Cuando Bentos Sagrera oyó
ladrar los perros, dejó el mate en el suelo, apoyando la bombilla en el asa de
la caldera, se puso de pie y salió del comedor apurando el paso para ver quién
se acercaba y tomar prontamente providencia.
Era la tarde, estaba
oscureciendo y un gran viento soplaba del Este arrastrando grandes nubes negras
y pesadas, que amenazaban tormenta. Quien a esas horas y con ese tiempo llegara
a la estancia, indudablemente llevaría ánimo de pernoctar, cosa que Bentos
Sagrera no permitía sino a determinadas personas de su íntima relación. Por eso
se apuraba, a fin de llegar a los galpones antes de que el forastero hubiera
aflojado la cincha a su caballo, disponiéndose a desensillar. Su estancia no
era posada, ¡canejo! —lo había dicho muchas veces; y el que llegase, que se
fuera y buscase fonda, o durmiera en el campo, ¡que al fin y al cabo dormían en
el campo animales suyos de más valor que la mayoría de los desocupados
harapientos que solían caer por allí demandando albergue!
En muchas ocasiones
habíase visto en apuros, porque sus peones, más bondadosos —¡claro, como no era
de sus cueros que habían de salir los maneadores!—, permitían a algunos
desensillar; y luego era ya mucho más difícil hacerles seguir la marcha.
La estancia de
Sagrera era uno de esos viejos establecimientos de origen brasileño, que
abundan en la frontera y que semejan cárceles o fortalezas. Un largo edificio
de paredes de piedras y techo de azotea; unos galpones, también de piedra,
enfrente, y a los lados un alto muro con sólo una puerta pequeña dando al
campo. La cocina, la despensa, el horno, los cuartos de los peones, todo estaba
encerrado dentro de la muralla.
El patrón, que era
un hombre bajo y grueso, casi cuadrado, cruzó el patio haciendo crujir el
balasto bajo sus gruesos pies, calzados con pesadas botas de becerro colorado.
Abrió con precaución la puertecilla y asomó su cabeza melenuda para observar al
recién llegado, que se debatía entre una majada de perros, los cuales, ladrando
enfurecidos, le saltaban al estribo y a las narices y la cola del caballo,
haciendo que éste, encabritado, bufara y retrocediera.
—¡Fuera, cachorros!
—repitió varias veces el amo, hasta conseguir que los perros se fueran
alejando, uno a uno, y ganaran el galpón gruñendo algunos, mientras otros
olfateaban aún con desconfianza al caballero que, no del todo tranquilo,
titubeaba en desmontar.
—Tiene bien guardada
la casa, amigo don Bentos —dijo el recién llegado.
—Unos cachorros
criados por divertimiento —contestó el dueño de casa con marcado acento
portugués.
Los dos hombres se
estrecharon la mano como viejos camaradas; y mientras Sagrera daba órdenes a
los peones para que desensillaran y llevaran el caballo al potrero chico, éstos
se admiraban de la extraña y poco frecuente amabilidad de su amo.
Una vez en la
espaciosa pieza que servía de comedor, el ganadero llamó a un peón y le ordenó
que llevara una nueva caldera de agua; y el interrumpido mate amargo continuó.
El forastero, don
Brígido Sosa, era un antiguo camarada de Sagrera y, como éste, rico hacendado.
Uníalos, mas que la amistad, la mutua conveniencia, los negocios y la recíproca
consideración que se merecen hombres de alta significación en una comarca.
El primero poseía
cinco suertes de estancia en Mangrullo, y el segundo era dueño de siete en
Guasunambí, y pasaban ambos por personalidades importantes y eran respetados,
ya que no queridos, en todo el departamento y en muchas leguas más allá de sus
fronteras. Sosa era alto y delgado, de fisonomía vulgar, sin expresión, sin
movimiento: uno de esos tipos rurales que han nacido para cuidar vacas,
amontonar cóndores y comer carne con “fariña”.
Sagrera era más bien
bajo, grueso, casi cuadrado, con jamones de cerdo, cuello de toro, brazos
cortos, gordos y duros como troncos de coronilla; las manos anchas y velludas,
los pies como dos planchas, dos grandes trozos de madera. La cabeza pequeña
poblada de abundante cabello negro, con algunas, muy pocas, canas; la frente
baja y deprimida, los ojos grandes, muy separados uno de otro, dándole un
aspecto de bestia; la nariz larga en forma de pico de águila; la boca grande,
con el labio superior pulposo y sensual apareciendo por el montón de barba
enmarañada.
