De Ignacio Manuel Altamirano
(Fragmento)
Capítulo 2
Navidad
La noche se acercaba tranquila y hermosa: era el 24 de diciembre, es decir, que pronto la noche de Navidad cubriría nuestro hemisferio con su sombra sagrada y animaría a los pueblos cristianos con sus alegrías íntimas. ¿Quién que ha nacido cristiano y que ha oído renovar cada año, en su infancia, la poética leyenda del nacimiento de Jesús, no siente en semejante noche avivarse los más tiernos recuerdos de los primeros días de la vida?
Yo ¡ay de mí! al pensar que me hallaba, en este día solemne, en medio del silencio de aquellos bosques majestuosos, aun en presencia del magnífico espectáculo que se presentaba a mi vista absorbiendo mis sentidos, embargados poco ha por la admiración que causa la sublimidad de la naturaleza, no pude menos que interrumpir mi dolorosa meditación, y encerrándome en un religioso recogimiento, evoqué todas las dulces y tiernas memorias de mis años juveniles. Ellas se despertaron alegres como enjambre de bulliciosas abejas y me transportaron a otros tiempos, a otros lugares; ora al seno de mi familia humilde y piadosa, ora al centro de populosas ciudades, donde el amor, la amistad y el placer en delicioso concierto, habían hecho siempre grata para mi corazón esa noche bendita.
Recordaba mi pueblo, mi pueblo querido, cuyos alegres habitantes celebraban a porfía con bailes, cantos y modestos banquetes la Nochebuena. Parecíame ver aquellas pobres casas adornadas con sus Nacimientos y animadas por la alegría de la familia: recordaba la pequeña iglesia iluminada, dejando ver desde el pórtico el precioso Belén, curiosamente levantado en el altar mayor: parecíame oir los armoniosos repiques que resonaban en el campanario, medio derruido, convocando a los fieles a la misa de gallo, y aun escuchaba con el corazón palpitante la dulce voz de mi pobre y virtuoso padre, excitándonos a mis hermanos y a mí a arreglarnos pronto para dirigirnos a la iglesia, a fin de llegar a tiempo; y aun sentía la mano de mi buena y santa madre tomar la mía para conducirme al oficio. Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se precipitaba en la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme admirando la hermosura de las imágenes, el portal resplandeciente con la escarcha, el semblante risueño de los pastores, el lujo deslumbrador de los Reyes magos, y la iluminación espléndida del altar. Aspiraba con delicia el fresco y sabroso aroma de las ramas de pino, y del heno que se enredaba en ellas, que cubría el barandal del presbiterio y que ocultaba el pie de los blandones. Veía después aparecer al sacerdote revestido con su alba bordada, con su casulla de brocado, y seguido de los acólitos, vestidos de rojo con sobrepellices blanquísimas. Y luego, a la voz del celebrante, que se elevaba sonora entre los devotos murmullos del concurso, cuando comenzaban a ascender las primeras columnas de incienso, de aquel incienso recogido en los hermosos árboles de mis bosques nativos, y que me traía con su perfume algo como el perfume de la infancia, resonaban todavía en mis oídos los alegrísimos sones populares con que los tañedores de arpas, de bandolinas y de flautas, saludaban el nacimiento del Salvador. El Gloria in excelsis, ese cántico que la religión cristiana poéticamente supone entonado por ángeles y por niños, acompañado por alegres repiques, por el ruido de los petardos y por la fresca voz de los muchachos de coro, parecía transportarme con una ilusión encantadora al lado de mi madre, que lloraba de emoción, de mis hermanitos que reían, y de mi padre, cuyo semblante severo y triste parecía iluminado por la piedad religiosa.
Capítulo 3
Las posadas
Y después de un momento en que consagraba mi alma al culto absoluto de mis recuerdos de niño, por una transición lenta y penosa, me trasladaba a México, al lugar depositario de mis impresiones de joven. Aquél era un cuadro diverso. Ya no era la familia; estaba entre extraños; pero extraños que eran mis amigos, la bella joven por quien sentí la vez primera palpitar mi corazón enamorado, la familia dulce y buena que procuró con su cariño atenuar la ausencia de la mía.
Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía. Era una fiesta que aun me causaba vértigo.
Capítulo 9
Los villancicos
(...) La plazoleta presentaba un aspecto de animación y de alegría que producían una impresión grata. Los arpistas tocaban sonatas populares y los mancebos bailaban con las muchachas del pueblo. Las vendedoras de buñuelos y de bollos con miel y castañas confitadas, atraían a los compradores con sus gritos frecuentes, mientras que los muchachos de la escuela formaban grandes corros para cantar villancicos, acompañándose de panderetas y pitos, delante de los pastores de las cercanías y demás montañeses que habían acudido al pueblo para pasar la fiesta.
Nos acercamos al más grande de estos corros, y a la luz de la hoguera pude ver rostros y personajes verdaderamente dignos de Belén, y que me recordaron el hermoso cuadro del Nacimiento de Jesús, de nuestro Cabrera, que decora la sacristía de Tasco. En efecto, esas cabezas rudas, morenas y enérgicamente acentuadas, con sus flotantes cabelleras grises y sus largas barbas; esas sonrisas bonachonas y esos brazos nervudos apoyándose en el cayado, parecen ser el modelo que sirvió a nuestro famoso pintor para su Adoración de los Pastores. Y junto a ellos, y haciendo contraste, las muchachas del pueblo con su fisonomía dulce, sus mejillas sonrosadas y su traje pintoresco; y los niños con su semblante alegre, sus carrillos hinchados para tocar los pitos, o sus bracitos agitados tocando los panderos; todo aquello me pareció un sueño de Navidad.
