La noche iba poniendo oscuros toques de
angustia en los ángulos de la habitación destartalada donde el aire penetraba
sometido a racionamiento riguroso y donde la luz, aun en la hora más soleada
del día, no alcanzaba a iluminar plenamente. Afuera, sonaba como temeroso de
ser oído el chorro imperceptible de una llave de agua mal cerrada. La única
llave para la sed de infinidad de personas que habitaban la misma cuartería. Un niño imploraba pan a voz en cuello y la madre —posiblemente
por la desesperación— le contestaba su pedido con palabras groseras:
—¡Callate, jodido...
nadie ha comido aquí!
Ella, la enferma del
cuarto destartalado, veía cómo la poca luz iba terminándose; no disponía de
alumbrado eléctrico y el aceite de la humilde lámpara estaba casi agotado. Ella
no sentía ni un hilo de fuerza en sus músculos, ni una emanación tibia dentro de
sus venas vacías. Un frío torturante iba subiéndole por las carnes
enflaquecidas; ascendía por su cintura otrora flexible y delicada como los
mimbres silvestres y se apoderaba de su corazón que entonces parecía enroscarse
de tristeza, estallando en una plegaria muda, temblorosa de emoción
reconcentrada.
La luz del día
terminaba lentamente. En la calle se oían pisadas de gentes que iban, en
derroche de vida, camino de la diversión barata: del estanco consumidor
de energías y centavos; del burdel
lleno de carne pútrida vendida a alto precio; en fin, de toda esa sarta
de distracciones que el pobre puede proporcionarse en nuestro medio y que, a la
larga, lejos de ocasionar gozo o contento, acarrea desgaste, enfermedad,
miseria, desamparo, muerte...
Ella, ahora, en la
tarde que afuera tenía gorjeos alegres, se sentía morir. Sentía que la “pálida”
se enroscaba en su vida e iba asfixiándola lenta, implacable, seguramente,
mientras un frío terrible le destrozaba los huesos y le hacía tamborilear
enloquecidamente las sienes.
Abandono total en
torno de ella. Nadie llegaba con una palabra, con un mendrugo de cariño, con un
vaso de leche. Ella misma tenía que salir, entre uno y otro de los fríos de la
fiebre, a buscarse el pedazo de tortilla dura que comía, vacío en la imposibilidad
de comprarse un poco de con qué. En sus salidas pedía limosnas y las
había estado obteniendo de centavo en centavo, tras de sufrir horribles
humillaciones.
Y ella no podía
explicarse el porqué del abandono que sufría... Fue ella siempre buena con el
prójimo. Fue siempre caritativa y dadivosa. Por sus vecinas hizo siempre lo que
pudo: a los niños los adoró siempre, quizá porque no pudo tenerlos. Pero era
posible que la vieran muy delgada, muy amarilla. Quizá la oían toser y pensaban
que estaba tísica. Ella sabía que la mataba el paludismo. Pero, ¿cómo hacer
para que los demás no creyeran otra cosa? Mientras tanto había que sufrir, que
esperar el momento definitivo en que cesaran sus negras penas, sus infructuosas
peregrinaciones, su terrible sangrar de plantas recorriendo los pedregales del
mundo...
En el techo
empezaban a bailotear sombras extrañas; las sienes la martillaban más recio y
su vista se le iba hacia lejanías remotas, una lejanía casi imprecisa ya, casi
sin contornos, pero que al evocarla en lánguida reminiscencia, la hacía sentir
una voz de consuelo y resignación abriendo trocha de luz en lo más puro y en lo
más íntimo de su vida.
Vivía entonces sus
días de infancia en la aldea remota que atesoraba fragancia tonificante de
pinos; música de zorzales enamorados; olor de terneritos retozones; cadencia de
torrentes despeñados; frescura de sabanetas empapadas de rocío; pureza de
sencilleces campesinas impregnadas de salves y rosarios devotísimos.
En la aldea lozana y
cándida vio cómo se levantaban sus senos robustos y cómo le vibraban las carnes
a los impulsos primeros del amor, del amor sencillo, sin complicaciones
civilizadas, pero con las dulzuras agrestes de los idilios de Longo. Después,
sus anhelos por venirse hacia la Costa soñada, insinuación de dichas y
perspectiva en brazos de promesa cuando desde la lejanía se sueña.
Las ilusiones
prendían grandes fogatas en su mente sencilla y buena y los llamados del
instinto empezaban a quemar sus carnes morenas, turgentes, con un fuego
distinto al del generoso sol de los trópicos. Empezó a deleitarse en la propia
contemplación cuando, libre de la prisión del vestido, surgía a la luz la
soberbia retadora de su cuerpo y cuando crespos por la cosquilla de la brisa,
como dos conos de fuego, se le escapaban los pechos de la prisión delicada de
la blusa.
Entonces conoció al
hombre que avivó su fuego interior y la predispuso a la aventura en tentativa
de dominar horizontes. Oyó la invitación de venirse a la Costa como pudo haber
oído la de irse para el cielo. El hombre le gustaba por fuerte, por guapo, por chucano.
Porque le ofrecía aquello que ella quería conocer: el amor y, además del
amor, la Costa Norte.
