No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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NOS4A2

De Joe Hill

(Fragmento)

La carretera a Christmasland

EL DÍA SE HABÍA MARCHADO Y LOS FAROS DEL ESPECTRO TALADRABAN una oscuridad helada. Motas blancas atravesaban las luces a gran velocidad y se estrellaban suavemente en el parabrisas.

—¡Esto sí que es nieve! —exclamó Charlie Manx al volante.

Bing había pasado de la modorra a un estado de completa alerta en un momento, como si la consciencia fuera un interruptor y alguien lo hubiera pulsado. La sangre parecía agolpársele en el corazón. No habría estado más asombrado si se hubiera despertado y encontrado una granada en su regazo.

La mitad del cielo estaba asfixiada por nubes. Pero la otra mitad estaba bien espolvoreada de estrellas, y la luna flotaba entre ellas, aquella luna con nariz de gancho y boca ancha y sonriente. Miraba la carretera con una esquirla de ojo que asomaba desde debajo de un párpado entrecerrado.

Abetos deformes flanqueaban la carretera y Bing tuvo que mirarlos dos veces para darse cuenta de que no eran árboles, sino gominolas.

—Christmasland —murmuró.
—No —dijo Manx—. Todavía estamos muy lejos. Nos quedan por lo menos veinte horas de coche. Pero está ahí, al oeste. Y, una vez al año, Bing, llevo a alguien.
—¿A mí? —preguntó Bing con voz temblorosa.
—No, Bing —dijo Charlie con suavidad—. Este año no. Todos los niños son bien recibidos en Christmasland, pero con las personas mayores es distinto. Primero tienes que demostrar que te lo mereces. Tienes que demostrar tu amor por los niños y comprometerte a cuidar de ellos y servir a Christmasland.

Pasaron junto a un muñeco de nieve, que levantó un brazo hecho con un palito y saludó. Bing levantó despacio una mano y le devolvió el saludo.

—¿Cómo? —susurró.
—Tienes que ayudarme a salvar a diez niños, Bing. Tienes que salvarlos de los monstruos.
—¿Monstruos? ¿Qué monstruos?
—Sus padres —dijo Manx solemne.

Bing separó la cara del frío cristal del asiento del pasajero y se volvió a mirar a Manx. Al cerrar los ojos un segundo antes, el sol brillaba en el cielo y el señor Manx llevaba una camisa blanca sencilla y tirantes. Ahora sin embargo vestía un abrigo con faldones y una gorra oscura con visera de cuero negro. El abrigo tenía dos hileras de botones dorados y recordaba a la casaca de un oficial de un país extranjero, el teniente de una guardia real. Cuando Bing bajó la vista para mirarse, vio que también él llevaba ropas nuevas. El uniforme almidonado de la marina de su padre y botas negras y lustrosas.

—¿Estoy soñando? —preguntó.
—Te lo he dicho —dijo Manx—. La carretera a Christmasland está asfaltada de sueños. Este coche tiene la capacidad de abandonar el mundo de cada día e internarse en los caminos secretos del pensamiento. Dormir no es más que la rampa de salida. Cuando un pasajero se queda traspuesto, el Espectro se sale de la carretera en la que esté y coge la autovía de San Nicolás. Estamos compartiendo este sueño. Es tu sueño, Bing, pero conduzco yo. Ven, quiero enseñarte algo.

Mientras hablaba el coche se había ido deteniendo y acercándose a un lado de la carretera. La nieve crujía bajo las ruedas. Los faros iluminaron una silueta un poco más adelante, en la oscuridad. De lejos parecía una mujer con un vestido blanco. Estaba muy quieta y no parecía ver los faros del Espectro. Manx se inclinó y abrió la guantera situada sobre las rodillas de Bing. Dentro había el desorden habitual de documentos y mapas. 

Bing también vio una linterna con un asa cromada y larga. Un frasco de medicamentos naranja se cayó de la guantera y Bing lo cogió con una sola mano. Decía HANSOM, DEWEY –VALIUM 50 MG. 

Manx cogió la linterna, se enderezó y abrió un resquicio de puerta.

