(Fragmento)
I
LAS DOS VENGANZAS
Es posible imaginarlos: los cuatro llevan anteojos negros,
el Escalera maneja encorvado sobre el volante, a su lado está el Valiente
Nicolás leyendo Islas Marías, en el asiento trasero, la mujer mira por la
ventanilla y el capitán Bedoya dormita cabeceando.
El coche azul cobalto sube
fatigado la cuesta del Perro. Es una mañana asoleada de enero. No se ve una
nube. El humo de las casas flota sobre el llano. El camino es largo, al
principio recto, pero pasada la cuesta serpentea por la sierra de Güemes, entre
los nopales.
El Escalera detiene el coche en San Andrés, se da cuenta de que
los otros tres se han quedado dormidos, despierta a la patrona para que pague
la gasolina, y entra en la fonda. Almuerza chicharrones en salsa, frijoles y un
huevo. Cuando está tomando la segunda taza de café entran los otros tres en la
fonda, amodorrados. Los mira compasivo: lo que para él es el principio del día
es para los otros el final de la parranda. Ellos se sientan. El capitán actúa
con cautela, le pregunta a la mesera:
—Dígame qué tienen que esté muy sabroso.
El Escalera se levanta, sale a la calle y da vueltas en la plaza con las manos
en los bolsillos, paso largo y muy lento y un palillo de dientes en la boca. Se
abrocha la chamarra, porque a pesar de brillar el sol sopla un vientecito
helado. Se detiene a ver unos boleros que arrojan tostones contra la pared en
un juego de rayuela diferente al que él conoce. Sigue su paseo reflexionando si
los habitantes de Mezcala son más brutos que los del Plan de Abajo. Se detiene
otro instante a leer el letrero que hay en el monumento a los Niños Héroes
—"Gloria a los que murieron por la Patria. . . "— y ve salir de la
fonda a sus tres pasajeros — "la carga", en lenguaje de choferes—: el
capitán y el Valiente con ropa de civil que conserva rastrojos del uniforme,
como la camisola verde olivo del segundo y las botas de caballería del primero,
y Serafina, vestida de negro arrugado, que pela la pierna morena y enseña el
sobaco al subir en el coche. Una vez los tres se han acomodado, tocan el claxon
perentoriamente para que el chofer venga a manejarles.
Siguen su camino que
pasa por parajes famosos: por Aquisgrán el Alto —"Señor Presidente, nos
robaron el agua", dice un letrero en la entrada— en donde a Serafina se le
antoja un refresco, por Jarápato en donde el Escalera hace un alto para echarle
un peso a la alcancía de una iglesia que se construye con limosnas de choferes,
por Ajiles en donde compran quesos; al pasar frente al cerro del Cazahuate, el
capitán pide que se pare el coche para bajarse a orinar —"echar una
firma", dice— y en San Juan del Camino, que tiene una virgen milagrosa, se
detienen a descansar.
Serafina entra en el templo (después se supo que encendió
una vela, pidió de rodillas a la Virgen buena suerte en la empresa y en
agradecimiento anticipado clavó en el terciopelo rojo un milagro de plata en
forma de corazón, como si ya se lo hubiera concedido). Mientras tanto los tres
hombres se sientan en una mesa de la nevería, piden mantecados, discuten y
deciden que lo que se proponen hacer se hace con mayor facilidad con luz del
día. Cuando Serafina, que sale del templo, se les reúne, no está de acuerdo y
ordena que la empresa se lleve a cabo de noche.
Esto quiere decir que tienen
que perder tres horas, que pasan dormidos debajo de un zapote a la salida de
Jalcingo. El sol se está metiendo cuando empiezan a ladrarles los perros del
Salto de la Tuxpana.
Es un pueblo ancho y oscuro de calles polvosas, con un
foco de alumbrado eléctrico cada doscientos metros. Tiene fama de que en cada
casa hay huerta de guayabos, pero las puertas están cerradas. Los niños juegan
en la calle.
El Escalera detiene el coche en una esquina donde, debajo de un
farol, hay unos que están comiendo pozole. El Valiente Nicolás se apea, se
acerca al grupo, que se le mirando, y le habla a la pozolera:
— Perdone usted
la impertinencia. ¿dónde hay una panadería?
Ella contesta que en aquel pueblo
hay tres y le da las señas. En el coche van de un lado a otro del pueblo y de
panadería en panadería sin encontrar la que buscan hasta la tercera.
—Parece que ésta es —dice el Valiente, que se ha bajado tres
veces y comprado tres bolsas de campechanas.
Todos sea apean. Los tres hombres
van a la cajuela del coche, Serafina a la panadería. Es una casa modesta, con
las únicas dos puertas abiertas que hay en la cuadra. Acercándose con cuidado,
procurando no ser vista, Serafina mira hacia adentro y ve, detrás del
mostrador, un hombre sentado y una mujer que hace cuentas. Regresa al coche. El
Escalera, con una manguera y mucha calma, extrae gasolina del tanque para
llenar una lata, el capitán y el Valiente han sacado de la cajuela dos rifles
automáticos y meten los cargadores y mueven los cierres —haciendo bastante
ruido— para comprobar que funcionan. El capitán le entregó a Serafina la
pistola.
Lo que ocurre después es confuso. El Valiente se para en el umbral de
una de las puertas y Serafina en el de la otra. Ella le dice al hombre que está
detrás del mostrador:
—¿Ya no te acuerdas de mí, Simón Corona? Toma, para que
te acuerdes.
