No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El diablo enamorado

 De Jacques Cazzote 

(Fragmento)


I

A los veinticinco años yo era capitán de los guardias del rey de Nápoles. Llevábamos una vida de camaradería y como jóvenes que éramos, nos dedicábamos a las mujeres y al juego en la medida en que lo permitía nuestra bolsa, y filosofábamos en los cuarteles cuando no nos quedaba otro recurso.

Una noche después de habernos agotado en razonamientos de toda índole alrededor de un pequeño frasco de vino de Chipre y algunas castañas secas, la conversación recayó sobre la cábala y los cabalistas.

Uno de nosotros pretendía que era una ciencia real y cuyas operaciones eran seguras; cuatro de los más jóvenes sostenían que era un montón de absurdos, una fuente, de picardías propias para engañar a las gentes crédulas y divertir a los niños. El mayor de todos nosotros, flamenco de origen, fumaba una pipa con aire distraído y no decía palabra. Su aspecto frío y su distracción me servían de espectáculo a través de aqu el discordante guirigay que nos aturdía y me impedía tomar parte en una charla demasiado desordenada como para que pudiese interesarme.

Estábamos en el cuarto del fumador; la noche avanzaba. La tertulia se disolvió y nos quedamos solos nuestro hombre y yo.

Continuó fumando flemáticamente; yo me quedé apoyado con los codos sobre la mesa, sin decir nada. Finalmente, fue él quien rompió el silencio.

«Joven –me dijo–, acabáis de oír mucho ruido. ¿Por qué os habéis mantenido al margen de la barahúnda?

–Prefiero callarme –le respondí– antes que aprobar o censurar algo que no conozco. Ni siquiera sé lo que, quiere decir la palabra cábala.

–Tiene varios significados –me dijo–, pero no se trata de ellos, sino de la cosa en sí. ¿Creéis que pueda existir una ciencia que enseñe a transformar los metales y a reducir a los espíritus bajo vuestra obediencia?

–Nada conozco de los espíritus, comenzando por el mío, salvo que estoy seguro de su existencia. En cuanto a los metales, sé el valor de, un carlín en el juego, en la posada y en otros lugares, y nada puedo afirmar ni negar acerca de la esencia de unos y otros, de las modificaciones e impresiones de que son susceptibles.

–Mi joven amigo, mucho me complace vuestra ignorancia; es tan valiosa como la doctrina de los demás: al menos no vivís en el error y, si bien no estáis instruido, sois susceptible de estarlo. Vuestro natural, la franqueza de vuestro carácter, la rectitud de vuestro espíritu, me agradan. Sé algo más que el común de los mortales; juradme el mayor secreto empeñando vuestra palabra de honor, prometed conduciros con prudencia y seréis mi discípulo.

–El ofrecimiento que me hacéis, mi querido Soberano , me resulta muy agradable. La curiosidad es mi pasión más fuerte. Os confesaré que, por naturaleza,me han despertado poco interés los conocimientos ordinarios; siempre me han parecido demasiado limitados, y he adivinado esa esfera elevada a la que queréis ayudarme a subir. Pero, ¿cuál es la primera clave de la ciencia a que os referís? Según lo que decían nuestros compañeros en la discusión, son los propios espíritus quienes nos instruyen. ¿Es posible relacionarse con ellos?.

–Vos lo habéis dicho, Alvaro: nada aprenderíamos por nosotros mismos. En cuanto a la posibilidad de nuestras relaciones con ellos, voy a daros una prueba que no admite réplica.»

Mientras decía estas palabras, daba fin a su pipa. La golpea tres veces para hacer salir un poco de ceniza que quedaba en el fondo, la coloca sobre la mesa, bastante cerca de mí, y alza la voz, diciendo: «Calderón, ven a buscar mi pipa, enciéndemela y tráemela de nuevo.»

Apenas terminaba el mandato cuando vi desaparecer la pipa; y, antes de que hubiese podido razonar sobre los medios, ni preguntar quién era ese Calderón encargado de sus órdenes, la pipa encendida había regresado y mi interlocutor había reemprendido su ocupación.

Continuó en ella por algún tiempo, menos para saborear el tabaco que para disfrutar de la sorpresa que me ocasionaba. Luego, levantándose, dijo: «Entro de guardia al amanecer; debo descansar. Id a acostaros; sed prudente y volveremos a vernos.»

Me retiré lleno de curiosidad y hambriento de las ideas nuevas que muy pronto colmarían mi espíritu con la ayuda del Soberano. Lo vi al otro día, y los siguientes: no tuve otra pasión; me convertí en su sombra.

Le hacía mil preguntas; él eludía unas y respondía a otras con un tono de oráculo. Finalmente, lo urgí sobre el asunto de la religión de sus iguales. «Es –me respondió– la religión natural.»

Entramos en algunos detalles. Sus decisiones cuadraban mejor con mis inclinaciones que con mis principios, pero quería llegar a mi objetivo y no debía contrariarlo.

«Mandáis a los espíritus –le decía–. Quiero, como vos, tener trato con ellos. Lo quiero. ¡Lo quiero!

–Sois impulsivo, compañero. Aún no habéis superado vuestro tiempo de prueba; no habéis satisfecho ninguna de las condiciones bajo las cuales se puede abordar sin temor esa sublime categoría.