—Desde aquí tenemos que ir andando.

Bing levantó el frasco.

—Esto… ¿me ha dado algo para dormirme, señor Manx?

Manx le guiñó un ojo.

—No me lo tengas en cuenta, Bing. Sabía que querrías llegar cuanto antes a la carretera de Christmasland y que no la verías hasta que no estuvieras dormido. Espero que no te hayas enfadado.
—Supongo que no —contestó Bing, y se encogió de hombros. Miró de nuevo el frasco—. ¿Quién es Dewey Hansom?
—Eras tú, Bing. Fue mi antes-de-Bing, un agente de cine en Los Ángeles especializado en niños actores. Me ayudó a salvar a diez niños y se ganó el derecho a ir a
Christmasland. ¡Ay!, los niños de Christmasland adoraban a Dewey. ¡Se lo comían enterito! ¡Vamos!

Bing abrió su puerta y salió al aire silencioso y gélido. No hacía viento y la nieve caía en copos lentos que le besaban las mejillas. Para ser un hombre mayor (¿Por qué sigo pensando que es mayor?, se preguntó Bing. Si no lo parece), Charles Manx caminaba con agilidad, dando zancadas por el arcén y haciendo rechinar las botas al contacto con el asfalto. Bing corrió detrás de él abrazándose a sí mismo para no tiritar bajo el delgado uniforme.
No era una mujer con un vestido blanco, sino dos, las que flanqueaban una verja de hierro negra. Eran idénticas: damas esculpidas a partir de un mármol vidrioso. Ambas estaban inclinadas hacia delante con los brazos extendidos y sus vestidos vaporosos color hueso ondeaban a su espalda, desplegados como alas de ángel. Su belleza era serena, con los labios carnosos y la mirada ciega de las estatuas clásicas. Tenían los labios entreabiertos, de forma que parecían estar sofocando un grito y una mueca que sugería que estaban a punto de reír… o de llorar de dolor. Su escultor las había moldeado de manera que los pechos parecieran apenas contenidos por la tela de sus vestidos.

Manx cruzó la verja negra entre las dos damas. Bing vaciló, levantó la mano derecha y tocó uno de aquellos pechos suaves y fríos. Siempre había querido tocar un pecho que tuviera ese aspecto, un pecho firme y lleno, un pecho maternal.

La sonrisa de la dama de piedra se hizo más ancha y Bing retrocedió de un salto, mientras un grito le subía por la garganta.

—¡Venga, Bing! Hay que ponerse a trabajar. ¡No vas vestido para este frío! —gritó Manx.

Bing se disponía a dar un paso al frente cuando se detuvo a mirar el arco que coronaba la verja de hierro abierta.

CEMENTERIO DE LO QUE PODRÍA SER

Tan desconcertante declaración hizo fruncir el ceño a Bing, pero entonces el señor Manx le llamó de nuevo y apretó el paso.

Cuatro escalones de piedra ligeramente espolvoreados de nieve descendían hasta una superficie plana de hielo negro. El hielo estaba manchado por la nieve recién caída, pero esta no era espesa y bastaba una patada con la bota para dejarlo al descubierto. Bing no había dado más que dos pasos cuando vio una forma indefinida atrapada en el hielo, a pocos centímetros de la superficie. A primera vista parecía un plato llano.

Bing se agachó y miró a través del hielo. Manx, que iba solo unos pasos por delante, se volvió y proyectó su linterna hacia donde estaba mirando Bing.

El haz de la linterna iluminó una cara infantil atrapada en el hielo, el rostro de una niña con pecas en las mejillas y coletas en el pelo. Al verla Bing gritó y dio un paso atrás, tambaleándose.

Estaba tan pálida como las estatuas de mármol que guardaban la entrada al Cementerio de lo que Podría Ser, pero era de carne y no de piedra. Tenía la boca abierta en un grito silencioso y de los labios le salían unas pocas burbujas congeladas. Tenía las manos levantadas, como hacia Bing. En una llevaba una cuerda roja enrollada, que Bing identificó como una comba.

