EL FARO
(The Light-House)
NOTA: este cuento se debe a una
sugerencia hecha por el profesor T. O. Mabbot, el notable estudioso de Poe, que
me escribió tras la aparición de mi The
Man Who Collected Poe. Mabbot se afanaba en la edición de la última
historia de Poe, The Light-House, que
dejó inconclusa, y tuvo la amabilidad de invitarme a completarla. El manuscrito
de Poe alcanza apenas cuatro hojas y finaliza con la anotación «3 de enero».
Aquí empieza mi colaboración. Y aquí está, igualmente, el último cuento de Poe,
por el que pido perdón humilde y sinceramente.
ROBERT BLOCH
1 de enero de 1796. Este día —mi primer día en el faro— doy inicio
a mi Diario, tal y como lo acordé con DeGrät. Lo llevaré con tanta regularidad
como me sea dado —pero es imposible decir qué podría pasarle a un hombre tan
solo como yo—, pues acaso enferme, o peor aún…
¡Estoy tan aislado! Un cúter
tiene al menos escape, pero ¿por qué pensar en eso, si estoy aquí, a salvo?
Además, mi espíritu comienza a revivir desde que estoy aquí con el solo
pensamiento de hallarme, por primera vez en mi vida, completamente solo. Neptuno,
aun siendo tan grande, no puede ser considerado miembro de la sociedad. Nunca
podría encontrar en sociedad la mitad del aprecio que me brinda este pobre
perro. En cualquier caso, la sociedad y yo no somos compatibles, o no lo
seremos al menos durante un año.
Lo que más me sorprendió fue la
dificultad que encontró DeGrät para conseguirme este empleo. ¡Soy miembro de la
realeza! No pudo ser que el Consistorio albergase alguna duda acerca de mi
capacidad para manejar la luz. Un hombre lo había hecho antes que yo, y lo hizo
tan bien como los tres que se encargaron de este trabajo antes que él. El
trabajo en realidad no es nada; tengo además unas instrucciones impresas muy
completas. No hacía falta que me acompañara Orndoff. Nunca hubiera podido
seguir con mi libro de haber estado él aquí, con su insoportable cháchara.
Después de todo, prefiero estar solo.
Es extraño que nunca me haya
detenido a contemplar cuán amarga suena una palabra como solo. Puedo dar fe de
que hay algo peculiar en el eco de estas paredes cilíndricas… pero, no, no;
esto no tiene sentido. Creo que mis nervios empiezan a acusar el aislamiento.
Eso no puede ser. No he olvidado la profecía de DeGrät. Ahora mi tarea se
reduce a trepar hasta la linterna y tener buena vista para ver desde allí lo que
pueda ver. ¡Ver lo que pueda ver! No mucho. La mar está en calma, me parece.
No obstante, el cúter tendrá
dificultades para llegar a puerto. Deberá avistar las señales mañana, antes de
que anochezca, y no es fácil hacerlo desde 190 ó 200 millas.
2 de enero. He pasado este día en una especie de éxtasis que
encuentro difícil describir. Mi pasión por la soledad difícilmente podría haber
hallado tanta y tan extraordinaria gratificación. No he dicho satisfacción,
porque creo que jamás me sentiré saciado de tamañas delicias como las que he
experimentado en el día de hoy…
El viento arrullaba desde el
amanecer y por la tarde el mar se ha hundido materialmente, de tan quieto. Nada
que ver, ni siquiera con el telescopio, salvo el mar y el cielo, y
ocasionalmente alguna gaviota.
3 de enero. Calma mortal todo el día. Hacia el anochecer el mar
parecía de cristal. Unas pocas algas a la vista, nada más, absolutamente nada
durante todo el día, ni siquiera nubes… He pasado el día explorando el faro… Es
un faro muy alto, lo he notado por lo mucho que me costó subir la escalera
interminable; como poco tiene 160 pies, estoy seguro, desde la base a la
linterna. Pero en su interior es aún más alto, tendrá unos 180, dado que se
hunde en la tierra unos 20 pies bajo el nivel del mar.
Parece que el interior, y sobre
todo la parte que se hunde en la tierra, está construido en sólida albañilería.
Indudablemente, en el interior del faro se está bien protegido. ¡Qué digo!
Claro que una estructura semejante debe resistir a lo que sea, en cualesquiera
circunstancias. Me sentiré a salvo incluso si se desata el más feroz huracán
que jamás haya habido. Según he oído decir, suele desencadenarse un huracán
cuando sopla el viento del sudoeste; y según he oído decir igualmente, cuando
eso ocurre la mar en ningún lugar del mundo es tan temible como aquí, salvo en
el corte occidental del Estrecho de Magallanes.