–¿Y me falta mucho tiempo?

–Quizá dos años.

–Abandono este proyecto –exclamé–. Moriría de impaciencia en el intervalo. Sois cruel, Soberano. No podéis concebir la violencia del deseo que habéis creado en mí: me quema...

–Joven, os creía más prudente, me hacéis temblar, por vos y por mí. ¿Os expondríais acaso a evocar a los espíritus sin ninguna de las preparaciones...?

–¿Y qué podría sucederme?

–No digo que necesariamente os suceda algo malo. Si tienen poder sobre nosotros es porque nuestra

debilidad, nuestra pusilanimidad, se lo otorga; en el fondo, hemos nacido para mandarlos.

–¡Ah! ¡Los mandaré!

–Sí, tenéis un corazón ardiente. Pero si perdéis la cabeza, si os asustan hasta el punto de que...

–Si basta con no temerlos, no les será fácil asustarme.

–¿Y si vierais al Diablo?

–Le tiraría de las orejas al gran Diablo del infierno.

–¡Bravo! Si estáis tan seguro de vos, podéis arriesgaros, y os prometo mi asistencia. El viernes próximo os invito a cenar con dos de los nuestros. Llevaremos a cabo la aventura.»


El arrancacorazones

 De Boris Vian  

1 

28 de agosto 

El camino seguía el borde del acantilado. A ambos lados crecían calaminas en flor y liosas ya marchitas, con los pétalos ennegrecidos esparcidos por el suelo. Unos insectos puntiagudos habían perforado la tierra con millares de pequeños agujeros; bajo los pies, era como una esponja muerta de frío. 

Jacquemort avanzaba sin prisas, contemplando cómo el corazón rojo oscuro de las calaminas latía bajo la luz del sol. A cada pálpito se elevaba una nube de polen, que volvía a caer en seguida sobre las hojas agitadas por un lento temblor. Las abejas, distraídas, se tomaban un descanso. 

Del pie del acantilado se elevaba el rumor ronco y suave de las olas. Jacquemort se detuvo y se inclinó sobre el estrecho reborde que lo separaba del vacío. Abajo, al fondo del abismo, todo estaba muy lejos, y en los huecos de las rocas la espuma temblaba como gelatina en verano. Olía a algas calcinadas. Presa de vértigo, Jacquemort se arrodilló en la hierba terrosa del estío, apoyó en el suelo sus dos manos extendidas y, al hacer este gesto, se encontró con cagarrutas de cabra de contornos extrañamente irregulares, lo que le permitió llegar a la conclusión de que entre estos animales se encontraba un cabrón de Sodoma, especie que hasta el momento había creído extinguida. 

Ahora ya no tenía tanto miedo, y se atrevió a inclinarse de nuevo sobre el acantilado. Los enormes paredones de roca roja se hundían verticalmente en el agua poco profunda y resurgían casi de inmediato para formar el acantilado rojo en cuya cresta Jacquemort, de rodillas, se asomaba. 

Arrecifes negros, lubricados por la resaca y coronados de un anillo de vapor, emergían aquí y allí. El sol corroía la superficie del mar y la ensuciaba con pintadas obscenas. 

Jacquemort se incorporó, reemprendió la marcha. Había una curva en el camino. A la izquierda vio helechos ya teñidos de orín y brezos en flor. Sobre las rocas desnudas brillaban los cristales de sal que depositaba la marea. El terreno, hacia el interior, se elevaba en una escarpada pendiente. El camino contorneaba enormes masas de granito negro, y lo jalonaban de vez en cuando nuevas cagarrutas de cabra. De cabra, ni una. Los aduaneros las mataban, por las cagarrutas. 

Apresuró el paso, y de pronto se encontró en la sombra, puesto que los rayos del sol ya no alcanzaban a seguirlo. Aliviado por el frescor, aceleró aún más la marcha. Y las flores de calamina pasaban ante sus ojos como una cinta de fuego continuo. 

Se dio cuenta, a la vista de ciertos indicios, de que se estaba acercando, y tuvo buen cuidado en alisarse la barba roja y puntiaguda. Tras lo cual reemprendió alegremente el camino. Por un instante, pudo ver la casa entera, entre dos pilones de granito, tallados por la erosión en forma de pirulí, que parecían pilares de una gigantesca poterna. Pero volvió a perderla de vista al primer recodo. Estaba situada bastante lejos del acantilado, muy en alto. Y luego, cuando hubo pasado entre los dos bloques sombríos, se le descubrió otra vez por completo, muy blanca, rodeada de árboles insólitos. Del portón arrancaba una línea blanquecina que serpenteaba perezosamente ladera abajo y al final desembocaba en el camino. Jacquemort se encaminó en esa dirección. Ya a punto de coronar la cuesta, echó a correr al escuchar los gritos. 

Desde el pórtico abierto de par en par a la escalera, una mano previsora había tendido una cinta de seda roja. La cinta subía por la escalera y terminaba en la habitación. Jacquemort la siguió. La madre descansaba en su cama, presa de los ciento trece dolores del parto. Jacquemort soltó su maletín de cuero, se subió las mangas y se enjabonó las manos en una pileta de lava en bruto.