—¡Es una niña! —exclamó—. ¡Hay una niña muerta en el hielo!
—No está muerta, Bing —dijo Manx—. Todavía no. Y quizá no muera hasta dentro de muchos años.

Apartó la linterna y enfocó una cruz de piedra blanca que sobresalía del hielo.

LILY CARTER
15 Fox Road
Sharpsville, PA
1980-¿?
Por su madre al pecado empujada,
¡lástima de infancia truncada!
¡Ay, si una segunda vida hubiera tenido,
en Christmasland podría haberla vivido!

Manx iluminó lo que Bing ahora identificó como un lago helado en el que había hileras de cruces, un cementerio del tamaño del de Arlington. La nieve bailaba alrededor de las lápidas, de los pedestales, del vacío. A la luz de la luna los copos de nieve parecían virutas de plata.

Bing miró de nuevo a la niña a sus pies. Esta le devolvió la mirada a través del hielo turbio… y parpadeó.

Bing gritó de nuevo y se alejó dando traspiés. La parte posterior de sus piernas chocó con otra cruz y le hizo dar media vuelta, antes de perder el equilibrio y caer a cuatro patas.
Escudriñó el hielo opaco. Manx enfocó con la linterna la cara de otro niño, un chico de ojos sensibles y pensativos bajo un flequillo pálido.

WILLIAM DELMAN
42B Mattison Avenue
Absbury Park, NJ
1981-¿?
Billy solo quería reír.
Pero su padre le abandonó
y su madre decidió huir.
Drogas, cuchillos, dolor padeció
¡ay, de haber tenido a quien recurrir!

Bing intentó ponerse de pie, hizo una pequeña pirueta y se cayó otra vez, un poco hacia la izquierda. El haz de la linterna de Manx reveló otra cara, la de una niña asiática agarrada a un oso de peluche con chaqueta de tweed.

SARAH CHO
1983-¿?
39 Fifth Street
Bangor, ME
Sarah está predestinada.
¡A los trece morirá ahorcada!
Y en cambio, ¡qué felicidad
si se marchara con Charles Manx!

Bing dejó escapar un graznido de terror. La niña, Sarah Cho, le miraba con la boca abierta en un grito silencioso. Había sido enterrada en el hielo con una cuerda de tender alrededor del cuello.

Manx lo cogió por un codo y lo ayudó a levantarse.

—Siento que hayas tenido que ver todo esto, Bing —dijo—. Me gustaría habértelo ahorrado. Pero necesitabas entender las razones por las que hago mi trabajo. Vamos al coche. Tengo un termo con cacao.

Ayudó a Bing a cruzar el hielo sujetándole fuerte del brazo para evitar que se cayera otra vez.

Se separaron delante del coche y Manx se dirigió hacia la puerta del conductor, pero Bing vaciló un instante, reparando por primera vez en el adorno del capó, la figura cromada de una señora sonriente con los brazos desplegados de manera que el vestido le ondeaba como si fueran unas alas. La reconoció al momento, era idéntica a los ángeles guardianes que custodiaban la entrada al cementerio.

Ya dentro del coche Manx buscó debajo de su asiento y sacó un termo plateado. Le quitó la tapa, la llenó de chocolate caliente y se la pasó a Bing. Este la cogió con las dos manos y se puso a sorber el líquido dulce y ardiente, mientras Manx giraba el coche y le alejaba del Cementerio de lo que Podría Ser. Volvieron por donde habían venido.

—Hábleme de Christmasland —dijo Bing con voz temblorosa.
—Es el mejor sitio que existe —dijo Manx—. Con permiso del señor Walt Disney, Christmasland es, de verdad, el lugar más feliz del mundo. Aunque, visto por otro lado, supongo que se podría decir que es el lugar más feliz de fuera de este mundo. En Christmasland todos los días son Navidad y los niños no conocen la infelicidad. No, los niños allí ni siquiera entienden el concepto de infelicidad. Solo hay diversión. Es como estar en el cielo, ¡solo que no están muertos! Viven eternamente, no dejan de ser niños y nunca tienen que luchar, sudar y humillarse como nosotros, los pobres adultos. Descubrí este lugar de verdadero ensueño hace muchos años y las primeras en vivir allí fueron mis propias hijas, que se salvaron así antes de ser destrozadas por la mujer lamentable y furiosa en que se convirtió su madre en sus últimos años.

