No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El Padrino

De Mario Puzo


PRIMERA PARTE



1



Amerigo Bonasera estaba sentado en la Sala 3 de lo Criminal de la Corte de Nueva York. Esperaba justicia. Quería que los hombres que tan cruelmente habían herido a su hija, y que, además, habían tratado de deshonrarla, pagaran sus culpas.



El juez, un hombre de formidable aspecto físico, se recogió las mangas de la toga, como si se dispusiera a castigar físicamente a los dos jóvenes que permanecían de pie delante del tribunal. Su expresión era fría y majestuosa. Sin embargo, Amerigo Bonasera tenía la sensación de que en todo aquello había algo de falso, aunque no podía precisar el qué.



– Actuaron ustedes como unos completos degenerados –dijo el juez, severamente.



Eso, eso, pensó Amerigo Bonasera. Animales. Animales. Los dos jóvenes, con el cabello bien cortado y peinado, y el rostro claro y limpio, eran la viva imagen de la contrición. Al oír las palabras del juez, bajaron humildemente la cabeza.



– Actuaron ustedes como bestias salvajes –prosiguió el juez–; y menos mal que no agredieron sexualmente a aquella pobre chica, pues ello les hubiera costado una pena de veinte años.



El representante de la justicia hizo una pausa. Sus ojos, enmarcados por unas cejas sumamente pobladas, miraron disimuladamente al pálido Amerigo Bonasera, para luego detenerse en un montón de documentos relacionados con el caso que tenía delante. Frunció el ceño, como si lo que iba a decir a continuación estuviera en desacuerdo con su punto de vista.



– Pero teniendo en cuenta su edad, su limpio historial, la buena reputación de sus familias... y porque la ley, en su majestad, no busca venganzas de tipo alguno, les condeno a tres años de prisión. La sentencia queda en suspenso.



Gracias a que llevaba cuarenta años en contacto más o menos directo con el dolor, pues era propietario de una funeraria, el rostro de Amerigo Bonasera no dejó traslucir en absoluto la decepción y el inmenso odio que le embargaban. Su joven y bella hija estaba todavía en el hospital, reponiéndose de su mandíbula rota ¿y aquellos dos bestias iban a quedar en libertad? ¡Todo había sido una farsa! Miró a los felices padres, que en ese momento rodeaban a sus queridos hijos, y pensó que eran plenamente dichosos; no cabía la menor duda, sus sonrisas así lo indicaban.



Por la garganta de Bonasera subió una hiel negra y amarga, que le llegó a los labios a través de los dientes fuertemente apretados. Se limpió la boca con el blanco pañuelo que llevaba en el bolsillo. En aquel preciso instante los dos jóvenes pasaron junto a él, sonrientes y confiados, sin dignarse a dirigirle una mirada. Bonasera no dijo nada; se limitó a apretar el pañuelo contra sus labios.



Los padres de los bestias iban detrás. Tanto ellos como ellas tenían más o menos su edad; pero vestían de forma más americana. Le miraron a hurtadillas. La vergüenza se reflejaba en sus caras, aunque en sus ojos brillaba una luz triunfante. Entonces Bonasera perdió el control.



– ¡Os prometo que lloraréis como yo he llorado! –gritó amargamente–. ¡Os haré llorar como vuestros hijos me hacen llorar a mí! –había llevado el pañuelo hasta sus ojos.



Los abogados defensores, con la mano en el brazo de sus defendidos, indicaron a éstos que siguieran pasillo adelante, pues los dos jóvenes habían retrocedido unos pasos, como si quisieran proteger a sus padres, aunque ya un gigantesco alguacil corría para cerrar el paso a Bonasera. Pese a todo, no era necesario.



Durante los años que llevaba en América, Amerigo Bonasera había confiado en la ley, y no había tenido problemas. En ese momento, a pesar de que en su cerebro hervía el odio, a pesar de sus inmensos deseos de comprar un arma y matar a los dos jóvenes, Bonasera se volvió hacia su mujer, que todavía no se había dado cuenta de la farsa que se había desarrollado ante sus ojos.



