De G. H. Wells
LIBRO PRIMERO
LA LLEGADA DE LOS
MARCIANOS
(Fragmento)
1 - LA VÍSPERA DE LA
GUERRA
En los últimos años del siglo
diecinueve nadie habría creído que los asuntos humanos eran observados aguda y
atentamente por inteligencias más desarrolladas que la del hombre y, sin
embargo, tan mortales como él; que mientras los hombres se ocupaban de sus
cosas eran estudiados quizá tan a fondo como el sabio estudia a través del
microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de
agua. Con infinita complacencia, la raza humana continuaba sus ocupaciones
sobre este globo, abrigando la ilusión de su superioridad sobre la materia. Es
muy posible que los infusorios que se hallan bajo el microscopio hagan lo
mismo. Nadie supuso que los mundos más viejos del espacio fueran fuentes de
peligro para nosotros, o si pensó en ellos, fue sólo para desechar como
imposible o improbable la idea de que pudieran estar habitados. Resulta curioso
recordar algunos de los hábitos mentales de aquellos días pasados. En caso de
tener en cuenta algo así, lo más que suponíamos era que tal vez hubiera en Marte
seres quizá inferiores a nosotros y que estarían dispuestos a recibir de buen
grado una expedición enviada desde aquí. Empero, desde otro punto del espacio,
intelectos fríos y calculadores y mentes que son en relación con las nuestras
lo que éstas son para las de las bestias, observaban la Tierra con ojos
envidiosos mientras formaban con lentitud sus planes contra nuestra raza. Y a
comienzos del siglo veinte tuvimos la gran desilusión.
Casi no necesito recordar al
lector que el planeta Marte gira alrededor del Sol a una distancia de ciento
cuarenta millones de millas y que recibe del astro rey apenas la mitad de la
luz y el calor que llegan a la Tierra. Si es que hay algo de verdad en la
hipótesis corriente sobre la formación del sistema planetario, debe ser mucho
más antiguo que nuestro mundo, y la vida nació en él mucho antes que nuestro
planeta se solidificara. El hecho de que tiene apenas una séptima parte del
volumen de la Tierra debe haber acelerado su enfriamiento, dándole una
temperatura que permitiera la aparición de la vida sobre su superficie. Tiene
aire y agua, así como también todo lo necesario para sostener la existencia de
seres animados.
Pero tan vano es el hombre y
tanto lo ciega su vanidad, que hasta fines del siglo diecinueve ningún escritor
expresó la idea de que allí se pudiera haber desarrollado una raza de seres
dotados de inteligencia que pudiese compararse con la nuestra. Tampoco se
concibió la verdad de que siendo Marte más antiguo que nuestra Tierra y dotado
sólo de una cuarta parte de la superficie de nuestro planeta, además de
hallarse situado más lejos del Sol, era lógico admitir que no sólo está más
distante de los comienzos de la vida, sino también mucho más cerca de su fin.
El enfriamiento que algún día ha
de sufrir nuestro mundo ha llegado ya a un punto muy avanzado en nuestro
vecino. Su estado material es todavía en su mayor parte un misterio; pero ahora
sabemos que aun en su región ecuatorial la temperatura del mediodía no llega a
ser la que tenemos nosotros en nuestros inviernos más crudos. Su atmósfera es
mucho más tenue que la nuestra, sus océanos se han reducido hasta cubrir sólo
una tercera parte de su superficie, y al sucederse sus lentas estaciones se
funde la nieve de los polos para inundar periódicamente las zonas templadas.
Esa última etapa de agotamiento, que todavía es para nosotros increíblemente
remota, se ha convertido ya en un problema actual para los marcianos. La
presión constante de la necesidad les agudizó el intelecto, aumentando sus
poderes perceptivos y endureciendo sus corazones. Y al mirar a través del
espacio con instrumentos e inteligencias con los que apenas si hemos soñado,
ven a sólo treinta y cinco millones de millas de ellos una estrella matutina de
la esperanza: nuestro propio planeta, mucho más templado, lleno del verdor de
la vegetación y del azul del agua, con una atmósfera nebulosa que indica
fertilidad y con amplias extensiones de tierra capaz de sostener la vida en
gran número.
Y nosotros, los hombres que
habitamos esta Tierra, debemos ser para ellos tan extraños y poco importantes
como lo son los monos y los lémures para el hombre. El intelecto del hombre
admite ya que la vida es una lucha incesante, y parece que ésta es también la
creencia que impera en Marte. Su mundo se halla en el período del enfriamiento,
y el nuestro está todavía lleno de vida, pero de una vida que ellos consideran
como perteneciente a animales inferiores. Así, pues, su única esperanza de
sobrevivir al destino fatal que les amenaza desde varias generaciones atrás
reside en llevar la guerra hacia su vecino más próximo.