La simple mar, creo, no podría
arrasar nunca esta formidable torre de sólida albañilería con sus paredes
reforzadas con hierro. Aun subiendo la marea al máximo, en pleno temporal, sólo
cubriría 50 pies de la torre. Y la base sobre la que reposa toda la estructura
del faro me parece que ha sido reforzada con yeso.
4 de enero. Me dispongo ahora a hacer el resumen de mis trabajos en
el libro, después de haberme pasado el día familiarizándome con la rutina a
desarrollar.
Mi trabajo es absurdamente
sencillo; la luz requiere poca atención, sólo hay que reemplazar el aceite del
quemador periódicamente. En cuanto a mis necesidades más perentorias, son
fácilmente satisfechas; basta con bajar por la escalera para hacerme con lo que
precise.
En el arranque inferior de la
escalera está la entrada, grande, completamente despejada. En la primera planta
de la escalera circular, que es de hierro, está mi despensa, bien provista de
botellones de agua potable y provisiones, así como apagapenoles y otras cosas
necesarias en mi trabajo. En la segunda planta de esa interminable y agotadora
escalera en espiral, está el cuarto del aceite, repleto con los tanques de los
que extraigo el contenido necesario para reemplazar el que se agota en el
quemador de la linterna. Por lo general, y si estoy atento, no tendré que bajar
a por la cantidad de aceite que necesite más de una vez a la semana, lo que
aprovecharé también para hacerme con provisiones, de modo y manera que Neptuno
y yo tengamos cuanto nos es necesario durante al menos siete días. En lo que al
aceite se refiere, basta con dos barrilitos cada tres días para asegurarse una
luz constante en la linterna. Si me parece, subiré hasta una docena de
barrilitos a la plataforma que hay junto a la linterna, e iré tirando de su
contenido durante las semanas venideras.
Así transcurre mi existencia
diaria. Salvo si es preciso que baje la escalera, limito mis movimientos a la parte
superior del faro, lo que quiere decir a los tres niveles últimos a los que
conduce la escalera en espiral. En el primero está mi cuarto de estar, por así
decirlo, el lugar donde Neptuno se pasa la mayor parte del día, como es lógico;
aquí subí un pequeño escritorio, que planté junto al ventanuco desde el que se
contempla el mar. En el siguiente nivel tengo el dormitorio y una pequeña
cocina. Aquí tengo las raciones semanales de agua y comida bien guardadas en
recipientes a propósito. Tengo también una estufa muy práctica que alimento con
el aceite de la linterna del faro. El siguiente y último nivel alberga el
cuarto de servicio, que a su vez da acceso a la linterna y a la plataforma
sobre la que luce. Como la linterna y los reflectores están fijos desde hace
tiempo, no es preciso que ascienda a esa plataforma, salvo si se trata de
cambiar el aceite del quemador. Espero no tener que hacerlo para reparar
cualquier desperfecto, o ajustar lo que sea, guiándome de las instrucciones
escritas que me fueron dadas cuando vine aquí.
Hoy he subido cuanto necesite por
lo menos para un mes: aceite, agua, provisiones para Neptuno y para mí. Espero
tener que moverme únicamente entre mis dos habitaciones para cambiar las velas.
Por lo demás, soy libre.
¡Totalmente libre! Mi tiempo es mío y nada más. En este alto reino impero como
un rey. Como Neptuno es el único ser viviente que hay a mi lado, imagino que
soy el soberano que reina sobre todo lo que alcanza a contemplar mi vista: el
océano abajo y las estrellas arriba. Soy el amo del sol que brota de mañana
rubicundo y radiante para derramarse sobre el mar; soy el emperador de los
vientos y el monarca de las tormentas; soy el sultán de las olas que bañan los
pies de este gran palacio como un pináculo en el que vivo. Mando sobre la luna
y las mareas, sobre el flujo y el reflujo de la mar que baña cadenciosa mi
reino.
Pero basta ya de fantasías. Lo
que DeGrät espera de mí es que refrene lo mórbido y las grandiosas
especulaciones, así que me entregaré ardorosamente a la tarea que debo cumplir.
Esta noche, sentado ante la ventana, bajo la luz de las estrellas, la marea que
llega hasta los altos muros del faro no parece hacer otro eco que el de mi
exultación. Soy libre. Al fin estoy solo.
11 de enero. Ha pasado una semana desde mi última anotación en este
Diario y cuando leo lo escrito hasta ahora me parece extraño que fuese yo quien
desgranara esas palabras.