Era orgulloso y
altanero, avaro y egoísta, y vivía como la mayor parte de sus congéneres,
encerrado en su estancia, sin placeres y sin afecciones. Más de cinco años
hacía de la muerte de su mujer, y desde entonces él solo llenaba el caserón, en
cuyas toscas paredes retumbaban a todas horas sus gritos y sus juramentos.
Cuando alguien le insinuaba que debía casarse, sonreía y contestaba que para
mujeres le sobraban con las que había en su campo, y que todavía no se olvidaba
de los malos ratos que le hizo pasar el “diablo de su compañera”.
Algún peón que lo
oía, meneaba la cabeza y se iba murmurando que aquel “diablo de compañera”
había sido una santa y que había muerto cansada de recibir puñetazos de su
marido, a quien había aportado casi toda la fortuna de que era dueño.
Pero como estas
cosas no eran del dominio público y quizás no pasaran de murmuraciones de
cocina, el ganadero seguía siendo un respetable señor, muy digno de aprecio,
muy rico, y aunque muy bruto y más egoísta, capaz de servir, al ciento por
ciento, a algún desgraciado vecino.
Sosa iba a verlo por
un negocio, y proponiéndose grandes ganancias, el hacendado de Guasunambí lo
agasajaba de todas maneras.
Ofrecióle en la cena
puchero con “pirón”, guiso de menudos con “fariña” y un cordero, gordo como un
pavo cebado, asado al asador y acompañado de galleta y fariña seca; porque allí
la fariña se comía con todo y era el complemento obligado de todos los platos.
Y como extraordinario, en honor del huésped, se sirvió una “canjica con leite”,
que, según la expresión brasileña, “si é fejon con toucinho é muito bom; ella
borra tudo”.
Afuera el viento que
venía desde lejos, saltando libre sobre las cuchillas peladas, arremetió con
furia contra las macizas poblaciones, y emprendiéndola con los árboles de la
huerta inmediata, los cimbró, los zamarreó hasta arrancarles las pocas hojas
que les quedaban, y pasó de largo, empujado por nuevas bocanadas que venían del
Este, corriendo a todo correr.
Arriba, las nubes se
rompían con estruendo y la lluvia latigueaba las paredes del caserón y
repiqueteaba furiosamente sobre los techos de cinc de los galpones.
En el comedor,
Sagrera, Sosa y Pancho Castro —este último, capataz del primero— estaban de
sobremesa, charlando, tomando mate amargo y apurando las copas de caña que el
capataz escanciaba sin descanso.
Pancho Castro era un
indio viejo, de rostro anguloso y lampiño, y de pequeños ojos turbios
semiescondidos entre los arrugados párpados. Era charlatán y amigo de cuentos,
de los cuales tenía un repertorio escaso, pero que repetía siempre con
distintos detalles.
—¡Qué modo de yober!
—dijo—. Esto me hace acordar una ocasión, en la estancia del finao don
Felisberto Martínez, en la costa el Tacuarí...
—¡Ya tenemos cuento!
—exclamó Sagrera; y el viejo, sin ofenderse por el tono despreciativo del
estanciero, continuó muy serio:
—¡Había yobido!
¡Birgen santísima! El campo estaba blanquiando; tuitos los bañaos yenos, tuitos
los arroyos campo ajuera, y el Tacuarí hecho un mar...
Se interrumpió para
cebar un mate y beber un trago de caña; luego prosiguió:
—Era una noche como
ésta; pero entonces mucho más fría y mucho más escura, escurasa: no se bía ni
lo que se combersaba. Habíamo andao tuita la nochesita recolutando la majada
que se nos augaba por puntas enteras, y así mesmo había quedao el tendal.
Estábamo empapaos cuando ganamo la cosina, onde había un juego que era una
bendisión ‘e Dios. Dispués que comimo “los” pusimo a amarguiar y a contá cuentos. El biejo Tiburcio... ¡usté se
ha de acordá del biejo Tiburcio, aquel indio de Tumpambá, grandote como un
rancho y fiero como un susto a tiempo...! ¡Pucha hombre aquel que domaba
laindo¡ Sólo una ocasión lo bidé asentar el lomo contra el suelo, y eso jue con
un bagual picaso del finao Manduca, que se le antojó galopiar una mañanita que
había yobido a lo loco, y jue al ñudo que...
—Bueno, viejo
—interrumpió Sosa con marcada impaciencia—, deje corcobiando al bagual picaso y
siga su cuento.
