I
Apenas concluí mis
abluciones matinales, escribí a Elena la carta que llevó un propio. Me estremecía
de comprensión y de deseo de comunicarme con la extraña y bella mujer, al
escribirla. La carta decía:
Mi temerosa amiga: Ya sé cuál es su signatura, definitivamente. Ya conozco la clave de su trágica vida, que lo explica todo. So hieroglífico es el de leona. Corro a visitarla en cuanto pueda.Guatemala, 22 de enero de 19...
J. M. Cendal.
Breves instantes después estaba
con Elena. Encontré a mi amiga en su lecho, con su hermoso cuerpo de leona
cubierto por una bata; y su leonina cabeza, de refulgente cabellera enmarañada,
abatida contra las sábanas. Sus magníficos ojos fosforecían en la penumbra de
la alcoba. Aparecía llorosa y enferma. Le expliqué mi carta.
—Dulce amiga —dije—,
me preparaba a buscar en el agua fría alivio para mi cansancio cuando tuve la
clara visión de su signatura, que explica su vida. Me turbé tanto que no podría
decirle lo que hice inmediatamente después.
—Ante todo: ¿qué es
una signatura?
—Se llama signatura
a la primera división en cuatro grandes grupos de la raza humana. El tipo de la
primera signatura es el buey: las gentes instintivas y en las que predomina el
aspecto pasivo de la naturaleza; el tipo de la segunda signatura es el león:
las gentes violentas, de presa, en las que predomina la pasión; el tipo de la
tercera es el águila: las gentes intelectuales, artistas, en las que predomina
la mente; el cuarto y último es el hombre: las gentes superiores, en las que
predomina la voluntad. Usted es un puro y hermoso tipo de leona. No le doy más
detalles porque sería largo de expresarse.
—Acepto.
Y vi los hermosos
ojos de mi amiga brillar de comprensión y de majestad.
—Y ahora, ¿quiere
que estudiemos cómo llegué a esta maravillosa visión? Se puede dividir en cinco
partes el camino del conocimiento. Primera parte: la que empieza con la
intuición inicial de cuando me di clara cuenta, en el Teatro Palace, y viendo
ambos correr una cinta, de su fuerte naturaleza magnética, que al aproximarme a
usted me llenaba de vitalidad y de energía. Segunda: cuando, jugando ajedrez,
usted me tomó una pieza con movimiento tan rápido, tan felino, que parecía el
acto de una fiera al caer sobre su presa. Tercera: cuando la concebí como una
esfinge. Cuarta: cuando me enseñó su cuadro de El león. Quinta y
definitiva —la luz deslumbradora—: cuando llorosa y desencajada por el dolor,
echada sobre la alfombra de su cuarto, tuve la clara visión de su trágica
naturaleza de leona. Hay más invisibles jalones en este encantado sendero de
sombras, en busca de lo desconocido, algunos que ya señalé, y otros que irán apareciendo
poco a poco; pero no tienen la misma importancia que los enumerados.
“Y para
manifestárselos ahora a usted, prescindiré del orden cronológico, y pasaré, por
de pronto, al de su importancia, en el que sólo quedan dos: cuando usted se me
apareció como una esfinge; y cuando, toda llorosa y desencajada por el dolor,
apareció clara su verdadera naturaleza de leona.
“Si usted hubiera
seguido subordinada a su esposo; si no hubiera obtenido, con el divorcio, la
libertad de acción, probablemente yo nunca habría podido llegar al conocimiento
de su naturaleza leonina; pero, emancipada, usted pudo reconstruir su cueva
florestal. Pudo arrendar una hermosa casa, y alhajarla. Usted misma me
afirmó que prefería comer poco y restar algo a necesidades apremiantes con tal
de tener una cómoda vivienda, que diera el apropiado marco a su espíritu.
Naturalmente, de la casa elegida formaba parte una amplia sala. Adosada a una
de las paredes, y en su medio, usted construyó una extensa especie de canapé,
tan bajo que apenas se alzaba diez centímetros del suelo, y lo cubrió de
lujosas telas y de almohadas y cojines singularmente bellos y suaves.
Almohadones que eran una verdadera obra de arte, de extraños y turbadores
matices. Sobre esta alfombra, usted tomó luego el hábito de echarse, para leer
y para descansar. Este amplio lecho, que supone obtener, fue obra instintiva de
su subconsciente. Usted buscaba poder adoptar su posición habitual de descanso,
la única en que puede descansar: el lecho de la gruta en que reposa la leona.
“Usted se acordará,
sin embargo, de que no fue en este bajo lecho donde yo tuve la primera y vaga
noción de su signatura, sino en un suntuoso sofá, mucho más alto. Me encontraba
descansando en él, y cuando usted se preparaba a leer una obra célebre, a la
que no puedo dar nombre, con su magnífica y cálida voz, que amo tanto, yo le
supliqué que tomara asiento a mi lado, para entrar en el radio que abarcaba su
aura y poder recibir su tibia onda de vida animal; pero usted se negó y se
echó a mis pies en la alfombra. Así leyó. Y entonces yo tuve la
conturbadora visión de que usted era una esfinge, visión que me llenó de
inquietud y me desorientó, porque no existe propiamente signatura de
esfinge. Es un símbolo demasiado alto para el hombre.”
