Alejandro jugó en un torneo de
ajedrez donde se apostaba la vida. Aunque el desafío iba en contra de sus
principios, Alejandro estaba desesperado y se vio obligado a aceptar. De día
buscaba trabajo, por la noche soñaba con ser un campeón internacional. Se
imaginaba que vivía de apostar contra los retadores, hasta que se enfrentó a
uno que apostaba más fuerte y jugaba mejor.
Una noche, después de haber
vaciado los bolsillos de todos sus adversarios, Alejandro soñó que pretendía
embaucar a un millonario. Estaba por convencerlo de apostar toda su fortuna
cuando el magnate aceptó: «Muy bien, pero a condición de que juegues con mi
maestro». Y señaló en dirección de un árabe que tenía el rostro oculto tras el
turbante. Alejandro estuvo a punto de negarse, pues no ignoraba en qué región
del mundo se originó este juego, pero entonces sintió que le jalaban la camisa:
era ni más ni menos que el gran maestro Capablanca, que le decía: «Acepta,
chico, yo te asesoro», y Alejandro aceptó.
Se dirigieron al tablero, que
estaba en el centro de un gran auditorio. En cuanto entró en el lugar,
Alejandro pensó que la disposición recordaba al Coliseo y notó que había una
copiosa multitud en las gradas gigantescas: una multitud que se reía. La
impresión de haber sido engañado se apoderó de él y esta sensación fue
creciendo a medida que lo abucheaban, pero sobre todo, en cuanto vio a su
rival. De lejos el adversario parecía cualquier persona, pero al ver cómo se
desplazaba, algo en su modo de andar le recordó a los chacales. Cuando el rival
se desprendió del turbante, Alejandro sintió que le fallaban las piernas, pues
bajo el disfraz de árabe sólo había una calavera. Con esa manera de razonar que
sólo se da en los sueños, Alejandro pensó: «Este tipo debe ser la Muerte», y le
pareció lógico, porque el día anterior fue día de Muertos en el país.
No había que ser muy listo para
saber quién era el favorito de la multitud, pero la fantasía de hacer fortuna
pudo más que la prudencia. Abrió Alejandro. Un instante después, como un
cazador exhausto que comienza una nueva persecusión, la Muerte replicó en el
otro extremo del tablero. Al principio del juego sus movimientos eran tibios y
remotos, como si no quisiera ganar —o como si otro estuviese jugando la
partida—. Mas quien la observara con calma diría que sin duda desarrollaba una
estrategia. Si bien parecía inexpresiva, si bien no parecía un jugador
profesional, cerca de la jugada número veinte, que es donde comienzan a
decidirse las cosas, Alejandro notó que la Muerte no sólo había estado
envolviendo con tenacidad de hormiga cada una de sus figuras, sino que podía
cobrarlas en cualquier momento, justo en el orden en que Alejandro las tocó: de
la primera a la última. Además, cada vez que la Muerte se movía, la imagen de
su esqueleto desnudo asustaba a Alejandro y le impedía continuar: «¿Qué
hacemos, maestro? —le susurró a Capablanca—. ¿Cómo es que voy a ganar?».
«Chico, no tengo ni idea. No sabes cuánto lo siento: se nos ponchó la guagua».
Al oír estas palabras, mi amigo
comprendió que no tenía posibilidades y se dispuso a morir. Pero en cuanto
creyó que lo había perdido todo, su suerte comenzó a cambiar. Aunque su
contrincante era un jugador malicioso no tuvo dificultades para arrinconarlo
con las torres y los alfiles. Cada vez que Alejandro cobraba una pieza la
multitud se enervaba y el ambiente pronto recordó al del circo romano. El
creciente malestar de los testigos le hizo preguntarse si respetarían su vida
en caso de ganar y si no se estarían preparando para lincharlo. Así que se
concentró y logró acabar con todas las piezas que opusieron resistencia. A
pesar de los gruñidos y empellones de la multitud, Alejandro arrinconó a su
rival lleno de inspiración, con suma facilidad. Estaba por eliminar al enemigo
cuando se le ocurrió mirar la pieza que acababa de tomar. Entonces, cuando
disfrutaba de su triunfo por anticipado, Alejandro descubrió que el caballo que
tenía en la mano era en realidad una cebra. Y despertó angustiado, pues olvidó
si jugaba con las blancas o con las negras.
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