»Es, de verdad, un sitio en el que lo imposible ocurre todos los días. Pero es un lugar para niños, no para adultos. Solo unas pocas personas mayores tienen permiso para vivir allí. Aquellas que han demostrado devoción a la causa. Solo aquellos que están dispuestos a sacrificarlo todo por el bienestar y la felicidad de los pequeñines. Gente como tú, Bing.

»Desearía de todo corazón que todos los niños del mundo pudieran llegar a Christmasland, donde conocerían una seguridad y una felicidad sin igual. ¡Eso sería una auténtica maravilla! Pero pocos adultos estarían dispuestos a consentir que sus hijos se marcharan con un hombre al que no conocen y a un sitio que no se puede visitar sin más. ¡Si hasta me tomarían por un despreciable secuestrador y un asaltacunas! Así que traigo solo uno o dos al año y siempre son niños que he visto en el Cementerio de lo que Podría Ser, niños buenos expuestos a sufrir a manos de sus padres. En tanto hombre que ha sufrido terriblemente de niño, ¡estoy convencido de saber lo importante que es ayudarles! El cementerio me muestra a los niños que, si yo no hago nada por impedirlo, se quedarán sin infancia por culpa de sus padres y madres. Les pegarán con cadenas, les darán comida para gatos, los venderán a pervertidos. Sus almas se convertirán en hielo y se volverán personas frías, sin sentimientos, que a su vez destruirán a otros niños. ¡Nosotros somos su única oportunidad, Bing! En los años que llevo de guardián de Christmasland he salvado a unos setenta niños y es mi más ferviente deseo salvar cien más antes de dar por concluida mi misión.

El coche circulaba a gran velocidad por la oscuridad fría y cavernosa. Bing movió los labios contando para sí.

—Setenta —murmuró—. Creía que rescataba usted un niño al año. Dos como máximo.
—Sí —dijo Manx—. Eso es.
—Pero entonces… ¿cuántos años tiene? —preguntó Bing.

Manx le sonrió de reojo dejando ver una boca llena de dientes marrones y afilados.

—Mi trabajo me mantiene joven. Termínate el cacao, Bing.

Bing dio un último sorbo caliente y azucarado y agitó lo que quedaba. Había un residuo amarillo lechoso en el fondo de la taza. Se preguntó si acaba de tragarse algo más del armario de las medicinas de Dewey Hansom, un nombre que sonaba a chiste o a personaje de un trabalenguas. Dewey Hanson, el ayudante de Manx antes-de-Bing, que había salvado a diez niños y ganado así su recompensa eterna en Christmasland. Si Charlie Manx había salvado a setenta, entonces ¿cuántos antes-de-Bing habría? ¿Siete? Qué suertudos.

Oyó un ruido, el estrépito, repiqueteo y gemido de un gran camión pesado que se acercaba por detrás. Se volvió para mirar mientras el ruido aumentaba a cada segundo, pero no vio nada.

—¿Oye eso? —preguntó sin ser consciente de que la taza vacía del termo se le había escurrido de sus manos repentinamente temblorosas—. ¿Oye cómo se acerca algo?
—Debe de ser la mañana —dijo Manx—. Está a punto de alcanzarnos. ¡No mires ahora, Bing, aquí llega!

El rugido del camión creció y creció y de repente los estaba adelantando por la izquierda de Bing. Este miró hacia la noche y vio el lateral de un enorme camión bastante cerca, a menos de un metro de distancia. Tenía un dibujo de un sol brillante y sonriente que salía de detrás de unas colinas. Los rayos del sol naciente iluminaban unas letras de medio metro de altura: EMPRESA DE REPARTOS AMANECER.


