No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Ajedrez

De Martín Solares

Alejandro jugó en un torneo de ajedrez donde se apostaba la vida. Aunque el desafío iba en contra de sus principios, Alejandro estaba desesperado y se vio obligado a aceptar. De día buscaba trabajo, por la noche soñaba con ser un campeón internacional. Se imaginaba que vivía de apostar contra los retadores, hasta que se enfrentó a uno que apostaba más fuerte y jugaba mejor.

Una noche, después de haber vaciado los bolsillos de todos sus adversarios, Alejandro soñó que pretendía embaucar a un millonario. Estaba por convencerlo de apostar toda su fortuna cuando el magnate aceptó: «Muy bien, pero a condición de que juegues con mi maestro». Y señaló en dirección de un árabe que tenía el rostro oculto tras el turbante. Alejandro estuvo a punto de negarse, pues no ignoraba en qué región del mundo se originó este juego, pero entonces sintió que le jalaban la camisa: era ni más ni menos que el gran maestro Capablanca, que le decía: «Acepta, chico, yo te asesoro», y Alejandro aceptó.

Se dirigieron al tablero, que estaba en el centro de un gran auditorio. En cuanto entró en el lugar, Alejandro pensó que la disposición recordaba al Coliseo y notó que había una copiosa multitud en las gradas gigantescas: una multitud que se reía. La impresión de haber sido engañado se apoderó de él y esta sensación fue creciendo a medida que lo abucheaban, pero sobre todo, en cuanto vio a su rival. De lejos el adversario parecía cualquier persona, pero al ver cómo se desplazaba, algo en su modo de andar le recordó a los chacales. Cuando el rival se desprendió del turbante, Alejandro sintió que le fallaban las piernas, pues bajo el disfraz de árabe sólo había una calavera. Con esa manera de razonar que sólo se da en los sueños, Alejandro pensó: «Este tipo debe ser la Muerte», y le pareció lógico, porque el día anterior fue día de Muertos en el país.

No había que ser muy listo para saber quién era el favorito de la multitud, pero la fantasía de hacer fortuna pudo más que la prudencia. Abrió Alejandro. Un instante después, como un cazador exhausto que comienza una nueva persecusión, la Muerte replicó en el otro extremo del tablero. Al principio del juego sus movimientos eran tibios y remotos, como si no quisiera ganar —o como si otro estuviese jugando la partida—. Mas quien la observara con calma diría que sin duda desarrollaba una estrategia. Si bien parecía inexpresiva, si bien no parecía un jugador profesional, cerca de la jugada número veinte, que es donde comienzan a decidirse las cosas, Alejandro notó que la Muerte no sólo había estado envolviendo con tenacidad de hormiga cada una de sus figuras, sino que podía cobrarlas en cualquier momento, justo en el orden en que Alejandro las tocó: de la primera a la última. Además, cada vez que la Muerte se movía, la imagen de su esqueleto desnudo asustaba a Alejandro y le impedía continuar: «¿Qué hacemos, maestro? —le susurró a Capablanca—. ¿Cómo es que voy a ganar?». «Chico, no tengo ni idea. No sabes cuánto lo siento: se nos ponchó la guagua».


Al oír estas palabras, mi amigo comprendió que no tenía posibilidades y se dispuso a morir. Pero en cuanto creyó que lo había perdido todo, su suerte comenzó a cambiar. Aunque su contrincante era un jugador malicioso no tuvo dificultades para arrinconarlo con las torres y los alfiles. Cada vez que Alejandro cobraba una pieza la multitud se enervaba y el ambiente pronto recordó al del circo romano. El creciente malestar de los testigos le hizo preguntarse si respetarían su vida en caso de ganar y si no se estarían preparando para lincharlo. Así que se concentró y logró acabar con todas las piezas que opusieron resistencia. A pesar de los gruñidos y empellones de la multitud, Alejandro arrinconó a su rival lleno de inspiración, con suma facilidad. Estaba por eliminar al enemigo cuando se le ocurrió mirar la pieza que acababa de tomar. Entonces, cuando disfrutaba de su triunfo por anticipado, Alejandro descubrió que el caballo que tenía en la mano era en realidad una cebra. Y despertó angustiado, pues olvidó si jugaba con las blancas o con las negras.