– Nos han puesto en ridículo –le dijo.



Guardó silencio y luego, con voz firme, sin temor alguno al precio que pudieran exigirle, añadió:



– Si queremos justicia, deberemos arrodillarnos ante Don Corleone.



(...)



Don Vito Corleone era un hombre a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado. Nunca hacía promesas vagas ni se excusaba alegando que sus manos estaban atadas por fuerzas más poderosas que él mismo. No era necesario que uno fuera amigo suyo, como tampoco tenía importancia que uno no tuviera medios de devolverle el favor. Sólo existía una condición: que uno, uno mismo, proclamara su amistad hacia él. Y luego, por pobre que fuera el suplicante, Don Corleone asumía sus problemas y no se concedía descanso hasta haberlos solucionado. ¿Su premio? La amistad, el respetuoso título de “Don”, a veces el más íntimo de “Padrino”, y tal vez, sólo en prueba de agradecimiento y nunca con ánimo de lucro, algún que otro regalo, como una botella de vino casero o una canasta de taralles hechas especialmente para ser saboreadas en la mesa de Don Corleone el día de Navidad. Así pues, sólo se trataba de pruebas de amistad, una forma de reconocer que se estaba en deuda con él y que Don Vito, en cualquier momento, tenía el derecho de pedir, en pago, cualquier pequeño servicio que precisara.



En el gran día de la boda de su hija, Don Vito Corleone estaba de pie ante la puerta principal de su casa de Long Beach para recibir a los invitados, todos gente conocida, personas de confianza. Muchos debían su éxito al Don, y en una ocasión tan solemne se sentían con el derecho de llamarle “Padrino”. Ese día incluso el personal de servicio estaba formado por amigos suyos. El encargado del bar era un viejo camarada cuyo regalo había consistido en la aportación de todos los licores para la fiesta, además de sus servicios como experto barman. Los camareros eran amigos de los hijos de Don Corleone. La comida dispuesta sobre las mesas del jardín había sido preparada por la esposa del Don y sus amigas, mientras que las amigas de la novia se habían encargado de la alegre decoración del jardín.



Don Corleone recibía a todos –ricos y pobres, poderosos y humildes– con iguales muestras de afecto. Era su carácter. Los invitados se maravillaban en voz alta de lo bien que le sentaba el esmoquin; tanto, decían, que cualquiera hubiera podido confundirlo con el novio.



En la puerta, de pie junto a él, se hallaban dos de sus tres hijos. El mayor, de nombre Santino pero al que todo el mundo llamaba Sonny –menos su padre– recibía la admiración de los italianos más jóvenes, aunque los maduros lo miraban con recelo. Sonny Corleone era alto, teniendo en cuenta que pertenecía a la primera generación americana de una familia oriunda de Italia. Medía un metro ochenta y su abundante cabellera ondulada le hacía parecer aún más alto. Su cara semejaba la de un Cupido gigantesco; sus facciones eran correctas, pero sus labios eran gruesos y sensuales, y su barbilla, con un hoyuelo en el centro, resultaba casi obscena. De aspecto fuerte como un toro, se decía que su esposa odiaba tanto el lecho matrimonial como en otros tiempos habían odiado la hoguera los infieles. Las malas lenguas habían llegado a afirmar que, de joven, cuando visitaba las casas de mala nota, las rameras más curtidas le pedían tarifa doble.

(...)


El segundo vástago de don Corleone, Frederico, conocido como Fred o Fredo, era el hijo con el que sueñan todos los padres italianos. Cumplidor, leal, siempre al servicio de su padre... Tenía treinta años y seguía viviendo con sus progenitores. Era más bajo y corpulento que su hermano, pero se le parecía: la misma cabeza de Cupido, el mismo pelo ondulado, idénticos labios gruesos. Pese a ello, los labios de Fred no eran sensuales, sino graníticos. Aunque de carácter más bien terco, nunca discutía con su padre ni le causaba disgusto alguno por causa de las mujeres. A despecho de tales virtudes, no poseía el magnetismo personal ni la fuerza animal tan necesaria para los conductores de hombres. Así pues, tampoco se le consideraba un heredero probable de los negocios familiares.