Durante un instante el camión oscureció la tierra y el cielo, y EMPRESA DE REPARTOS AMANECER llenó todo el campo visual de Bing. Después siguió traqueteante su camino, dejando una estela de polvo a su paso y entonces un cielo de mañana casi dolorosamente azul, sin nubes, sin límite, deslumbró a Bing, que parpadeó y vio

La guerra de los mundos


De G. H. Wells

LIBRO PRIMERO

LA LLEGADA DE LOS MARCIANOS

(Fragmento)

1 - LA VÍSPERA DE LA GUERRA

En los últimos años del siglo diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de sus cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de agua. Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones sobre este globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es muy posible que los infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo mismo. Nadie supuso que los mundos más viejos del espacio fueran fuentes de peligro para nosotros, o si pensó en ellos, fue sólo para desechar como imposible o improbable la idea de que pudieran estar habitados. Resulta curioso recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos días pasados. En caso de tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que tal vez hubiera en Marte seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a recibir de buen grado una expedición enviada desde aquí. Empero, desde otro punto del espacio, intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las nuestras lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra con ojos envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a comienzos del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.

Casi no necesito recordar al lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una distancia de ciento cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la mitad de la luz y el calor que llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la hipótesis corriente sobre la formación del sistema planetario, debe ser mucho más antiguo que nuestro mundo, y la vida nació en él mucho antes que nuestro planeta se solidificara. El hecho de que tiene apenas una séptima parte del volumen de la Tierra debe haber acelerado su enfriamiento, dándole una temperatura que permitiera la aparición de la vida sobre su superficie. Tiene aire y agua, así como también todo lo necesario para sostener la existencia de seres animados.

Pero tan vano es el hombre y tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo diecinueve ningún escritor expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una raza de seres dotados de inteligencia que pudiese compararse con la nuestra. Tampoco se concibió la verdad de que siendo Marte más antiguo que nuestra Tierra y dotado sólo de una cuarta parte de la superficie de nuestro planeta, además de hallarse situado más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está más distante de los comienzos de la vida, sino también mucho más cerca de su fin.

El enfriamiento que algún día ha de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto muy avanzado en nuestro vecino. Su estado material es todavía en su mayor parte un misterio; pero ahora sabemos que aun en su región ecuatorial la temperatura del mediodía no llega a ser la que tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos. Su atmósfera es mucho más tenue que la nuestra, sus océanos se han reducido hasta cubrir sólo una tercera parte de su superficie, y al sucederse sus lentas estaciones se funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las zonas templadas. Esa última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente remota, se ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La presión constante de la necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus poderes perceptivos y endureciendo sus corazones. Y al mirar a través del espacio con instrumentos e inteligencias con los que apenas si hemos soñado, ven a sólo treinta y cinco millones de millas de ellos una estrella matutina de la esperanza: nuestro propio planeta, mucho más templado, lleno del verdor de la vegetación y del azul del agua, con una atmósfera nebulosa que indica fertilidad y con amplias extensiones de tierra capaz de sostener la vida en gran número.

Y nosotros, los hombres que habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos tan extraños y poco importantes como lo son los monos y los lémures para el hombre. El intelecto del hombre admite ya que la vida es una lucha incesante, y parece que ésta es también la creencia que impera en Marte. Su mundo se halla en el período del enfriamiento, y el nuestro está todavía lleno de vida, pero de una vida que ellos consideran como perteneciente a animales inferiores. Así, pues, su única esperanza de sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde varias generaciones atrás reside en llevar la guerra hacia su vecino más próximo.

Y antes de juzgarlos con demasiada dureza debemos recordar la destrucción cruel y total que nuestra especie ha causado no sólo entre los animales, como el bisonte y el dido, sino también entre las razas inferiores, A pesar de su apariencia humana, los tasmanios fueron exterminados por completo en una guerra de extinción llevada a cabo por los inmigrantes europeos durante un lapso que duró escasamente cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan misericordiosos como para quejarnos si los marcianos guerrearan con las mismas intenciones con respecto a nosotros?