El trueque

De Eloy Urroz

A Milena
… a desire to destroy myself by my own imagination…

M. L.

Uno estaría tentado a pensar que fue mera coincidencia, azar, fatalidad tal vez, pero no un designio de Dios. La rara esquela me la envió Rebeca, su mujer, de quien prefiero no decir el apellido. Me la mandó a través de Amparo, una prima lejana a quien apenas conocía. Tal vez Amparo le dijo que yo era cabalista y editor de libros de magia y astrología y por eso se la dio, quién sabe. En una primera instancia, pensé incluirla en una antología sobre el día de Muertos que estaba preparando, pero a última hora desistí.

A primera vista, pensé que la esquelita era una farsa, una tomadura de pelo, pero cuando me puse a investigar un poco más, descubrí que no era así. La historia había sido cierta. No tiene caso, sin embargo, continuar; mejor transcribo la carta tal como el marido de Rebeca la dejó guardada en un cajón con llave; que cada quien decida qué fue lo que pasó.

Querida Rebeca:

No sé por qué te escribo esto. Si lo lees y nada de lo que va a ocurrir sucede, terminarás por pensar que soy un imbécil o que me he vuelto loco de atar. Pero si al final no pasa nada, bueno: pues simplemente romperé esta carta cuando estemos los cinco de vuelta, reunidos en casa, contentos, departiendo y charlando como siempre.
Anteayer lunes que te dejé en el aeropuerto de D. C. con los niños me quedé desconcertado. En primer lugar, sentí que los cuatro me hacían falta. Aunque deseaba un respiro a gritos, nomás despedirme de ustedes me dejó un muy mal sabor de boca, una sensación de vacío. Fue peor cuando estaba a punto de subirme a la camioneta y me encontré un grajo negro sobre la cajuela. ¡Un grajo!, ¿puedes creer? ¿Qué hacía allí? En la Edad Media la aparición de un grajo en el camino era signo de mal agüero. Finalmente, arranqué el auto y el pajarraco voló; a partir de ese momento y durante las dos horas que pasé manejando hacia Charlotsville, entre un cigarro y otro, no dejó de perseguirme una horrenda intuición: el avión en que tú y los niños viajarían (o en el que ya estaban ahora mismo volando) se iba a desplomar. En vano intenté librarme de ese absurdo pensamiento, pero no pude: me rondaba con tenacidad. Empecé a sudar, las manos mojaban el manubrio; puse el aire acondicionado al máximo. En algo ayudó, creo; lo que no pudo lograr fue despejarme de ese siniestro pensamiento, pues casi al instante miré, tirado en el suelo, un disfraz de brujita y sólo entonces caí en cuenta que ese día (es decir, anteayer… lunes) era justo el día de Muertos, sí, apenas el domingo habían salido los niños a pedir Halloween a los vecinos. Fíjate: no fue que el día de Muertos me llevase a tener tal presentimiento, fue más bien a la inversa, y entonces fue cuando ya temí lo peor, lo peor de lo peor. ¡Claro, ya era tarde!
No quiero alargarme, iré derecho al grano. Sabes mejor que nadie que no creo en Dios, que no creo en el Espíritu Santo y ni creo en ninguna energía universal o Gran Arquitecto. Nada, no hay nada, y tú lo sabes, me conoces, Rebeca. No en balde me opuse a que bautizáramos a los niños, no en balde terminé peleándome a muerte con tus padres y casi te perdí, ¿recuerdas? Bueno, pues, fue tal y tan grande el temor y la aprehensión que fue invadiéndome en la carretera, que no sé por qué carajos le dije a Dios, en silencio, mientras fumaba: «Mira… los dos sabemos que no existes; de eso no me cabe duda; los dos también sabemos que es imposible demostrarlo tanto como es imposible demostrar lo contrario. Sin embargo, por primera vez la duda me ha entrado: ¿y qué si existes? Cualquiera se puede equivocar, ¿no? Dios, no sé si lo que he venido sintiendo es mera superstición, miedo sin fundamento y si lo del 2 de noviembre y el grajo en la cajuela es una estupidez, si lo del disfraz de brujita también lo sea, de cualquier forma no estoy dispuesto a correr el riesgo: está en juego mi familia. Lo que más amo en la vida es a ellos: Álvaro, Rodrigo y Silvana, y en segundo lugar a mi esposa (aunque a veces pienso que la amo más que a ellos). Pero eso no importa. Casi estoy por cumplir los cincuenta, he vivido, he paseado; mis hijos, no, les falta tiempo. Hagamos un trato, pues: troquemos sus vidas por la mía, cambiemos la vida de mi esposa y mis tres hijos por la mía, ¿te parece? Si existes, respetarás el trato y no dejarás que ese avión se desplome y, en cambio, permitirás que se desplome el mío el viernes cuando yo me voy, es decir, dentro de cuatro días». Es decir, mañana viernes que salgo para allá, Rebeca, ¿te das cuenta?