Solo en su habitación, Angel se extrañaba de no estar sufriendo. Oía los gemidos de su mujer en la habitación de al lado, pero no podía ir y cogerle las manos, porque ella lo habría amenazado con su revólver. Prefería seguir gritando sola, porque odiaba su barriga enorme y no quería que la viera nadie en este estado. Hacía dos meses que Angel esperaba, solo, a que todo terminara; se distraía meditando sobre cuestiones sin la menor importancia. Se dedicaba también con bastante frecuencia a dar vueltas por la habitación, pues se había enterado leyendo reportajes de que los prisioneros dan vueltas como los animales enjaulados; pero ¿de qué animales se trataba? Dormía y procuraba dormir pensando en el culo de su mujer, ya que, visto el estado del vientre, prefería pensar en ella de espaldas. Una de cada dos noches, se despertaba sobresaltado. En términos generales, el mal estaba hecho, lo que no tenía nada de satisfactorio. 

Los pasos de Jacquemort resonaron por la escalera. Al mismo tiempo cesaron los gritos de su mujer, y Angel quedó estupefacto. Acercándose sigilosamente a la puerta, intentó ver algo, pero se lo impedía el pie de la cama, y, pese a que torció dolorosamente el ojo derecho, no obtuvo resultados apreciables. Se enderezó y alargó el oído, a nadie en particular. 

Sin novedad en el frente

 de Erich Maria Remarque

(Fragmento)

CAPÍTULO PRIMERO

 

Nos encontramos en la retaguardia, a nueve kilómetros del frente. Ayer nos relevaron. Ahora tenemos el estómago lleno de judías con carne de buey, estamos saciados y satisfechos. Incluso han sobrado para esta noche y cada uno de nosotros ha podido llenar su fiambrera para la cena. Además hay doble ra- ción de salchicha y de pan. Esto va bien. Hacía mucho tiempo que no se había presentado un caso como éste; el furriel, con su cara roja como un tomate, viene en persona a ofrecernos la comida. Llama con una seña a todos los que pasan y les sirve una buena ración. Casi está desesperado pues no sabe cómo vaciar de rancho su caldera. Tjaden y Müller han encontrado un par de baldes y se los han hecho llenar hasta los topes, como reserva. Tjaden lo hace por gula, Müller por precaución. Nadie puede explicarse dónde diablos mete Tjaden tanta comida. El sigue, como siempre, más seco que un arenque prensado.


Pero lo mejor es que también hemos tenido doble ración de tabaco. Diez cigarros, veinte cigarrillos y dos pastillas para mas- car, a cada uno. Es una cantidad muy razonable. He cambiado mis pastillas por los cigarrillos de Katczinsky, con lo que ahora tengo cuarenta. Suficientes para un día.

Si he de decir la verdad, no nos estaban destinadas tantas provisiones. Los prusianos no son tan espléndidos. Todo lo debemos a un simple error.


Hace quince días que nos hicieron ir a la primera línea, a re- levar. Nuestro sector estaba bastante en calma y, por esto, el furriel recibió para el día de nuestra vuelta la cantidad habitual de provisiones, y había preparado lo necesario para los ciento cincuenta hombres de nuestra compañía. Pero, sin embargo, el último día precisamente, con gran sorpresa por nuestra parte, la artillería pesada inglesa hizo de las suyas sin parar, ametrallando sin descanso nuestra posición, y causándonos tantas bajas que sólo regresamos ochenta hombres.


Volvimos por la noche y nos acostamos en seguida para poder, por fin, descabezar un buen sueño; Kat tiene razón; al fin y al cabo no sería tan desagradable la guerra si pudiésemos dormir un poco más. En primera línea casi no nos es posible y los turnos de quince días se hacen muy largos.


Era ya mediodía cuando los primeros de nosotros salimos, agachados, de las barracas. Media hora más tarde cada uno había cogido ya la fiambrera y nos apiñábamos en torno de su majestad la manduca que, por cierto, despedía un olor fuerte y apetitoso. Delante, como es natural, estaban los más hambrientos: Albert, el más pequeño y también el que tiene las ideas más claras de todos nosotros, cosa que, por cierto, sólo le ha permitido llegar, con mucho esfuerzo, a soldado de primera; Müller, que todavía arrastra por todas partes sus libros de texto y sueña en unos utópicos exámenes (incluso en medio de un bombardeo se abstrae pensando en sus teoremas de física); Leer, que lleva una enorme barba y siente una gran predilección por las mujeres de los prostíbulos para oficiales, jura y vuelve a jurar, refiriéndose a ellas que, por orden de la Comandancia General, están obligadas a llevar camisas de seda y que, para los clientes que sobrepasen el grado de capitán, deben tomar antes un baño. El cuarto soy yo, Pablo Baümer. Los cuatro tenemos diecinueve años, los cuatro hemos salido de la misma clase para ir a la guerra.


