El taxista no ha hablado desde que la recogió en la terminal de autobuses. Si hubiese adivinado de quién se trataba, si la gente del lugar recordase todavía quién solía vivir allí, él no tenía ni idea de ello. Pero cuando ella le hubo pagado, miró a la casa y le dijo con el ceño fruncido:
—Señorita, ¿desea que la espere?
El no se atrevió a decir que probablemente no habría ningún teléfono por allí.
No era necesario. La abandonada imagen de la casa demostraba pobreza y
negligencia.
Ella negó con la cabeza y se alejó, esperando que él se apercibiese de la insinuación y se fuera. Era un momento para la intimidad, y deseaba saborear cada instante. No le importaba el hecho de que cuando hubiese finalizado lo que había ido a hacer allí, ella tendría un largo paseo por delante. Por alguna razón no podía verse haciendo ese camino, no podía imaginar ningún «después». Había estado tramando su revancha durante años. A veces esa había sido la única razón que la mantuvo viva, y había llegado a pensar en «después» como pensaba en el cielo —una agradable hipótesis, pero sólo una hipótesis, no teniendo absolutamente ninguna idea en relación con la vida, como la que tenía que ser vivida.
Esperó, mirando a la casa, hasta que el sonido del vehículo se esfumó y se fundió con el zumbido de los insectos en el atardecer veraniego. Luego, dejando la maleta que había traído en el polvo del camino, anduvo el sendero y subió los peldaños de la entrada. Su mano tanteó en busca del pomo de la puerta, finalmente lo encontró un pie más bajo de donde su memoria lo tenía emplazado. Era duro ver la casa como estaba ahora, cuando lo que fue había sido mucho más real e importante.
El interior lucía algo mejor que el exterior. Él debía de haber pagado a alguien para que entrase y limpiase la casa de vez en cuando. Quizás había estado planeando regresar para una visita, antes de que esa última enfermedad le hubiese hecho imposible el pensamiento de desplazarse más allá de unas pocas manzanas.
Se paró en el recibidor, mirando a través del arco a la sala de estar. No había pensado que esa parte de su idea iba a resultar tan difícil. Cuando partieron, hacía 25 años, no se había llevado nada que no se pudiese llevar en las maletas. De poder ignorar el dolor y que era algo más alta, todo estaría igual a cuando solía correr a casa desde el autobús escolar para hallarlo a él aguardándola, allí en aquel gran sillón a la sombra.
—¡Papi, estás en casa!
—Hola, Sookie. ¿Cómo fue hoy la escuela?
La escuela había sido terrible, como siempre, primero porque los había separado y segundo porque los profesores y los otros niños eran extraños y escandalosos, y a menudo hostiles. La gentil dulzura de su padre no la había preparado para nada de eso. Se le mofaban de sus diferencias. Peor, ellos decían cosas crueles acerca de él porque no trabajaba como otros padres y permanecía en casa para cuidarla, viviendo de la herencia de la madre.
—Papi, hoy se han reído de mí.
Casi había tenido miedo de decírselo, temerosa de que se riese él también. Pero entonces extendió sus brazos para auparla sobre sus rodillas y ella supo que en ese lugar estaban a salvo de burlas, protegida por su amor.
—Ahora, ¿quién se reirá de mi Sookie?
—Estábamos estudiando el Middle East y la señorita Fredericks me dijo que leyese parte de la lección. Tú sabes esas cosas, ¿ellos provocaban incendios?
Él pensó unos instantes.
—Braziers.
—Sí, eso es. Bien.
La mujer sacudió la cabeza y abrió los ojos, alejando los recuerdos.
El no está aquí ahora. Está en el hospital y se está muriendo, Esto es lo más divertido. El áspero sonido de su propia voz la asustó.
Se giró para cerrar la puerta de la calle y mientras lo hacía captó un reflejo de aquel odiado rostro en el espejo. Rayos de sol relucían en el cabello rubio platino de ella. Había dejado de teñírselo años atrás. De todas formas no habría atraído a nadie.
¿Por qué? ¿No eres tú Sookie Nichols? Vi a tu padre en la televisión la otra noche. No había reído tanto en años. ¡Ese hombre es un genio!
Este lugar no tiene buenos recuerdos para ella ahora. Él lo había arruinado todo. Ella deseaba realizar lo que había ido a hacer allí, entonces podría irse adonde no tuviese que verlo nunca más.