El tercero, Michael, no se encontraba junto a su padre y hermanos. Había ido a sentarse en el más apartado rincón del jardín, aunque ni allí logró escapar a las atenciones de los amigos de la familia.



Michael Corleone era el menor de los hijos del Don y el único que no se había dejado guiar por el gran hombre. No tenía la cara de Cupido de sus hermanos, y su negro pelo era más bien liso. Su piel, apenas morena, hubiera sido la envidia de cualquier muchacha. Poseía una belleza delicada, casi femenina, hasta el punto que el Don había tenido sus dudas acerca de la masculinidad del menor de sus hijos. Afortunadamente, tales inquietudes se disiparon en cuanto Michael cumplió diecisiete años.



(...)



Michael Corleone se había retirado hasta aquel rincón del jardín para contar a Kay Adams chismes y anécdotas relacionados con algunos de los invitados. Le divertía ver que Kay encontraba pintorescas a todas aquellas personas y, como siempre, le encantaba el interés que la muchacha mostraba por todo cuanto no conocía. Finalmente, la atención de Kay se concentró en un grupito de hombres que se hallaban reunidos alrededor de un barril de vino casero. Los componentes del pequeño grupo eran Amerigo Bonasera, el panadero Nazorine, Anthony Coppola y Luca Brasi. Con su agudeza habitual, ella comentó que ninguno de los cuatro parecía excesivamente feliz.



– No, no lo son –contestó Michael, riendo–. Están esperando ver a mi padre en privado. Todos tienen favores que pedirle.



En efecto, los cuatro hombres no perdían de vista al Don.



Mientras Don Corleone recibía efusivamente a los invitados que llegaban, un Chevrolet negro se detuvo en la entrada de la alameda. Sus dos ocupantes sacaron del bolsillo unas libretas y, sin disimulo alguno, fueron anotando los números de matrícula de los coches allí aparcados.



– Deben de ser policías –dijo Sonny, volviéndose hacia su padre.



– La calle no es mía. Que hagan lo que quieran –respondió Don Corleone, encogiéndose de hombros.



Los toscos rasgos de Sonny enrojecieron de ira.



– Estos piojosos no respetan nada –vociferó.



Bajó los escalones de la casa y se dirigió hacia donde habían aparcado el Chevrolet negro. Furioso, se enfrentó al conductor y éste, sin parpadear siquiera, se limitó a mostrarle una tarjeta de identificación de color verde. Sonny retrocedió sin decir palabra y escupió sobre el maletero del vehículo. Supuso que el conductor saldría del automóvil para pedirle explicaciones, pero no sucedió nada.



– Son del FBI –informó a su padre cuando llegó a la puerta de la casa–. Anotan el número de matrícula de los coches de nuestros invitados. ¡Los muy cerdos!



Don Corleone sabía perfectamente quiénes eran. Había advertido a sus amigos más íntimos que no acudieran a la fiesta en sus propios automóviles. Aunque desaprobaba el comportamiento de su hijo mayor, el berrinche no había resultado del todo inútil; con toda seguridad había servido para convencer a los agentes federales de que no esperaban su presencia. Por ello, Don Corleone no se enfadó. Hacía muchos años que había aprendido que es preciso soportar algunos insultos, y también sabía que en este mundo siempre llega el momento en que el más humilde de los hombres, si mantiene los ojos bien abiertos, puede vengarse de los más poderosos. Era esto lo que evitaba que el Don perdiera la humildad que siempre le había caracterizado y que tanto admiraban sus amigos.



En el jardín de la parte posterior de la casa, la orquestina empezó a tocar. Ya habían llegado todos los invitados. Don Corleone se olvidó de los intrusos y, acompañado de sus dos hijos mayores, se dirigió al lugar donde se celebraba la fiesta.