—Allá —le decía él—
los bananos crecen frondosos, se ganan grandes salarios y pronto haremos dinero.
Tú me ayudarás en lo que puedas y saldremos adelante.
—¿Y si alguna mujer
te conquista y me das viaje?
—¡De ninguna manera,
mi negra, yo te quiero sólo a ti y juntos andaremos siempre!... Andaremos en
tren... En automóvil... Iremos al cine, a las verbenas, en fin, a todas
partes...
—¿Y son bonitos los
trenes?
—¡Como gusanones
negros que echaran humo por la cabeza, sabes! Allí va un gentío, de campo en
campo, de La Lima al Puerto. Un hombre va diciendo los nombres de las
estaciones: “¡Indiana!... ¡ Mopala!... ¡Tibombo!... ¡Kele-Kele!...” ¡Es arrechito! ¡Lo vas a ver!
Ella deliraba con
salir del viejo pueblo de sus mayores. Amar y correr mundo. Para ella su pueblo
estaba aletargado en una noche sin amanecer y de nada servía su belleza,
acodada junto al riachuelo murmurante de encrespado lecho de riscos y de
guijas. Quería dejar el pueblito risueño donde pasó sus años de infancia y
donde el campo virgen y la tierra olorosa pusieron en su cuerpo fragancias y
urgencias vitales. Así fue como emprendió el camino, cerca de su hombre,
bajando estribaciones, cruzando bulliciosos torrentes, pasando valles
calcinados por un sol de fuego entre el concierto monótono de los chiquirines
que introducía menudas astillitas en la monorritmia desesperante de los
días.
¡Y qué hombre era su
hombre! Por las noches de jornada, durmiendo bajo las estrellas, sabía
recompensarle todas sus esperanzas, todos sus sueños y todos sus deseos. A la
hora en que las tinieblas empezaban a descender sobre los campos, cuando la
noche era más prieta y más espesa, cuando la aurora empezaba a regar sus
arreboles por la lámina lejana del Oriente... Ella sentía la impetuosidad, el
fuego, la valentía, el coraje indomeñable de su hombre y sentía que su
entraña se le encrespaba en divinos palpitos de esperanza y de orgullo.
Llegaron, por fin, a
La Lima y empezó la búsqueda de trabajo. Demetrio lo obtenía siempre porque por
sus chucanadas era amigo de capitanes, taimkípers y mandadores,
pero lo perdía luego porque en el fondo tenía mal carácter y por su propensión
marcada a los vicios. Montevista, Omonita, Mopala, Indiana, Tibombo, los campos
del otro lado... en fin, cuanto sitio tiene abierto la Frutera conoció
la peregrinación de ellos en la búsqueda de la vida. Unas veces era en las
tareas de chapia, otras como cortero o juntero de bananos;
después como irrigador de veneno, cubierto de verde desde la cabeza hasta los
pies. Siempre de sol a sol, asándose bajo el calor desesperante que a la hora
del mediodía hacía rechinar de fatiga las hojas de las matas de banano. Por las
noches el hombre regresaba cansado, agobiado, mudo de la fatiga que mordía los
músculos otrora elásticos como de fiera en las selvas.
En varias
oportunidades enfermó él de paludismo, y, para curarse, acudía con más
frecuencia al aguardiente. Todo en vano: la enfermedad seguía, y suspender el
trabajo era morirse de hambre. Trabajaban por ese tiempo en Kele-Kele. Ella
vendía de comer y él tenía una pequeña contrata. Una noche de octubre los
hombres levantaban el bordo poniéndole montañas de sacos de arena. Las
embestidas del Ulúa eran salvajes. Las aguas sobrepasaban el nivel del dique y
Demetrio desapareció entre las tumultuosas aguas que minuto a minuto aumentaba
el temporal.
Quedó sola y
enferma. Enferma también de paludismo. Con un nudo en el alma dejó los campos
y se fue al puerto. Anduvo buscando qué hacer y sólo en Los
Marinos pudo colocarse en trabajos que en nada la enorgullecían sino que
ahora, al evocarlos, le hacían venir a la cara los colores de la vergüenza.
Miles de hombres de diferente catadura se refocilaban en su cuerpo. Enferma y
extenuada, con el alma envenenada para siempre, dejó el garito y vino a caer a
San Pedro Sula. El paludismo no la soltaba, cada día las fiebres fueron más
intensas y ahora se encontraba postrada en aquel pobre catre, abandonada de
todos, mientras la luz se iba y sombras atemorizadas le hacían extrañas
piruetas cabalgando en las vigas del techo.
Sus ojos que
supieron amar, son ahora dos lagos resecos donde sólo perdura el sufrimiento;
sus manos descarnadas, no son promesa de caricia ni de tibieza embrujadora; sus
senos flácidos casi ni se insinúan bajo la zaraza humilde de la blusa; pasó
sobre ella el vendaval de la miseria, y se insinúa, como seguridad única, la
certeza escalofriante de la muerte.
En la calle, varios
chiquillos juegan enloquecidos de júbilo. Una pareja conversa acerca del
antiguo y nuevo tema del amor. Un carro hiere el silencio con la arrogancia
asesina de su claxon. A la distancia, el mixto deja oír la estridencia
de su pito, y la vida sigue porque tiene que seguir...
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