No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Las muertas

De Jorge Ibargüengoitia

(Fragmento)

I
LAS    DOS    VENGANZAS 

Es posible imaginarlos: los cuatro llevan anteojos negros, el Escalera maneja encorvado sobre el volante, a su lado está el Valiente Nicolás leyendo Islas Marías, en el asiento trasero, la mujer mira por la ventanilla y el capitán Bedoya dormita cabeceando. 
El coche azul cobalto sube fatigado la cuesta del Perro. Es una mañana asoleada de enero. No se ve una nube. El humo de las casas flota sobre el llano. El camino es largo, al principio recto, pero pasada la cuesta serpentea por la sierra de Güemes, entre los nopales. 
El Escalera detiene el coche en San Andrés, se da cuenta de que los otros tres se han quedado dormidos, despierta a la patrona para que pague la gasolina, y entra en la fonda. Almuerza chicharrones en salsa, frijoles y un huevo. Cuando está tomando la segunda taza de café entran los otros tres en la fonda, amodorrados. Los mira compasivo: lo que para él es el principio del día es para los otros el final de la parranda. Ellos se sientan. El capitán actúa con cautela, le pregunta a la mesera: 

—Dígame qué tienen que esté muy sabroso. 

El Escalera se levanta, sale a la calle y da vueltas en la plaza con las manos en los bolsillos, paso largo y muy lento y un palillo de dientes en la boca. Se abrocha la chamarra, porque a pesar de brillar el sol sopla un vientecito helado. Se detiene a ver unos boleros que arrojan tostones contra la pared en un juego de rayuela diferente al que él conoce. Sigue su paseo reflexionando si los habitantes de Mezcala son más brutos que los del Plan de Abajo. Se detiene otro instante a leer el letrero que hay en el monumento a los Niños Héroes —"Gloria a los que murieron por la Patria. . . "— y ve salir de la fonda a sus tres pasajeros — "la carga", en lenguaje de choferes—: el capitán y el Valiente con ropa de civil que conserva rastrojos del uniforme, como la camisola verde olivo del segundo y las botas de caballería del primero, y Serafina, vestida de negro arrugado, que pela la pierna morena y enseña el sobaco al subir en el coche. Una vez los tres se han acomodado, tocan el claxon perentoriamente para que el chofer venga a manejarles. 

Siguen su camino que pasa por parajes famosos: por Aquisgrán el Alto —"Señor Presidente, nos robaron el agua", dice un letrero en la entrada— en donde a Serafina se le antoja un refresco, por Jarápato en donde el Escalera hace un alto para echarle un peso a la alcancía de una iglesia que se construye con limosnas de choferes, por Ajiles en donde compran quesos; al pasar frente al cerro del Cazahuate, el capitán pide que se pare el coche para bajarse a orinar —"echar una firma", dice— y en San Juan del Camino, que tiene una virgen milagrosa, se detienen a descansar. 

Serafina entra en el templo (después se supo que encendió una vela, pidió de rodillas a la Virgen buena suerte en la empresa y en agradecimiento anticipado clavó en el terciopelo rojo un milagro de plata en forma de corazón, como si ya se lo hubiera concedido). Mientras tanto los tres hombres se sientan en una mesa de la nevería, piden mantecados, discuten y deciden que lo que se proponen hacer se hace con mayor facilidad con luz del día. Cuando Serafina, que sale del templo, se les reúne, no está de acuerdo y ordena que la empresa se lleve a cabo de noche. 

Esto quiere decir que tienen que perder tres horas, que pasan dormidos debajo de un zapote a la salida de Jalcingo. El sol se está metiendo cuando empiezan a ladrarles los perros del Salto de la Tuxpana. 

Es un pueblo ancho y oscuro de calles polvosas, con un foco de alumbrado eléctrico cada doscientos metros. Tiene fama de que en cada casa hay huerta de guayabos, pero las puertas están cerradas. Los niños juegan en la calle. 

El Escalera detiene el coche en una esquina donde, debajo de un farol, hay unos que están comiendo pozole. El Valiente Nicolás se apea, se acerca al grupo, que se le mirando, y le habla a la pozolera: 

— Perdone usted la impertinencia. ¿dónde hay una panadería? 

Ella contesta que en aquel pueblo hay tres y le da las señas. En el coche van de un lado a otro del pueblo y de panadería en panadería sin encontrar la que buscan hasta la tercera.

—Parece que ésta es —dice el Valiente, que se ha bajado tres veces y comprado tres bolsas de campechanas. 

Todos sea apean. Los tres hombres van a la cajuela del coche, Serafina a la panadería. Es una casa modesta, con las únicas dos puertas abiertas que hay en la cuadra. Acercándose con cuidado, procurando no ser vista, Serafina mira hacia adentro y ve, detrás del mostrador, un hombre sentado y una mujer que hace cuentas. Regresa al coche. El Escalera, con una manguera y mucha calma, extrae gasolina del tanque para llenar una lata, el capitán y el Valiente han sacado de la cajuela dos rifles automáticos y meten los cargadores y mueven los cierres —haciendo bastante ruido— para comprobar que funcionan. El capitán le entregó a Serafina la pistola. 

Lo que ocurre después es confuso. El Valiente se para en el umbral de una de las puertas y Serafina en el de la otra. Ella le dice al hombre que está detrás del mostrador: 

—¿Ya no te acuerdas de mí, Simón Corona? Toma, para que te acuerdes. 