En el enorme jardín había centenares de personas. Algunas bailaban sobre la improvisada pista de madera engalanada con flores; otras permanecían sentadas junto a las largas mesas cubiertas de sabrosos manjares y vino tinto. La joven desposada, Connie Corleone, estaba en una mesa algo más elevada que las demás en compañía del novio, de las damas de honor y de algunos servidores. Todo estaba preparado al viejo estilo italiano. No era del gusto de Connie, pero había consentido para no disgustar a su padre, considerando que ya le había contrariado bastante al escoger al que ahora era su marido.



(...)



Desde detrás de la ventana cerrada del despacho de Don Corleone, Thomas Hagen contemplaba la fiesta que se celebraba en el jardín. A su espalda, las paredes estaban cubiertas por estanterías atestadas de libros de Derecho. Hagen era el abogado del Don, además de su consigliere, y como tal su posición dentro de la familia era de capital importancia, pese a no pertenecer a ella. En aquella habitación, él y el Don habían resuelto muchos problemas, algunos verdaderamente espinosos. Por ello, cuando vio que el Padrino abandonaba la fiesta y entraba en la casa, comprendió que, a pesar de la boda, tendrían un poco de trabajo. Seguramente el Don venía a verlo. Luego vio que Sonny hablaba al oído de Lucy Mancini y fue testigo de la pequeña comedia que se había desarrollado a continuación. Dudó sobre la conveniencia de informar al Don de ello, pero decidió que era mejor no hacerlo. Regresó a su mesa de trabajo, abrió un cajón y sacó una lista de las personas que habían obtenido permiso para hablar con el Don en privado. Cuando el Don entró en la estancia, Hagen le entregó la lista. Don Corleone asintió con un gesto.



– Deja a Bonasera para el final –indicó.



(...)



Amerigo Bonasera siguió a Hagen hasta el despacho, donde encontró a Don Corleone sentado detrás de una mesa imponente. Sonny Corleone estaba de pie junto a la ventana, mirando al jardín. Por vez primera en el curso de aquella tarde, el Don se conducía con frialdad. No abrazó ni dio la mano al visitante. El pálido empresario de pompas fúnebres debía su invitación al hecho de que su esposa y la del Don eran amigas íntimas. En cuanto a Amerigo Bonasera, el Don estaba muy resentido con él.



Bonasera empezó su petición hábilmente y dando muchos rodeos.



– Debe usted excusar a mi hija, la ahijada de su esposa, por no haber venido hoy. Todavía está en el hospital. Miró a Sonny Corleone y a Tom Hagen, como indicando que no quería hablar delante de ellos. Pero el Don no quiso darse por enterado.



– Todos sabemos la desgracia que ha padecido tu hija –dijo Don Corleone–. Si puedo ayudarla de algún modo, no tienes más que hablar. Después de todo, mi esposa es su madrina. Nunca he olvidado ese honor. Eso era una reprimenda. El empresario de pompas fúnebres nunca había llamado “Padrino” a Don Corleone.



– ¿Puedo hablar con usted a solas? –preguntó Bonasera, ruborizado.



– Tengo absoluta confianza en estos dos hombres –dijo Don Corleone, negando con la cabeza–. Ambos constituyen mi brazo derecho. No puedo insultarlos enviándolos fuera de esta habitación.



Bonasera cerró los ojos durante un segundo y luego empezó a hablar. Su voz era apenas audible, la misma que empleaba para consolar a los familiares de los muertos.



– He dado a mi hija una educación americana. Creo en América. Este país ha hecho mi fortuna. He concedido a la chica absoluta libertad, pero le he enseñado siempre que no debía hacer nada que pudiera avergonzar a su familia. Se hizo amiga de un muchacho no italiano. Iba al cine con él, regresaba a casa muy tarde... Pero el muchacho nunca vino a saludarnos, como padres de ella que somos. Lo acepté todo sin protestar; la falta es mía. Hace dos meses, él y otro chico se la llevaron a dar un paseo en coche. Los dos hicieron beber whisky a mi hija y luego trataron de abusar de ella. Mi hija resistió, supo guardar su honra. Entonces le pegaron como si fuera una bestia. Cuando acudí al hospital, tenía los ojos morados, la nariz rota, la mandíbula destrozada. La pobre no cesaba de llorar. “¿Por qué lo han hecho, papá? ¿Por qué tenían que hacerme esto?” No pude contenerme; yo también me eché a llorar.



