En el Bois des Fausses-Reposes,
al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro
pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita
consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de
Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero
extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos.
También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para
sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas
elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la
lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones
coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando
ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la
piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se
alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con
algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de
leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía
náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la
inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el
estómago.
Denis vivia en buenas relaciones
con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que
existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un
desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda
su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas»
(cito a Louis Boussenard), había decidido acabar sus días en clima templado sin
dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En
dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del
tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por
él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día.
Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el
taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día.
Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a
manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo
Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos
neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores
siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos
más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.
Cierta apacible velada de agosto,
Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena
recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los
ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois.
Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura,
cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam, cuyo verdadero
nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena
camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto
ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último
diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a
tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.
Por desgracia para este último,
la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam
con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los alrededores, la
consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco, acompañan
inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de
antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen.
Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan
discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette,
por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada
de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia,
mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a
galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo
común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas
pesadillas.
No obstante, poco a poco fue olvidando el
incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño
se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto
de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de níscalos y de
setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto
de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto lengua de buey. Los
bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se
acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonía
de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los
miembros agarrotados. Incluso sentía menguar paulatinamente su pasión por la
mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y
sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una
pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado, y a
Denis le preocupaba no descubrir las razones.
Tiritando de fiebre y sobrecogido
por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna llena despertó
brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño
efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado
el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes, el
deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna.
Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo encima de la
coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las
patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la
imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacía
frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto
de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior
apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al
instante comprendió la causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por
todas partes. Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos
se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia
amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.
Resultaba forzoso moverse con
presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes
ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El
instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante
distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de rosa, y una
corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavía
de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse
mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su
extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra
pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida
apariencia.
Hizo empero, un violento esfuerzo
de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le
habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago
del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa
de convertirse, recíprocamente, en ser humano.
Ante la idea de que debía
disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió
presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los
humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y
noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba
simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería
preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los
libros no mentían, la transformacion habría de ser de duración limitada. Y en
tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad...?
Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas
entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin
provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió
incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de
paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como
siempre.
Volvió al retrovisor para
contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había
temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un
negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control
de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y
pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico
espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus
blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que,
después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo
de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de
prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en
caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos.
Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con
paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y
olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de
fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin
complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir
en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches
rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo,
cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.
Su elegante aspecto le reportó
ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada
prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a
abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos
más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba despejado y
fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis
se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar,
caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con
cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió
acto seguido a comprar una bicicleta.
La mañana se le fue en un abrir y
cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de
su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un
lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar
una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por
el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de
suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes,
pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La
flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio
niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora
de regresar a su guarida.
A mediodía estacionó la máquina
delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su
elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían
privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el
corazon exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante.
Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le
impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía
que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un
sitio apartado y diligencia en el servicio.
Pero lo que Denis ignoraba era
que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel
día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce
Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una
comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un
abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante
tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó
por acercarse cortésmente a la suya.
-Lo siento mucho, señor -dijo
aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su
mesa con la señorita?
Denis echó una ojeada a la
zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.
-Encantado -dijo incorporándose a
medias.
-Gracias, caballero -gorjeó la criatura con
voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.
-Si usted me lo agradece a mí -prosiguió
Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.
-A la clásica providencia, sin duda -opinó la
monada.
Y a continuación dejó caer su
bolso, que Denis recogió al vuelo.
-¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene
usted unos reflejos extraordinarios!
-Sí... -confirmó Denis.
-Sus ojos son también bastante
extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos a...
a...
-¡Ah! -comentó Denis.
-A granates -concluyó ella.
-Es la guerra... -musitó Denis.
-No le entiendo...
-Quería decir -explicó Denis-,
que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho
granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por
una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.
-¿Estudió usted Ciencias
Políticas? -preguntó la morenita.
-Le juro que no volveré a
hacerlo.
-Le encuentro bastante fascinante
-aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser
muchas ya más veces de las que pudiera contar.
-De buena gana le devolvería el
piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis, madrigalesco.
Salieron juntos del restaurante.
La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba
una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.
-¿Por qué no viene a ver mi
colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis. -¿Sería
prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes
no lo vería con inquietud?
-Digamos que soy un poco huérfana
-gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su
ahusado índice.
-Una verdadera lástima -comentó
cortésmente su distinguido acompañante.
Al llegar al hotel creyó darse
cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También
constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese
establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera
se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas,
inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó
tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante
instruido, apretó nuevamente el paso.