Finalmente, Dios cumplió la promesa o, si lo quieres ver de otra manera, quedó constatado que la mía era una pura incongruencia, sí: imaginarme que el avión de United en que ustedes viajarían se iba a caer el día 2. No lo sé. A estas alturas yo ya no sé nada. Sin embargo, quiero hacerte una confesión, la última: ya que estaba trocando mi vida por la de ustedes (¡y vaya que no estaba jugando, Rebeca!), me atreví a llamar a una estudiante que desde el semestre pasado me dejó su número. Antes que siga, quiero que sepas que a ti te amo, te amo desde que te conocí, sin embargo, cuando la vi a ella, sentadita en la fila de delante con las rodillas bien juntitas mirándome alelada, la deseé inmediatamente, el corazón se me volcó. Puro deseo, nada más. Ese semestre —tal vez tú no lo sepas— fue un calvario: cosa de verla cada mañana y derretirme por dentro… impotente por no hacer nada, ni siquiera mover un músculo facial y hacerle ver que me encantaba. Ni siquiera eso, Rebeca. ¿Cómo? ¿El profesor? ¿Casado y con tres hijos? Ya sabes, no te lo tengo que decir: toda esa sarta de coerciones y limitantes que a uno le impone la academia, el matrimonio y ser padre, como si las cosas no pudieran ser reconciliables, ¡carajo! Bueno, pues la llamé. Sí, la llamé, y no me arrepiento nada. Parecía que llevaba seis meses esperando mi llamada, pues antes de que yo dijera una frase completa, supo quién era (seguramente era mi acento) y me invitó a salir. No me alargaré y no entraré en detalles, no soy y nunca he pretendido ser un santo: me acosté con ella el miércoles y también hoy jueves. Es más: se acaba de ir. ¿Y por qué lo hice? Muy sencillo: porque mañana me voy a morir. Lo digo en serio, y si no resulta, si no muero en el avión: pues romperé esta esquela cuando volvamos y punto, no sabrás jamás lo que pasó y mi ex alumna habrá partido para siempre. De alguna manera, es como si Dios me estuviera convidando con una última oportunidad, un último deseo, un premio de consolación o como quieras llamarle. ¿Por qué decir no a esa muchacha cuando he sido, creo, un excelente padre, un eximio profesor, un maravilloso marido (según tú) y, sobre todo, cuando estoy a punto de sacrificar mi vida por la de ustedes cuatro? ¿Me entiendes? Espero que sí. Ojalá no me juzgues duramente. Podría haberme ahorrado esta confesión, lo sé. Pero junto con esta te hago otra semejante: quiero que sepas que estos días con mi estudiante han sido las únicas dos ocasiones en que te he engañado, Rebeca. Y no estoy mintiendo. No pierdo nada en decírtelo dado que para cuando estés leyendo esta esquela ya habré pasado a mejor vida. Te amo, recuérdalo. Los amo a los cuatro. Adiós. Ahora voy a meter las sábanas sucias a la lavadora, no vaya a ser la de malas…

Hasta aquí la carta. Confieso que no dejó de impresionarme el tono del texto, a veces sarcástico y a veces cruel, pseudodramático: ¿era una broma o iba en serio o más bien se trataba de una broma en serio? Decidí llamar a United Airlines y preguntar si acaso el año pasado, por estas mismas fechas (debía ser un 6 de noviembre, según mis cálculos) se había desplomado un avión. La señorita me aseguró que no, que ningún avión de su compañía se había desplomado en los últimos ocho años. —¿Está segura? —insistí temiendo ya que se trataba de una broma de Amparo. Estaba a punto de colgar, sin embargo se me ocurrió preguntar por el hombre en cuestión (Sebastián) y di su apellido. —Permítame… —dijo con extrema cortesía, casi con filo, y después de un rato añadió—: Sí, ese día murió ese pasajero de un ataque al corazón justo a mitad de vuelo.

Virginia, mayo 2000