(Fragmento)
III
El 16, a la una, me dirigí hacia
la calle de Antin.
Desde la puerta de la cochera se
oía gritar a los subastadores.
El piso estaba lleno de curiosos.
Se hallaban allí todas las
celebridades del vicio elegante, examinadas con disimulo por algunas damas de
la alta sociedad, que habían tomado una vez más la subasta como pretexto para
poder ver de cerca a esas mujeres con las que nunca hubieran tenido ocasión de
encontrarse y cuyos fáciles placeres tal vez envidiaban en secreto.
La duquesa de F... se codeaba con
la señorita A..., una de las más tristes muestras de nuestras cortesanas
modernas; la marquesa de T... vacilaba en comprar un mueble por el que pujaba
la señora D..., la adúltera más elegante y conocida de nuestra época; el duque
de Y..., que en Madrid pasa por arruinarse en París, en París por arruinarse en
Madrid, y que en resumidas cuentas no gasta ni su renta, mientras charlaba con
la señora M..., una de nuestras cuentistas más ocurrentes, que de cuando en
cuando se digna escribir lo que dice y firmar lo que escribe, intercambiaba
miradas confidenciales con la señora N..., esa bella paseante de los Campos
Elíseos, casi siempre vestida de rosa o de azul, y que va en un coche tirado
por dos grandes caballos negros que Tony le vendió por diez mil francos y...
que ella pagó; en fin, la señorita R..., que sólo con su talento saca el doble
de lo que las mujeres de mundo sacan con su dote y el triple de lo que las
otras sacan con sus amores, había ido a pesar del frío a hacer algunas compras,
y no era ella ciertamente a la que menos miraban.
Podríamos seguir citando las
iniciales de un buen número de personas reunidas en aquel salón, y no poco
sorprendidas de encontrarse juntas; pero tememos cansar al lector.
Digamos solamente que todo el
mundo estaba de una alegría loca, y que muchas de las que se encontraban alli
habían conocido a la muerta, pero no parecían acordarse de ello.
Reían a carcajadas; los tasadores
gritaban hasta desgañitarse; los comerciantes, que habían invadido los bancos
colocados ante las mesas de subastar, en vano intentaban imponer silencio para
hacer sus negocios con tranquilidad. Nunca bubo reunión tan variada y ruidosa
como aquélla.
Me deslicé humildemente en medio
de aquel tumulto, que me resultaba entristecedor al pensar que tenía lugar al
lado de la habitación donde había expirado la pobre criatura cuyos muebles se
subastaban para pagar las deudas. Yo, que había ido para observar más que para
comprar, miraba la cara de los proveedo-res que organizaban la subasta, y veía
cómo sus facciones se ponían radiantes cada vez que un objeto alcanzaba un
precio que no habían esperado.
Gente honrada, que había
especulado con la prostitución de aquella mujer, que había ganado un cien por
cien con ella, que había perseguido con papeles timbrados los últimos momentos
de su vidá, y que tras su muerte venía a recoger los frutos de sus honorables
cálculos a la vez que los intereses de su vergonzoso crédito.
¡Cuánta razón llevaban los
antiguos, que tenían un solo y mismo Dios para los mercaderes y para los
ladrones!
Vestidos, cachemiras, joyas se
vendían con una rapidez increíble. Nada de todo aquello me convenía, y seguí
esperando.
De pronto oí gritar:
Un volumen, perfectamente
encuadernado, con cantos dorados, titulado Manors Leccaut. Hay algo escrito en
la primera página. Diez francos.
Doce ––dijo una voz tras un
silencio bastante largo.
Quince ––,dije yo.
¿Por qué? No ––podría decirlo.
Sin duda por aquel algo escrito.
––Quince–– repitió el tasador.
––Treinta ––dijo el primer postor
en un torso que parecía desafiar a que se siguiera pujando.
Aquello se estaba convirtiendo en
una lucha.
––¡Treinta y cinco! ––grité
entonces en el mismo tono.
––Cuarenta.
––Cincuenta. .
––Sesenta.
––Cien.
Confieso que, si hubiera querido
causar sensación, lo había conseguido plenamente, pues tras aquella puja se
hizo un gran silencio, y me miraron para saber quién era el hombre que parecía
tan resuelto a poseer aquel volumen. .