—¿Y entonces?
—Es que lo que yo vi
entonces claramente fue su cuerpo, definitivamente animal, echado en el suelo; su
cuerpo de gran digitígrado; su hermoso y robusto cuerpo de fiera; y era tan
clara para mí aquella forma bestial, que la acepté sin vacilar; y dije:
“poderoso y bello cuerpo animal”; pero sobre él —usted estaba echada— emergía —hacía
usted emerger— una hermosa cabeza femenina, clásica, que parecía una bella
medalla griega o romana —usted es muy bella y tiene un bellísimo rostro
femenil—. La gran nariz griega, tan recta y noble; la ancha frente; el mentón
puro; todo aquel bello rostro de mujer se alzaba sobre la poderosa forma de
bruto tendida a mis pies. La conturbadora percepción no pudo ser evadida; y la
dije: “Usted me desconcierta y me inquieta, porque se parece demasiado a la
esfinge.” ¿Comprende usted el proceso? Un rostro de mujer, amplio y
definido, sobre un poderoso cuerpo de león, echado. ¿Qué otra cosa es la
esfinge? Recuerde: la esfinge tiene rostro y pechos de mujer, y cuerpo y patas
de león. Y aquí tengo que contarle, por vía de digresión, algo extraño también:
No sé por qué, pero tengo en la mente fijo, con gran frecuencia, el rostro
femenino de la esfinge. ¿Entiende usted? Y esta visión frecuente me hizo
posible identificarla a usted con rapidez. Yo veía el cuerpo del león y la
cabeza de la mujer y balbuceé: “esfinge”. Sólo que mi percepción del rostro de
la mujer fue clara, la del cuerpo del león no se precisó lo bastante como para
permitirme afirmar: cuerpo de león. No obstante, la sensación indefinida bastó
a mi pobre espíritu de dios encadenado para murmurar: esfinge. “Después pasaron
días. Yo seguía en aquella misteriosa, aquella aterradora esclavitud de usted.
Yo la buscaba como la aguja imantada busca el Norte —no se ría: esto no es, aquí,
un lugar común—; yo me volvía hacia usted como el heliotropo se vuelve
hacia la luz. Yo la hubiera buscado aunque ir hacia usted fuera ir al encuentro
de una inenarrable tortura. Usted era para mí algo más precioso que la misma
vida; mi amor más grande; sangre de mi sangre; médula de mis huesos. Yo la
buscaba, digo, todas las noches hasta que un día me encontré tan cansado de
usted, tan fatigado de usted, que decidí no ir a buscarla. Sabía que verla era
exponerme a morir de cansancio. El espíritu cansa, el deus fatiga.
‘Siento la fatiga del deus que me hostiga’ —dijo el poeta. Entonces
compuse aquellos versos que más tarde le leeré de nuevo y que empiezan: ‘La
padecí como una calentura / como se padece una obsesión. / Si prosigo sufriendo
su presencia / hubiera muerto yo.’ ¿Se acuerda? Estaba muy cansado, repito,
aquella noche, y decidí descansar de usted y no venir a verla; pero en el lecho
me seguía fatigando mi pensamiento; y necesité huir también de mí mismo. ¿Cómo?
¿Dormir? No podía. ‘Cuando está uno tan cansado, que ya no puede descansar’...
¿Buscar los paraísos artificiales? Arrojé al mar la llave que abre su puerta.
¿Qué hacer? Pensé que un buen libro es también un estupefaciente: un nepente,
como diría Rubén; y recordé que usted me había repetidas veces ofrecido y
entregado Ella, de Rider Haggard; y que yo siempre lo dejé olvidado en
su sala, porque usted me llenaba de tal modo que no tenía tiempo para leer.
Entonces decidí pasar sólo por un momento a su casa con dos objetos: el
referido de pedirle Ella, de Rider Haggard; y el de avisarle que aquella
noche faltaría a la cita.
“Pero no contaba con
el huésped desconocido y misterioso, con el demonio interior que a veces me
posee. Apenas entré a su vivienda y la hablé, fui de nuevo víctima de mi
embrujo, de su sortílega presencia, y ya no pude salir. Usted me fascina. Como
de costumbre, sus sencillas palabras: —’No se vaya’, me encadenaron a usted.