Dispara apuntando en alto. Cuando termina la descarga el hombre y
la mujer están debajo del mostrador. El Valiente dispara una ráfaga hacia el
interior de la panadería. Le dice al capitán, que está a su lado:
—Dispare
usted, mi capitán.
— No. Yo aquí estoy nomás cubriendo —está apuntando hacia la
otra acera, por si hay un ataque por retaguardia.
La última parte del plan la
ejecuta el Valiente. Consiste en entrar en la panadería, regar la gasolina en
el piso, salir, encender un cerillo y echarlo sobre el suelo mojado.
La
gasolina enciende con explosión sorda, las llamas salen por las puertas.
Serafina, que camina hacia el coche, aleja a unas mujeres que iban a comprar
pan y contemplan fascinadas el incendio, diciéndoles:
— ¡Váyanse! ¿Qué vienen a
ver? ¡Ésta es cuestión que a ustedes no les importa!
Cuando los cuatro han abordado
el coche, el Escalera hace, para dar la vuelta, una maniobra más compleja que
de costumbre, después acelera y el coche va por las calles del pueblo indeciso
un rato antes de encontrar la salida y por fin se aleja del Salto de la Tuxpana
de la misma manera que entró, entre ladridos de perros.
Los daños que causó el incendio se calcularon en tres mil
quinientos pesos. La policía encontró en el suelo cuarenta y ocho casquillos de
calibres reglamentarios. Todas las balas se estrellaron en la pared. Una de
ellas pasó rozando el hombro y el brazo derecho de la señorita Eufemia Aldaco,
que estaba en el interior de la panadería, causándole escoriaciones. El
panadero Simón Corona y su empleada la señorita Aldaco, que eran las únicas
personas que estaban en la panadería cuando ocurrió el incidente, sufrieron
quemaduras que no ponen en peligro la vida.
El agente del Ministerio Público
llegó a las ocho y media al puesto de socorros donde estaban siendo atendidas
las víctimas y preguntó al médico si los heridos estarían en condiciones de
rendir declaración, a lo que el médico contestó que a la mujer se le habían
dado sedativos, pero que el hombre estaba consciente. El agente entró en el
cuarto donde estaba Simón Corona vendado y reclinado en la cama y le hizo, las
preguntas.
¿Que cómo ocurrió el suceso?
Respuesta: Que él estaba sentado detrás
del mostrador esperando a que la señorita Aldaco hiciera las cuentas de lo que
se había vendido en el día cuando oyó que una voz le decía: "¿ya no te
acuerdas de mí. . .?", etc.
¿Que si sospechaba de persona o personas que
fueran los autores del asalto?
R.: Que no sospechaba, sino que tenía la
seguridad, por haberla visto frente a él con una pistola en la mano, de que la
responsable del asalto había sido la señora Serafina Baladro, que tenía su
domicilio en —aquí entra una dirección en la ciudad de Pedrones, Estado del
Plan de Abajo.
¿Que cuál podía ser el motivo de que la citada señora etc.?
R.:
Que le daba vergüenza confesarlo, pero que en el pasado había vivido en varias épocas
con la señora Baladro — "a veces estábamos juntos y a veces nos
separábamos, porque ella tenía un carácter muy difícil—, hasta que la abandonó
definitivamente durante un viaje que hicieron los dos a Acapulco, por haber
comprendido entonces que ella no era digna de su amor. Este abandono le produjo
a ella un rencor tan grande que la hizo buscarlo tres años hasta encontrarlo.
¿Que si sabía quiénes eran los otros asaltantes?
R.: Que no, pero que podía
describir a uno de ellos por haberlo visto de cerca al venderle unas
campechanas momentos antes del incidente —"no era ni bajo ni alto, ni
joven ni tampoco viejo". ¿Que si tenía idea de cómo habían conseguido los
asaltantes el rifle automático reglamentario y la pistola de calibre .45?
R.:
Que no, pero que había tenido oportunidad de comprobar en la época en que
vivieron juntos, que Serafina Baladro había tenido siempre relaciones con los
federales.
Recogida la declaración, levantada el acta y firmada, el agente hizo
el trámite de costumbre, que consistía en dar parte a sus superiores, señalar a
la presunta responsable y pedir al C. Procurador del Estado de Mezcala que
pidiera al C. Procurador del Estado del Plan de Abajo que pidiera al agente del
Ministerio Público de Pedrones que pidiera al jefe de la policía del citado
pueblo, que aprehendiera a la señora Serafina Baladro para que respondiera a
los cargos que se le hacían.
Pasaron quince días. Los habitantes del Salto de
la Tuxpana empezaban a olvidarse de la balacera cuando el agente recibió el
siguiente telegrama:
"Examine de nuevo al declarante y averigüe si en
compañía de la acusada Serafina Baladro llevó a cabo en 1960 una inhumación
clandestina."
En la segunda entrevista con el agente del Ministerio
Público, Simón Corona quiso, antes de declarar, que le explicaran varias cosas:
si era obligatorio o voluntario dar la información que se le estaba pidiendo
—"¿está usted aquí por su gusto o a fuerzas?", "por mi
gusto", "entonces es voluntario" —, si había sido aprehendida Serafina
Baladro —"aquí dice acusada, luego está presa o por caer"—, si la
sentencia que ella iba a recibir sería más larga si él contestaba
afirmativamente a la pregunta que se le estaba haciendo —"lo más probable
es que sí".
Satisfecho con estas respuestas, Simón Corona relató al agente
del Ministerio Público el caso de Ernestina, Helda o Elena. El agente leyó el
acta que se levantó, el declarante no puso objeción a lo contenido en ella y
firmó al pie de conformidad. Esta firma le costó seis años de cárcel.
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