De Joaquín Gallegos Lara
I
No supo cuántas cuadras
había corrido. A pie. Metiéndose en los brusqueros. Dejando tiras de carne en los grises y mortales zapanes
de las alambradas.
—¡Pára, negro
maldecido!
—Dale vos la vuerta
por áhi.
—Ha sido ni venao er
moreno.
Jadeaba y sudaba
frío. Oía tras él los pasos. Y el casco bronco del caballo del capitán
retumbaba en el muelle piso del potrero.
—Aquí sí que...
El viento se llevaba
las palabras. Al final del potrero había una mancha de arbolillos. Podría
esconderse. ¡Aunque eran tan ralas las chilcas y tan sin hojas los guarumos!
—Ris... Ris...
En las orejas se le
reían los balazos. Y el golpe de la detonación de los “mánglicher” le llegaba
al pecho: porque eran rurales.
Más allá de los
árboles sonaba el río. Gritaban unos patillos.
—Er que juye vive...
¿Se estaban burlando
de él?
—En los alambres me
cogen...
El puyón del viento
le zumbaba en las orejas.
—Masque deje medio
pellejo yo paso...
Metió la cabeza
entre los hilos de púas. Una le rasgó la oreja. Las separó cortándose los
dedos. Le chorreaba tibia la sangre por las patillas, por las sienes. Se le
escapó el hilo de arriba cerrando la cerca sobre él. De un tirón pasó el torso
dibujándose una atarraya de arañazos en las espaldas negras.
—Deje er caballo pa
pasar —advertían atrás al montado. Una patada en las nalgas lo acabó de hacer
pasar la cerca. Se fue de cara en la hierba.
—¡Ah! Hijo de una
perra...
Esta vez la bota del
rural le sonó como un campanillazo al patearlo en la oreja. En la ya rasgada.
Se irguió de
rodillas. La culata del rifle le dio de lleno en el pecho. Las patadas lo
tundían.
—Aja, yastás
arreglao...
Pero era un mogote
el negro. Rugía como toro empialado. Y se agarró a las piernas del otro
fracasándolo de espaldas. Quiso alzarse y patear también. Veía turbio.
Se culebreó sobre el
caído. Forcejeaban sordamente.
Lo tenía. Le había
metido los dedos en la boca. El otro quería morder. El negro le hundía las
manos abriéndole la boca sin sentir el dolor de los dientes. Y súbito tiró. Las
mejillas del rural le dieron un escalofrío al rasgarse. Chillaron como el ruán
que rasgan las mujeres cosiendo. Al retirar las manos sangrientas oyó que la
voz se le iba.
No tenía boca.
Raigones negruzcos de muelas y de dientes reían. Se llevaba las manos a la cara
recogiendo las piltrafas desgajadas.
—¡Ah! Hijo de una
perra...
De todos lados las
culatas y las botas le llovían golpes. Giró el negro los ojos blanqueantes.
Agitó la bemba. Quería hablar. Los miró a todos en torno allí de rodillas.
Recordó que todo había sido por el capitán borracho y belicoso. Se cubrió la
cara con el brazo y cayó otra vez.
—¡Ah! ¡Mardecido!
—Lo ha fregao a Rangel...
—Démosle duro.
—¡Negro mardito!
Bailaban sobre el
cadáver.
II
—Hei, señora.
Del interior de la
casa respondían. Se oían pasos.
—A ver... ¿Qué jue?
—Una posadita...
—¿Son rurales?
—Sí. ¿Y qué?
—Bueno, dentren
nomás.
Brilló un candil
sobre la cabeza de la vieja negra. El grupo kaki claro al pie de la casucha
semejaba una hoja de maíz entreabierta. Hablaban entre ellos:
—Déjenlo áhi guardao
adebajo er piso.
—Era de habeslo
enterrao allá mesmo todoi... Onde cayó.
—Mañana lo enterramo
Anden. Cuidao se asusta la vieja.
Subieron ruidosamente.
El cuerpo del negro muerto a patadas hizo una pirueta y cayó montado en el filo
de los guacayes horizontales del chiquero. Bajo el piso.
Apoyaban los rifles
cañón arriba en las paredes. El capitán se sentó en la hamaca. Ya se le había
pasado la borrachera que lo hizo disputar con el negro. Los otros se acomodaban
en bateas boca abajo. En el baúl. Donde pudieron.
—¿Han comido?
—Ya, señora.
—Pero argo caliente.
¿Un matecito e café puro con verde asao?
—Si usté es tan
güeña...
—Petitaa... ¿Ta
apagao er fogón?
Del cuarto interior
salió la muchacha.
—No tuavía, mama.