“Estaba tan cansado,
que me eché en el lecho, a su lado; en el lecho donde usted lloraba, presa de
un gran dolor, convulsionando su magnífico cuerpo de leona, mientras un trágico
signo maculaba su rostro. ¿Se acuerda? Y entonces, al fin —porque el débil
espíritu del hombre da traspiés—, la vi como una hermosa leona echada. Si
a pesar de mi cansancio de muerte no llego aquella noche a su casa —conducido
por el espíritu que me llevaba de la mano—, tal vez nunca habría sabido su
terrible hieroglífico. Pero el caso es que llegué. Y la vi. El dolor
desencajaba su rostro. La fuerte mano del dolor había borrado el frágil sello
de la mujer, y sólo quedaba la cabeza de la leona en el rostro antes humano. Le
repito que era obra del dolor. Vi claramente el belfo leonino. Había sangre de innumerables víctimas en sus fauces entreabiertas. Y comprendí que usted no era —nunca pudo ser— la
esfinge, sino la leona.”
—¿Hay sangre, pues,
en mi boca?
—Sí: hay sangre.
Usted acaso no sabe las correspondencias: lo que en el plano de la
tierra son víctimas sangrientas, en el plano del espíritu son víctimas
espirituales.
“Yo le dije siempre:
usted tiene un trágico signo.”
II
—Y de nuevo afirmo
que si no llego aquella noche a su casa el extraño suceso del aparecimiento de
la fiera no se verifica, porque en todo hombre hay una capa que encubre su
hieroglífico, una tela que viste al animal, y cuesta al espectador atravesarla
con los ojos del alma y ver a la bestia encubierta; pero el dolor la atenaceaba
aquella noche entre las sombras equívocas; el dolor había puesto un cerco
alrededor de sus ojos; el dolor acentuaba la cuadratura de su mentón; el dolor
hinchaba todo su rostro. ¡Oh qué hábil modelador es el dolor! La pena actuaba
en el astral y hacía surgir su cuerpo de pasión: su kamarupa. Modelaba
la dúctil materia y me entregaba su forma viva y radiante. Y vi así a la leona,
a la hermosa leona que hay en usted. De momento, todavía vacilé. Era demasiado
inquietante aquella visión de su signatura, explicaba demasiadas cosas, para
que mi espíritu desconfiado aceptara su precioso hallazgo. Temblé como el
buscador de tesoros subterráneos que al fin ve aparecer, de entre las capas de
la tierra removida, una argolla; y presiente una caja; o ve la caja misma, y
muere de expectación y de deseo. ¿Qué contendrá la caja misteriosa? ¿Será oro o
un cadáver? ¿Iba yo a encontrar el oro del conocimiento o el cadáver del error?
Y me fui desconcertado y trémulo de esperanza. Sólo que antes, ¿se acuerda?, me
atreví, porque me laceraba su pena y deseaba consolarla —deseo ineficaz
porque el suyo era el dolor de una leona— a coger su mano derecha. Yo, tan
respetuoso siempre, digo, me atreví a tomar su mano, a retirarla un poco de su
cuerpo y dejarla descansar suavemente sobre la sedosa alfombra, con la palma
vuelta hacia abajo; después la acaricié dulcemente. Y entonces saltó un nuevo
detalle, como salta una liebre ante el cazador —¡Oh raro ojeo de sombras, a una
luz lunar! ¡Oh extraño cazador, en la noche, de lo desconocido!— Y fue
aquella pura, aquella lindísima mano de mujer, que descansaba sobre la
alfombra, y que era una admirable y terrible garra leonina, a pesar de su
belleza. Dos veces usted la retiró, encogiéndola; y se la metió en el pecho
como lo hacen los gatos con sus suaves manos de felpa; o los leones —y en
general todo el género felis— cuando van a dormir. Yo necesito que usted vea a
una gata descansar. Observará cómo esconde su mano entre el pecho y cómo,
contenta con esconderla, la dobla graciosamente sobre la articulación del brazo
antes de pegarla a su seno. Miraba con tal fijeza estos movimientos felinos que
usted se vio obligada a decirme:
“—Yo descanso
siempre así; por eso todas las noches se me duermen los brazos, hasta el punto
de producirme verdadera tortura.
“Encubiertas por la
suave seda de las extremidades de sus dedos, yo sin querer buscaba las uñas
retráctiles.
“Y alrededor de aquella muy amada y blanca
mano de mujer, que era una garra de fiera, reposaban, como ella, en el suelo,
los mayávicos cuerpos de dos sensaciones mías, alucinantes: mi respeto corporal
a la leona y mi incapacidad de consolar su tormentosa aflicción.
“Y de este mi
respeto corporal y del respeto que le tienen los hombres, no necesito darle
muchas explicaciones. Una leona impone siempre. Yo tomé —amplifico— su mano con
tanta vacilación como pudo hacerlo un domador incipiente con la de una leona en
celo.
“Así, vacilante, me
retiré. Ya en mi casa busqué el lecho. El sueño redondeó mi conocimiento. Al
día siguiente ya le dije que me levanté para tomar un baño matinal; y me
preparaba a hacer correr el agua fría sobre mi cuerpo, cuando de pronto,
deslumbrante, vino a mí el conocimiento, ya sin vacilaciones, de su verdadero
hieroglífico. El conocimiento que explicaba su vida: el de su signo de leona.
“Y ahora voy a
procurar explicarle, siquiera a grandes rasgos, alguno de los torturantes
enigmas que la llenan de sombra. Vayamos en orden.