Moviéndose con lentitud para no agravar el dolor, se fue hacia el interior, pasó por el recibidor y a través de la cocina. En el soportal que comunicaba la casa con el taller donde nunca se le había permitido entrar, encontró algunos troncos y el hacha que su padre usaba para partirlos. Hizo dos viajes, no sólo porque el doctor le había prevenido contra los esfuerzos. Lo había planeado todo durante mucho tiempo. No iba a permitir que se le precipitasen los momentos finales.
Cuando volvió a por el hacha, vaciló unos instantes ante la puerta del taller. El lugar le había fascinado de niña. Deliciosas sorpresas habían salido de allí — muñecas que golpeaban tambores de madera, un scooter, una flota de botes, una casa de muñecas con un mobiliario que podía haber sido confeccionado por duendes. Ella solía fastidiarlo o adularlo para que le dejase echar una ojeada dentro; seguro que había algún tipo de magia dentro de aquellas paredes.
Abandonó sin esfuerzo el marco de la puerta, despectiva ante los deslucidos secretos del taller. Prendió un fuego en la enorme chimenea de la sala. La madera estaba tan seca que prendió a la primera. Mientras lo hacía, fue invadida por una sensación de premura. Él estaba muy lejos, en un hospital, casi en estado de coma, pero podía recuperarse y preguntar por Sookie. Y de hacerlo averiguaría lo que estaba haciendo, enviaría a alguien tras ella para detenerla. Corrió afuera en busca de la maleta y para asegurarse de que no había nadie subiendo por la carretera desde la ciudad. Por el momento la carretera estaba vacía. Mas ¿por cuánto tiempo continuaría así? ¿Por cuánto tiempo debería ella hacer lo que tenía que hacer?
El corazón le golpeaba intranquilo en el pecho. Siempre le sucedía en momentos como ése. El especialista decía que no era un problema orgánico, pero ¿cómo lo sabía? ¿Cómo podía nadie saber eso sin ninguna posibilidad de error?
Hubo tiempos —cuando su marido la abandonase, cuando su hijo fue arrestado—, tiempos en los que se había preguntado si era ella, también, un producto del taller mágico de su padre, si tenía un corazón o no. Se sentía irreal, manipulada por fuerzas externas pero que no la afectaban profundamente. De alguna manera agradecía la intranquilidad, como una prueba.
Dejó la maleta en la sala, se arrodilló a su lado para abrir los seguros. Le temblaban las manos. Tenía que detenerse un momento para serenarse. Esa era la parte más ardua. Pensó en lanzarla al fuego sin abrir, pero de hacerlo nunca podría estar segura de que Sookie no regresaría para obsesionarla.
No, tenía que hacerlo de la forma correcta. Tenía que ser fuerte. Tenía que ignorar el leve dolor que palpitaba en su pecho.
El cambio había empezado con Alfred. Dumb Alfred con la nariz gruesa, sonrisa necia y el cabello pintado. La magia de papi había estado en sus manos —sólo en sus manos, entonces— y con Alfred siempre había podido ver sus labios moverse. Había hecho a Alfred como una sorpresa de cumpleaños, aprendiendo ventriloquismo por sí mismo en los libros. Había estado encantado con su propio regalo. Pero entonces era ya lo bastante mayor como para sentirse protectora de ese gentil niño-hombre. Nunca se lo había dicho.
Quizá debería haberlo hecho. A lo mejor todo habría acabado allí.
Ella recordaba un día de febrero en el que había llegado a casa ansiosa por hablarle de las fiestas y de los adornos; una tarjeta anónima, de enamorado, había sido depositada sobre su escritorio. Al principio —¿había sido la primera o simplemente se lo parecía?—, él no prestó atención, estaba demasiado impaciente por subirla a su regazo. Se hallaba excitado por algún secreto propio.
—He hecho una hermana para Alfred. He trabajado en ella durante meses para conseguir hacerla. No puedo aguardar más para mostrártela. Siéntate aquí.
La empujó al pie de la silla, y corrió a través del recibidor hacia el taller.
Era molesto pero no dañino —no demasiado—. Estaba siempre excitado cuando tenía una nueva sorpresa para mostrarle. Pero entonces la trajo, a ella, a la otra.