Los marcianos deben haber calculado su llegada con extraordinaria justeza —sus conocimientos matemáticos exceden en mucho a los nuestros— y llevado a cabo sus preparativos de una manera perfecta. De haberlo permitido nuestros instrumentos podríamos haber visto los síntomas del mal ya en el siglo dieciocho. Hombres como Schiaparelli observaron el planeta rojo —que durante siglos ha sido la estrella de la guerra—, pero no llegaron a interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan bien asentaron sobre sus mapas. Durante ese tiempo los marcianos deben haber estado preparándose.

Durante la oposición de mil ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la parte iluminada del disco, primero desde el Observatorio Lick. Luego la notó Perrotin, en Niza, y después otros astrónomos. Los lectores ingleses se enteraron de la noticia en el ejemplar de Nature que apareció el dos de agosto. Me inclino a creer que la luz debe haber sido el disparo del cañón gigantesco, un vasto túnel excavado en su planeta, y desde el cual hicieron fuego sobre nosotros. Durante las dos oposiciones siguientes se avistaron marcas muy raras cerca del lugar en que hubo el primer estallido luminoso.

Hace ya seis años que se descargó la tempestad en nuestro planeta. Al aproximarse Marte a la oposición, Lavelle, de Java, hizo cundir entre sus colegas del mundo la noticia de que había una enorme nube de gas incandescente sobre el planeta vecino. Esta nube se hizo visible a medianoche del día doce, y el espectroscopio, al que apeló de inmediato, indicaba una masa de gas ardiente, casi todo hidrógeno, que se movía a enorme velocidad en dirección a la Tierra. Este chorro de fuego se tornó invisible alrededor de las doce y cuarto. Lavelle lo comparó a una llamarada colosal lanzada desde el planeta con la violencia súbita con que escapa el gas de pólvora de la boca de un cañón.

Esta frase resultó singularmente apropiada. Sin embargo, al día siguiente no apareció nada de esto en los diarios, excepción hecha de una breve nota publicada en el Daily Telegraph, y el mundo continuó ignorando uno de los peligros más graves que amenazó a la raza humana. Es posible que yo no me hubiera enterado de lo que antecede si no hubiese encontrado en Ottershaw con el famoso astrónomo Ogilvy. Éste se hallaba muy entusiasmado ante la noticia, y debido a la exuberancia de su reacción, me invitó a que le acompañara aquella noche a observar el planeta rojo.

A pesar de todo lo que sucedió desde entonces, todavía recuerdo con toda claridad la vigilia de aquella noche: el observatorio oscuro y silencioso, la lámpara cubierta que arrojaba sus débiles rayos de luz sobre un rincón del piso, la delgada abertura del techo por la que se divisaba un rectángulo negro tachonado de estrellas.

Ogilvy andaba de un lado a otro; le oía sin verle. Por el telescopio se veía un círculo azul oscuro y el pequeño planeta que entraba en el campo visual. Parecía algo muy pequeño, brillante e inmóvil, marcado con rayas transversales y algo achatado en los polos. ¡Pero qué pequeño era! Apenas si parecía un puntito de luz. Daba la impresión de que temblara un poco. Mas esto se debía a que el telescopio vibraba a causa de la maquinaria de relojería que seguía el movimiento del astro.

Mientras lo observaba, Marte pareció agrandarse y empequeñecerse, avanzar y retroceder, pero comprendí que la impresión la motivaba el cansancio de mi vista. Se hallaba a cuarenta millones de millas, al otro lado del espacio. Pocas personas comprenden la inmensidad del vacío en el cual se mueve el polvo del universo material.

En el mismo campo visual recuerdo que vi tres puntitos de luz, estrellitas infinitamente remotas, alrededor de las cuales predominaba la negrura insondable del espacio. Ya sabe el lector qué aspecto tiene esa negrura durante las noches estrelladas. Vista por el telescopio parece aún más profunda. E invisible para mí, porque era; tan pequeño y se hallaba tan lejos, volando con velocidad constante a través de aquella distancia increíble, acercándose minuto a minuto, llegaba el objeto que nos mandaban, ese objeto que habría de causar tantas luchas, calamidades y muertes en nuestro mundo. No soñé siquiera en él mientras miraba; nadie en la Tierra podía imaginar la presencia del certero proyectil.