“¿Se acuerda, Elena,
de su mayor dolor? ¿Del que sintió repetidas veces, cuando los hombres se
quejaron de que era poco femenina? ¿Recuerda la dura, injusta acusación de
aquella amiga que la llamó con un infamante nombre? ¿Recuerda las muchas veces
en que esta duda de su feminidad la atormentó y la hizo sangrar? Hoy me lo
explico y puedo explicárselo a usted. Ante todo, tengo que decirle que no
conozco más pura ni más bella alma de mujer que la suya: usted es un tesoro de
feminidad; usted es rica en feminidad; usted es una hembra, magnífica y
radiosa; pero no olvide que es la hembra del león, la leona, y que las especies
inferiores sienten miedo de usted. Miedo pánico. Usted es la hembra, repito,
pero la hembra del león. Lo que ellos llamaban masculinidad no era sino
fuerza. Usted no puede ser verdaderamente hembra más que para otro león.
Para los demás será la Dominadora, la Señora, la Reina. No puede tener amantes
sino siervos o domadores. Necesita un león para que aparezca toda su asombrosa
feminidad; pero los leones no abundan. De aquí su continuo tormento.
“¡Y ya ve qué luz
viva de antorcha que ilumina de arriba abajo la tragedia de su vida! Ahora
comprenderá su fracaso matrimonial. Usted casó con un fuerte digitígrado, un
cuadrúpedo del género felis también. No podría determinar a qué especie
pertenece; pero indudablemente es otro felino. Un felino temible, de afiladas
uñas, noble y fuerte dentro de los de su clase, felino, como usted; pero menos
poderoso que una leona. ¿Cómo pudo cometer este error, mi hermosa leona? ¿La
sedujo el célebre y bello actor de cine, en escena? ¿Fue víctima del hechizo de
la pantalla, de esa arte mágica, recién nacida, que resume y pone a
contribución a todas las bellas artes, sus hermanas? ¡No se dio cuenta de que
iba al desastre! ¡No ve cómo se odiarán eternamente esas especies antagónicas
del felis leo y de los demás félidos, porque expresan dos principios distintos
y opuestos! Su marido continuamente sentía la tarascada espiritual, la terrible
manotada del león; y acabó por alejarse de usted, sin duda siempre amándola y
admirándola al mismo tiempo, pues ya le dije que es un fino y generoso
espíritu. No afronta impunemente a una leona ni a otro gran felino. Su alma de
usted pesa mucho, es leonina.
“En cuanto a aquel
otro gran dolor de su vida, el de su amiga de la infancia, Romelia, la que la
fustigó con un doloroso vocablo, la que la traicionó después de muchos años de
recibir sus beneficios, también tiene fácil explicación. Romelia es una gatita.
¡Amistar con una leona un pequeño gato! ¡Qué tragedia! Usted puede decir la
terrible frase: —Yo soy león: los otros son gatos. Romelia a cada
momento se sentía indefensa ante usted. Por último, naturalmente, surgió la
terrible acusación de masculinidad. Aquella gatita creyó masculinidad lo que
era fuerza; falta de feminidad lo que era poder; crueldad lo que era potencia.
Siempre había sentido celos de usted, y acabó por envidiarla; por odiarla.
Entonces, a pesar de su pequeñez, felinamente, le infirió aquella terrible
herida, tan comprensible, que casi llegó a tocar su corazón y que alcanzó muy
hondo; la que después con sus uñecillas aceradas agrandaron otras bestezuelas
menores e innobles, las mustélidas voraces; con sus uñecillas y con sus
caninos; la herida en la que más tarde debía dejar una serpiente el veneno
mortífero de sus colmillos; esa herida de la que yo la estoy curando: la
acusación de masculinidad. Usted me contó que un día Romelia, celosa del amor
de alguien que las requebraba a las dos, se atrevió a amenazarla con un látigo.
Usted me refirió también la terrible reacción anímica que sintió al verse
ofendida; y al hablar le vi tal majestad, tal realeza herida, que comprendí
todo lo que siguió después: que la amiga —en otra rápida reacción de su cariño
de siempre contra su violencia de un momento— cayera a sus plantas, pidiéndole
perdón, arrepentida, pesarosa y temerosa; y que besara con desesperación las
fimbrias de su vestido. Aquel día estuvo su amistad al borde del abismo.
Suplicó ella tanto, sinceramente arrepentida de su breve ceguedad, que la leona
joven, magnánima, generosa, la perdonó; pero en parte perdonó porque desconocía
su verdadera naturaleza de leona; porque la sociedad la encadenaba con sus mil
perjuicios.