—Dejuro nos va a
salir con alguno más sabido que el bendito —agregó don Bentos.
—Güeno, si se están
riyendo dende ya, no cuento
nada —dijo el viejo, atufado.
—¡Pucha con el
basilisco! —exclamó el patrón; y luego, sorbiendo media copa de caña, se
repatingó en la silla y agregó:
—Puesto que el
hombre se ha empacao, yo voy a contar otra historia.
—Vamos a ver esa
historia —contestó Sosa; y don Pancho murmuró al mismo tiempo que volvía a
llenar las copas:
—¡Bamo a bé¡
El ganadero tosió,
apoyó sobre la mesa la mano ancha y velluda como pata de mono, y comenzó así:
—Es un suseso que me
ha susedido. Hase de esto lo menos unos catorce o quince años. Me había casao
con la finada, y me vine del Chuy a poblar acá, porque estos campos eran de la
finada cuasi todos. Durante el primer año yo iba siempre al Chuy pa vigilar mi
establecimiento y también pa...
Don Bentos se
interrumpió, bebió un poco de caña, y después de sorber el mate que le
alcanzaba el capataz, continuó:
—Pa visitar una
mujersita que tenía en un rancho de la costa.
—Ya he oído hablar
de eso —dijo Sosa—. Era una rubia, una brasilera.
—Justamente, Era la
hija de un quintero de Yaguarón. Yo la andube pastoriando mucho tiempo; pero el
viejo don Juca, su padre, la cuidaba como caballo parejero y no me daba alse pa
nada. Pero la muchacha se había encariñao de adeberas, y tenía motivos, porque
yo era un moso que las mandaba arriba y con rollos, y en la cancha que yo
pisaba no dilataba en quedar solo.
“El viejo quería
casarla con un estopor empleao de la polesía, y como colegí que a pesar de
todas las ventajas la carrera se me iba haciendo peluda, y no quería emplear la
fuerza —no por nada, sino por no comprometerme—, me puse a cabilar. ¡Qué
diablo! Yo tenía fama de artero y ésa era la ocasión de probarlo. Un día que me
había ido de visita a casa de mi amigo Monteiro Cardoso, se me ocurrió la
jugada. Monteiro estaba bravo porque le habían carniao una vaca.
“—¡Éste no es otro
que el viejo Juca! —me dijo.
“El viejo Juca
estaba de quintero en la estancia del coronel Fortunato, que lindaba con la de
Monteiro, y a éste se le había metido en el mate que el viejo lo robaba. Yo me
dije: ‘¡ésta es la mía!’ y contesté en seguida:
“—Mire, amigo, yo
creo que ese viejo es muy ladino, y sería bueno hacer un escarmiento.
“Monteiro no deseaba
otra cosa, y se quedó loco de contento cuando le prometí yo mismo espiar al
quintero y agarrarlo con las manos en el barro.
“Así fue: una noche,
acompañado del pardo Anselmo, le matamos una oveja a Monteiro Cardoso y la
enterramos entre el maizal del viejo Juca. Al otro día avisé a la polesía:
fueron a la güerta y descubrieron el pastel. El viejo gritaba, negaba y
amenazaba; pero no hubo tutía: lo maniaron no más y se lo llevaron a la sombra
dispués de haberle sobao un poco el lomo con los corbos.”
Sonrió Bentos
Sagrera, cruzó la pierna derecha, sosteniendo el pie con ambas manos; tosió
fuerte y siguió:
—Pocos días dispués
fui a casa de Juca y encontré a la pobre Nemensia hecha un mar de lágrimas,
brava contra el bandido de Monteiro Cardoso, que había hecho aquello por
embromar a su pobre padre.
“Le dije que había
ido para consolarla y garantirle que iba a sacarlo en libertad... siempre que
ella se portara bien conmigo. Como a la rubia le gustaba la pierna...”
—Mesmamente como en
la historia que yo iba a contá, cuando el finao Tiburcio, el domadó... —dijo el
capataz.
—No tardó mucho en
abrir la boca pa decir que sí —continuó don Bentos, interrumpiendo al indio—.
La llevé al rancho que tenía preparao en la costa, y conversamos, y...
El ganadero cortó su
narración para beber de nuevo, y en seguida, guiñando los ojos, arqueando las
cejas, continuó contando, con la prolijidad comunicativa del borracho, todos
los detalles de aquella noche de placer comprada con infamias de perdulario.