Bonasera no pudo decir nada más. Estaba sollozando, a pesar de que su voz no había traicionado la emoción que sentía.



Don Corleone, como a pesar de sí mismo, hizo un gesto de simpatía, y Bonasera continuó, con la voz ahora rota por el sufrimiento:



– ¿Por qué lloré en el hospital? Ella era la luz de mi vida, era una hija muy cariñosa y muy hermosa. Confiaba en la gente, pero ahora nunca más confiará en nadie. Ya nunca volverá a ser hermosa.



Estaba temblando y su rostro, por lo general pálido, había adquirido un intenso color grana.



– Acudí a la policía –prosiguió–, como todo buen americano, y los dos muchachos fueron arrestados. Las pruebas eran abrumadoras. Se confesaron culpables y el juez los condenó a tres años de cárcel, pero suspendió la sentencia. Salieron en libertad el mismo día. Yo estaba de pie en la sala del tribunal, y comprendí que había hecho el ridículo. Al pasar, esos dos me sonrieron con sorna. En ese preciso instante le dije a mi esposa: “Debemos acudir a Don Corleone, si queremos que se haga justicia”.



El Don tenía la cabeza inclinada en señal de respeto por la pena de Bonasera. Sin embargo, cuando habló, las palabras sonaron frías, con la frialdad de la dignidad ofendida.



– ¿Por qué acudiste a la policía? ¿Por qué no viniste a mí desde el primer momento?



– ¿Qué quiere de mí? –dijo Amerigo Bonasera con voz apenas perceptible–. Pídame lo que quiera, pero atienda a mi ruego.



Pese a sus palabras, su tono tenía cierto deje de insolencia.



– ¿Y qué es lo que me pides? –dijo Don Corleone, con voz grave.



Bonasera miró a Hagen y a Sonny Corleone y negó con la cabeza. El Don, sentado todavía en la mesa de Hagen, se inclinó hacia el empresario de pompas fúnebres. Bonasera dudaba. Luego acercó los labios a la velluda oreja del Don, hasta rozarla. Don Corleone escuchó tal como lo hace un cura en el confesionario: con la mirada ausente, impasible, remoto. Estuvieron así durante mucho rato. Al cabo Bonasera se enderezó, se separó del Don, que le miraba gravemente, y con la faz encendida sostuvo aquella mirada.



– Eso no puedo hacerlo –respondió el Don finalmente–. No hay nada que hacer.



– Pagaré todo lo que me pida –dijo Bonasera en voz alta y clara.



Al oír estas palabras, Hagen hizo un movimiento nervioso con la cabeza. Sonny Corleone, con los brazos cruzados, sonrió sardónicamente y se alejó de la ventana para acercarse a los otros tres.



Don Corleone se levantó con el rostro tan impasible como siempre.



– Tú y yo hace muchos años que nos conocemos –dijo con una voz helada como la muerte–. A pesar de ello, hasta hoy nunca me habías pedido consejo ni ayuda. Ni siquiera soy capaz de recordar cuándo fue la última vez que me invitaste a tu casa para tomar café, a pesar de que mi esposa es la madrina de tu única hija. Seamos francos: has rechazado mi amistad porque no querías deberme nada.



– No quería verme envuelto en líos –murmuró Bonasera.



El Don levantó la mano en señal de disconformidad.



– No. No hables. Creías que América era un paraíso. Tenías un buen negocio y vivías muy bien. Pensabas que el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno. Nunca te has preocupado de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo ya tenías a la policía y los tribunales para protegerte. Nada malo podía ocurrir; ni a ti ni a los tuyos. Para nada necesitaban a Don Corleone. Muy bien. Has herido mis sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla, a quienes no me tienen en consideración.



El Don hizo una pequeña pausa, y antes de continuar dirigió a Bonasera una sonrisa a la vez cortés e irónica.