“Y ahora
(descontadas estas dos terribles tragedias de su vida, las tragedias de la
primera amistad y del primer amor frustrados, pasemos a su continuidad, a la
tragedia menor y diaria que la atormenta; pasemos a esa otra queja que me ha
expresado tantas veces de que también posteriores amistades no duran mucho
tiempo. Yo fascino, me dijo usted; fascino hasta un grado difícil de expresar;
ofusco, conturbo, domino, veo a mis amigos a mis plantas, correr como siervos
para satisfacer el menor de mis caprichos. Me adoran, se arrastran ante mí por
complacerme; pero aquella fascinación dura muy poco; los pierdo luego. Ahora
comprende, ¿no es cierto? Es la manotada de la leona que daña cuando quiere
acariciar a seres distintos de su especie.”
III
—Y después de esta explicación,
¿quiere que yo el intuitivo, siga explicando su terrible signatura? ¿Qué quiere
que le aclare? ¿Lo de su admirable cuadro de El león que está pronto a
devorar a su domador? ¿Lo de los pretendientes que quisieron besarla? ¿Lo
de su enorme magnetismo?
—Para ir por orden,
permita que recuerde que usted me habló primeramente de cinco jalones en el
camino del conocimiento; y que después pasó a explicarme únicamente el tercero
y el quinto, los más importantes. El primero, el de ese magnetismo que dizque
poseo; el segundo, el del ajedrez; y el cuarto, el del cuadro de El león, no
han sido aún descritos.
—Es cierto; y esa
precisión no es sino un signo de su clara, fuerte y amplia inteligencia de
leona. Lo del hechizo en el Teatro Palace me quitará poco tiempo, porque
después tendré que tratar de él más largamente. Quiero decirle ahora nada más
que yo acudí con usted a sentarnos a dos de las lunetas del Palace,
completamente libre de su magnética acción. Yo acompañaba a doña Nadie. Para mí
entonces usted no era más que una antigua amiga, no muy íntima, a la que quería
algo y apreciaba poco. Pero esa noche, al estar a su lado, empezó a ejercer en
mí su terrible acción. Sentí, a su contacto, que se encendían los fuegos de la
vida, semiapagados por una doble enfermedad del cuerpo y del espíritu que con frecuencia
ataca a los seres intuitivos, víctimas de las fuerzas que osan, imprudentes,
desatar y afrontar. De pronto me sorprendí riendo; disfruté de una gran
agilidad de espíritu a la que no estaba acostumbrado, que me remozaba, que me
quitaba veinte años. Mis pensamientos adquirieron agudeza y claridad. Una gran
serenidad tranquilizaba mi temeroso cuerpo pasional. Estoy bastante avanzado en
el camino del conocimiento para no saber que aquel acrecentamiento de vida se
lo debía a usted: a su personalidad próxima y radiosa. Entonces comprendí que
usted era una inagotable fuente de energía; un espíritu noble y fuerte; y
empecé a apreciarla: es decir, a amarla.
—¿Y lo del ajedrez?
—Es muy fácil de
contar. Jugábamos ajedrez aquella tarde. Es un fino tablero el que usted posee,
lleno de figulinas blancas y violetas, que son un primor. De pronto su larga y
delgada mano blanca se abatió con tal rapidez sobre mi reina, para tomármela,
que yo vi en el movimiento su segura explicación: la bestia de presa: bestia de
presa en los aires, en la tierra o en el mar. Águila, carnicero o escualo. Me
conturbé: miré con sincero temor a la bella dama que tenía delante. Sólo los
grandes carniceros se mueven así. Aunque de momento no quise aceptar la
cruel verdad, sí ya me sentí presa de extraño miedo. Todo mi inconsciente me
decía que aquello era verdad: que ante usted estaba ante una poderosa
fuerza de destrucción.
“Juega usted bien el
ajedrez, Elena; y también me depara incomparables delicias ante las piezas de
marfil. ¡Son tan finas sus manos, tan blancas y tan bien proporcionadas! Sus
magníficas manos de trágica actuación. Da usted así, oh gran batalladora,
salida a su violencia necesaria, en este juego tan parecido a la lucha.”
—Ahora explíqueme lo
del cuadro de El león.
—Seré breve porque
tengo que explicarle un mundo en pocas palabras. Usted es una admirable
pintora. Ese cuadro fue para mí una verdadera revelación. En él aparece un león
apresado que un día, despreciando el castigo del látigo y del hierro candente,
encendido y porque la mirada fija ha perdido hace tiempo todo valor, se
vuelve contra su domador, le hace frente y lo acobarda hasta hacerlo salir
huyendo, dejando en su temerosa huida abierta la puerta, por la que también
saldrá su prisionero, a recobrar su libertad nativa.
—...
—¿Qué más puedo
decirle de este trabajo? ¿Que es un terrible símbolo en que el león, no sólo se
vuelve contra su domador, sino también contra la sociedad? Son barrotes de
prejuicios, látigo de ignorancia, hierro candente de superstición los que la
tenían prisionera.
—Sí. Es cierto. No
es necesario nada más.
—Y ya que llegamos a
hablar de sus cuadros, permítame una digresión, aunque por un momento nos
separemos del camino que estamos recorriendo juntos. Déjeme que le hable de
algo que tiene muy poca relación con su signatura; pero que me conmueve mucho.