Por lo que tenía de cómica, la
idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de
Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy
pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los
conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a
determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el
artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a
la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno
del bueno de Denis.
Apenas si comenzaba éste a salir
de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta
entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a
medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo
al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo
interior de su americana.
-¿Desea una foto mía? -dijo sin
pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.
Se sintió halagado pero, por el
sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al
instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.
-Esto... eh... sí, querido mío
-acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no
tomando la cabellera.
Denis volvió a fruncir el ceño.
Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.
-¡Así que es usted una de esas
hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac!
-explotó finalmente-. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!
Se disponía ella a replicar, y en
qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo
serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo,
cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le
hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de
Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los
globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.
-¡Haga el favor de cubrirse y de
largarse en el acto! -sugirió Denis.
Y para aumentar el efecto, tuvo
la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante
inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de
experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.
Aterrorizada, la damisela se
vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo
para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía
asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.
-Debe ser el sabor de la venganza
-aventuró en voz alta.
Volvió a poner donde correspondía
cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había
caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.
No había caminado ni dos metros,
cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con
ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados,
lo cercaron.
-¿Podemos hablar con usted? -dijo
el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo. -¿De qué? -se
asombró Denis.
-No te hagas el tonto -profirió
uno de los otros dos, coloradote y grueso.
-Entremos ahí.. -propuso el
aceitunado según pasaban por delante de un bar.
Lleno de curiosidad, Denis entró.
Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.
-¿Saben jugar al bridge?
-pregunto a sus acompañantes.
-Pronto vas a necesitar uno
-sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.
-Querido amigo -dijo el
aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba usted de comportarse de
una manera muy poco correcta con una jovencita.
Denis comenzó a reír a mandíbula
batiente.
-¡Le hace gracia al muy rufián!
-observó el colorado-. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.
-Da la casualidad -prosiguió el
flaco- de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.
Denis comprendió de repente.
-Ahora entiendo -dijo-. Ustedes
son sus chulos.
Los tres se levantaron como
movidos por un resorte.
-¡No nos busques las vueltas!
-amenazó el más grueso.
Denis los contemplaba.
-Noto que voy a encolerizarme
-dijo finalmente con mucha calma-. Será la primera vez en mi vida, pero
reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.
Los tres individuos parecían
desorientados.
-¡Arreglado vas si piensas que
nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.
Al tercero no le gustaba hablar.
Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de
Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó.
La cosa debió doler.
Una botella vino a aterrizar
sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.
-Te vamos a escabechar -dijo el
aceitunado.
El bar se había quedado vacío.
Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se
quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los
pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.
Siguió una breve refriega al
final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en
el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al
índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El
corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un
reloj de pared. Las once.
«¡Por mis barbas», pensó, «es
hora de marcharse!»
Se puso apresuradamente las gafas
oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la
proximidad de su partida le apaciguó.
Pagó la cuenta, recogió el
equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un
verdadero Coppi.
Estaba llegando al puente de
Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.
-¿O sea que va usted sin luces?
-preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.
-¿Cómo? -se extrañó Denis-. ¿Y
por qué no? Veo de sobra.
-No se llevan para ver -explicó
el agente- sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente? Entonces,
¿qué?
-¡Ah! -exclamó Denis-. Sí; tiene
usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?
-¿Se está burlando de mí? -indagó
el alguacil.
-Escuche -se puso serio Denis-.
Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.
-¿Quiere usted que le ponga una
multa? -dijo el infecto municipal.
-Es usted pelmazo de más -replicó
el lobo ciclista.
-¡De acuerdo! -sentenció el
innoble bellaco-. Pues ahí va...
Y sacando la libreta y un
bolígrafo, bajó la nariz un instante.
-¿Su nombre, por favor? -preguntó
volviendo a levantarla.
Después, sopló con todas sus
fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver
la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.
En el mencionado asalto, Denis
echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso
avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos.
Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout -fina
alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo-
y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Villed'Avray.
Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió
cierta agitacion a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se
internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente,
algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.
Desde la primera campanada, Denis
notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los
pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro
de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecanico, por entre
la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra:
hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues
un lobo en bicicleta carece de estabilidad.
Felizmente para él. Pues apenas
tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía,
entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El
motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por
ciento de su capacidad auditiva.
Apenas recobrada la apariencia de
lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí
que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan
apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus
buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se
habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine -uno de los cuales,
apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de
la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante.
Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente,
pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de
plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese
deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.
(1947)
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