Y antes de juzgarlos con
demasiada dureza debemos recordar la destrucción cruel y total que nuestra
especie ha causado no sólo entre los animales, como el bisonte y el dido, sino
también entre las razas inferiores, A pesar de su apariencia humana, los
tasmanios fueron exterminados por completo en una guerra de extinción llevada a
cabo por los inmigrantes europeos durante un lapso que duró escasamente
cincuenta años. ¿Es que somos acaso tan misericordiosos como para quejarnos si
los marcianos guerrearan con las mismas intenciones con respecto a nosotros?
Los marcianos deben haber
calculado su llegada con extraordinaria justeza —sus conocimientos matemáticos
exceden en mucho a los nuestros— y llevado a cabo sus preparativos de una
manera perfecta. De haberlo permitido nuestros instrumentos podríamos haber
visto los síntomas del mal ya en el siglo dieciocho. Hombres como Schiaparelli
observaron el planeta rojo —que durante siglos ha sido la estrella de la
guerra—, pero no llegaron a interpretar las fluctuaciones en las marcas que tan
bien asentaron sobre sus mapas. Durante ese tiempo los marcianos deben haber
estado preparándose.
Durante la oposición de mil
ochocientos noventa y cuatro se vio una gran luz en la parte iluminada del
disco, primero desde el Observatorio Lick. Luego la notó Perrotin, en Niza, y
después otros astrónomos. Los lectores ingleses se enteraron de la noticia en
el ejemplar de Nature que apareció el dos de agosto. Me inclino a creer que la
luz debe haber sido el disparo del cañón gigantesco, un vasto túnel excavado en
su planeta, y desde el cual hicieron fuego sobre nosotros. Durante las dos
oposiciones siguientes se avistaron marcas muy raras cerca del lugar en que
hubo el primer estallido luminoso.
Hace ya seis años que se descargó
la tempestad en nuestro planeta. Al aproximarse Marte a la oposición, Lavelle,
de Java, hizo cundir entre sus colegas del mundo la noticia de que había una
enorme nube de gas incandescente sobre el planeta vecino. Esta nube se hizo
visible a medianoche del día doce, y el espectroscopio, al que apeló de
inmediato, indicaba una masa de gas ardiente, casi todo hidrógeno, que se movía
a enorme velocidad en dirección a la Tierra. Este chorro de fuego se tornó
invisible alrededor de las doce y cuarto. Lavelle lo comparó a una llamarada
colosal lanzada desde el planeta con la violencia súbita con que escapa el gas
de pólvora de la boca de un cañón.
Esta frase resultó singularmente
apropiada. Sin embargo, al día siguiente no apareció nada de esto en los
diarios, excepción hecha de una breve nota publicada en el Daily Telegraph, y
el mundo continuó ignorando uno de los peligros más graves que amenazó a la
raza humana. Es posible que yo no me hubiera enterado de lo que antecede si no
hubiese encontrado en Ottershaw con el famoso astrónomo Ogilvy. Éste se hallaba
muy entusiasmado ante la noticia, y debido a la exuberancia de su reacción, me
invitó a que le acompañara aquella noche a observar el planeta rojo.
A pesar de todo lo que sucedió
desde entonces, todavía recuerdo con toda claridad la vigilia de aquella noche:
el observatorio oscuro y silencioso, la lámpara cubierta que arrojaba sus
débiles rayos de luz sobre un rincón del piso, la delgada abertura del techo
por la que se divisaba un rectángulo negro tachonado de estrellas.
Ogilvy andaba de un lado a otro;
le oía sin verle. Por el telescopio se veía un círculo azul oscuro y el pequeño
planeta que entraba en el campo visual. Parecía algo muy pequeño, brillante e
inmóvil, marcado con rayas transversales y algo achatado en los polos. ¡Pero
qué pequeño era! Apenas si parecía un puntito de luz. Daba la impresión de que
temblara un poco. Mas esto se debía a que el telescopio vibraba a causa de la
maquinaria de relojería que seguía el movimiento del astro.
Mientras lo observaba, Marte
pareció agrandarse y empequeñecerse, avanzar y retroceder, pero comprendí que
la impresión la motivaba el cansancio de mi vista. Se hallaba a cuarenta
millones de millas, al otro lado del espacio. Pocas personas comprenden la
inmensidad del vacío en el cual se mueve el polvo del universo material.