Inmediatamente detrás de nosotros están situados nuestros amigos. Tjaden, un cerrajero delgadísimo que tiene nuestra misma edad, el mayor goloso de la compañía. Se sienta a comer seco como un espárrago y se levanta más hinchado que una pulga preñada; Haie Westhus, de la misma edad, un minero que puede, con toda facilidad, meter un pan de munición en su puño y cerrándolo preguntaros: «¿Sabes lo que tengo aquí dentro?»; Detering, un campesino que sólo piensa en su alquería y en su mujer; finalmente, Estanislao Katczinsky, el jefe de nuestro grupo, pícaro, tenaz, desprendido, con cuarenta años, cara terrosa, los hombros caídos y un magnífico olfato para oler el peligro, la buena comida y los escondrijos más seguros.


Circe

 de Madeline Miller

(Fragmento)

1



Cuando nací, no había palabra para lo que yo era. Me llamaron ninfa, suponiendo que sería como mi madre, mis tías y mil primas. Las últimas de las diosas menores: nuestros poderes eran tan modestos que apenas nos garantizaban la eternidad. Hablábamos con los peces y alimentábamos a las flores, extraíamos agua de las nubes y sal de las olas. Esa palabra, ninfa, marcaba el alcance y la envergadura de nuestros futuros. En nuestra lengua no solo significa ‘diosa’, sino también ‘novia’.

Mi madre era una de ellas, una náyade, guardiana de manantiales y ríos. Llamó la atención de mi padre cuando este vino a visitar los aposentos de su padre, Océano. En aquellos días, Helios y Océano frecuentaban mutuamente sus mesas. Eran primos, y de igual edad, aunque no lo parecía. Mi padre refulgía como el bronce recién fraguado, mientras que Océano había nacido con los ojos llorosos y una barba blanca que le llegaba al regazo. Sin embargo, ambos eran titanes y preferían su mutua compañía a la de aquellos extravagantes dioses nuevos del Olimpo que no habían visto la creación del mundo.

El palacio de Océano era una maravilla, incrustado en lo hondo de la roca terrestre. Sus salones de elevados arcos estaban recubiertos de oro; sus suelos de piedra, pulidos por siglos de pisadas divinas. En cada estancia se oía el leve rumor del río de Océano, fuente de todas las aguas dulces del mundo, tan oscuro que era imposible distinguir dónde terminaba el río y empezaba el lecho rocoso. En sus orillas crecían hierba y flores de un gris suave, y también los innúmeros hijos de Océano: náyades, ninfas y dioses de los ríos. Esbeltos y relucientes como nutrias, riendo con sus rostros esplendorosos en la penumbra, se pasaban copas de oro entre sí y luchaban en amorosos juegos. Y en medio de ellos, eclipsando toda aquella nívea belleza, se sentaba mi madre.

Su cabello era de un castaño cálido, cada mechón tan lustroso que parecía iluminado desde dentro. Debió sentir la


mirada de mi padre, ardiente como las llamaradas de una hoguera. La veo colocarse el vestido, buscando el pliegue exacto sobre sus hombros. La veo sumergir los dedos, relucientes, en el agua. La he visto hacer esos trucos mil veces. Mi padre siempre se dejaba seducir por ellos. Creía que el orden natural del mundo era complacerlo a él.

—¿Quién es esa? —le preguntó mi padre a Océano.

Océano ya tenía muchos nietos con los ojos dorados de mi padre, y le alegró la idea de tener más.

—Mi hija Perse. Es tuya, si la quieres.

Al día siguiente, mi padre la encontró junto a su manantial, en el mundo terrenal. Era un lugar hermoso, repleto de narcisos de pesada cabeza, con un dosel de ramas de roble. No había fango, ni ranas viscosas, solo impolutos cantos rodados que daban paso a la hierba. Incluso mi padre, a quien no le interesaban nada las artes de las ninfas, lo admiró.

Mi madre sabía que vendría. Era frágil pero astuta, con la mente de una anguila de dientes afilados. Veía por dónde discurría el camino hacia el poder para las de su clase, y no era por los bastardos ni por los revolcones a la orilla del río. Cuando se plantó ante ella, en toda su gloria, se rio de él.

¿Acostarme contigo? ¿Por qué habría de hacer tal cosa?

Mi padre, por supuesto, podría haber tomado por la fuerza lo que deseaba. Pero Helios presumía de que todas las mujeres estaban deseando yacer con él, esclavas y deidades por igual. Sus altares humeaban con las pruebas de ello: ofrendas de madres con grandes barrigas y felices adulterinos.

—Será matrimonio —le dijo ella— o nada. Y si es matrimonio, puedes estar seguro: podrás yacer con las muchachas que quieras en los campos, pero no traerás a ninguna a casa, pues solo yo seré quien mande en tu palacio.

Condiciones, restricciones. Era algo novedoso para mi padre, y nada les gusta más a los dioses que la novedad.

—Trato hecho —le dijo, y le dio un collar para cerrarlo, un collar que había creado con cuentas del más raro ámbar. Después, cuando yo nací, le dio un segundo collar, y otro por


cada uno de mis tres hermanos. No sé qué suponía un tesoro mayor para ella: si las luminosas cuentas o la envidia de sus hermanas cuando las lucía. Creo que habría seguido coleccionándolas por toda la eternidad, hasta que pesasen sobre su cuello como un yugo sobre el de un buey, si los  dioses superiores no la hubiesen detenido. Para entonces habían descubierto qué éramos nosotros cuatro. Puedes tener más hijos, le dijeron, pero no con él. Pero otros maridos no regalaban cuentas de ámbar. Fue la única vez que la vi llorar.