Después rió con su risa gruesa y sonora y continua como mugido de toro
montaraz.
Una inmensa bocanada
de viento entró en el patio, azotó los muros de granito, corrió por toda la
muralla alzando a su paso cuanta hoja seca, trozo de papel o chala vieja
encontró sobre el pedregullo, y luego de remolinear en giros frenéticos y dando
aullidos furiosos, buscando una salida, golpeó varias veces, con rabia, con
profundo encono —cual si quisiera protestar contra el lúbrico cinismo del
ganadero— la sólida puerta del comedor, detrás de la cual los tres ebrios
escuchaban con indiferencia el fragor de la borrasca. Tras unos minutos de
descanso, el patrón continuó diciendo:
—Por tres meses la
cosa marchó bien, aunque la rubia se enojaba y me acusaba de dilatar la
libertad del viejo; pero dispués, cuando lo largaron a éste y se encontró con
el nido vacío, se propuso cazar su pájara de cualquier modo y vengarse de mi
jugada. Yo lo supe; llevé a Nemensia a otra jaula y esperé. Una noche me agarró
de sopetón, cayendo a la estancia cuando menos lo esperaba. El viejo era diablo
y asujetador, y como yo, naturalmente, no quería comprometerme, lo hice
entretener con un pión y me hice trair un parejero que tenía a galpón, un
tubiano...
—Yo lo conocí
—interrumpió el capataz—; era una maula.
—¿Qué? —preguntó el
ganadero, ofendido.
—Una maula; yo lo
bidé cuando dentro en una penca en el Cerro; corrió con cuatro estopores... y
comió cola las tresientas baras.
—Por el estado, que
era malo.
—Porque era una
maula —continuó con insistencia el capataz—; no puede negá el pelo...
¡tubiano!...
—Siga, amigo, el
comento, que está lindo —dijo Sosa, para cortar la disputa.
Y don Bentos,
mirando con desprecio al indio viejo, prosiguió diciendo:
—Pues ensillé el
tubiano, monté, le bajé la bandera y fui a dar al Cerro-Largo, dejando al viejo
Juca en la estancia, bravo como toro que se viene sobre el lazo. Dispués me fui
pa Montevideo, donde me entretuve unos meses, y di’ay que yo no supe cómo fue
que lo achuraron al pobre diablo. Por allá charlaban que habían sido mis muchachos,
mandaos por mí; pero esto no es verdá...
Hizo don Bentos una
mueca cínica, como para dar a entender que realmente era el asesino del
quintero, y siguió, tranquilo, su relato.
—Dispués que pasaron
las cosas, todo quedó otra vez tranquilo. Nemensia se olvidó del viejo; yo le
hice creer que había mandao decir unos funerales por el ánima del finao, y ella
se convensió de que yo no era cumple de nada. Pero, amigo, ¡usté sabe que
petiso sin mañas y mujer sin tachas no ha visto nadies tuavía!... La rubia me resultó
celosa como tigra resién parida y me traía una vida de perros, jeringando hoy
por esto y mañana por aquello.
—Punto por punto
como la ñata Gabriela en la rilasión que yo iba a haser —ensartó el indio,
dejando caer la cabeza sobre el brazo que apoyaba en la mesa.
Don Bentos aprovechó
la interrupción para apurar el vaso de alcohol, y después de limpiarse la boca,
continuó, mirando a su amigo:
—¡Pucha si era
celosa! Y como dejuro yo le había aflojao manija al prinsipio, estaba
consentida a más no poder y de puro quererme empesó a fastidiarme lo mismo que
fastidia una bota nueva. Yo tenía, naturalmente, otros gallineros donde
cacarear —en el campo no más, aquella hija de don Gumersindo Rivero, y la hija
del puestero Soria, el canario Soria, y Rumualda, la mujer del pardo Medina...
—¡Una manadita flor!
—exclamó zalameramente el visitante; a lo que Sagrera contestó con un:
—¡Eh! —de profunda
satisfacción.
Y reanudó el hilo de
su cuento.