Déjeme que le hable de ese otro admirable cuadro suyo de La malla.
—¿La malla?
—En toda mujer hay
una maga. En la más simple mujer del carbonero hay una maga. La mujer guarda el
sagrado tesoro de la especie y posee artes mágicos para encadenar al hombre. El
hilo de que forma su malla es el hábito. Toda mujer estudia al hombre,
inconscientemente, sin darse cuenta, y la naturaleza la ha dotado del poder de
conocerlo intuitivamente. Toda mujer conoce las mismas signaturas que el
iniciado, con más finura que éste; conoce el tipo del instintivo, del que hay
que complacer la pereza y la glotonería; conoce el tipo del anímico, de la
fiera humana, a la que sólo se adormece y domina arrojándole la vianda de adulación
a su vanidad o de un obstáculo por vencer; es decir, dando de comer a la fiera;
conoce al mental, del que hay que aprender las pequeñas manías, para
satisfacerlas, y del que hay que suplir la pereza física, moviéndose por él. En
cuanto al hombre de voluntad, que es la cuarta signatura, la mujer tiene menos
armas contra él; pero las tiene siempre.
“En toda mujer hay
una engañadora perpetua. Nació para engañar. Es parte de su oficio. Engaña
naturalmente, como las bestias respiran. El hombre piensa; la mujer seduce.
Seduce al hortera que le ofrece una mercancía barata; seduce al abogado que no
le cobra honorarios; sonríe y seduce al compañero de viaje que le cede el
asiento; su sonrisa es su pequeña moneda fraccionaria de seducción, y el día en
que deje de seducir, ese día está condenada a perecer y a hacer morir al
hombre. La mujer seduce como las hojas de los árboles se tiñen de clorofila, y
el papel secante embebe la tinta; como el animal respira. Su naturaleza es
seducción.
“Así toda mujer teje
una malla alrededor del amante, así lo encadena con los múltiples hilos del
hábito. Éste queda y conserva al hombre amado cuando ya su pasión ha
desaparecido. Usted, con sagacidad verdaderamente femenina, haciendo uso de su
innato conocimiento de magia y ayudada de intuición de artista, pintó ese
admirable cuadro de la malla tejida al hombre amado; tejida con dolor; malla
cuyos hilos tiñó la sangre de su corazón; malla llamada a suavizarle la vida, a
envolverlo suavemente, dulcemente, y a retenerlo; malla que extenuaba y mataba
a la divina tejedora. ¿Cómo usted pudo expresar cosas tan profundas en una obra
plástica? Es uno de los secretos de su divino arte, que la ha hecho famosa.”
Elena, al llegar
aquí, bajó la cabeza dolorida.
De pronto la levantó
y gritó con voz extrañamente ronca, llena de desesperanza.
—Ya rompí los hilos
de esa malla. Cuando los destrozaba, sentía que era mi propio corazón el que
rompía.
—...
—Y no contenta con
eso, ¿sabe?... rompí la única rueca que tiene la mujer para tejer su tela.
—Tenga miedo de
decir semejantes palabras, porque esta simbólica rotura de la rueca es una
renuncia a su feminidad y al amor. Y si de veras la rompió, hay que hacerse de
otra rueca, de cualquier manera, aunque sea al precio de su vida.
IV
—Veamos ahora lo de los
pretendientes.
“Usted me habló de
aquel protector que tiene una alta posición en la banca y el consiguiente poder
social. Realizó prodigios por usted. Un día, en su casa, quiso besarla. Usted
lo contuvo con una mirada. ¡Pobre diablo! Cómo debe haber corrido, con la cola
entre las piernas, cuando vio aparecer a la leona.
—¿Qué signatura es
la suya?
—Aunque lo conozco
de vista, no veo su signatura en este momento; necesitaría estudiarlo; pero sí
puedo decirle que es un mal sujeto; una fiera carnicera, leopardo u otra cosa
por el estilo. En cuanto a aquel que un día quiso apoyar la cabeza en el seno
de usted, ése es un oso gris. Peligrosa bestia. Yo desconfío de él. En
cualquier momento puede aparecer la fiera. ¿Se acuerda? También fue un amigo
suyo, que la llenó de dádivas. ¡Otro pobre diablo que desconoció su verdadera
naturaleza de leona! ¿Qué otra cosa quiere que le diga?
—Ya no necesito
preguntarle nada más. He entendido.
—Entonces, déjeme
que le hable de otro extraño episodio en nuestras extrañas relaciones. Es algo
más extenso que los anteriores; y ¡ay!, para mí tan precioso...