Ha pasado algo en este lapso de
tiempo, algo cuya naturaleza me parece insondable. He trabajado, comido,
dormido; he reemplazado el aceite del quemador. Mi existencia, en general, ha
sido realmente plácida. No sé si atribuir la alteración de mis sentimientos a
un proceso alquímico interno; baste decir que un cambio perturbador se ha
obrado en mí.
¡Solo! Yo, que decía y escribí
esta palabra como si poseyera un encantamiento místico que te procura la paz,
he comenzado —y ahora sé bien por qué— a aborrecerla. Aborrezco incluso el
sonido de sus dos sílabas. Y su lúgubre significado, sobre todo.
Estar solo es angustioso y terrible.
Estar solo, tan solo como lo estoy yo, con la única compañía de Neptuno, me
recuerda que soy el único habitante de un universo ciego e insensato. El sol y
las estrellas se turnan para cumplir su ciclo sin final, eterno, sobre el
horizonte, al que ya no presto atención porque en nada puedo poner mi mente con
cierta constancia. El mar que va y viene hasta la base del faro no es más que
un caótico vacío.
Siempre me tuve por un hombre
autosuficiente, ajeno a las vanas exigencias de la banal sociedad. ¡Cuán equivocado
estaba! Ahora anhelo ver otra cara, oír otra voz que no sea la mía, tocar otras
manos, no importa si ofrecen calidez o aspereza. Necesito cualquier cosa que me
haga salir de esta pesadilla, cualquier cosa que me haga sentir que no estoy
solo.
Pero lo estoy. Y lo estaré. El
mundo se halla a un par de cientos de millas de aquí. No volveré a verlo al
menos hasta que haya transcurrido un año. Mucho tiempo, excesivo. Pero basta
ya, no puedo poner en orden mis pensamientos con esta angustiosa sensación en
la que me sumo.
13 de enero. Han pasado, como dos siglos, dos días más. ¿Cómo puede
ser así, cuando sólo hace dos semanas que llegué a esta torre en la que soy
prisionero? Es verdad que desde esta prisión veo el horizonte; es verdad que no
tengo barrotes a los que asirme resignado, sino que estoy rodeado de unas
sólidas paredes. Pero no veo más que agua. Agua que va y viene, unas veces en
calma, otras salvajemente, infinitamente. El mar ha cambiado, sin embargo; las
grises nubes del cielo lo han vestido con su lúgubre atavío y comienza a
rodearme un tumulto aún atenuado que en breve devendrá en tempestad.
No puedo soportar por más tiempo
la contemplación del mar, ahora gris y picado, y me voy a mi habitación.
Trataré de escribir. Apenas he comenzado mi libro, pero la verdad es que no me
siento capaz de escribir algo medianamente creativo, ni constructivo. Tomo la
pluma ante la hoja en blanco. Pero no escribo, sólo dibujo círculos. Como los
confines de esta torre de mi tormento.
¿Unas palabras desesperanzadas,
las que escribo ahora? Véase: no estoy solo en mi aflicción. Neptuno, el leal,
el tranquilo, el apacible, también parece afligido, lo noto.
Quizá sea así por la proximidad
de la tormenta, que le asusta. Los animales saben bien que la Naturaleza
resulta temible. Neptuno se pasa ahora todo el tiempo a mi lado; noto que
tiembla cuando una sucesión de olas se estrella contra el faro. Hay además un
frío cortante en el aire, que nuestra estufa apenas puede disipar, pero no es esa
frialdad lo que más opresivo me resulta, sin embargo.
Desde lo más alto he contemplado
el espectáculo de la aproximación de la tormenta. Las olas son increíblemente
grandes, se abaten contra el faro en un tumultuoso esfuerzo titánico. Estas
sólidas paredes atruenan rítmicamente con cada ataque de las olas. El mar,
cambiante, apenas ha tardado en pasar del gris al negro; negro como el basalto
y acaso igual de duro. También se ha tornado negro el cielo, a tal punto que se
difumina el horizonte. Y me siento rodeado por la negrura de los truenos, que
me golpea por todas partes.
Sobre esa masa negra que forman
el cielo y el mar refulgen los relámpagos. Empieza ya la tormenta y Neptuno
aúlla temeroso. Le acaricio, pero el pobre animal va a esconderse. Parece tener
miedo incluso de mí. ¿Será que también yo siento un pánico indisimulable que me
traiciona, que me impide aparentar tranquilidad? No lo sé. Sólo siento que
estoy perdido, atrapado, esperando que la tormenta se apiade de mí. En esas
condiciones apenas puedo escribir.