Parece que el acento con que
pronuncié mi última palabra convenció a mi antagonista: así que prefirió
abandonar una lucha que no hubiera servido más que para hacerme pagar diez
veces el precio del volumen e, inclinándose, me dijo con mucha amabili¬dad,
aunque un poco tarde:
Me rindo, caballero.
Como nadie dijo nada, el libro me
fue adjudicado.
Temiendo una nueva cabezonería,
que mi amor propio tal vez habría apoyado, pero que mi bolsillo habría llevado
ciertamente muy a mal, di mi nombre, mandé apartar el volumen y bajé. Debí de
dar mucho que pensar a aquella gente, que, testigo de la escena, sin duda se
preguntaría con qué objeto había ido a pagar cien francos por un libro que
podía conseguir en cualquier sitio por diez o quince francos como mucho.
Una hora después ya había mandado
a buscar mi compra.
En la primera página, a pluma y
con una letra elegante, estaba escrita la dedicatoria del donante del libro.
Dicha dedicatoria ponía sólo estas palabras:
Manon a Marguerite;
Humildad.
Estaba firmada: Armand Duval.
¿Qué quería decir la palabra
Humildad?
Según la opinión del tal Armand
Duval, ¿qué superioridad reconocía Manon en Marguerite: la del desenfreno o la
del corazón?
La segunda interpretación era la
más verosímil, pues la primera no hubiera sido más que una franqueza
impertinente, que no habría aceptado Marguerite, pese a la opinión que tuviera
de sí misma.
Salí otra vez y no volví a
ocuparme del libro hasta por la noche, a la hora de acostarme.
Manon Lescaut es realmente una
historia conmovëdora que me conozco al detalle, y sin embargo, cuando cae en
mis manos ese volumen, mi simpatía por él me sigue atrayendo, lo abro y por
centésima vez revivo con la heroína del abate Prévost. Y es que es una heroína
tan real, que me parece haberla conocido. En aquellas nuevas circuñstancias la
especie de comparación que se daba entre ella y Marguerite hacía que la lectura
tuviera para mí un aliciente inesperado, y a mi indulgencia se añadía lá
piedad, casi el amor por la pobre chica a cuya herencia debía yo el volumen.
Manon había muerto en un desierto, es verdad, pero también en los brazos del
hombre que la amaba con todas las energías de su alma y que, una vez muerta, le
cavó una fosa, la regó con sus lágrimas y en ella sepultó su corazón; mientras
que Marguerite, pecadora como Manon y quizá convertida como ella, había muerto
en el seno de un lujo suntuoso, a juzgar por lo que yo había visto, en el lecho
de su pasado, pero también en medio de ese desierto del corazón, mucho más
árido, mucho más vasto, mucho más despiadado que aquel en el que había sido
enterrada Manon.
Marguerite, en efecto, según supe
por ciertos amigos que conocían las últimas circunstancias de su vida, no llegó
a ver un auténtico consuelo sentado a su cabecera durante los dos meses que
duró su lenta y dolorosa agonía.
De Manon y Marguerite mi pensamiento
se dirigió luego hacia las que yo conocía y que veía encaminarse cantando hacia
una muerte casi siempre invariable.
¡Pobres criaturas! Si amarlas es
un error, lo menos que podemos hacer es compadecerlas. Compadecemos al ciego
que nunca ha visto la luz del día, al sordo que nunca ha oído los acordes de la
naturaleza, al mudo que nunca ha podido expresar la voz de su alma, y, so
pretexto de un falso pudor, no queremos compadecer esa ceguera del corazón, esa
sordera del alma, esa mudez de la conciencia, que enloquecen a la desgraciada
afligida y sin querer la hacen incapaz de ver el bien, de oír al Señor y de
hablar la lengua pura del amor y de la fe.
