando por fin logré salir, estaba hecho un asco. Y, ¿se lo pueden creer?, aunque hacía mucho tiempo que vivía en el pueblo, seguía confundido. En lugar de dirigirme hacia la carretera del cementerio, avancé tambaleándome hacia los bosques que hay detrás del cementerio. Si quieren que les diga la verdad, me sentía cansado. Así que dormí unas pocas horas, y cuando me desperté, ¡oh, chico!, ¡qué bien me sentí! Hacía frío y estaba oscuro, y llovía, y hacía bastante viento, pero eso no me importó. El aire olía tan bien. Sabía lo felices que se sentirían Virginia y Freddie al saber que en realidad yo no había muerto, de modo que me encaminé hacia la casa. Ahora ya sabía dónde me hallaba, y sólo estaba a media hora de camino de donde vivo.

Caminé y caminé, y no tardé en encontrarme ante la casa. Me alegré de poder resguardarme de la lluvia, puedo asegurarlo. Recogí la llave que guardaba bajo la escalera. Eso fue otra cosa buena que me enseñó Virginia. Yo solía perder las llaves y luego no podía entrar en la casa, pero ella me mostró dónde podía guardar una llave extra. Sabía que estaba hecho un asco, con mi traje negro de funeral empapado, y mi pierna coja peor a causa de la lluvia, y la cuenca vacía de mi ojo toda enrojecida, pero ¿qué diferencia representaba eso? Virginia no dejaría de sentirse feliz. Subí la escalera en completo silencio para que la sorpresa fuera aún mayor.

Escuché a Virginia y a Freddie riendo en el dormitorio, y me pregunté por qué parecían tan felices. Quizás habían descubierto ya que yo estaba vivo. Eso habría echado a perder mi sorpresa. Pero supongo que se estaban riendo de alguna otra cosa. Hice girar lentamente el pomo de la puerta del dormitorio, y ellos se callaron de pronto. No sé a quién podían estar esperando, pero, desde luego, no era a mí. Cuando abrí la puerta de golpe y grité: «¡He vuelto!», ambos se pusieron a gritar. Me pareció muy extraño que, en una noche fría y lluviosa como aquella, ambos estuvieran desnudos en la cama. Supongo que se consolaban el uno al otro debido a lo mucho que me echaban de menos, pero finalmente estropearon la sorpresa que quería darles, porque siguieron gritando.

Es agradable que, ahora, mi esposa y mi mejor amigo estén juntos. Claro que, en realidad, no están juntos, porque cuando acudo a visitarles los encuentro en alas separadas de ese lugar que llaman manicomio. Los dos tienen el pelo blanco —quizás ellos también bebieron algo de aquel whisky de sabor extraño—, y Virginia ya no es una mujer guapa. Tampoco hablan, lo que me parece una especie de tontería por su parte. Le digo a Virginia que escriba todo aquello que la hace sentirse desanimada, y que entonces se sentirá mejor, pero ella nunca me hace caso.

En casa, echo de menos a Virginia, y también a Freddie, pero ¿saben lo que más echo de menos? ¡Oh, chico, te sorprenderá! Lo que más echo de menos son aquellas bebidas preparadas al estilo antiguo. Sin embargo, ahora ya no bebo. Después de lo que me ocurrió, sé que no se puede confiar en el whisky. Le puede hacer daño a uno.

El ocupante de la habitación

De Algernon Blackwood

Llegó en la diligencia amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso. El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación… aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.

A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varios minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.

De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada —la única posada que había— no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados…

¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias. El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras — le había llamado la atención la dureza de aquel rostro— no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.

«¡Allí —a lo mejor encontraba habitación— o sino allá! Pero aquí, helas, está todo completo… más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro. No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero… que venía corriendo.

En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal… después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso… sólo que, en cierto modo, estaba “ocupada”. Bueno, en realidad lo que pasaba era que…».

No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.

Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia. Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma. Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera —el portero la había visto salir— y… ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.

Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier momento. En cuyo caso… En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche…» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama —que el propio portero había arreglado a toda prisa— para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.

La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría y vería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos…!

Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada… en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas… Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.

Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave. Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.

La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.

Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos. La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: «¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».

Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón… Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente… a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral… ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador… ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!


Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo —que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio— le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba. ¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! Pero ¿un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era… LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.

Entonces, ¿por qué esperar a que llegue? Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de lavida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales… ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era… bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.

Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida. De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue… aquel enorme armario.

—¡Vaya! ¡Ahí está… esa monstruosidad de armario! —exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que —de uno u otro modo— aquella mujer tenía que estar muerta.

En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer —¡sí, verdaderamente la vio!— en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío…

Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera. Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado… se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación… le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe —quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas— o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.

A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía… ¡llamó al timbre!

Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.

—¡No es a usted a quien he llamado! —dijo con decisión e impaciencia—. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dese prisa! ¿Es que no me ha oído? ¡Dese prisa!

Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero —sin chaqueta ni cuello duro— se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta. La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.

Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario… por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera. El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.

Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara… Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:

«Cansada… infeliz… desesperada… deprimida… No puedo seguir haciendo frente a la vida… Todo es negro. Tengo que poner fin a esto… Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor…».