No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Mujeres asesinas

De Marisa Grinstein

Marta Odera, monja

"La conocí en un tren, de pura casualidad. Y pensé que alguien así era incapaz de matar a una mosca. Era simpática aunque un poco cortada, a lo mejor por ser tímida. Me acuerdo que le pregunté la edad y me dijo que tenía treinta y siete. Yo le daba como cincuenta. Y era monja, aunque no llevaba los hábitos. Pero igual le diría que parecía monja: ese día tenía una pollera azul tableada que le llegaba por debajo de la rodilla, una camisa blanca cerrada hasta el cuello y un saquito negro, o gris, todo estirado. Y los zapatos eran marrones, mocasines, con un taco bajo y cuadrado. Bien de monja. Quién iba a decir que terminaría asesinando a otra mujer".

Blanca E. se hizo amiga de Marta Odera cuando la monja iba en tren desde La Plata hasta Constitución. Las dos habían ido a hacer trámites y se sentaron juntas en el primer vagón. Empezaron a hablar porque el tren salió de la estación con más de treinta minutos de retraso. Cuando se bajaron habían intercambiado direcciones y teléfonos y se sentían hermanadas por el destino.

"A ninguna de las dos nos fue bien en la vida. Yo tuve una vida difícil. Mis padres murieron cuando yo era chica, me crió mi tía que me pegaba, siempre me faltaron cosas. Marta no se quedaba atrás aunque sus problemas eran distintos. Tenía padres, y muchos hermanos, una familia que la cuidaba, pero ella sufría problemas de salud, le subía mucho la presión, tenía dolores muy fuertes de cabeza, y lo que más le dolía era lo otro: decía que no era una buena monja. Que había tomado los hábitos pero que nunca estaba segura de nada. Yo le preguntaba si lo que le estaba faltando no sería un hombre, una familia, pero ella nunca me contestaba nada. Y lo que más le gustaba era contarme cuando se fue de misionera al Amazonas. Recién había tomado los hábitos y se ofreció para ir a Brasil en misión evangélica. Me contaba eso y le cambiaba la cara. Debe haber sido lo mejor que le pasó. Había estado siete años ahí, creo que me dijo siete. De acá salió con dos hermanitas más, pero en Brasil las otras se fueron por otro camino y ella viajó al Amazonas con dos monjas de la zona. Me contó cosas increíbles, porque ellas iban a los lugares donde estaban los indios, y ahí no había baños, ni agua, ni nada. Estaba todo lleno de bichos, llovía sin parar y hacía un calor espantoso. Eso me contaba ella. La verdad, lo que más me gustaba es que me contara de su viaje al Brasil... Al principio, las monjas llegaban a los pueblitos donde vivían los indios y trataban de enseñarles la Biblia y esas cosas. Bueno, Marta decía que ni siquiera eran pueblitos. Pero además tampoco se entendían. Marta había hecho un curso de portugués pero no se entendían, porque muchos ni siquiera hablaban portugués, creo. La cosa es que al poco tiempo tanto Marta como las otras monjas se dieron cuenta de que no ganaban nada con enseñarles religión, así que se dedicaron a darles remedios, y a vacunarlos, y a enseñarles a cuidar a los bebés para que no enfermen. Eso le gustaba, ella se sentía útil por primera vez. Así que trabajó y trabajó entre esa gente. Me mostró fotos también. Había una en la que estaba ella con un bebé en brazos, con varios chicos que la rodeaban y con una vieja muy vieja sentada al lado. Le dije que por qué no tenía hijos ella misma y me dijo que esas cosas no se podían decidir, que el destino decidía. Y en otra foto está en un barco muy grande, lleno de gente, con sus dos compañeras, las tres abrazadas sonriendo a la cámara. Me imagino que vivir siete años en esas condiciones debe ser duro, sobre todo porque ella no estaba bien de salud. Y, según me dijo, la malaria se la contagió a los tres años de llegar. Ella se había instalado en un lugar cerca de un río, decía que había unas treinta casitas, no más, y que se vivía de lo peor. Que faltaba la comida y en una época del año empezó a llover y no paró más. Y que los mosquitos eran una plaga. Parece que los mosquitos llevaban la enfermedad, y que en un momento a ella le dio fiebre, que no se le bajaba con nada, y tenía vómitos y diarrea y esas cosas. Cuando ya no podía ni mantenerse en pie, la acompañaron al pueblo que estaba más cerca y ahí la empezaron a curar. Me dijo que le daban unas pastillas enormes, que no las podía ni tragar, y que después de estar casi un mes en cama volvió a levantarse. Pero nunca se recuperó del todo. Estaba siempre cansada, y se le hacía más y más difícil aguantar el calor. Parece que se quedó un tiempo más en el caserío aquel donde se enfermó y trató de curar a más gente de ahí que tenían la misma enfermedad. Después se fue a un lugar más grande, porque estaba muy débil y era mejor que tuviera más comodidades, agua, baños, enfermería. Pero en el nuevo lugar la gente mucho no la quería, los chicos se reían de ella y nadie le hacía caso. Ella tenía que convencer a las parejas que vivían juntas para que se casaran por iglesia y bautizaran a sus hijos. Para eso iba un cura una vez por mes, porque esas cosas las monjas no las pueden hacer, pero cada vez que llegaba el cura no tenía a nadie para casar ni para bautizar y Marta se sentía culpable. No sé si fue ahí que la mandaron a estudiar enfermería. Ella hizo el curso y lo terminó y hasta estuvo un tiempo trabajando. Era buena para eso, tenía buena mano, a mí me daba inyecciones y ni las sentía. Pero al final le volvió a agarrar la fiebre y se tuvo que volver, o la mandaron de vuelta. Y cuando llegó a Buenos Aires, al poco tiempo conoció a la otra, a Marta Fernández. Eso la arruinó".