—Cuasi no podía ir
al rancho: se volvía puro llorar y puro echarme en cara lo que había hecho y lo
que no había hecho, y patatrís y patatrás, ¡como si no estuviera mejor conmigo
que lo que hubiera estado con el polesía que se iba a acollarar con ella, y
como si no estuviera bien paga con haberle dao población y con mandarle la
carne de las casas todos los días, y con las lecheras que le había emprestao y
los caballos que le había regalao!... ¡No, señor; nada! Que “cualquier día me
voy a alsar con el primero que llegue...” Que “el día menos pensao me encontrás
augada en la laguna...” Y esta música todas las veces que llegaba y hasta que
ponía el pie en el estribo al día siguiente, pa irme. Lo pior era que aquella
condenada mujer me había ganao el lao de las casas, y cuando, muy aburrido, le
calentaba el lomo, en lugar de enojarse, lloraba y se arrastraba y me abrasaba
las rodillas y me acariciaba, lo mismo que mi perro overo Itacuaitiá cuando
le doy unos rebencasos. Más le pegaba y más humilde se hasía ella; hasta que al
fin me entraba lástima Y la alsaba y la acarisiaba, con lo que ella se ponía
loca de contenta. ¡Lo mismo, esatamente lo mismo que Itacuaitiá!... Así
las cosas, la mujer tuvo un hijo, y dispués otro, y más dispués otro, como pa
aquerensiarme pa toda la vida. Y como ya se me iban poniendo duros los
caracuses, me dije: “lo mejor del caso es buscar mujer y casarse, que de ese
modo se arregla todo y se acaban las historias”. Cuando Nemensia supo mi
intensión, ¡fue cosa bárbara! No había modo de consolarla, y sólo pude
conseguir que se sosegase un poco prometiéndole pasar con ella la mayor parte
del tiempo. Poco dispués me casé con la finada y nos vinimos a poblar en este
campo. Al prinsipio todo iba bien y yo estaba muy contento con la nueva vida.
Ocupao en la costrusión de esta casa —que al prinsipio era unos ranchos no más—;
entusiasmao con la mujersita nueva, y en fin, olvidado de todo con el siempre
estar en las casas, hiso que no me acordara pa nada de la rubia Nemensia, que
había tenido cuidao de no mandarme desir nada. Pero al poco tiempo la muy oveja
no pudo resistir y me mandó desir con un pión de la estansia que fuera a
cumplir mi palabra. Me hise el sonso: no contesté; y a los cuatro días, ya
medio me había olvidao de la rubia, cuando resibí una esquela amenasándome con
venir y meter un escándalo si no iba a verla. Comprendí que era capas de
haserlo, y que si venía y la patrona se enteraba, iba a ser un viva la
patria. No tuve más remedio que agachar el lomo y largarme pa el Chuy,
donde estuve unos cuantos días. Desde entonces seguí viviendo un poco aquí y un
poco allá, hasta que —yo no sé si porque se lo contó algún lengua larga, que
nunca falta, o porque mis viajes repetidos le dieron que desconfiar— la patrona
se enteró de mis enredos con Nemensia y me armó una que fue como disparada de
novillos chúcaros a media noche y sin luna. Si Nemensia era selosa, la otra, ¡
Dios nos asista!... Sermón aquí, responso allá, me tenía más lleno que bañao en
invierno y más desasosegao que animal con bichera. Era al ñudo que yo le
hisiera comprender que, si no era Nemensia, sería otra cualesquiera, y que no
tenía más remedio que seguir sinchando y avenirse con la suerte, porque yo era
hombre así y así había de ser. ¡No, señor!... La brasilera había sido de mal
andar, y cuando me le iba al humo corcobiaba y me sacudía con lo que encontraba.
Una vez cuasi me sume un cuchillo en la pansa porque le di una cachetada.
¡Gracias a la cuerpiada a tiempo, que
si no me churrasquea la indina! Felismente esto duró poco tiempo,
porque la finada no era como Nemensia, que se contentaba con llorar y
amenasarme con tirarse a la laguna: la patrona era mujer de desir y haser las
cosas sin pedir opinión a nadies. Si derecho, derecho; si torsido, torsido:
ella enderesaba no más y había que darle cancha como a novillo risién capao.
Pasó un tiempo sin desírme nada; andubo cabilosa, seria, pero entonces mucho
más buena que antes pa conmigo, y como no me chupo el dedo y maliseo las cosas
siempre bien, me dije: “la patrona anda por echarme un pial; pero como a
matrero y arisco no me ganan ni los baguales que crían cola en los espinillales
del Rincón de Ramírez, se va a quedar con la armada en la mano y los rollos en
el pescueso”. Encomensé a bicharla, siempre hasiéndome el sorro muerto y como
si no desconfiara nada de los preparos que andaba hasiendo. No tardé mucho en
colegirle el juego, y... ¡fíjese, amigo Sosa, lo que es el diablo!... ¡me quedé
más contento que si hubiera ganao una carrera grande!... ¡Figúrese que la
tramoya consistía en haser desapareser a la rubia Nemensia!...