– Ahora acudes a mi diciendo: “Don Corleone; quiero que haga justicia”. Y no sabes pedir con respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de la boda de mi hija, me pides que mate a alguien y dices –aquí el Don se puso a imitar la voz y los gestos de Bonasera–: “Pagaré todo lo que me pida”. No, no. No te guardo rencor, pero ¿puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de respeto?



– América se ha portado bien conmigo. Quería ser un buen ciudadano y que mi hija fuera americana – dijo Bonasera, con la voz ahogada por la angustia y el temor.



El Don aplaudió.



– Has hablado bien, pero que muy bien. Así pues, de nada puedes quejarte. El juez ha dictado sentencia. América ha dictado sentencia. Cuando vayas al hospital, lleva a tu hija un ramo de flores y una caja de bombones, eso la consolará. ¡Alégrate, hombre! Después de todo, no ha sido nada grave; los muchachos eran jóvenes y alegres, y uno de ellos es hijo de un político muy influyente. No, mi querido Amerigo, siempre has sido honrado. A pesar de que hayas despreciado mi amistad, debo admitir que para mi la palabra de Amerigo Bonasera vale más que la de cualquier otro hombre. En fin, dame tu palabra de que vas a olvidarte de todo, como harían los americanos. Perdona y olvida. La vida está llena de desgracias.



La cruel y desdeñosa ironía de estas palabras, la ira contenida del Don, hicieron temblar al pobre empresario de pompas fúnebres, quien, a pesar de todo, aún encontró fuerzas para decir con arrogancia:



– Sólo le pido que haga justicia.



– El tribunal ya hizo justicia –adujo Don Corleone, con sequedad.



– No –replicó Bonasera, con un gesto de obstinación–. Hizo justicia a los jóvenes, pero no a mí.



Con una ligera inclinación, el Don dio a entender que había sabido apreciar la sutil diferencia.



– ¿Cuál es tu justicia? –preguntó seguidamente.



– Ojo por ojo –respondió Bonasera.



– Has pedido más. Tu hija está viva –señaló el Don.



– Que sufran como sufre ella –convino Bonasera.



El Don aguardó a que el otro siguiera hablando. Bonasera hizo acopio de valor.



– ¿Cuánto quiere? –dijo en tono desesperado.



Don Corleone le volvió la espalda, queriendo indicar que la entrevista había terminado. Pero Bonasera no se movió.



Finalmente, como un hombre de buen corazón que no puede enfadarse con un amigo descarriado, Don Corleone se volvió hacia el empresario de pompas fúnebres, que estaba tan pálido como uno de sus cadáveres. No cabía duda; Don Corleone era amable y paciente.



– Ante todo ¿por qué temes mostrarme lealtad? –dijo–. Acudes a los tribunales y tienes que esperar meses. Te gastas el dinero en abogados que saben perfectamente que sólo conseguirás ponerte en ridículo. Aceptas la sentencia de un juez que se vende como la peor de las rameras. Años atrás, cuando necesitabas dinero, ibas a los bancos, pagabas unos intereses ruinosos y aguardabas, sombrero en mano, como un pordiosero, mientras ellos metían sus narices en tus asuntos para asegurarse de que podrías devolverles el dinero.



Después de hacer una pequeña pausa, la voz del Don se endureció.



– En cambio, si hubieses acudido a mí, mi bolsa hubiera sido tuya. Si hubieses acudido a mí en demanda de justicia, aquellos cerdos que dañaron a tu hija estarían llorando amargamente desde hace tiempo. Si por desgracia, por circunstancias de la vida, un hombre honrado como tú se hubiese creado algún enemigo, éste se hubiera convertido automáticamente en enemigo mío –el Don apuntó con el dedo a Bonasera–. Y créeme, te hubiese temido.



Bonasera inclinó la cabeza.



– Quiero su amistad. La acepto –murmuró.



Don Corleone apoyó la mano sobre el hombro de Bonasera.



– Bien, tendrás justicia –aseguró–. Algún día, un día que tal vez nunca llegue, te llamaré para pedirte algún pequeño servicio. Hasta entonces, considera esta justicia como un regalo de mi esposa, la madrina de tu hija.




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