Fue un shock el verse su propia cara tallada en un trozo de madera, los mismos ojos azules con lo que él definió como un toque élfico, la nariz breve, e incluso con un mechón de pelo auténtico, rubio platino como el suyo propio. Luego se sentó y puso la muñeca sobre sus rodillas —en su sitio—, le giró la cabeza y la observó.
—Hola. Me llamo Sookie.
Sus labios se movieron.
No era su nombre, no el auténtico, únicamente era uno de los apodos cariñosos con los que él la llamaba. Esto lo empeoró, el que no pudiera descartar un nombre cariñoso. Su cara. Su sitio próximo a él.
Intentó llorar, pero no pudo pues tenía un peso en el pecho que le impedía respirar. Él vio sus lágrimas a punto de desbordarse de sus ojos y apartó la muñeca, la tomó y le dijo:
—Encanto, ¿por qué estás tan disgustada? Mira. La hice porque te quiero mucho.
Anonadada por la enormidad de su traición, no pudo hablar. Intentó con esfuerzo creerse lo que le estaba diciendo. Ella quería creerle puesto que no creerlo significaría que lo más importante de su vida había sido una mentira.
—Las niñas pequeñas tienen que crecer, y así puedo conservar una parte de tí, siendo pequeña, para siempre; acércate.
Una insinuación de risa jocosa en su voz. ¿Siempre había permanecido allí? ¿Fue tan sencillo la primera vez que lo oyó?
Intentó creérselo, pretendiéndolo, forzó una sonrisa y notó como se congestionaba su rostro cuando él tomó de nuevo la muñeca y reanudó su estúpido jueguecito. Algo le había sido robado y algo muy distinto había tomado su lugar. Dolor.
Aflojó los cordeles y sacó a Sookie de la caja. Sus labios se crisparon con disgusto. La muñeca no parecía viva sin la magia de su papi para animarla. Le colgaban los labios y las juntas crujían. Ahora se parecía más a un trasgo que a un ser humano, pero parte de la culpa la podía tener la edad. Veinticinco años era mucho tiempo para algo hecho de madera, para algo que había sido llevado alrededor del mundo y tratado tan duramente.
Él había encontrado un nuevo oficio con Sookie. O sería más acertado decir que él había encontrado un oficio, porque nadie excepto una niña podría pensar que ser simplemente padre podía ser una ocupación para un hombre. Al principio fue algo que él hizo para sorprenderla —o más bien a él mismo, ya que ella se lo tomó muy mal. Así debía de ser un hobby, un entretenimiento para los picnics en la iglesia y para las actividades navideñas de la escuela. Más tarde descubrió que la gente quería pagarle para que trabajase en teatros, y luego en la televisión.
En aquel entonces ella difícilmente se preocupaba por ello. Finalmente le había visto ante audiencias y sus sentimientos para con él no pudieron ser ya los mismos. Era un giro curioso. Sookie lo había manipulado, haciéndole mostrar cuáles eran sus sentimientos con la hija de su propia carne y de su misma sangre.
¿Carne y sangre? ¿De verdad? Debía ser cierto. ¿Podía un trozo de madera sentir ese tipo de dolor?
Alcanzó el hacha, liberando su furia, sintiéndola crecer desde el oprimido nudo que había conservado todos esos años en su interior. El se estaba muriendo, sin ninguna ayuda. Esta vez no podría detenerla.
Al primer golpe, el primer hueso se astilló al golpear la odiada carne, y ella estaba de nuevo allí en el teatro, la primera vez que ella había podido contener sus nervios para poder verlo ante los espectadores. Le crecieron alas.
El dolor le hacía encogerse cada vez que levantaba los brazos, pero no podía contenerse.
Lo vio sentado, poniendo a Sookie sobre sus rodillas, y alisándole el vestido. Descendió el telón. La audiencia aplaudió. Papi sonreía y Sookie sonreía —por supuesto, ella sonreía. Su expresión era permanente, pintada. ¿Cómo podía decir la gente que parecía una niña de verdad?
Un fragmento azul rodó por el suelo.
—¡Hola, papi!
—Hola, Sookie. ¿Cómo fue hoy la escuela?
Trozos de cabello rubio volaron como plumas. Ella vislumbró la maldad en esa sonrisa, la insinuación de una sonrisa reprimida. Él hizo hablar al mudo. Sonó incluso como una niña de verdad, con su risa cantarina. Pero le hada decir cosas estúpidas.
