(Fragmento)
Capítulo Primero
Voces daba el bárbaro
Corsicurbo a la estrecha boca de una profunda mazmorra, antes sepultura que
prisión de muchos cuerpos vivos que en ella estaban sepultados. Y, aunque su
terrible y espantoso estruendo cerca y lejos se escuchaba, de nadie eran
entendidas articuladamente las razones que pronunciaba, sino de la miserable
Cloelia, a quien sus desventuras en aquella profundidad tenían encerrada.
-Haz, oh Cloelia
-decía el bárbaro-, que así como está, ligadas las manos atrás, salga acá
arriba, atado a esa cuerda que descuelgo, aquel mancebo que habrá dos días que
te entregamos; y mira bien si, entre las mujeres de la pasada presa, hay alguna
que merezca nuestra compañía y gozar de la luz del claro cielo que nos cubre y
del aire saludable que nos rodea.
Descolgó en esto
una gruesa cuerda de cáñamo, y, de allí a poco espacio, él y otros cuatro
bárbaros tiraron hacia arriba, en la cual cuerda, ligado por debajo de los
brazos, sacaron asido fuertemente a un mancebo, al parecer de hasta diez y
nueve o veinte años, vestido de lienzo basto, como marinero, pero hermoso sobre
todo encarecimiento.
Lo primero que
hicieron los bárbaros fue requerir las esposas y cordeles con que a las
espaldas traía ligadas las manos. Luego le sacudieron los cabellos, que, como
infinitos anillos de puro oro, la cabeza le cubrían. Limpiáronle el rostro, que
cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura, que
suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le
llevaban.
No mostraba el
gallardo mozo en su semblante género de aflición alguna; antes, con ojos al
parecer alegres, alzó el rostro, y miró al cielo por todas partes, y con voz
clara y no turbada lengua dijo:
-Gracias os
hago, ¡oh inmensos y piadosos cielos!, de que me habéis traído a morir adonde
vuestra luz vea mi muerte, y no adonde estos escuros calabozos, de donde agora
salgo, de sombras caliginosas la cubran. Bien querría yo no morir desesperado,
a lo menos, porque soy cristiano; pero mis desdichas son tales, que me llaman y
casi fuerzan a desearlo.
Ninguna destas
razones fue entendida de los bárbaros, por ser dichas en diferente lenguaje que
el suyo; y así, cerrando primero la boca de la mazmorra con una gran piedra y
cogiendo al mancebo sin desatarle, entre los cuatro llegaron con él a la
marina, donde tenían una balsa de maderos, y atados unos con otros con fuertes
bejucos y flexibles mimbres. Este artificio les servía, como luego pareció, de
bajel en que pasaban a otra isla, que no dos millas o tres de allí se parecía.
Saltaron luego
en los maderos, y pusieron en medio dellos sentado al prisionero, y luego uno
de los bárbaros asió de un grandísimo arco que en la balsa estaba; y, poniendo
en él una desmesurada flecha, cuya punta era de pedernal, con mucha presteza le
flechó, y, encarando al mancebo, le señaló por su blanco, dando señales y
muestras de que ya le quería pasar el pecho. Los bárbaros que quedaban asieron
de tres palos gruesos, cortados a manera de remos, y el uno se puso a ser
timonero, y los dos a encaminar la balsa a la otra isla.
El hermoso mozo,
que por instantes esperaba y temía el golpe de la flecha amenazadora, encogía
los hombros, apretaba los labios, enarcaba las cejas, y, con silencio profundo,
dentro en su corazón pedía al cielo, no que le librase de aquel tan cercano
como cruel peligro, sino que le diese ánimo para sufrillo. Viendo lo cual el
bárbaro flechero, y sabiendo que no había de ser aquel el género de muerte con
que le habían de quitar la vida, hallando la belleza del mozo piedad en la
dureza de su corazón, no quiso darle dilatada muerte, teniéndole siempre
encarada la flecha al pecho; y así, arrojó de sí el arco, y, llegándose a él,
por señas, como mejor pudo, le dio a entender que no quería matarle.