Cuando nací, una tía —os ahorraré su nombre porque mi historia está llena de tías— me lavó y me envolvió. Otra atendió a mi madre, repasando el rojo de sus labios, cepillando su cabello con peines de marfil. Una tercera abrió la puerta para dejar pasar a mi padre.

—Es una niña —le dijo mi madre, arrugando la nariz.

Pero a mi padre no le importaba tener hijas, que eran de temperamento dulce y doradas como el primer zumo de las olivas. Hombres y dioses estaban dispuestos a pagar muy bien la oportunidad de procrear con su estirpe y se decía que la de mi padre podía rivalizar con la del mismo rey de los dioses. Posó su mano sobre mi cabeza para bendecirme.

—Hará un buen matrimonio —dijo.

—¿Cómo de bueno? —quiso saber mi madre. Si podía cambiarme por algo mejor, podría ser un consuelo.

Mi padre reflexionó, toqueteando mis mechones, examinando mis ojos y el corte de mis mejillas.

—Con un príncipe, creo.

—¿Un príncipe? —dijo mi madre—. ¿No querrás decir con un mortal?

La repulsión se hizo evidente en su rostro. Una vez, de joven, pregunté cómo eran los mortales. Mi padre me dijo:

—Se podría decir que tienen la misma forma que nosotros, pero solo en igual medida en que un gusano tiene la misma forma que una ballena.


Mi madre lo había explicado con más sencillez: como sacos salvajes de carne podrida.

—Sin duda se casará con un hijo de Zeus —insistió mi madre. Ya había empezado a imaginarse en fiestas en el Olimpo, sentada a la derecha de la reina Hera.

—No. Tiene el pelo moteado como un lince. Y mira qué barbilla: demasiado afilada para resultar agradable.

Mi madre no siguió discutiendo. Como todo el mundo, conocía las historias sobre el carácter de Helios cuando se enojaba. Por dorado que brille, no olvides su fuego.

Se puso en pie. Su barriga había desaparecido, su cintura había vuelto a marcarse, sus mejillas estaban frescas y de un rosa virginal. Todas las de nuestra clase nos recuperamos rápidamente, pero ella era aún más rápida, una de las hijas de Océano que paren a sus hijos como si fuesen huevas.

—Vamos —dijo—. Hagamos una mejor.

Crecí rápido. Fui bebé cuestión de horas; niña apenas unos momentos después. Una de mis tías se quedó con nosotras, con la esperanza de granjearse el favor de mi madre, y me llamó Halcón, Circe, por mis ojos amarillos y el extraño y agudo sonido de mi llanto. Pero, cuando se dio cuenta de que mi madre no apreciaba sus servicios más de lo que apreciaba el suelo bajo sus pies, se esfumó.

—Madre —dije—, la tía se ha ido.

Mi madre no respondió. Mi padre había partido ya en su carro celestial y ella estaba trenzándose el pelo con flores, preparándose para ir, a través de los caminos secretos del agua, a unirse con sus hermanas en las orillas verdes del río. Podría haberla seguido, pero tendría que haberme sentado a los pies de mis tías mientras ellas cotilleaban sobre cosas que no me interesaban y no podía entender. Así que me quedé.

Los aposentos de mi padre eran oscuros y silenciosos. Su palacio era vecino del de Océano, enterrado en la roca, y sus muros eran de obsidiana pulida. ¿Por qué no? Podrían ser de cualquier cosa: de mármol rojo sangre traído de Egipto o de árbol de bálsamo de Arabia; mi padre solo tenía que desear


que así fuese. Pero le gustaba la forma en que la obsidiana reflejaba su luz, el modo en que su resbaladiza superficie se prendía en llamas cuando él pasaba. Por supuesto, no tenía en cuenta lo negra que era cuando él no estaba. Mi padre nunca ha podido imaginar el mundo sin su propia presencia en él.

En esas ocasiones podía hacer lo que me apeteciese: encender una antorcha y correr para ver cómo sus oscuras llamas me seguían. Echarme en el suave suelo de tierra y practicar pequeños agujeros con los dedos. No había larvas ni gusanos, aunque tampoco los conocía como para darme cuenta de su ausencia. Nada vivía en aquellas dependencias, salvo nosotros.

Cuando mi padre volvía por la noche, el suelo se erizaba como el flanco de un caballo y los agujeros que yo había hecho se deshacían. Un momento después regresaba mi madre oliendo a flores. Corría a saludarlo y él dejaba que se le colgase del cuello, aceptaba su vino y se instalaban en su gran sillón de plata. Yo iba tras sus pasos. Bienvenido a casa, Padre, bienvenido a casa.

Mientras bebía su vino, jugaba a las damas. Nadie tenía permitido jugar con él. Colocaba las fichas de piedra, giraba el tablero y las colocaba de nuevo. Mi madre empapaba su voz en miel.

—¿No vienes a la cama, mi amor?