Tanto es así, que me fuerzo a
ello aunque sólo sea para hacer que prevalezca la razón sobre mi miedo. Pero
así y todo, he omitido algo en este Diario, que me parece digno de mención, a
propósito de mi observación del mar y del cielo desde lo más alto. Fue un
instante singular. Lo percibí cuando contemplaba la negra masa del agua… ¿Por
qué no lo dije antes? ¿Acaso por miedo a la verdad desnuda que supone aceptar
las sensaciones? Lo cierto es que, viendo desde mi observatorio la negra masa
del agua, sentí el impulso, rápidamente ido, de arrojarme al mar.
Ya pasó y ahora no me asusta
haber sentido eso. Pido, sin embargo, para que no me vuelva a asaltar de ningún
modo ese impulso, u otro semejante. Bien, ahora estoy en mi escritorio,
escribiendo lo presente en relativa calma. Pero ahí está el hecho, la idea de
destruirme me llegó subrepticiamente, con la fuerza de una de esas olas
monstruosas.
Pero ¿cuál es el significado
oculto de mi demente y por suerte breve deseo de acabar con mi vida? Me
esfuerzo en desentrañarlo. Creo, tras mucho pensar en ello, que no fue sino la
manifestación de mi necesidad de escapar de la soledad… Fue como si el mar y el
cielo tormentoso me dijeran que no estaba solo, que gozaba de su compañía.
Pero me defendí de la fuerza de
los elementos. Derroté a los poderes de la tierra y el cielo. Resistí. Sigo
solo, como debo estarlo… Y como debe ser, sobrevivo. Mi risa se deja sentir
ahora por encima de los truenos.
Así que, vosotros, espíritus de
la tormenta, atacad cuando os plazca, con furia desatada, con violencia
indecible, los muros de mi fortaleza, que nada podréis ni contra mí ni contra
ella. Soy más fuerte que vosotros. Pero… ¡Neptuno! Algo le ocurre a esta pobre
criatura, debo atenderlo.
16 de enero. Ha pasado la tormenta. Me siento ahora ante mi
escritorio, solo, completamente solo. He tenido que encerrar al pobre Neptuno
en el cuarto que me sirve de despensa; el desgraciado animal parecía fuera de
sí, parecía haber perdido incluso el control de sus movimientos, pues no hacía
más que girar sobre sí mismo mientras aullaba lastimeramente. No atendía a mis
palabras y no me quedó más remedio que arrastrarlo, literalmente hablando,
escalera abajo, y encerrarlo, pues temí que en su locura pudiera atacarme. Debo
velar por mi propia seguridad… Me asusta la posibilidad de que mi perro se haya
vuelto rabioso, recluido como lo estoy en el faro.
Ha estado aullando mucho rato,
con aullidos que me hacían sentir piedad por él, pero ahora está en silencio.
Ya dormía la última vez que me asomé a verlo; confío en que el descanso le
venga bien a mi fiel compañero.
¡Compañero!
¿Cómo podría describir los
horrores de soportar una tormenta en absoluta soledad?
Al comienzo de esta entrada de mi
Diario he puesto la fecha del 16 de enero, pero eso no es más que una
referencia. La tormenta aún sigue, parece correr en paralelo con el tiempo.
Quizá haya acabado mañana, o acaso siga uno, dos días más, una semana, un
siglo… No lo sé.
Sólo sé que las olas se abaten
una y otra vez contra el faro. Sólo sé que golpea contra sus muros una masa
negra en la que parecen confluir el cielo y el mar. Sólo sé que mi propia voz,
cuando digo algo en voz alta para oírme, parece formar parte también del fragor
de la tormenta. Pero ¿cómo explicar la causa de esa sensación? Hubo un tiempo
en el que no era capaz de asomar la cabeza por las sábanas cuando había
tormenta, hundida mi cara en la almohada, pero mis lágrimas no eran las propias
de un niño inocente, sino las lágrimas de Lucifer una vez perdió la gracia. Me
sentía entonces condenado de por vida, arrojado a un mundo que me hacía
prisionero de su caos atronador.
No es preciso que me extienda
acerca de las fantasías que me asaltaban en aquellas horas. Como la que siento
ahora, una fantasía en la que de repente veo que las olas abaten el faro y se
lo llevan a lo más hondo del mar. Eso hace que en ocasiones me sienta víctima
de un complot colosal, aunque en realidad fuese yo quien pidiera a DeGrät que
me consiguiese este empleo, para mi desgracia presente, por supuesto… Pero sobre
todo siento en ocasiones, y esto no es una fantasía como la de las olas
llevándose el faro al fondo del mar, siento terriblemente la fuerza de la
soledad, eso es lo peor de todo. Una fuerza que me asalta en furioso oleaje.