También aquella noche hubo otro estallido de gas en el distante planeta. Yo lo vi. Fue un resplandor rojizo en los bordes según se agrandó levemente al dar el cronómetro las doce. Al verlo se lo dije a Ogilvy y él ocupó mi lugar. Hacía calor y sintiéndome sediento avancé a tientas por la oscuridad en dirección a la mesita sobre la que se hallaba el sifón, mientras que Ogilvy lanzaba exclamaciones de entusiasmo al estudiar el chorro de gas que venía hacia nosotros.

Aquella noche partió otro proyectil invisible en su viaje desde Marte. Iniciaba su trayectoria veinticuatro horas después del primero. Recuerdo que me quedé sentado a la mesa, deseoso de tener una luz para poder fumar y ver el humo de mi pipa, y sin sospechar el significado del resplandor que había descubierto y de todo el cambio que traería a mi vida. Ogilvy estuvo observando hasta la una, hora en que abandonó el telescopio. Encendimos entonces el farol y fuimos a la casa. Abajo, en la oscuridad, se hallaban Ottershaw y Chertsey, donde centenares de personas dormían plácidamente.

Ogilvy hizo numerosos comentarios acerca del planeta Marte y se burló de la idea de que tuviese habitantes y de que éstos nos estuvieran haciendo señas. Su opinión era que estaba cayendo sobre el planeta una profusa lluvia de meteoritos o que se había iniciado en su superficie alguna gigantesca explosión volcánica. Me manifestó lo difícil que era que la evolución orgánica hubiera seguido el mismo camino en los dos planetas vecinos.

—La posibilidad de que existan en Marte seres parecidos a los humanos es muy remota—me dijo. Centenares de observadores vieron la llamarada de aquella noche y de las diez siguientes. Por qué cesaron los disparos después del décimo nadie ha intentado explicarlo. Quizá sea que los gases producidos por las explosiones causaron inconvenientes a los marcianos. Densas nubes de humo o polvo, visibles como pequeños manchones grises en el telescopio, se diseminaron por la atmósfera del planeta y oscurecieron sus detalles más familiares.

Al fin se ocuparon los diarios de esas anormalidades, y en uno y otro aparecieron algunas notas referentes a los volcanes de Marte. Recuerdo que la revista Punch aprovechó el tema para presentar una de sus acostumbradas caricaturas políticas. Y sin que nadie lo sospechara, aquellos proyectiles disparados por los marcianos aproximábanse hacia la Tierra a muchas millas por segundo, avanzando constantemente, hora tras hora y día tras día, cada vez más próximos. Paréceme ahora casi increíblemente maravilloso que con ese peligro pendiente sobre nuestras cabezas pudiéramos ocuparnos de nuestras mezquinas cosillas como lo hacíamos. Recuerdo el júbilo de Markham cuando consiguió una nueva fotografía del planeta para el diario ilustrado que editaba en aquellos días. La gente de ahora no alcanza a darse cuenta de la abundancia y el empuje de nuestros diarios del siglo diecinueve. Por mi parte, yo estaba muy entretenido en aprender a andar en bicicleta y ocupado en una serie de escritos sobre el probable desarrollo de las ideas morales a medida que progresara la civilización.

Una noche, cuando el primer proyectil debía hallarse apenas a diez millones de millas, salía a pasear con mi esposa. Brillaban las estrellas en el cielo y le describí los signos del Zodiaco, indicándole a Marte, que era un puntito de luz brillante en el cénit y hacia el cual apuntaban entonces tantos telescopios. Era una noche cálida, y cuando regresábamos a casa se cruzaron con nosotros varios excursionistas de Chertsey e Isleworth, que cantaban y hacían sonar sus instrumentos musicales. Veíanse luces en las ventanas de las casas. Desde la estación nos llegó el sonido de los trenes y el rugir de sus locomotoras convertíase en melodía debido a la magia de la distancia. Mi esposa me señaló el resplandor de las señales rojas, verdes y amarillas, que se destacaban en el cielo como sobre un fondo de terciopelo. Parecían reinar por doquier la calma y la seguridad.