Marta Silvia Fernández siempre quiso ser actriz, pero nunca logró ningún papel importante. Lo máximo que obtuvo fueron algunos trabajos como extra en la televisión. Era peleadora por naturaleza, y solía terminar a los gritos con sus compañeras de trabajo: a pesar de que hacía grandes esfuerzos para ser aceptada, su carácter despótico la traicionaba.

"Yo la aguanté bastante –cuenta Silvia R., vecina de Fernández–. Era insoportable. Siempre pedía dinero prestado, o ropa, o llegaba a la hora de la comida para no tener que cocinar ella misma. Por suerte, cuando se sintió muy apretada porque andaba sin trabajo, se casó con un tipo mucho mayor que ella, un viejo, pero buena persona. Yo ni loca me casaba con él, pero Marta no le hacía asco a nada. Y no es que el tipo tuviera guita, pero por lo menos le daba casa y comida y la obra social. No sé por qué, ella siempre decía que después de casada iba a tener obra social. Pero el matrimonio era un infierno, ella protestaba todo el día, gastaba más de lo que podían gastar y hasta me parece que un par de veces al viejo le pegó. Ella a él, quiero decir. Debe haber pasado algo así porque el viejo se internó en un geriátrico él solito. Mirá que yo conozco gente que está en geriátricos, pero no conozco a nadie que se interne solo, siempre los dejan ahí los hijos, ¿no? Pero él quiso ir ahí, debe haber sido para zafar de la mujer. Y lo más gracioso es que en el geriátrico dejó dicho que no quería recibir la visita de la esposa. Y entonces conoció a la otra Marta, la monjita. Porque también la monjita se llamaba Marta. Bueno, parece que esta Marta, mi amiga entre comillas, fue a la obra social a hacer un trámite y no sé por qué estaba ahí la monja, y se pusieron a charlar, y al final le contó que su marido estaba internado y que no podía visitarlo y no sé qué, y si ella, la monja, podía ayudarla para entrar al geriátrico. Lo que no entiendo es cómo la monja se metió en esa historia, cómo no pensó que si el tipo no quería verla por algo sería. Bueno, la cosa es que se hicieron amigas y poco después Marta vino a decirme que se iba a vivir con la monja, que a esa altura ya no era monja porque había pedido algo así como una licencia. Y se fueron a vivir juntas. Marta pasó del viejo a la monja, qué grande".