El dolor, el agudo dolor rojo en el pecho.
Provocan incendios...
Pareció que él pensaba por un instante.
—Tú quieres decir braziers.
—Creo que sí —dijo el mudo—. Pero creía que hablabas de sostenes.
Las risas fueron simplemente una ola posterior. No fue una explosión, una aguda explosión roja. Cómo se había reído...
«Reído.»
Cómo se debía de haber reído él a cuenta de ella; secretamente, cuando se sentaba sobre sus rodillas y le contaba sus problemas infantiles. Cómo la debía de haber odiado, censurándole que lo requiriese cuando él deseaba salir. Cómo mintió él más tarde.
—Cariño. Juro que no lo recuerdo. Simplemente fue algo que ideé para hacer
reír a la gente.
Sollozando, reunió los fragmentos y empezó a tirarlos al fuego. Astillas y pedazos, un dedo, una rodilla, un zapato. El pelo era lo peor. Partes de él por el suelo y por su boca. Tanto pelo. ¿De dónde habría sacado el pelo para la peluca? ¿Dónde habría encontrado el tono exacto de su propio pelo?
—Nunca me reí de ti. Te quiero. Cuando hice a Sookie, puse algo de ese amor dentro de ella, así podía tener una parte de mi propia niña cerca de mí. Ésa es la razón por la que la gente lo disfruta tanto, por el amor. Las niñas tienen que crecer.
Las llamas lamían los fragmentos cual lenguas, saboreándolos y ennegreciéndolos. El dolor en su pecho se había tornado en llamas que se extendían, lamiéndole los brazos, sus piernas, su cabeza. Había un rugido en sus oídos.
Las niñas tienen que crecer.
—Pero papi, no puedo crecer. Tú también me quitaste eso cuando hiciste a Sookie. Le diste mi cara y mi nombre. Le diste mi alma. Ésa es la razón por la que he hecho tal barbaridad. Nadie se preocupa de mí, nada hay en mi vida, sólo me quedaba esto.
Agudo, rojo, dolor ardiente.
Unos ojos muy viejos, unos ojos muy sabios y azules la miraban a través de la
cortina de llamas.
—¡Papi! ¡Papi!
Sookie no estaba segura de cuál de ellos había gritado. Ella sólo sabía que ambos se estaban muriendo.
—Señorita, ¿desea que la espere?
El no se atrevió a decir que probablemente no habría ningún teléfono por allí.
No era necesario. La abandonada imagen de la casa demostraba pobreza y
negligencia.
Ella negó con la cabeza y se alejó, esperando que él se apercibiese de la insinuación y se fuera. Era un momento para la intimidad, y deseaba saborear cada instante. No le importaba el hecho de que cuando hubiese finalizado lo que había ido a hacer allí, ella tendría un largo paseo por delante. Por alguna razón no podía verse haciendo ese camino, no podía imaginar ningún «después». Había estado tramando su revancha durante años. A veces esa había sido la única razón que la mantuvo viva, y había llegado a pensar en «después» como pensaba en el cielo —una agradable hipótesis, pero sólo una hipótesis, no teniendo absolutamente ninguna idea en relación con la vida, como la que tenía que ser vivida.
Esperó, mirando a la casa, hasta que el sonido del vehículo se esfumó y se fundió con el zumbido de los insectos en el atardecer veraniego. Luego, dejando la maleta que había traído en el polvo del camino, anduvo el sendero y subió los peldaños de la entrada. Su mano tanteó en busca del pomo de la puerta, finalmente lo encontró un pie más bajo de donde su memoria lo tenía emplazado. Era duro ver la casa como estaba ahora, cuando lo que fue había sido mucho más real e importante.
El interior lucía algo mejor que el exterior. Él debía de haber pagado a alguien para que entrase y limpiase la casa de vez en cuando. Quizás había estado planeando regresar para una visita, antes de que esa última enfermedad le hubiese hecho imposible el pensamiento de desplazarse más allá de unas pocas manzanas.
Se paró en el recibidor, mirando a través del arco a la sala de estar. No había pensado que esa parte de su idea iba a resultar tan difícil. Cuando partieron, hacía 25 años, no se había llevado nada que no se pudiese llevar en las maletas. De poder ignorar el dolor y que era algo más alta, todo estaría igual a cuando solía correr a casa desde el autobús escolar para hallarlo a él aguardándola, allí en aquel gran sillón a la sombra.