En esto estaban,
cuando los maderos llegaron a la mitad del estrecho que las dos islas formaban,
en el cual de improviso se levantó una borrasca, que, sin poder remediallo los
inexpertos marineros, los leños de la balsa se desligaron y dividieron en
partes, quedando en la una, que sería de hasta seis maderos compuesta, el
mancebo, que de otra muerte que de ser anegado, tan poco había que estaba
temeroso. Levantaron remolinos las aguas, pelearon entre sí los contrapuestos
vientos, anegáronse los bárbaros, salieron los leños del atado prisionero al
mar abierto, pasábanle las olas por cima, no solamente impidiéndole ver el
cielo, pero negándole el poder pedirle tuviese compasión de su desventura. Y sí
tuvo, pues las continuas y furiosas ondas, que a cada punto le cubrían, no le
arrancaron de los leños, y se le llevaron consigo a su abismo; que, como
llevaba atadas las manos a las espaldas, ni podía asirse, ni usar de otro
remedio alguno.
Desta manera que
se ha dicho salió a lo raso del mar, que se mostró algún tanto sosegado y
tranquilo al volver una punta de la isla, adonde los leños milagrosamente se
encaminaron y del furioso mar se defendieron. Sentóse el fatigado joven, y,
tendiendo la vista a todas partes, casi junto a él descubrió un navío que en
aquel redoso del alterado mar, como en seguro puerto, se reparaba. Descubrieron
asimismo los del navío los maderos y el bulto que sobre ellos venía; y, por
certificarse qué podía ser aquello, echaron el esquife al agua y llegaron a
verlo, y, hallando allí al tan desfigurado como hermoso mancebo, con diligencia
y lástima le pasaron a su navío, dando con el nuevo hallazgo admiración a
cuantos en él estaban.
Subió el mozo en
brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco -porque había
tres días que no había comido- y de puro molido y maltratado de las olas, dio
consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío, el capitán del cual, con
ánimo generoso y compasión natural, mandó que le socorriesen. Acudieron luego
unos a quitarle las ataduras, otros a traer conservas y odoríferos vinos, con
cuyos remedios volvió en sí, como de muerte a vida, el desmayado mozo, el cual,
poniendo los ojos en el capitán, cuya gentileza y rico traje le llevó tras sí
la vista y aun la lengua, y le dijo:
-Los piadosos
cielos te paguen, piadoso señor, el bien que me has hecho, que mal se pueden
llevar las tristezas del ánimo, si no se esfuerzan los descaecimientos del
cuerpo. Mis desdichas me tienen de manera que no te puedo hacer ninguna
recompensa deste beneficio, si no es con el agradecimiento. Y si se sufre que
un pobre afligido pueda decir de sí mismo alguna alabanza, yo sé que en ser
agradecido ninguno en el mundo me podrá llevar alguna ventaja.
Y en esto probó
a levantarse para ir a besarle los pies, mas la flaqueza no se lo permitió,
porque tres veces lo probó y otras tantas volvió a dar consigo en el suelo.
Viendo lo cual el capitán, mandó que le llevasen debajo de cubierta y le
echasen en dos traspontines, y que, quitándole los mojados vestidos, le
vistiesen otros enjutos y limpios, y le hiciesen descansar y dormir. Hízose lo
que el capitán mandó. Obedeció, callando, el mozo, y en el capitán creció la
admiración de nuevo, viéndolo levantar en pie, con la gallarda disposición que
tenía, y luego le comenzó a fatigar el deseo de saber dél, lo más presto que
pudiese, quién era, cómo se llamaba y de qué causas había nacido el efeto que
en tanta estrecheza le había puesto. Pero, excediendo su cortesía a su deseo,
quiso que primero se acudiese a su debilidad, que cumplir la voluntad suya.
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