—Entonces vamo a’sar
unos verdes y un poquito e café puro pa los señores...
La muchacha había
hecho encenderse los pai-pais de los ojos del capitán.
—Oye Pata e venao, trai la
damajuanita e mayorca. Pa ponesle un poquito en er café puro e la señora y de usté también,
niña... niña Petita ¿no? No pensaba habesme encontrao po aquí con una flor de
güenas tarde como ella...
Petita reía elevando
el traje rosado con la loma de su pecho duro, al respirar. E iba y venía con un
ritmo en las caderas que enloquecía al rural.
Después del café
puro hubieran conversado un rato con gusto. La vieja negra cortó:
—La conversa ta mui
güena... pero ustedes dispensarán que nos vayamos pa adentro a acostarno yo y
mi hija... Tenemo que madrugás... Porque tarbés amanezca aquí mijo que llega e
Manabí mañana... Ahi les dejo er candil.
La puerta de ocre
oscuro, de viejas guadúas latilladas, se cerró. Sus bisagras de veta de novillo
chirriaron. Los rurales la miraban con ojos malos. El capitán los detuvo con el
planazo de su mirada:
—Naiden se meta...
La fruta es pa mí. Y pa mí solo ta que se cai de la mata...
Ella le había
guiñado el ojo. Apagó el candil. Por la caña rala de las paredes salían ovillos
de amarillenta claridad. Pegó la frente febril a las rendijas frías.
—Se está
esvistiendo...
Miraba, tendida
atrás la mano deteniendo a los otros. Cruzó en camisón la vieja hasta la
ventana con un mate en la mano. A verterlo afuera. Y ágil metió por la puerta
entornada la cabeza el hombre. Una seña violenta y breve: vendré. Espérame. La
Petita apretó púdica el camisón, medio descubierto, contra el seno. Sonrió: sí.
La vieja sin darse
cuenta de nada se metió bajo el toldo colorado de la talanquera del frente.
Apagando su candil.
Una hora más tarde
crujía la puerta.
Y crujía la
talanquera de Petita.
La vieja roncaba.
Los rurales soñaban en la cuadrita con la suerte de su jefe.
III
—Señora, muchísimas
gracias. ¡Y nos vamo que hai que hacer en er día!
Petita se sonreía
con el capitán a espaldas de la vieja.
Uno dijo:
—¿La joven es casada
u sortera?
—Ta separada el
esposo —aclaró la madre.
—Y, una cosa señora
pa saber a quién agradecerle, ¿cómo es su gracia?
—Panchita e Llorel.
Petita ve al herido
—al de la cara desgarrada en la lucha de ayer— y pregunta:
—¿Qué jue eso,
capitán?... Como anoche no lei visto...
—Jue antier una
pelea...
—¡Pero qué bruto er
que se lo hizo! Sería con navaja...
—No, con los
dedos...
—¡Jesús! Lo han
dejao guaco pa toda su vida...
Bajaron. Ya era
claro. La manga húmeda brillaba como si hubiera llovido del sereno. Cantaban
caciques en los ciruelos de las cercas.
Las dos mujeres
empezaban sus quehaceres. A Petita le dolían las caderas: ¡es que tres
veces!...
—Oite Petita... Baja
a ver ar chancho que ha estao moviéndose y como hozando toda la noche...
Bajó Petita y la oyó
gritar la madre:
—Mama, mama, estos
marvaos le han echao un muerto ar chancho... Venga... Eso es lo que ha estao
comiendo toda la santa noche... ¡Jesús! ¡San Jacinto lindo! Venga.
—¡Al fin rurales!
Son la plaga: con razón nuei dormido naditita: y antes que no han querido argo
pior con vos...
Acudió. Como cluecas
rodearon el chiquero. No sabían de dónde empuñar el cuerpo mancornado con la
cara sumergida en el lodo. Comido por el cuello. Por el pecho. Descubiertas las
costillas.
—¡Pero qué
mardecidos!... De adeveras: ar fin rurales... ¿Y quién será er pobre hombre
este?
Por un brazo lo
pudieron alzar. La camiseta tenía mucha sangre. Pero el pantalón ¿lo conocían?
Con un canto de la falda limpió Petita el prieto embarrado hediendo de la cara.
El cuerpo descansaba a medias en la vieja, a medias en el filo del chiquero.
Fue un grito corto
el de Petita:
—¡ Ay mama! Si es
Ranulfo, mi ñaño...
La vieja no dijo
nada. Su cara negra —arrugada como el tronco leñoso de un níspero— se hizo
ceniza, ceniza.
A Petita le dolían
los besos del rural —los besos de la noche oscura— como si hubieran sido
bofetadas...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Trata de no comentar como anónimo. Gracias.