Se giraba ante él, lentamente, exhibiendo la exuberancia de su figura como si se estuviese asando en un espetón. La mayoría de las veces él abandonaba la partida, pero en ocasiones no lo hacía, y esas eran mis favoritas, porque mi madre se iba, golpeando la puerta de mirra tras de sí.

A los pies de mi padre, el mundo entero estaba hecho de oro. La luz procedía de todas partes al mismo tiempo: de su piel amarilla, de sus ojos centelleantes, del bronce refulgente de su cabello. Su carne estaba caliente como un brasero, y yo me acercaba todo lo que él me dejaba, como un lagarto sobre una roca a mediodía. Mi tía me había dicho que algunos de los dioses menores apenas podían soportar mirarlo, pero yo era su hija, su sangre, y contemplaba su rostro durante tanto tiempo


que, cuando apartaba la mirada, seguía impreso en mi visión, brillando sobre los suelos, las relucientes paredes y las mesas con incrustaciones, hasta en mi propia piel.

—¿Qué pasaría —dije— si un mortal te viese en toda tu gloria?

—Ardería en cenizas en un segundo.

—¿Y si un mortal me viese a mí?

Mi padre sonrió. Escuché como se movían las damas, el familiar roce del mármol contra la madera.

—El mortal se consideraría afortunado.

—¿No lo quemaría?

—Por supuesto que no —dijo.

—Pero mis ojos son como los tuyos.

—No —dijo él—. Mira. —Su mirada se posó sobre un tronco que había junto a la chimenea. Se iluminó, luego se prendió en llamas y luego se derramó, convertido en cenizas, por el suelo—. Y ese es el menor de mis poderes. ¿Puedes hacer eso?

Miré fijamente aquellos troncos toda la noche. No podía.

Mi hermano nació poco después de mi hermana. No recuerdo exactamente cuánto tiempo transcurrió. Los días de los dioses caen como el agua de una catarata, y aún no había aprendido el truco mortal de contarlos. Se podría esperar que mi padre nos educase mejor al respecto; al fin y al cabo, ha visto todos los amaneceres. Pero hasta él solía referirse a mi hermano y a mi hermana como «gemelos». Y es verdad que, desde el día que nació mi hermano, estuvieron abrazados como si fueran un par de hurones. Mi padre los bendijo con un gesto de la mano.

—Tú —se dirigió a mi hermana Pasífae, tan radiante— te casarás con un inmortal hijo de Zeus.

Lo dijo con su tono profético, el mismo con el que se refería a los hechos que habrían de acontecer en el futuro. Mi madre resplandeció al oírlo, pensando en las vestimentas que llevaría en los festejos que celebraría Zeus.


—Y en tu caso —le dijo a mi hermano, con su voz habitual, resonante y clara como una mañana de verano—, todo hijo es reflejo de su madre.

Estas palabras complacieron a mi madre, tanto que interpretó que con ellas le estaba dando permiso para ponerle nombre. Y lo llamó Perses, a partir de su propio nombre.

Ambos eran perspicaces y no tardaron en entender cómo funcionaban las cosas. Les encantaba mirarme con desdén tras sus garras de armiño. Sus ojos tienen el color amarillo del pis. Su voz chirría tanto como la de una lechuza. La llaman Halcón, pero deberían llamarla Cabra de lo fea que es.

Esas fueron sus primeras pullas, aún tentativas torpes, pero que irían afilándose con el transcurso de los días. Aprendí a esquivarlas, y no tardaron en encontrar víctimas más propiciatorias en los salones de Océano, entre las pequeñas náyades y los jóvenes señores de los ríos. Cuando mi madre se iba con sus hermanas, ellos la seguían y desplegaban su dominio sobre todos nuestros dóciles primos, que quedaban hipnotizados como pececillos ante las fauces de un lucio. Habían inventado un centenar de juegos con los que los atormentaban.

—Ven aquí, Melia —decían persuasivos—. Ahora la moda en el Olimpo es cortarse el pelo hasta la nuca. No vas a encontrar marido si no nos dejas cortarte el pelo.

Cuando Melia se vio esquilada como un erizo y rompió a llorar, el eco de sus carcajadas resonó en todas las cuevas.

Yo les dejaba hacer. Prefería los tranquilos salones de mi padre y pasaba todo el tiempo que podía a sus pies. Un día, quizá como recompensa, me preguntó si quería ir con él a ver su rebaño de vacas sagrado. Suponía un gran honor: significaba que podía montar en su carro de oro y ver aquellos animales, que eran la envidia de todos los dioses; cincuenta novillas del blanco más puro que le servían de deleite en el recorrido que, cada día, llevaba a cabo sobre la tierra. Me incliné sobre el enjoyado lateral del carro, contemplando maravillada cómo la tierra iba pasando por debajo: los ricos y verdes bosques, las escarpadas montañas y la inmensidad azul


del vasto océano. Me fijé por si veía mortales, pero estábamos demasiado altos para poder verlos.

El rebaño estaba en la isla de Trinakia, de abundantes pastos, al cuidado de dos de mis hermanas de padre. Cuando llegamos, mis hermanas corrieron al encuentro de mi padre y se colgaron de su cuello, entre gritos de alegría. De toda la hermosa progenie de mi padre, ellas se encontraban entre las más bellas, con esa piel y ese pelo que parecía oro fundido. Se llamaban Lampetia y Faetusa: la ‘Radiante’ y la ‘Resplandeciente’.