—¿Desapareser, o esconder?
—preguntó Sosa, guiñando un ojo y contrayendo la boca con una sonrisa
aviesa.
“Y Bentos Sagrera, empleando una mueca muy semejante, respondió en
seguida:
—Desapareser o
esconder; ya verá.
Después prosiguió:
—Yo, que, como le
dije, ya estaba hasta los pelos de la hija de don Juca, vi el modo de que me
dejaran el campo libre al mismo tiempo que mi mujer hasía las pases; y la idea
me gustó como ternero orejano. Es verdá que sentía un poco, porque era feo
haser así esa asión con la pobre rubia; pero, amigo, ¡qué íbamos a haser! A
caballo regalao no se le mira el pelo, y como al fin y al cabo yo no era quien
pisaba el barro, no era cumple siquiera, me lavé las manos y esperé
tranquilamente el resultao. La patrona andaba de conversaciones y más
conversaciones con el negro Caracú, un pobre negro muy bruto que había
sido esclavo de mi suegro y que le obedesía a la finada lo mismo que un perro.
“Bueno —me dije yo—, lo mejor será que me vaya pa
Montevideo, así les dejo campo libre, y además, que si acaso resulta algo jediondo
no me agarren en la voltiada.” Y así lo hise en seguida. La patrona y Caracú
no esperaban otra cosa —continuó el ganadero, después de una pausa que
había aprovechado para llenar los vasos y apurar el contenido del suyo—. La
misma noche en que bajé a la capital, el negro enderesó pa la estansia del Chuy
con la cartilla bien aprendida y dispuesto a cumplirla al pie de la letra
porque estos negros son como cusco, y brutasos que no hay que hablar. Caracú
no tenía más de veinte años, pero acostumbrao a los lasasos del finao mi
suegro, nunca se dio cuenta de lo que era ser libre, y así fue que siguió
siendo esclavo y obedesiendo a mi mujer en todo lo que le mandase haser, sin
pensar si era malo o si era bueno, ni si le había de perjudicar o le había de
favoreser; vamos: que era como mancarrón viejo, que se amolda a todo y no patea
nunca. Él tenía la idea, sin duda, de que no era responsable de nada, o de que
puesto que la patrona le mandaba haser una cosa, esa cosa debía ser buena y
permitida por la autoridá.
¡Era tan bruto el pobre negro Caracú...! ¡La verdá que se presisaba ser
más que bárbaro pa practicar lo que practicó el negro! ¡Palabra de honor!, yo
no lo creí capás de una barbaridá de esa laya... porque, caramba, ¡aquello fue
demasiao, amigo Sosa, fue demasiao!...
El ganadero, que hacía un rato titubeaba,
como si un escrúpulo lo invadiera impidiéndole revelar de un golpe el secreto
de una infamia muy grande, se detuvo, bruscamente interrumpido por un trueno
que reventó formidable, largo, horrendo, como la descarga de una batería
poderosa.
El caserón tembló
como si hubiera volado una santabárbara en el amplísimo patio; el indio Pancho
Castro despertó sobresaltado; el forastero, que de seguro no tenía la
conciencia muy limpia, tornóse intensamente pálido; Bentos Sagrera quedóse
pensativo, marcado un cierto temor en la faz hirsuta; y, durante varios
minutos, los tres hombres permanecieron quietos y callados, con los ojos muy
abiertos y el oído muy atento, siguiendo el retumbo decreciente del trueno. El
capataz fue el primero en romper el silencio:
—¡Amigo! —dijo—,
¡vaya un rejusilo machaso! ¡Éste, a la fija que ha caído! ¡Quién sabe si mañana
no encuentro dijuntiao mi blanco porselana! ¡Porque, amigo, estos animales
blancos son perseguido po lo rayo como la gallina po el sorro!...
Y como notara que
los dos estancieros continuaban ensimismados, el indio viejo agregó
socarronamente:
—¡Nu ‘ay como la
caña pa dar coraje a un hombre!
Y con trabajo,
porque tenía la cabeza insegura y los brazos sin fuerzas, llenó el vaso y pasó
la botella al patrón, quien no desdeñó servirse y servir al huésped. Para la
mayoría de los hombres del campo, la caña es un licor maravilloso: además de
servir de remedio para todo mal, tiene la cualidad de devolver la alegría
siempre y cada vez que se tome.