—¡Papi, estás en casa!
—Hola, Sookie. ¿Cómo fue hoy la escuela?
La escuela había sido terrible, como siempre, primero porque los había separado y segundo porque los profesores y los otros niños eran extraños y escandalosos, y a menudo hostiles. La gentil dulzura de su padre no la había preparado para nada de eso. Se le mofaban de sus diferencias. Peor, ellos decían cosas crueles acerca de él porque no trabajaba como otros padres y permanecía en casa para cuidarla, viviendo de la herencia de la madre.
—Papi, hoy se han reído de mí.
Casi había tenido miedo de decírselo, temerosa de que se riese él también. Pero entonces extendió sus brazos para auparla sobre sus rodillas y ella supo que en ese lugar estaban a salvo de burlas, protegida por su amor.
—Ahora, ¿quién se reirá de mi Sookie?
—Estábamos estudiando el Middle East y la señorita Fredericks me dijo que leyese parte de la lección. Tú sabes esas cosas, ¿ellos provocaban incendios?
Él pensó unos instantes.
—Braziers.
—Sí, eso es. Bien.
La mujer sacudió la cabeza y abrió los ojos, alejando los recuerdos.
El no está aquí ahora. Está en el hospital y se está muriendo, Esto es lo más divertido. El áspero sonido de su propia voz la asustó.
Se giró para cerrar la puerta de la calle y mientras lo hacía captó un reflejo de aquel odiado rostro en el espejo. Rayos de sol relucían en el cabello rubio platino de ella. Había dejado de teñírselo años atrás. De todas formas no habría atraído a nadie.
¿Por qué? ¿No eres tú Sookie Nichols? Vi a tu padre en la televisión la otra noche. No había reído tanto en años. ¡Ese hombre es un genio!
Este lugar no tiene buenos recuerdos para ella ahora. Él lo había arruinado todo. Ella deseaba realizar lo que había ido a hacer allí, entonces podría irse adonde no tuviese que verlo nunca más.
Moviéndose con lentitud para no agravar el dolor, se fue hacia el interior, pasó por el recibidor y a través de la cocina. En el soportal que comunicaba la casa con el taller donde nunca se le había permitido entrar, encontró algunos troncos y el hacha que su padre usaba para partirlos. Hizo dos viajes, no sólo porque el doctor le había prevenido contra los esfuerzos. Lo había planeado todo durante mucho tiempo. No iba a permitir que se le precipitasen los momentos finales.
Cuando volvió a por el hacha, vaciló unos instantes ante la puerta del taller. El lugar le había fascinado de niña. Deliciosas sorpresas habían salido de allí — muñecas que golpeaban tambores de madera, un scooter, una flota de botes, una casa de muñecas con un mobiliario que podía haber sido confeccionado por duendes. Ella solía fastidiarlo o adularlo para que le dejase echar una ojeada dentro; seguro que había algún tipo de magia dentro de aquellas paredes.
Abandonó sin esfuerzo el marco de la puerta, despectiva ante los deslucidos secretos del taller. Prendió un fuego en la enorme chimenea de la sala. La madera estaba tan seca que prendió a la primera. Mientras lo hacía, fue invadida por una sensación de premura. Él estaba muy lejos, en un hospital, casi en estado de coma, pero podía recuperarse y preguntar por Sookie. Y de hacerlo averiguaría lo que estaba haciendo, enviaría a alguien tras ella para detenerla. Corrió afuera en busca de la maleta y para asegurarse de que no había nadie subiendo por la carretera desde la ciudad. Por el momento la carretera estaba vacía. Mas ¿por cuánto tiempo continuaría así? ¿Por cuánto tiempo debería ella hacer lo que tenía que hacer?
El corazón le golpeaba intranquilo en el pecho. Siempre le sucedía en momentos como ése. El especialista decía que no era un problema orgánico, pero ¿cómo lo sabía? ¿Cómo podía nadie saber eso sin ninguna posibilidad de error?
Hubo tiempos —cuando su marido la abandonase, cuando su hijo fue arrestado—, tiempos en los que se había preguntado si era ella, también, un producto del taller mágico de su padre, si tenía un corazón o no. Se sentía irreal, manipulada por fuerzas externas pero que no la afectaban profundamente. De alguna manera agradecía la intranquilidad, como una prueba.