En el mismo campo visual recuerdo
que vi tres puntitos de luz, estrellitas infinitamente remotas, alrededor de
las cuales predominaba la negrura insondable del espacio. Ya sabe el lector qué
aspecto tiene esa negrura durante las noches estrelladas. Vista por el
telescopio parece aún más profunda. E invisible para mí, porque era; tan
pequeño y se hallaba tan lejos, volando con velocidad constante a través de
aquella distancia increíble, acercándose minuto a minuto, llegaba el objeto que
nos mandaban, ese objeto que habría de causar tantas luchas, calamidades y
muertes en nuestro mundo. No soñé siquiera en él mientras miraba; nadie en la
Tierra podía imaginar la presencia del certero proyectil.
También aquella noche hubo otro
estallido de gas en el distante planeta. Yo lo vi. Fue un resplandor rojizo en
los bordes según se agrandó levemente al dar el cronómetro las doce. Al verlo
se lo dije a Ogilvy y él ocupó mi lugar. Hacía calor y sintiéndome sediento
avancé a tientas por la oscuridad en dirección a la mesita sobre la que se
hallaba el sifón, mientras que Ogilvy lanzaba exclamaciones de entusiasmo al
estudiar el chorro de gas que venía hacia nosotros.
Aquella noche partió otro
proyectil invisible en su viaje desde Marte. Iniciaba su trayectoria
veinticuatro horas después del primero. Recuerdo que me quedé sentado a la
mesa, deseoso de tener una luz para poder fumar y ver el humo de mi pipa, y sin
sospechar el significado del resplandor que había descubierto y de todo el
cambio que traería a mi vida. Ogilvy estuvo observando hasta la una, hora en
que abandonó el telescopio. Encendimos entonces el farol y fuimos a la casa.
Abajo, en la oscuridad, se hallaban Ottershaw y Chertsey, donde centenares de
personas dormían plácidamente.
Ogilvy hizo numerosos comentarios
acerca del planeta Marte y se burló de la idea de que tuviese habitantes y de
que éstos nos estuvieran haciendo señas. Su opinión era que estaba cayendo
sobre el planeta una profusa lluvia de meteoritos o que se había iniciado en su
superficie alguna gigantesca explosión volcánica. Me manifestó lo difícil que
era que la evolución orgánica hubiera seguido el mismo camino en los dos
planetas vecinos.
—La posibilidad de que existan en
Marte seres parecidos a los humanos es muy remota—me dijo. Centenares de
observadores vieron la llamarada de aquella noche y de las diez siguientes. Por
qué cesaron los disparos después del décimo nadie ha intentado explicarlo.
Quizá sea que los gases producidos por las explosiones causaron inconvenientes
a los marcianos. Densas nubes de humo o polvo, visibles como pequeños manchones
grises en el telescopio, se diseminaron por la atmósfera del planeta y
oscurecieron sus detalles más familiares.
Al fin se ocuparon los diarios de
esas anormalidades, y en uno y otro aparecieron algunas notas referentes a los
volcanes de Marte. Recuerdo que la revista Punch aprovechó el tema para
presentar una de sus acostumbradas caricaturas políticas. Y sin que nadie lo
sospechara, aquellos proyectiles disparados por los marcianos aproximábanse
hacia la Tierra a muchas millas por segundo, avanzando constantemente, hora
tras hora y día tras día, cada vez más próximos. Paréceme ahora casi
increíblemente maravilloso que con ese peligro pendiente sobre nuestras cabezas
pudiéramos ocuparnos de nuestras mezquinas cosillas como lo hacíamos. Recuerdo
el júbilo de Markham cuando consiguió una nueva fotografía del planeta para el
diario ilustrado que editaba en aquellos días. La gente de ahora no alcanza a
darse cuenta de la abundancia y el empuje de nuestros diarios del siglo
diecinueve. Por mi parte, yo estaba muy entretenido en aprender a andar en
bicicleta y ocupado en una serie de escritos sobre el probable desarrollo de
las ideas morales a medida que progresara la civilización.
Una noche, cuando el primer
proyectil debía hallarse apenas a diez millones de millas, salía a pasear con
mi esposa. Brillaban las estrellas en el cielo y le describí los signos del
Zodiaco, indicándole a Marte, que era un puntito de luz brillante en el cénit y
hacia el cual apuntaban entonces tantos telescopios. Era una noche cálida, y
cuando regresábamos a casa se cruzaron con nosotros varios excursionistas de
Chertsey e Isleworth, que cantaban y hacían sonar sus instrumentos musicales.
Veíanse luces en las ventanas de las casas. Desde la estación nos llegó el sonido
de los trenes y el rugir de sus locomotoras convertíase en melodía debido a la
magia de la distancia. Mi esposa me señaló el resplandor de las señales rojas,
verdes y amarillas, que se destacaban en el cielo como sobre un fondo de
terciopelo. Parecían reinar por doquier la calma y la seguridad.
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