—¿Quién es esta que viene contigo?

—Por los ojos debe de ser hija de Perse.

—¡Claro!

Lampetia (creo que fue ella) me acarició el pelo.

—Cariño, no te preocupes por tus ojos. En absoluto. Tu madre es muy hermosa, aunque nunca haya destacado por su fuerza.

—Mis ojos son como los vuestros —dije.

—¡Qué graciosa! No, mi amor, los nuestros relucen como el fuego y nuestro pelo es como el brillo del sol en el agua.

—Haces bien en llevar el pelo recogido en una trenza — dijo Faetusa—. Así no se ven tan feos los mechones castaños. Es una pena que no puedas disimular tu voz de la misma manera.

—Podría no volver a hablar nunca más, ¿no? ¿No crees que eso funcionaría, hermana?

—Podría ser —sonrió—. ¿Vamos a ver las vacas?

Nunca había visto una vaca antes, de ningún tipo, pero no importaba: esos animales eran tan evidentemente hermosos que no necesitaban comparación. Sus pieles eran puras, como pétalos de lirio; sus ojos, amables y de largas pestañas. Sus cuernos estaban cubiertos de oro —esa era la tarea que mis hermanas tenían a su cargo— y, cuando se inclinaban para morder la hierba, sus testuces se hundían como bailarines. A la luz del atardecer, sus lomos relucían con un suave lustre.


—¡Oh! —dije—, ¿puedo tocar una?

—No —respondió mi padre.

—¿Quieres saber sus nombres? Esa es Blancacara; esa, Ojosbrillantes, y aquella, Encanto. Allí están Amorosa, Hermosa, Cuernodoro y Brillo. Esa es Encanto y esa es…

—¿Encanto no era otra? —repliqué—. Dijiste que esa de allí era Encanto. —Y señalé a la primera vaca, que rumiaba plácidamente.

Mis hermanas se miraron la una a la otra, luego a mi padre, con una sola mirada dorada, pero él contemplaba sus vacas, abstraído en su gloria.

—Te equivocas —respondieron—. Encanto es esta que hemos dicho. Esta es Brillodestrella y esa Destello y…

—¿Qué es eso? —interrumpió mi padre—. ¿Bella tiene una costra?

—¿Cómo? —En un instante mis hermanas se estaban desviviendo—. ¿Una costra? ¡Imposible! Bella, qué traviesa eres, que te has hecho daño. ¡Qué mala eres! ¡Te has hecho daño!

Me acerqué para verla: era una costra muy pequeña, más pequeña que la uña de mi dedo meñique, pero mi padre estaba que echaba humo.

—Quiero que esté solucionado para mañana.

—Claro, claro. —Mis hermanas asintieron con la cabeza—.

Lo sentimos muchísimo.

Subimos de nuevo al carro y mi padre asió las riendas rematadas en plata. Mis hermanas le besaron las manos por última vez y entonces los caballos brincaron y nos llevaron con su balanceo a través del cielo. Por entre los tenues rayos de luz comenzaban a asomar las primeras constelaciones.

Me acordé de que mi padre me había contado una vez que en la tierra había hombres a los que llamaban astrónomos cuya tarea era consignar cuándo él aparecía sobre el horizonte y cuándo desaparecía en el ocaso. Los mortales los tenían en gran estima, los tenían en palacios como consejeros de los


reyes, pero a veces mi padre se entretenía en esto o en aquello y les descuadraba todos sus cálculos. Entonces esos astrónomos eran presentados como reos ante los reyes a los que servían y ejecutados por farsantes. Mi padre sonreía al contármelo: se lo merecían, apostilló. Helios no se sometía más que a su propia voluntad, y nadie iba a decirle lo que tenía que hacer.

—Padre —dije entonces—, ¿vamos tan tarde como para matar astrónomos?

—Sí, hija —respondió, sacudiendo las tintineantes riendas. Los caballos aceleraron el paso y el mundo se iba volviendo cada vez más borroso, las sombras de la noche surgían como humo desde el borde final del mar. No quise mirar. Algo se retorcía en mi pecho, como si estuvieran estrujando un paño hasta escurrirlo. Pensaba en aquellos astrónomos. Me los imaginaba pequeños como gusanos, hundidos y encorvados.

—¡Por favor! —lloraban, arrodillados sobre sus huesudas rodillas—. No ha sido un error nuestro: ha sido el sol, que se ha retrasado.

—El sol nunca se retrasa —replicaban los reyes sentados en sus tronos—. Eso es blasfemia: ¡moriréis por ello!

Y entonces caía el filo del hacha y aquellos hombres suplicantes acababan cortados por la mitad.

—Padre —dije—, me siento rara.

—Tendrás hambre —contestó—. Se nos ha hecho tarde para el banquete. ¡Vergüenza deberían tener tus hermanas por hacernos llegar tarde!

Cené bien, pero la sensación no desapareció. Debía de tener una expresión rara en mi rostro, porque Perses y Pasífae comenzaron a soltarme pullas desde su diván.

—¿Qué te pasa? ¿Te has tragado un sapo?

—No —respondí.