Olas mucho más altas y temibles que las que se levantan en el agua.
Todo va pasando, sin embargo. El
mar —y yo mismo— parece ahora más en calma. Una calma extraña, sin embargo;
acabo de echarle un vistazo y he contemplado algo que no había visto antes, o
en lo que al menos no había reparado.
Antes de extenderme acerca de esa
observación, diré sin embargo que ya estoy tranquilo. Se me ha ido el miedo y
me ha desaparecido el temblor que me provocaba. La locura transitoria que me
produjo la tormenta se ha esfumado y mi cerebro está libre de fantasmas; más
aún, mis facultades para la percepción y el análisis vuelven a acompañarme.
Eso quiere decir que me hallo
ahora en posesión de un sentido adicional, cual lo es la capacidad de analizar
las cosas más allá de las limitaciones impuestas por la Naturaleza.
La mar vuelve a estar en calma,
ha ido produciéndose esto de manera tan paulatina que nada hace rememorar el
temporal anterior. El cielo luce ahora su natural luminosidad nocturna. Pero…
Allá por el horizonte crepita una llamarada… Es el sol, el sol del Ártico que
empieza a refulgir en todo su esplendor, el sol que asoma momentáneamente por
encima del muro de agua del océano. Sol y cielo, mar y aire sobre mí, como si
se desangraran.
¿Se corresponde lo anterior
conmigo, que antes escribí a propósito de mi vuelta a la normalidad, a la
tranquilidad? Sí, yo que había gritado ¡solo! y que me levanté asustado de mi
silla cuando el eco, como si se burlara de mí, me devolvió de manera aún más
estridente la palabra maldita, ¡solo! ¿Es que acaso, al margen de mi pretendida
resolución, al margen de mi ánimo por mantenerme incólume, me estuviera
volviendo loco? Si es así, ruego que el fin me llegue pronto.
18 de enero. Pero no llegará ese fin. He concebido una noción,
acaso una teoría, con la que pondré a prueba mis facultades mentales. Voy a
hacer un experimento.
26 de enero. He pasado una semana en esta solitaria prisión.
¿Solitaria? Quizá, pero no por mucho tiempo. El experimento está en marcha.
Debo contarlo.
El eco me hace pensar. Uno siente
que le devuelve su propia voz. Uno suelta un pensamiento en voz alta y el eco
se lo devuelve. ¿Acaso hay ahí una respuesta? El sonido, como sabemos, se
produce en ondas. Las emanaciones del cerebro, acaso, viajen de manera similar.
Las leyes de la psicología no pueden confinar esas emanaciones ni en el tiempo,
ni en el espacio ni en su duración.
¿Puede materializarse un
pensamiento como el eco materializa una voz? El eco es el producto de una
emisión. El pensamiento…
La clave está en la
concentración. Me he concentrado bien. No me falta de nada y Neptuno parece de
nuevo tranquilo, aunque al verme gimotea y se aparta de mí. Lo he dejado abajo
toda la semana para estar más concentrado aquí arriba. La concentración,
repito, es la clave de mi experimento.
La concentración, por su propia
naturaleza, es cosa difícil: la ansiedad por conseguirla dificulta su
obtención. Es difícil quedarse tranquilamente sentado mientras mantienes la
mente en blanco, limpia de todo pensamiento. Al cabo de unos pocos minutos te
das cuenta de que tu cuerpo se entrega a diferentes movimientos de distracción,
tales como golpear el suelo con los pies, tamborilear con los dedos, hacer
muecas faciales…
No obstante, he persistido
durante horas en mi afán de obtener la concentración debida. Los tres primeros
días fueron agotadores por mis intentos de mantenerme fuera de toda tensión, de
toda agitación nerviosa, de asumir mi interioridad y lo que me es ajeno a un
tiempo, con la tranquilidad de un fakir hindú. Pero después viene la tarea, no
menos difícil, de sentir el vacío de la consciencia, algo que se obtiene con un
intenso y denodado esfuerzo, con una decidida voluntad. ¿Qué eco se puede
obtener de la nada? ¿Qué compañía puedo obtener en mi soledad? ¿Qué símbolo o
señal deseo ver? ¿Qué puede simbolizar para mí un mundo carente de vida y de
luz?
DeGrät se reiría de mí hasta el
escarnio si tuviera noticia de los conceptos con que me desenvuelvo. Con mi
fama de cínico, de decadente, de abandonado, yo buscando mi alma, dejándome
llevar de un sentimiento, encontrando al fin que todo cuanto más deseo… es un
mero signo, una señal, algo que brote fresco y vital de la tierra, una flor…
¡Una rosa!