El cura notó mi curiosidad y me dijo:
—Esos hombres son en efecto pastores de las cercanías, y pastores verdaderos, como los que aparecen en los idilios de Teócrito y en las Églogas de Virgilio y de Garcilaso. Hacen una vida enteramente bucólica, y no vienen a poblado sino en las grandes fiestas, como la presente. A pocas leguas de aquí están apacentándose hoy sus numerosos rebaños, en terrenos que les arriendan los pueblos cercanos. Estos rebaños se llaman Haciendas flotantes; pertenecen a ricos propietarios de las ciudades, y muchas veces a un rico pastor que en persona viene a cuidar su ganado. Estos hombres son dependientes de esas haciendas y viven comúnmente en las majadas que establecen en las gargantas de la sierra. Hoy han venido en mayor número, porque, como Vd. supondrá, la Nochebuena es su fiesta de familia. Ellos traen también sus arpas de una cuerda, sus zampoñas y sus tamboriles, y cantan con buena y robusta voz sus villancicos en la iglesia, aquí en la plaza y en la cena que es costumbre que dé el alcalde en su casa esta noche: justamente van a cantar; óigalos Vd. lo repetían acompañados de la zampoña, de la guitarra montañesa y de los panderos.
En efecto, los pastores se ponían de acuerdo con los muchachos para cantar sus villancicos, y preludiaban en sus instrumentos. Uno de los chicuelos cantaba un verso, y después los pastores y los demás muchachos
He aquí los que recuerdo, y que son conocidísimos y se han transmitido de padres a hijos durante cien generaciones:
Pastores, venid, venid,
Veréis lo que no habéis visto,
En el portal de Belén,
El nacimiento de Cristo.
Los pastores daban saltos
Y bailaban de contento,
Al par que los angelitos
Tocaban los instrumentos.
Los pastores y zagalas
Caminan hacia el portal,
Llevando llenos de frutas
El cesto y el delantal.
Los pastores de Belén
Todos juntos van por leña
Para calentar al Niño
Que nació la Nochebuena.
La Virgen iba a Belén;
Le dió el parto en el camino,
Y entre la mula y el buey
Nació el Cordero divino.
A las doce de una noche,
Que más feliz no se vio,
Nació en un Ave-María
Sin romper el alba, el Sol.
Un pastor, comiendo sopas,
En el aire divisó
Un ángel que le decía:
Ya ha nacido el Redentor.
Todos le llevan al Niño;
Yo no tengo que llevarle;
Las alas del corazón
Que le sirvan de pañales.
Todos le llevan al Niño,
Yo también le llevaré
Una torta de manteca
Y un jarro de blanca miel.
Una pandereta suena,
Yo no sé por dónde va,
Camina para Belén
Hasta llegar al portal.
Al ruido que llevaba,
El Santo José salió;
No me despertéis al Niño,
Que ahora poco se durmió.
Pero los siguientes, por su carácter melancólico, me agradaron mucho:
Una gitana se acerca
Al pie de la Virgen pura,
Hincó la rodilla en tierra
Y le dijo la ventura.
Madre del Amor hermoso,
Así le dice a María,
A Egipto irás con el Niño
Y José en tu compañía.
Saldrás a la media noche,
Ocultando al Sol divino;
Pasaréis muchos trabajos
Durante todo el camino.
Os irá bien con mi gente,
Os tratarán con cariño;
Los ídolos, cuando entréis,
Caerán al suelo rendidos.
Mirando al Niño divino
Le decía enternecida:
¡Cuánto tienes que pasar,
Lucerito de mi vida!
La cabeza de este Niño,
Tan hermosa y agraciada,
Luego la hemos de ver
Con espinas traspasada.
Las manitas de este Niño,
Tan blancas y torneadas,
Luego las hemos de ver
En una cruz enclavadas.
Los piececitos del Niño
Tan chicos y sonrosados,
Luego los hemos de ver
Con un clavo taladrados.
Andarás de monte en monte
Haciendo mil maravillas,
En uno sudarás sangre,
En otro darás la vida.
La más cruel de tus penas
Te la predigo con llanto.
Será que en tus redimidos,
Señor, hallarás ingratos.
No parece sino que el poeta popular y desconocido que compuso este villancico de la gitanilla, quiso, a propósito del Niño Jesús, encerrar en una triste predicción la que ante la cuna de todos los niños puede hacerse de los sufrimientos que los esperan en la vida. Y después de versos tan melancólicos, los cantares concluyeron con éste que lo era más aún:
La Nochebuena se viene,
La Nochebuena se va,
Y nosotros nos iremos
Y no volveremos más.
—Todos estos villancicos antiguos son de origen español, —dijo el cura, -y yo advierto que la tradición los conserva aquí constantemente como en mi país. Respetables por su antigüedad y por ser hijos de la ternura cristiana, tal vez de una madre, poetisa desconocida del pueblo, tal vez de un niño, tal vez de infelices ciegos, pero de seguro, de esos trovadores obscuros que se pierden en el torbellino de los desgraciados, yo los oigo siempre con cariño, porque me recuerdan mi infancia. Pero desearía de buena gana que los substituyeran con otros más filosóficos, más adecuados a nuestras ideas religiosas actuales, más propios para inspirar en las masas, en esta noche, sentimientos no de una alegría o de una ternura inútiles, sino de una caridad y una esperanza siempre fecundas en la conciencia de los pueblos. Pero no hay quien se consagre a esta hermosa poesía popular, tan sencilla como bella, y además sería preciso que el pueblo la aceptase gustoso, para que se pudiera generalizar y perpetuar.
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