Cuando volvió del Amazonas, Marta Graciela Odera tuvo una profunda crisis religiosa. En realidad, desde que tomó la decisión de hacerse monja había pasado por varias etapas de dudas existenciales de distinta índole. Pero fue la vuelta a Buenos Aires lo que hizo recrudecer su ambivalencia respecto de la fe. Desorientada, le pidió ayuda a un sacerdote que había conocido en La Paternal, el padre Wendelin Rofner, quien le aconsejó tomarse una licencia de dos años que le permitiera reflexionar acerca de su vocación.

Una vez que dejó los hábitos en forma provisoria, Odera siguió visitando al padre Rofner, que se había convertido en su guía espiritual. Ella pasaba varias veces por semana por la congregación de los Camilos y se quedaba horas hablando a solas con él. Le confesó que quería vivir con una amiga, pero que no tenía manera de alquilar una vivienda. No tenía dinero suficiente ni garantías inmobiliarias, y su futura compañera tampoco. Rofner citó a una vecina del barrio que había dividido su casa en cinco departamentos para alquilar, y consiguió uno para la ex monja y su amiga. Quedaba en la calle Ávalos 340, departamento 5. Odera estaba encantada: le parecía un lugar ideal para intentar una vida nueva con su amiga.

Blanca, la amiga que Odera conoció en el tren, tuvo un mal presentimiento en cuanto conoció a la mujer que viviría con la ex monja. "Yo la vi y supe que algo malo iba a pasar, le juro. Esa Marta tenía cara de... no sé, de mala persona. Y mi amiga confiaba tanto en ella. Yo no sé qué pasaba entre ellas ni quiero saber, porque apenas se mudaron a la casa de La Paternal casi dejamos de vernos. La otra mujer no quería que Martita viniera a mi casa, ni que me llamara por teléfono ni nada. Es de no creer, mire. Y al principio ella estaba contenta, pero no le duró nada. Una tarde vino a verme llorando. Tenía un ojo todo morado de un golpe. La otra le había pegado. Y me dijo que no había sido la primera vez. Ella parecía muy preocupada por si yo pensaba mal... Me decía todo el tiempo que eran amigas, que no me imaginara cosas, pero yo fui clara y le dije que no era normal que una amiga le pegara así a otra si no había algo más. Ella me juró que eran nada más que amigas, y mire que yo así directo no le había preguntado. Cuando volvió la segunda vez con golpes, ya no en la cara sino en los brazos y la espalda, la convencí para que hiciera la denuncia a la policía. Yo tengo una amiga abogada que la acompañó, fueron a la comisaría 41 varias veces, pero nunca le hicieron caso. Y después Marta se fue de ahí, dejó la casa que ella misma había conseguido y se fue a una pensión. Yo le dije que la que tenía que irse era la otra pero no había forma de sacarla de ahí. Y Martita era incapaz de echar a su amiga de la casa, era así de buena. El cura que siempre estaba con ella la ayudó a buscar la pensión, y la ayudó a mudarse. Pero lo peor es que Marta seguía volviendo a la casa porque extrañaba a la amiga. Y mire que se peleaban... Se mataban. Mejor dicho, la otra le pegaba a Martita todo el tiempo, y le gritaba, y la basureaba.

"Me olvidé de contarle otra cosa importante. Marta me dijo una vez que la otra llamaba todo el tiempo a la congregación para decir que ellas eran novias, que a Marta le gustaban las mujeres. Le quería arruinar la vida. Yo creo que eso fue lo que a ella más furiosa la puso. Y por eso se decidió a hacer la denuncia en la policía, si no, ni loca iba a hacerle algo así a la otra. Pero ella estaba furiosa. Me decía que su amiga la quería hundir. Y tenía una frase que me voy a acordar siempre: 'Me está difamando', decía. Era porque la otra decía que eran novias y encima se lo contaba por teléfono a los curas. La verdad es que Martita seguro que volvía a tomar los hábitos, siempre decía que era lo único que sabía hacer, rezar y vivir con otras monjas".