Eso es todo lo que espero ver,
una rosa en su tallo vivo, perfumada con la encarnación de la vida. Aquí,
sentado ante la ventana, he soñado, me he enternecido, he logrado concentrar
cada fibra de mi ser pensando en una rosa.
Mi mente se ha llenado del rojo
de las rosas, que no es el rojo del sol sobre el mar, ni el rojo de la sangre.
Es el rico y radiante rojo de la rosa, sin más. Y mi alma se ha embriagado con
el olor de la rosa. Cuanto más lograba concentrarme en la rosa, estas paredes
cilíndricas que me envuelven parecieron esfumarse y me sentí inmerso en la
textura de una rosa, en el color de una rosa, en la esencia de una rosa.
¿Escribiré que al séptimo día de
concentración, cuando desde la ventana observé que el sol se levantaba sobre el
mar sentí el imperio de mi consciencia? ¿Escribiré que me levanté de mi
asiento, bajé la escalera, abrí la pesada puerta de hierro de la base del faro
y salí a sentir la espuma de las olas en mis pies? ¿Escribiré que estuve a
punto de caer al agua, que hube de asirme con fuerza?
¿Escribiré que cuando volví de
nuevo aquí arriba lo hice con mi preciado trofeo, lo que quiere decir que a
doscientas millas de puerto, donde sólo hay agua, me hice con una rosa fresca y
hermosa?
28 de enero. ¡No se marchita! La tengo constantemente en un vaso,
sobre la mesa, y luce tan esplendorosa que parece de ensueño. Es real, tan real
como los aullidos lastimeros del pobre Neptuno, que parece intuir algo extraño.
Pero sus ladridos frenéticos no me molestan; nada me molesta ya; ahora estoy en
posesión de un poder más grande que la tierra, que el espacio y el tiempo. Y
usaré ese poder de la manera más conveniente para mis intereses. Aquí, en mi
torre, me he convertido en un filósofo: he aprendido bien la lección y sé que
no aspiro a la fama, que no deseo la salud, que no quiero la admiración social.
Todo lo que necesito es… compañía.
Al fin, con el poder derivado de
mi autocontrol, la tendré. Pronto, muy pronto. No estaré solo por mucho tiempo.
30 de enero. Tormenta otra vez pero no le presto atención; tampoco
se la presto a los aullidos de Neptuno, aunque el pobre animal se golpea
literalmente contra la puerta de la despensa donde lo tengo encerrado. Se
podría pensar que sus esfuerzos por abrir la puerta se deben a un sentido de la
responsabilidad, a su convicción de que debe guardar el faro, pero no. Para mí
que son la consecuencia del ventarrón del norte. No le presto atención, como he
dicho, pero me parece que esta tormenta supera en intensidad a la anterior ya
referida.
Pero eso tampoco tiene
importancia. Ni que la luz del faro parezca a punto de extinguirse, como si el
viento penetrase los muros, como si la violencia del mar fuera a derribarlos en
cualquier momento, como si el cielo se cerniera sobre la tierra con su
descomunal boca negra abierta para devorarme.
Soy consciente de todo eso, pero
no me turba; tengo una importante tarea en la que concentrarme. Haré ahora una
pausa, para comer algo y tomar resuello, y volveré de nuevo a este Diario para
dar cuenta de los progresos hechos, los cuales habrán de llevarme pronto, no ya
a una resolución, sino a la meta.
Durante los últimos siete días he
conseguido someter mis facultades a mis deseos, concentrándome en el fin último
de hacerme con la compañía que preciso.
Una compañía —lo adelanto ya— que
no será sino la de una mujer. Una mujer única, una mujer capaz de superar las
limitaciones propias al común de los mortales. Será una mujer preciosa,
elegante, de ensueño; una mujer capaz de colmar mis deseos, y capaz también de
colmarme de delicias, más allá de los límites de la carne.
Es la mujer con la que siempre he
soñado, la única a la que he buscado, aunque en vano, en eso que en mi
ignorancia tomé por el mundo real. Creo, sin embargo, que la conozco, que la
conocí siempre, que mi alma siempre se vio henchida por su presencia. La puedo
ver perfectamente; sé bien cómo es su cabello, más precioso que el oro; sé cómo
son sus cejas, una mezcla de marfil y de alabastro; sé de la exquisitez de su
rostro y de la delicadeza de sus formas. Está bien grabada en mi consciencia.
DeGrät se limitaría a decir que no es más que el recuerdo de un sueño… Pero
DeGrät no ha visto la rosa.