Dispara apuntando en alto. Cuando termina la descarga el hombre y la mujer están debajo del mostrador. El Valiente dispara una ráfaga hacia el interior de la panadería. Le dice al capitán, que está a su lado: 

—Dispare usted, mi capitán.
 — No. Yo aquí estoy nomás cubriendo —está apuntando hacia la otra acera, por si hay un ataque por retaguardia. 

La última parte del plan la ejecuta el Valiente. Consiste en entrar en la panadería, regar la gasolina en el piso, salir, encender un cerillo y echarlo sobre el suelo mojado. 
La gasolina enciende con explosión sorda, las llamas salen por las puertas. Serafina, que camina hacia el coche, aleja a unas mujeres que iban a comprar pan y contemplan fascinadas el incendio, diciéndoles: 

— ¡Váyanse! ¿Qué vienen a ver? ¡Ésta es cuestión que a ustedes no les importa! 

Cuando los cuatro han abordado el coche, el Escalera hace, para dar la vuelta, una maniobra más compleja que de costumbre, después acelera y el coche va por las calles del pueblo indeciso un rato antes de encontrar la salida y por fin se aleja del Salto de la Tuxpana de la misma manera que entró, entre ladridos de perros. 



Los daños que causó el incendio se calcularon en tres mil quinientos pesos. La policía encontró en el suelo cuarenta y ocho casquillos de calibres reglamentarios. Todas las balas se estrellaron en la pared. Una de ellas pasó rozando el hombro y el brazo derecho de la señorita Eufemia Aldaco, que estaba en el interior de la panadería, causándole escoriaciones. El panadero Simón Corona y su empleada la señorita Aldaco, que eran las únicas personas que estaban en la panadería cuando ocurrió el incidente, sufrieron quemaduras que no ponen en peligro la vida. 

El agente del Ministerio Público llegó a las ocho y media al puesto de socorros donde estaban siendo atendidas las víctimas y preguntó al médico si los heridos estarían en condiciones de rendir declaración, a lo que el médico contestó que a la mujer se le habían dado sedativos, pero que el hombre estaba consciente. El agente entró en el cuarto donde estaba Simón Corona vendado y reclinado en la cama y le hizo, las preguntas. 

¿Que cómo ocurrió el suceso? 
Respuesta: Que él estaba sentado detrás del mostrador esperando a que la señorita Aldaco hiciera las cuentas de lo que se había vendido en el día cuando oyó que una voz le decía: "¿ya no te acuerdas de mí. . .?", etc. 
¿Que si sospechaba de persona o personas que fueran los autores del asalto? 
R.: Que no sospechaba, sino que tenía la seguridad, por haberla visto frente a él con una pistola en la mano, de que la responsable del asalto había sido la señora Serafina Baladro, que tenía su domicilio en —aquí entra una dirección en la ciudad de Pedrones, Estado del Plan de Abajo. 
¿Que cuál podía ser el motivo de que la citada señora etc.? 
R.: Que le daba vergüenza confesarlo, pero que en el pasado había vivido en varias épocas con la señora Baladro — "a veces estábamos juntos y a veces nos separábamos, porque ella tenía un carácter muy difícil—, hasta que la abandonó definitivamente durante un viaje que hicieron los dos a Acapulco, por haber comprendido entonces que ella no era digna de su amor. Este abandono le produjo a ella un rencor tan grande que la hizo buscarlo tres años hasta encontrarlo. 
¿Que si sabía quiénes eran los otros asaltantes? 
R.: Que no, pero que podía describir a uno de ellos por haberlo visto de cerca al venderle unas campechanas momentos antes del incidente —"no era ni bajo ni alto, ni joven ni tampoco viejo". ¿Que si tenía idea de cómo habían conseguido los asaltantes el rifle automático reglamentario y la pistola de calibre .45? 
R.: Que no, pero que había tenido oportunidad de comprobar en la época en que vivieron juntos, que Serafina Baladro había tenido siempre relaciones con los federales. 

Recogida la declaración, levantada el acta y firmada, el agente hizo el trámite de costumbre, que consistía en dar parte a sus superiores, señalar a la presunta responsable y pedir al C. Procurador del Estado de Mezcala que pidiera al C. Procurador del Estado del Plan de Abajo que pidiera al agente del Ministerio Público de Pedrones que pidiera al jefe de la policía del citado pueblo, que aprehendiera a la señora Serafina Baladro para que respondiera a los cargos que se le hacían. 

Pasaron quince días. Los habitantes del Salto de la Tuxpana empezaban a olvidarse de la balacera cuando el agente recibió el siguiente telegrama: 

"Examine de nuevo al declarante y averigüe si en compañía de la acusada Serafina Baladro llevó a cabo en 1960 una inhumación clandestina." 

En la segunda entrevista con el agente del Ministerio Público, Simón Corona quiso, antes de declarar, que le explicaran varias cosas: si era obligatorio o voluntario dar la información que se le estaba pidiendo —"¿está usted aquí por su gusto o a fuerzas?", "por mi gusto", "entonces es voluntario" —, si había sido aprehendida Serafina Baladro —"aquí dice acusada, luego está presa o por caer"—, si la sentencia que ella iba a recibir sería más larga si él contestaba afirmativamente a la pregunta que se le estaba haciendo —"lo más probable es que sí". 

Satisfecho con estas respuestas, Simón Corona relató al agente del Ministerio Público el caso de Ernestina, Helda o Elena. El agente leyó el acta que se levantó, el declarante no puso objeción a lo contenido en ella y firmó al pie de conformidad. Esta firma le costó seis años de cárcel.                               

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