La noche del lunes 23 de noviembre de 1998 Marta Odera salió de su pensión de Federico Lacroze al 2100 y fue a visitar a su amiga Marta Silvia Fernández. A pesar de que en cada encuentro la mujer la golpeaba y la insultaba, ella no podía resistir el impulso de ir a visitarla. Los vecinos estaban hartos de escuchar las discusiones permanentes, los gritos, los ruidos de botellas estrelladas contra el suelo y las paredes. Los escándalos eran siempre de madrugada, y predominaba la voz asustada de la ex monja. Pero ese lunes las cosas cambiaron. La discusión se desató más temprano de lo habitual, cerca de las diez de la noche. Y no hubo en el barrio un instante de paz hasta las dos del día siguiente. Se escuchaban muebles que se corrían, aullidos, insultos, vidrios rotos y llantos. Con una variante: la que gritaba con desesperación no era Odera sino Fernández. Varios vecinos confesaron que no llamaron a la policía porque ya habían escuchado antes muchas peleas de ese tipo, aunque más moderadas.

A las siete de la mañana siguiente, Zulma, la dueña del departamento, golpeó a la puerta de las mujeres, decidida a darles un ultimátum: o prometían no volver a pelear a los gritos, o se iban. Pero nadie contestó. Pensando que la lucha las había agotado, se fue a trabajar y volvió a las tres de la tarde. Una vez más, tocó timbre. Nada. Entonces sospechó que algo grave había pasado.

Fue a buscar al padre Rofner y lo llevó a la rastra para que se hiciera cargo de lo que ella ya imaginaba como un drama. Antes de volver al departamento de las mujeres fue al suyo a buscar una copia de la llave.

Cuando entraron no vieron nada salvo unos cuantos ceniceros desbordantes de colillas tirados por el piso. Pero cuando entraron al comedor vieron lo que quedaba del cuerpo de Fernández, una masa retorcida de carne acuchillada. Rofner desvió la mirada y se persignó. Zulma salió corriendo, histérica, a llamar a la policía.

Jorge Moreno, comisario de la 41, dio a entender que pocas veces había visto algo semejante. Fernández había recibido exactamente 161 puñaladas. Cerca del cadáver había, tirado, un cuchillo Tramontina, por alguna razón el favorito de los criminales.

Los policías le exigieron a Rofner que les diera la nueva dirección de Odera. Fueron a buscarla. La esperaron y la rastrearon en la zona, hasta que cerca de las nueve de la noche del mismo 24 la vieron a pocas cuadras de la pensión. Estaba caminando con la mirada perdida. Tenía escoriaciones en piernas, rodillas y codos. Los hematomas de sus ojos no eran recientes sino que llevaban por lo menos tres días.

Pocas horas después de su detención, Odera sufrió un ataque de hipertensión y fue trasladada de urgencia a la Unidad 4 de clínica médica del hospital Álvarez. Al día siguiente fue interrogada por el juez a cargo de la causa, Carlos Luciani. Odera, sin embargo, no dijo nada.

Sus abogados defensores buscaron de inmediato demostrar la inimputabilidad de la ex monja. No era complicado: no parece muy normal matar a alguien de 161 puñaladas, cuando, como decían los mismos policías que la arrestaron, "en realidad no son necesarias más de dos o tres bien dadas, entonces, ¿para qué tanto esfuerzo?".

Cuando se decidió a hablar con los psicólogos y psiquiatras que la examinaron, Odera desplegó un discurso deshilvanado e incoherente. Nunca confesó haber matado a su amiga y, de hecho, no hubo una sola prueba en su contra, más allá de la deducción lógica. Sí parecía apenada por el final trágico de la mujer, y a su vez indignada con ella por sus actitudes previas a la muerte. "Me difamaba", repetía. Los peritos forenses coincidieron en que la mujer había actuado con inconsciencia temporal y detectaron "personalidad epileptoide" y "alteraciones en la conducta originadas por una patología de base orgánica cerebral".

Fue declarada inimputable e internada en el hospital Moyano, donde recibía la visita constante de sus familiares. Un año después quedó en libertad: ya no se la consideraba peligrosa. Cuando insinuó que quería retomar su vida de monja, le explicaron, lo más diplomáticamente que pudieron, que desde Roma había llegado el mandato de expulsarla de la orden.

Sus hermanos la llevaron a vivir con ellos, en una casa de campo familiar, en la provincia de Buenos Aires. Todas las mañanas y todas las noches, Odera reza en voz alta por la paz del mundo, por la salud de sus familiares, y por el alma de su amiga muerta.


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