La rosa —he evitado hablar de
ella hasta ahora— ha desaparecido. La rosa que puse ante mí, en mi mesa, cuando
inicié este esfuerzo de voluntad. Pero no lo lamento. Debo concentrarme ahora
en la consecución de la compañía a la que aspiro.
Pasan las horas y sigue la
tormenta, el sonido brutal de las olas me rodea. Contemplo el mar y vuelvo a
concentrarme en el vaso que hay en mi mesa. Y veo de nuevo crecer la rosa en su
tallo, pero no hay en ella rastro de la belleza ni de la vida que tuvo antes en
su tallo verde. Es ahora una rosa marchita, detestable, putrefacta. La arrojo
lejos de mí, pero tras hacerlo no puedo evitar un presentimiento. ¿Y si me estoy
traicionando? ¿Acaso sólo ha sido una rosa podrida, poco menos que un hierbajo,
lo que he arrojado al océano? ¿Y si hubiera sido sólo un hierbajo, realmente,
al que mis pensamientos concedieron los atributos de una rosa? ¿Cualquier cosa
que saque de las profundidades, del mar o de la consciencia, será verdadera,
será real?
La adorada imagen de la mujer a
la que aspiro como compañera me saca de estas enfebrecidas especulaciones. Me
siento de nuevo a salvo. Era una rosa; quizá fueron mis pensamientos los que la
crearon, pero también puede que se marchitara hasta ser sólo un hierbajo cuando
mis pensamientos se dispersaron y me concentré en otras cosas. Cuando tenga la
compañía que anhelo no me pasará, no necesitaré concentrarme en cualquier otra
cosa. Esa mujer será el recipiente de cuanto posee mi mente, de cuanto posee mi
corazón, de cuanto posee mi alma. Nunca le faltará el amor, el sentimiento,
todo lo que precise para preservarse. Así que no hay nada que temer… Nada que
temer.
Dejo de nuevo mi pluma a un lado
y vuelvo a la tarea, a la gran tarea de la creación, si se prefiere decirlo
así… El miedo, que admito, a la soledad, me da la fuerza que necesito para
adentrarme en territorios insondables, para producirme en esfuerzos
inimaginables. Ella, y nada más que ella, me salvará, tiene que salvarme,
deberá salvarme… La puedo ver ya, nimbada por su cabello de oro, y mi
consciencia se concentra en llamarla, en clamar para que se me aparezca
radiante, real. Estoy seguro de que existe en algún lugar, más allá de las
tormentas y de los mares, lo sé… Y no importa dónde se encuentre porque le
llegará mi llamada y me responderá.
31 de enero. Sentí el aldabonazo en mitad de la noche. Me levanté
llevado de una especie de compulsión sonambúlica, como si emergiera de mi
propio interior como un relámpago, y bajé la escalera.
El candil que llevaba me temblaba
en las manos; tremolaba su luz en el aire mientras mis pasos apresurados en la
escalera levantaban un sonido que retumbaba como un trueno. El sonido de las
olas al estrellarse contra el faro parecía sumirme en el centro de un remolino
de agua y se imponía a los aullidos del pobre Neptuno, que oí al pasar ante la
puerta tras la que estaba encerrado. Neptuno persistía en su afán de abrir la
puerta como fuese para quedar libre de su encierro, pero no le presté mayor
atención, seguí bajando la escalera hasta la puerta de hierro que daba entrada
al faro.
Para abrirla hay que utilizar las
dos manos, por lo que dejé el candil en el suelo. Abrir esa puerta requiere de
una fuerza de la que carezco, pero me empleé a fondo, cuidando de que no
entrase el agua. Una de aquellas olas podría inundar el faro. O estrellarme.
Pero prevaleció mi consciencia,
lo que quiere decir mi concentración, e hice toda la maniobra sin problemas.
Abrí para que no estuviese desamparada ante la puerta de hierro, con la
urgencia del enamorado que desea echarse cuanto antes en los brazos de su
amada.
La puerta se abrió un poco,
chirriante y pesada, y me golpeó la tormenta. Un monstruo de boca negra y
oleaje de colmillos. El mar y el cielo parecían unidos para atacarme y por un
momento me vi inmerso en su caos. El restallido de los relámpagos revelaba la
inmensidad de aquella pesadilla ineludible.
Pero entonces la vi, revelada
también por un relámpago. Ella, a la que tanto esperaba.
No me hizo falta la luz del candil
para apreciarla; su rubia gloria iluminaba cuanto la rodeaba, pálida y
temblorosa, una diosa que hubiera emergido desde lo más hondo del mar.