Dejó la maleta en la sala, se arrodilló a su lado para abrir los seguros. Le temblaban las manos. Tenía que detenerse un momento para serenarse. Esa era la parte más ardua. Pensó en lanzarla al fuego sin abrir, pero de hacerlo nunca podría estar segura de que Sookie no regresaría para obsesionarla.
No, tenía que hacerlo de la forma correcta. Tenía que ser fuerte. Tenía que ignorar el leve dolor que palpitaba en su pecho.
El cambio había empezado con Alfred. Dumb Alfred con la nariz gruesa, sonrisa necia y el cabello pintado. La magia de papi había estado en sus manos —sólo en sus manos, entonces— y con Alfred siempre había podido ver sus labios moverse. Había hecho a Alfred como una sorpresa de cumpleaños, aprendiendo ventriloquismo por sí mismo en los libros. Había estado encantado con su propio regalo. Pero entonces era ya lo bastante mayor como para sentirse protectora de ese gentil niño-hombre. Nunca se lo había dicho.
Quizá debería haberlo hecho. A lo mejor todo habría acabado allí.
Ella recordaba un día de febrero en el que había llegado a casa ansiosa por hablarle de las fiestas y de los adornos; una tarjeta anónima, de enamorado, había sido depositada sobre su escritorio. Al principio —¿había sido la primera o simplemente se lo parecía?—, él no prestó atención, estaba demasiado impaciente por subirla a su regazo. Se hallaba excitado por algún secreto propio.
—He hecho una hermana para Alfred. He trabajado en ella durante meses para conseguir hacerla. No puedo aguardar más para mostrártela. Siéntate aquí.
La empujó al pie de la silla, y corrió a través del recibidor hacia el taller.
Era molesto pero no dañino —no demasiado—. Estaba siempre excitado cuando tenía una nueva sorpresa para mostrarle. Pero entonces la trajo, a ella, a la otra.
Fue un shock el verse su propia cara tallada en un trozo de madera, los mismos ojos azules con lo que él definió como un toque élfico, la nariz breve, e incluso con un mechón de pelo auténtico, rubio platino como el suyo propio. Luego se sentó y puso la muñeca sobre sus rodillas —en su sitio—, le giró la cabeza y la observó.
—Hola. Me llamo Sookie.
Sus labios se movieron.
No era su nombre, no el auténtico, únicamente era uno de los apodos cariñosos con los que él la llamaba. Esto lo empeoró, el que no pudiera descartar un nombre cariñoso. Su cara. Su sitio próximo a él.
Intentó llorar, pero no pudo pues tenía un peso en el pecho que le impedía respirar. Él vio sus lágrimas a punto de desbordarse de sus ojos y apartó la muñeca, la tomó y le dijo:
—Encanto, ¿por qué estás tan disgustada? Mira. La hice porque te quiero mucho.
Anonadada por la enormidad de su traición, no pudo hablar. Intentó con esfuerzo creerse lo que le estaba diciendo. Ella quería creerle puesto que no creerlo significaría que lo más importante de su vida había sido una mentira.
—Las niñas pequeñas tienen que crecer, y así puedo conservar una parte de tí, siendo pequeña, para siempre; acércate.
Una insinuación de risa jocosa en su voz. ¿Siempre había permanecido allí? ¿Fue tan sencillo la primera vez que lo oyó?
Intentó creérselo, pretendiéndolo, forzó una sonrisa y notó como se congestionaba su rostro cuando él tomó de nuevo la muñeca y reanudó su estúpido jueguecito. Algo le había sido robado y algo muy distinto había tomado su lugar. Dolor.
Aflojó los cordeles y sacó a Sookie de la caja. Sus labios se crisparon con disgusto. La muñeca no parecía viva sin la magia de su papi para animarla. Le colgaban los labios y las juntas crujían. Ahora se parecía más a un trasgo que a un ser humano, pero parte de la culpa la podía tener la edad. Veinticinco años era mucho tiempo para algo hecho de madera, para algo que había sido llevado alrededor del mundo y tratado tan duramente.
Él había encontrado un nuevo oficio con Sookie. O sería más acertado decir que él había encontrado un oficio, porque nadie excepto una niña podría pensar que ser simplemente padre podía ser una ocupación para un hombre. Al principio fue algo que él hizo para sorprenderla —o más bien a él mismo, ya que ella se lo tomó muy mal. Así debía de ser un hobby, un entretenimiento para los picnics en la iglesia y para las actividades navideñas de la escuela. Más tarde descubrió que la gente quería pagarle para que trabajase en teatros, y luego en la televisión.