Así fue que los
tertulianos aquellos quedaron contentos: luchando el indio por conservar
abiertos los párpados; ansioso Sosa por conocer el desenlace de la comenzada
historia, e indeciso Bentos Sagrera entre abordar y no abordar la parte más
escabrosa de su relato.
Al fin, cediendo a
las instancias de los amigos y a la influencia comunicativa del alcohol, que
hace vomitar los secretos más íntimos hasta a los hombres más reservados —las
acciones malas como castigo misterioso, y las buenas acciones como si éstas se
asfixiaran en la terrible combustión celular—, se resolvió a proseguir, no sin
antes haber preguntado a manera de disculpa:
—¿No es verdá que yo
no tenía la culpa, que yo no soy responsable del susedido?
Sosa había dicho:
—¡Qué culpa va a
tener, amigo!
Y el capataz había
agregado, entre varios cabeceos:
—¡Dejuro que no!...
¡dejuro que no!... ¡que no!... ¡que no!... ¡no!... ¡no!...
Con tales
aseveraciones, Sagrera se consideró libre de todo remordimiento de conciencia y
siguió contando:
—El negro Caracú,
como dije, y a quien yo no creía capas de la judiada que hiso, se fue al
Chuy dispuesto a llevar a cabo la artería que le había ordenado mi mujer...
¡Qué barbaridá!... ¡Si da frío contarlo!... ¡Yo no sé en lo que estaba pensando
la pobresita de la finada!... En fin, que el negro llegó a la estansia y allí
se quedó unos días esperando el momento oportuno pa dar el golpe. Hay que desir
que era un invierno de lo más frío y de lo más lluvioso que se ha visto.
Temporal ahora, y temporal mañana, y deje llover, y cada noche más oscura que
cueva de ñacurutú. No se podía cuasi salir al campo y había que dejar augarse
las majadas o morirse de frío, porque los hombres andaban entumidos y como
baldaos del perra de tiempo aquel. ¡Amigo, ni qué comer había! Carne flaca,
pulpa espumosa, carne de perro, de los animales que cueriábamos porque se
morían de necesidá. La suerte que yo estaba en Montevideo y allí siempre hay
buena comida misturada con yuyos. Bueno: Caracú siguió aguaitando, y
cuando le cuadró una noche bien negra, ensilló, disiendo que rumbiaba paca, y
salió. En la estansia todos creyeron que el retinto tenía cueva serca y lo
dejaron ir sin malisear nada. ¡Qué iban a malisear del pobre Caracú, que
era bueno como el pan y manso como vaca tambera! Lo embromaron un poco
disiéndole que churrasqueara a gusto y que no tuviera miedo de las perdises, porque como la
noche estaba de su mismo color, ellos se entenderían. Sin embargo, uno hiso
notar que el moso era prevenido y campero, porque había puesto un maniador en
el pescueso del caballo y otro debajo de los cojinillos, como pa atar a soga,
bien seguro, en caso de tener que dormir a campo. Dispués lo dejaron marchar
sin haber lograo que el retinto cantara nada. Caracú era como bicho pa
rumbiar, y así fue que tomó la diresión del rancho de la rubia Nemensia, y al
trote y al tranco, fue a dar allá, derechito no más. Un par de cuadras antes de
llegar, en un bajito, se apió y manió el caballo. Allí —el negro mismo contó
dispués todos, pero todos los detalles—, picó tabaco, sacó fuego en el
yesquero, ensendió el sigarro y se puso a pitar tan tranquilo como si en
seguida fuese a entrar a bailar a una sala, o pedir la maginaria pa pialar de
volcao en la puerta de una manguera. ¡Tenía el alma atravesada aquel picaro!...
Luego dispués, al rato de estar pitando en cuclillas, apagó el pucho, lo puso
detrás de la oreja, desprendió el maniador del pescueso del caballo, sacó el
que llevaba debajo de los cojinillos y se fue caminando a pie, despasito, hasta
los ranchos. En las casas no había más perros que un cachorro barsino que el
mismo negro se lo había regalao; así fue que cuando éste se asercó, el perro no
hiso más que ladrar un poquito y en seguida se sosegó reconosiendo a su amo
antiguo. Caracú buscó a tientas la puerta del rancho, la sola puerta que
tenía y que miraba pal patio. Cuando la encontró se puso a escuchar; no salía
ningún ruido de adentro: las gentes pobres se acuestan temprano, y Nemensia
seguro que roncaba a aquellas horas. Dispués con un maniador ató bien fuerte,
pero bien fuerte, la puerta contra el horcón, de modo que nadie pudiera abrir
de adentro. Yo no sé cómo la ató, pero él mismo cuenta que estaba como pa
aguantar la pechada de un novillo. En seguida rodió el rancho, se fue a una
ventanita que había del otro lao y hiso la misma operasión. Mientras tanto,
adentro, la pobre rubia y sus tres cachorros dormían a pierna suelta,
seguramente, y en la confiansa de que a rancho de pobre no se allegan matreros.