¿Una alucinación, una visión, una
aparición? Mis dedos temblorosos buscaron, y hallaron, la respuesta. Su carne
era real, fría como las aguas heladas a través de las cuales había llegado
hasta mí. Pero también palpitante. Pensé en la tormenta, en barcos hundidos y
en náufragos; pensé en la maravilla de aquella linda muchacha que a pesar de la
tormenta había llegado incólume hasta el faro. Pensé en mil explicaciones que
dar a un hecho tan venturoso, en mil milagros, en un centón de razones que
explicaran su presencia más allá de lo racional. Pero sólo una cosa era
material: mi compañera estaba allí y no podía hacer otra cosa que tomarla en
mis brazos.
No hizo falta decir una sola
palabra, no hacían falta las palabras en aquel infierno, no eran necesarias las
palabras pues bastaba con su sonrisa. Sus labios pálidos me sonrieron apenas le
ofrecí mis brazos y corrió a refugiarse en ellos. Vi sus dientes como los de un
tiburón, a través de su sonrisa. Sus ojos, que tenían la calidad que les es
propia a los de los peces, estaban entornados. Cuando le ofrecí mis brazos me
ciñó entre los suyos, fríos como las propias aguas de las que había emergido,
fríos como la tormenta, fríos como la muerte.
En un momento que me atrevo a
decir monstruoso, supe con certeza ineludible que el poder de mi voluntad había
demostrado su excelencia, que la llamada hecha por mi consciencia había sido
atendida. Sólo que la respuesta no venía de la vida, pues nada vivía en la
tormenta. Había hecho correr sobre las aguas mi deseo, la fuerza de mi
voluntad, mi petición de compañía, pero la voluntad penetra en todas las
dimensiones y mi llamada recibió respuesta desde la profundidad del mar. Sí,
ella venía de lo más hondo, de donde sueña la muerte, y mi obligación no era
otra que la de vestirla y darle calor con la hórrida vida. La vida que da una
sed que debe ser satisfecha…
Creo que grité, pero la verdad es
que no oí nada. Tampoco oí los ladridos de Neptuno, que había logrado escapar
al fin de su prisión para correr escalera abajo y abalanzarse contra aquella
criatura salida del mar.
La forma de mi perro se impuso a
la suya y se oscureció mi visión; en un instante se perdió entre las aguas del
mar que poco antes me la habían traído. Entonces, y sólo entonces, tuve una
leve sensación de movimiento, capté algo de la conmoción en que mi consciencia
se hallaba sumida. Los relámpagos iluminaban mi alma inexorablemente para
desvelarme la blasfemia que había supuesto la fuerza de mi voluntad. La rosa se
había marchitado…
Marchita la rosa, devino en un
hierbajo. La rubia belleza se había esfumado y en su lugar vi la ahumada
obscenidad hinchada de una cosa muerta y enterrada que había salido del légamo
y al légamo volvía.
Un momento más y una nueva ola
arrasaría aquello para llevárselo a lo más hondo y oscuro. Un momento más y se
cerraría la puerta. Un momento más y me vería subiendo la escalera de hierro
con Neptuno tras de mí. Un momento más y estaría de nuevo a salvo en mi
santuario.
¿A salvo? No había salvación
posible para mí en todo el universo. No había salvación posible para una
voluntad que, como la mía, había creado aquel horror. No hay salvación posible
aquí donde la ira de las olas crece a cada instante, donde la furia del mar y
de las criaturas que lo habitan se produce en un crescendo inevitable.
Loco o sano, eso no importa, el
final sería el mismo. Ahora sé bien que el faro puede caer en cualquier momento,
puede ser engullido por las olas. Yo ya estoy destrozado, caeré con el faro.
Apenas me queda tiempo para
concluir estas notas apresuradas, ponerlas a salvo en un recipiente cilíndrico
y atarlo al collar de Neptuno. El perro podrá nadar hasta ponerse a salvo en
alguna roca. Puede que un barco que pase frente a los restos del faro se
detenga y busque algo en el agua… y así rescate a mi fiel y buen perro.
Ese barco, sin embargo, no me
encontrará. Me dejaré ir al fondo del mar con el faro, hacia la oscura
profundidad. Acaso —¿no resultará esto perversamente poético?
— encuentre allí a mi compañera
eterna. Acaso…
El faro ya no tiene un agarre
firme. El faro, en su oscilación, sacude latigazos en mi cabeza mientras oigo
el rugido del agua que se apresta al asalto final. Ahí viene, sí, ahí viene una
ola, la que me llevará al fondo del mar. Una ola más grande que el faro, una
ola que llega al cielo, que lo abarca todo…