Hugo ha escrito Marion de Lorme,
Musset ha escrito Bernerette, Alexandre Dumas ha escrito Fernande, los
pensadores y poetas de todos los tiempos han presentado a la cortesana la
ofrenda de su misericordia, y alguna vez un gran hombre las ha rehabilitado con
su amor a incluso con su nombre. Si insisto tanto en este punto, es porque
quizá muchos de los que van a leerme ya están dispuestos a rechazar este libro,
por temor a no ver en él más que una apología del vicio y de la prostitución, y
sin duda la edad del autor no contribuye mucho a disipar ese temor. Que los que
piensen así se desengañen, y sigan leyendo, si ningún otro temor los detenía.
Estoy sencillamente convencido de
un principio, y es éste: para la mujer que por su educación no ha aprendido el
bien, Dios abre casi siempre dos senderos que la hacen volver a él; esos
senderos son el dolor y el amor. Son diflciles; las que se deciden acaban con
los pies ensangrentados y las manos desgarradas, pero al mismo tiempo dejan en
las zarzas del camino los aderezos del vicio, y llegan a término con esa
desnudez que no causa vergüenza ante el Señor.
Los que se encuentran con estas
intrépidas viajeras deben apoyarlas, y decirles a todos que se han encontrado
con ellas, pues al publicarlo indican el camino.
No se trata de colocar
ingenuamente a la entrada de la vida dos postes, uno con esta inscripción: Ruta
del bier, otro con esta advertencia: Ruta del mal, y decir a los que se
presentan: «Escoged». Hay que enseñar, como Cristo, a los. que se han dejado
tentar por los alrededores, los caminos que conducen de la segunda ruta a la
primera; y sobre todo hay que evitar que el comienzo de estos caminos sea
demasiado doloroso, ni parezca demasiado impenetrable.
Ahí está el cristianismo con su
maravillosa parábola del hijo pródigo para aconsejarnos la indulgencia y el
perdón. Jesús rebosaba de amor hacia esas almas heridas por las pasiones de los
hombres, y le gustaba curar sus llagas sacando de esas mismas llagas el bálsamo
que las sanaría. Así decía a Magdalena: «Mucho te será perdonado, porque has
amado mucho», sublime perdón, que despertaría una fe sublime.
¿Por qué vamos a ser nosotros más
rígidos que Cristo? ¿Por qué, ateniéndonos obstinadamente a las opiniones de
este mundo, que se hace el duro para que lo creamos fuerte, vamos a rechazar
con él a esas almas sangrantes muchas veces de heridas por las que, como la sangre
mala de un enfermo, se derrama el mal de su pasado, en espera únicamente de una
mano amiga que las cure y les devuelva la convalecencia del corazón?
Ahora me dirijo a mi generación,
a aquellos para quienes las teorías de Voltaire han dejado por suerte de
existir, a aquellos que, como yo, comprenden que la humanidad se encuentra
desde hace quince años en uno de sus impulsos más audaces. La ciencia del bien
y del mal ha sido adquirida de una vez para siempre; la fe se reconstruye, el
respeto por las cosas santas nos ha sido devuelto y, si el mundo no es bueno
del todo, al menos es mejor. Los esfuerzos de todos los hombres inteligentes
tienden hacia el mismo fin, y todas las grandes voluntades van enganchadas al
mismo principio: ¡seamos buenos, searnos jóvenes, seamos auténticos! El mal no
es más que vanidad, tengamos el orgullo del bien, y sobre todo no desesperemos.
No despreciemos a la mujer que no es madre, ni hermana, ni hija, ni esposa. No
reduzcamos la estima a la familia, la indulgencia al egoísmo. Puesto que en el
cielo hay más alegría por un pecador arrepentido que por cien justos que no han
pecado nunca, intentemos alegrar al cielo. El puede devolvérnoslo con creces.
Vayamos dejando por el camino la limosna de nuestro perdón a áquellos a quienes
los deseos terrenales han perdido y que una esperanza divina puede salvar; y,
como dicen las viejas cuando aconsejan un remedio casero, si no hace bien, daño
tampoco va a hacer.
Ciertamente ha de parecer harto
presuntuoso por mi parte querer sacar tan grandes resultados de un tema tan
insignificante como el que trato; pero soy de los que creen que en las cosas
pequeñas está todo. El niño es pequeño, y contiene al hombre; el cerebro es
estrecho, y alberga al pensamiento; el ojo es sólo un punto, y abarca leguas.
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