“¿Ha olvidado acaso
que en una ocasión, cuando principiaba nuestra amistad, al pasar por una
arteria ciudadana, la vi de pronto? Usted también me vio. Detuvo su coche, y me
invitó a sentarme en él y a acompañarla en una gira a Amatitlán. ¿Por qué
acepté? No puedo decirlo. Soy hombre de costumbres modestas y llenas de orden:
vivir en una casa de huéspedes, decente pero semifamiliar, alejada del ruido y
propicia a mis estudios y a mi obra de arte; comer poco y a sus horas; beber
raras veces, raras veces ir a los salones; pocos amigos, una sola amiga; escaso
contacto social... ¿Por qué acepté? Acaso el artista que hay en mí —siempre en
todo artista hay algo de bohemio libérrimo e imprevisto— no ofreció mucha
resistencia a aquella su rara invitación de ir así, una o dos semanas, de
temporada a Amatitlán, sin avisar a la patrona, sin atender a otras
obligaciones sociales. En cuanto a mi trabajo de artista, de éste no hablo
porque me dejaba libre. Pero el profesor universitario debió protestar. Dije
únicamente:
“—¿Pero cómo quiere,
señora, que me vaya así, con lo puesto, sin ropa, sin cepillo de dientes?
“Usted sólo
contestó:
“—Vámonos. Todo eso
se compra en Amatitlán.
“—¿Trajes también?
“—Si vamos a estar
varios días, enviamos por ellos a la capital.
“Y nos fuimos. Usted
vestía, con rara elegancia, un precioso traje sastre. Conducía muy bien; pero
era muy atrevida. Llevaba su coche a velocidades peligrosas. Usted y el auto
parecían formar un solo animal, rápido y terrible, que espantaba a los pocos
transeúntes del camino y dejó moribundo a un perro, hollado sin piedad por el
temible monstruo.
“Hoy, a una luz
nueva, entiendo perfectamente lo sucedido. Soy hombre de voluntad disciplinada:
no me gusta que me aparten del camino que sigo, ni del programa diario que me
he trazado en la soledad de la alcoba, por la mañana. No quiero parecerme a las
mujeres que salen con propósito de comprarse unos guantes, y regresan con mil
caras chucherías... Mil, entre las que no se encuentran los guantes
necesitados. Pero usted me tomó como una leona toma con la boca a un cordero,
que no puede hacerle resistencia. Era más fuerte que yo...
“Llegamos a la
maravillosa ciudad del lago. Usted me llevó a un chalet que le habían ofrecido
graciosamente, para ocuparlo durante una temporada. Allí nos esperaba su
secretaria y una sirviente joven. La pequeña Alicia, única hija de su frustrado
matrimonio, había quedado en un colegio, interna. Nos llevaban la comida del hotel.
Y empezó entonces para mí aquella dulce atracción, en que usted ejerció sobre
todas mis potencias y sentidos su misteriosa influencia. De ahí regresé
dominado por un gran amor, prisionero de usted para siempre.
“¡Oh temporada
divina! Más tarde le hablaré del sortilegio de aquella inmensa gema azul, caída
de los cielos, y que se llama el Lago de Amatitlán. De aquellas amanecidas, en
que recién salidos del lecho nos encontrábamos como viviendo dentro de un
zafiro inmenso, una vida de magia, tal era de transparente y de un pálido azul
el cielo; y de un azul reflejado el ambiente; y de un azul intenso el lago. La
materia aparecía traslúcida y adquiría una tonalidad azul; y suaves montañas de
curvas femeninas cerraban el paisaje, como un coro de doncellas que abarcaran
con sus manos unidas el horizonte. El chalet estaba en una posición
descollante; una escalera descendía, suavemente, hasta el lago que murmuraba a
nuestros pies: y a él bajaba usted a bañarse con frecuencia, en realidad, como
una ondina. Pero volvamos a las mañanas. Yo salía, al despertar, apenas
vestido, de mi cuarto al corredor que da al lago, como quien se asoma a una
arcadia extranatural. Y el hechizo del maravilloso cuadro empezaba. Me sentaba
en un banco a contemplar el brillo del agua; veía aquellas pequeñas pinceladas
de las barcas de los pescadores, y me adormía en espera de su llegada. Cuando
usted salía al mismo corredor, yo la llamaba a mi lado, y juntos nos perdíamos
en la maravillosa perspectiva. Y era tan dulce, que yo me entregaba a la dulce
ilusión de que usted era mía, y de que nadie me la podía quitar. Porque
entonces, usted lo comprenderá, yo ya sentía por usted una atracción
irresistible. Usted me hacía presa de misterioso hechizo.
“¡Oh, quién pudiera
permitirme explicar lo que fue un largo paseo que dimos una mañana por el
encantado camino que bordeaba el lago! De pronto usted se detuvo frente a un
arbusto de largas espinas huecas, por las que entraba y salía un agitado pueblo de hormigas. Sabia botánica —sabia en plantas, como en otros muchos
conocimientos humanos y divinos—, el arbusto absorbía su atención. Yo compartí
su encanto. Los vegetales por primera vez se mostraban a mis ojos
deslumbrados. Usted sonreía maternalmente y me iniciaba en su oculta ciencia. Y
así me enriquecía la vida. ¿Comprende? Es la palabra. Me enriquecía la vida.
La tónica de la vida acentuaba su embriagante ritmo.
“Después seguimos la
florida senda. Ya cansados buscamos un tronco de árbol propicio para descansar.