En aquel entonces ella difícilmente se preocupaba por ello. Finalmente le había visto ante audiencias y sus sentimientos para con él no pudieron ser ya los mismos. Era un giro curioso. Sookie lo había manipulado, haciéndole mostrar cuáles eran sus sentimientos con la hija de su propia carne y de su misma sangre.
¿Carne y sangre? ¿De verdad? Debía ser cierto. ¿Podía un trozo de madera sentir ese tipo de dolor?
Alcanzó el hacha, liberando su furia, sintiéndola crecer desde el oprimido nudo que había conservado todos esos años en su interior. El se estaba muriendo, sin ninguna ayuda. Esta vez no podría detenerla.
Al primer golpe, el primer hueso se astilló al golpear la odiada carne, y ella estaba de nuevo allí en el teatro, la primera vez que ella había podido contener sus nervios para poder verlo ante los espectadores. Le crecieron alas.
El dolor le hacía encogerse cada vez que levantaba los brazos, pero no podía contenerse.
Lo vio sentado, poniendo a Sookie sobre sus rodillas, y alisándole el vestido. Descendió el telón. La audiencia aplaudió. Papi sonreía y Sookie sonreía —por supuesto, ella sonreía. Su expresión era permanente, pintada. ¿Cómo podía decir la gente que parecía una niña de verdad?
Un fragmento azul rodó por el suelo.
—¡Hola, papi!
—Hola, Sookie. ¿Cómo fue hoy la escuela?
Trozos de cabello rubio volaron como plumas. Ella vislumbró la maldad en esa sonrisa, la insinuación de una sonrisa reprimida. Él hizo hablar al mudo. Sonó incluso como una niña de verdad, con su risa cantarina. Pero le hada decir cosas estúpidas.
El dolor, el agudo dolor rojo en el pecho.
Provocan incendios...
Pareció que él pensaba por un instante.
—Tú quieres decir braziers.
—Creo que sí —dijo el mudo—. Pero creía que hablabas de sostenes.
Las risas fueron simplemente una ola posterior. No fue una explosión, una aguda explosión roja. Cómo se había reído...
«Reído.»
Cómo se debía de haber reído él a cuenta de ella; secretamente, cuando se sentaba sobre sus rodillas y le contaba sus problemas infantiles. Cómo la debía de haber odiado, censurándole que lo requiriese cuando él deseaba salir. Cómo mintió él más tarde.
—Cariño. Juro que no lo recuerdo. Simplemente fue algo que ideé para hacer
reír a la gente.
Sollozando, reunió los fragmentos y empezó a tirarlos al fuego. Astillas y pedazos, un dedo, una rodilla, un zapato. El pelo era lo peor. Partes de él por el suelo y por su boca. Tanto pelo. ¿De dónde habría sacado el pelo para la peluca? ¿Dónde habría encontrado el tono exacto de su propio pelo?
—Nunca me reí de ti. Te quiero. Cuando hice a Sookie, puse algo de ese amor dentro de ella, así podía tener una parte de mi propia niña cerca de mí. Ésa es la razón por la que la gente lo disfruta tanto, por el amor. Las niñas tienen que crecer.
Las llamas lamían los fragmentos cual lenguas, saboreándolos y ennegreciéndolos. El dolor en su pecho se había tornado en llamas que se extendían, lamiéndole los brazos, sus piernas, su cabeza. Había un rugido en sus oídos.
Las niñas tienen que crecer.
—Pero papi, no puedo crecer. Tú también me quitaste eso cuando hiciste a Sookie. Le diste mi cara y mi nombre. Le diste mi alma. Ésa es la razón por la que he hecho tal barbaridad. Nadie se preocupa de mí, nada hay en mi vida, sólo me quedaba esto.
Agudo, rojo, dolor ardiente.
Unos ojos muy viejos, unos ojos muy sabios y azules la miraban a través de la
cortina de llamas.
—¡Papi! ¡Papi!
Sookie no estaba segura de cuál de ellos había gritado. Ella sólo sabía que ambos se estaban muriendo.
FIN
(imágen de elnoctambulo.wordpress.com)
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