¡Y Nemensia, que era dormilona como lagarto y de un sueño más pesao qu’el
fierro...! Dispués de toda esta operasión y bien seguro de que no podían salir
de adentro, el desalmao del moreno... —¡Párese mentira que haiga hombres
capaces de hacer una barbaridá de esa laya...!— Pues el desalmao del moreno,
como se lo cuento, amigo Sosa, le prendió fuego al rancho por los cuatro
costaos. En seguida que vio que todo estaba prendido y que con la ayuda de un
viento fuerte que soplaba, aquello iba a ser como quemasón de campo en verano,
sacó el pucho de atrás de la oreja, lo ensendió con un pedaso de paja y se
marchó despasito pal bajo, donde había dejao su caballo. Al poquito rato empesó
a sentir los gritos tremendos de los desgrasiaos que se estaban achicharrando
allá adentro; pero así y todo el negro tuvo alma pa quedarse clavao allí mismo
sin tratar de juir! ¡Qué fiera, amigo, qué fiera...! ¡En fin, hay hombres pa
todo! Vamos a tomar un trago... ¡ Eh! ¡ Don Pancho!... ¡ Pucha hombre flojo pa
chupar!... Pues, como desía, el negro se quedó plantao hasta que vio todo
quemao y todo hecho chicharrones. Al otro día mi compá Manuel Felipe salió de
mañanita a recorrer el campo, campiando un caballo que se le había estraviao,
se allegó por la costa y se quedó pasmao cuando vio el rancho convertido en
escombros. Curiosió, se apio, removió los tisones y halló un muchacho hecho
carbón, y dispués a Nemensia lo mismo, y no pudo más y se largó a la oficina pa
dar cuenta del susedido. El comisario fue a la estansia pa ver si le endilgaban
algo, y en cuanto abrió la boca, el negro Caracú dijo:
“—¡Jui yo!
“No lo querían creer
de ninguna manera.
“—¡Cómo que fuistes
vos! —le contestó el comisario—; ¿te estás riendo de la autoridá, retinto?
“—No, señó, ¡jui yo!
“—¿Por qué?
“—Porque me mandó la
patrona.
“—¿Que quemaras el
rancho?
“—Sí.
“—¿Con la gente
adentro?
“—¡Dejuro!... ¡y
pues!
“—¿Y no comprendes
que es una barbaridá?
“—La patrona mandó.
“Y no hubo quien lo
sacara de ahí.
“—¡La patrona mandó!
—desía a toda reflexión del comisario o de los piones—. Así fue que lo maniaron
y lo llevaron. Cuando supe la cosa me pasó frío, ¡amigo Sosa!... Pero dispués
me quedé contento, porque al fin y al cabo me vi libre de Nemensia y de los
resongos de la finada, sin haber intervenido pa nada. ¡Porque yo no intervine
pa nada, la verdá, pa nada!”
Así concluyó Bentos
Sagrera el relato de sus amores; y luego, golpeándose los muslos con las palmas
de las manos:
—¡Eh! ¿Qué tal?...
—preguntó.
Don Brígido Sosa
permaneció un rato en silencio, mirando al capataz, que roncaba con la cabeza
sobre la mesa. Después, de pronto:
—Y el negro —dijo—,
¿qué suerte tuvo?
—Al negro lo
afusilaron en Montevideo —contestó tranquilamente el ganadero.
—¿Y la patrona?...
—La patrona anduvo
en el enredo, pero se arreglaron las cosas.
—¡Fue suerte!
—Fue. Pero también
me costó una ponchada de pesos.
Don Brígido sonrió y
dijo zalameramente:
—Lo cual es sacarle
un pelo a un conejo.
—¡No tanto, no
tanto! —contestó Bentos Sagrera, fingiendo modestia.
Y tornó a golpearse
los muslos y a reír con tal estrépito, que dominó los ronquidos de Castro, el
silbido del viento y el continuo golpear de la lluvia sobre el techo de cinc
del gran galpón de los peones.
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