Los dos sonreímos infantiles cuando usted lo encontró. Desde que se hizo el
mundo parecía aguardar nuestra visita. Había sido creado exprofesamente para
nosotros, con exclusión de todo otro objeto que el de darnos asiento durante
una hora, desde la eternidad. Fíjese, oh Elena, que ésta es una verdadera magia
y la mujer es una maga. La viste maya, la tela de la ilusión; maya, la tela de
la vida.”
—¡Oh, qué dulce y
bello episodio acaba usted de contar! Dulce como para sorprenderme a mí que lo
viví... —no: mentira— que pasé por él entonces y que lo vivo ahora... Me ha
conmovido aun en esta hora de desesperanza... En esta hora de desolación.
V
—Me he alargado mucho. Ya puestos
a seguir el rastro del león, no acabaríamos nunca. Se multiplica por doquier.
Conviene que obedezca en mi relato, para no cansarla, la técnica del arte, y
que no cargue el detalle. Aun me parece haber insistido demasiado; pero es que
me interesa tanto su rara signatura...
—No me ahorre nada;
estoy tan interesada como usted.
—Por ejemplo, podría
hablarle de su paso, largo y rápido, tan parecido al tranco; de su modo de
comer y de acariciar; de sus magníficos ojos, fosforescentes en la oscuridad;
de su amor por ésta, que la hace ir apagando las lámparas eléctricas, por mí
encendidas instintivamente; podría hablarle de cien detalles más. Sobre todo
podría hablarle de su obra de arte. Habrá usted conservado en su memoria,
precisa y cruel, cómo la conocí, cuando expuso sus cuadros en una modesta sala
de lejana ciudad.
“No había mucha gente. El
salón, aunque decoroso, era modesto. Los cuadros eran pocos. Apenas los
suficientes para aparecer discretamente en una exposición. En algunas de las
obras exhibidas había verdadera maestría; inconfundible maestría. El espíritu
se mostraba demasiado. Sobre todo llamaba la atención en ellas la seguridad, la
limpieza de ejecución, la claridad de visión; y una extraña firmeza. ¿Desde qué
sitio eminente se había situado el pintor para poder obtener aquellos
incomparables mirajes de las puestas de sol, de la luz de la luna, rielando
sobre las aguas de los lagos, de las altas hierbas? Eran paisajes tropicales,
trasladados con singular vigor y un aspecto al que no están acostumbrados los
hombres. A veces el cuadro se resentía de descuido, de violencia en la
ejecución, pero siempre quedaba manifiesta la garra leonina que era su marca de
fábrica. Y a pesar de esta maestría, en raro contraste con ella, había en las
geniales composiciones algo de selvático, de primitivo. Parecía que un salvaje,
un ser intuitivo, hubiese adquirido de pronto el dominio de un arte plástico y
pintara sus visiones de la selva. Me impresioné sobre todo por una pequeña obra
maestra que era apenas un boceto inacabado; pero como a una luz extranatural
quedó preso en ella un bosque africano. El cielo, los montes y la tierra
parecían arder, en una inundación de un fuego subido; era la apoteosis del
rojo. Quise comprarla, y así entré en relaciones con usted...
—Amargo
conocimiento...
—Deje que ahora, ya
para concluir, le hable de Alicia. ¿Se acuerda de que un día, cuando ya había
ganado tal intimidad, usted me hizo pasar a su comedor, a la hora de la
refacción del mediodía? ¡Oh, y cómo gocé entonces de su figura señoril, tan
majestuosa y soberana, bajándose a derramar tanta ternura sobre su pequeñuela!
Yo no sé si era precisamente tanta majestad lo que hacía conmovedor el
contraste de contemplar tanta dulzura. Era una reina que daba de comer a su
hija. Me embrujó.
—Siga.
—¿Acaba de entender
ahora su signatura de leona? Cuando yo sentí aquel goce singular al verla
asistir, en el comedor de su casa, a la pequeña Alicia, fue, sin saberlo,
porque me conmovía su majestad de leona, contrastando con lo inseguro de la
niñez; con lo indefenso de la niñez. Era como la gracia llevada en brazos de la
fuerza. En eso consistía aquel extraño deleite que encontraba al verla
acariciar a Alicia, para el que en vano prodigaba vanos epítetos: señoril,
majestuoso. Porque Alicia, fruto de una unión híbrida, no es un cachorro de
león.
—¿Qué es?
—Sólo es una niña,
deliciosamente frágil.
—Mas ya es hora de
que me aleje y de que la permita descansar...
Y al concluir mi
historia callé.
Elena, que hasta
entonces me había escuchado con atención, pero con la creciente cólera y
desaliento del que ve al médico caminar hacia un diagnóstico fatal, abdicó de
pronto de su majestad de diosa. Se echó sobre el lecho y se puso a sollozar
angustiosamente.
—¿Entonces, mi mal
no tiene remedio?...
—Un león.
—Pero: ¿es que
todavía queda algún león sobre la tierra?
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