Mi respuesta solo avivó sus risas. Se frotaban mutuamente las piernas, cubiertas por las túnicas como serpientes lamiéndose las escamas. Mi hermana me preguntó:


—¿Y cómo eran las novillas doradas de nuestro padre?

—Hermosas.

Perses soltó una carcajada.

—¡No se entera de nada! ¿Has visto a alguien tan tonto?

—Nunca —contestó mi hermana.

No debería haber preguntado, pero seguía inmersa en mis pensamientos, viendo aquellos cuerpos partidos en dos, esparcidos sobre los suelos de mármol.

—¿De qué no me entero?

—De que se las folla —dijo mi hermana con su perfecta cara de hurón—, por supuesto. Así es como consigue vacas nuevas. Se convierte en toro y engendra terneras con ellas, luego cocina las que se hacen viejas. Por eso todos piensan  que son inmortales.

—No hace eso.

Se rieron a carcajadas, señalando mis mejillas enrojecidas. El ruido despertó la atención de mi madre. Le encantaban las bromas de mis hermanos.

—Le contábamos a Circe lo de las vacas —le dijo mi hermano—. No lo sabía.

—¡Qué tonta es Circe! —soltó mi madre con una risa, plateada como el agua de un manantial derramándose por la roca.

Así pasaban mis años por entonces. Me gustaría poder decir que, durante toda esa época, estuve esperando para escaparme de allí, pero la verdad, me temo, es que me habría dejado llevar por la corriente, creyendo que esas estúpidas miserias eran todo lo que había, hasta el fin de los días.


El romance del bosque

 de Ann Radcliffe

(Fragmento)

CAPÍTULO I

Soy un hombre,

Tan cansado de desastres, tan maltratado por la suerte,

Que expondría mi vida a cualquier riesgo,

Con tal de enmendarla, o librarme de ella.


-Una vez que el sórdido interés se apodera del alma, congela en ella cualquier brote de sentimientos generosos y afectuosos. Pues, no menos enemigo de la virtud que del gusto, pervierte a este y aniquila a aquella. Tal vez, amigo mío, llegará un día en que la muerte hará desaparecer la avaricia, y a la justicia le será permitido recobrar sus derechos.

Tales fueron las palabras del abogado Nemours a Pierre de la Motte mientras este último entraba, hacia la media noche, en el coche que iba a alejarle de París, librándolo de sus acreedores y de la persecución de la ley. De la Motte le agradeció aquella postrera prueba de amabilidad, y la ayuda que le había prestado en su huida. Y cuando el carruaje se alejaba, pronunció un triste adiós. La melancolía del momento y lo crítico de su situación le dejaron sumido en un callado ensueño.

Cualquiera que haya leído a Guyot de Pitaval, el más fiel de cuantos escritores han consignado las actas de los tribunales legislativos de París durante el siglo diecisiete, sin duda recordará la sorprendente historia de Pierre de la Motte y del marqués Phillipe de Montalt. Pues bien: que sepan todos ellos que el personaje aquí presentado es el propio Pierre de la Motte.

Mientras Madame de la Motte asomaba por la ventanilla del carruaje y echaba una última ojeada a las murallas de París, ese París que fue escenario de su pasada felicidad y morada de numerosos amigos suyos, la entereza que hasta entonces la había sostenido sucumbió a la intensidad del dolor.

—¡Adiós a todos! —susurró ella—, ¡después de esta última ojeada, estaremos separados para siempre!

A estas palabras siguieron unas lágrimas; arrellanándose en su asiento, la dama se resignaba a la quietud del dolor. El recuerdo de tiempos pasados pesaba cruelmente sobre su alma: unos pocos meses atrás era rica y respetada, y estaba rodeada de amigos; ahora era despojada de todo, desterrada miserablemente de su lugar de nacimiento, sin hogar ni comodidades… casi sin esperanza. Uno de sus mayores pesares era el verse obligada a abandonar París sin despedirse de su único hijo, que estaba de servicio con su regimiento en Alemania. Y había sido tal la precipitación de su traslado, que ni siquiera se había enterado de dónde estaba él estacionado, ni había tenido tiempo de informarle de su marcha, ni del cambio de posición de su padre.

Pierre de la Motte era un caballero, descendiente de una antigua casa de Francia. Un hombre cuyas pasiones vencían a menudo a su razón, y momentáneamente silenciaban su conciencia. Mas, aunque la imagen de la virtud que la naturaleza había impreso en su alma se veía oscurecida a veces por la influencia pasajera del vicio, jamás fue eliminada por completo. De haber contado con suficiente fortaleza para resistirse a las tentaciones, habría sido un buen hombre. Aunque siempre fue débil, y a veces vicioso, sin embargo, su mente era activa y su imaginación viva, lo cual, en connivencia con el vigor de las pasiones, ofuscaba a menudo sus opiniones y sus reprimidos principios. Así que era un hombre indeciso y soñador: en una palabra, se conducía más por sentimientos que por principios, y era incapaz, de resistirse a la presión de los acontecimientos.

Se había casado muy joven con Constance Valentia, una mujer bella y elegante, estrechamente vinculada a su familia Su linaje era semejante al de él, su fortuna superior; y sus nupcias se habían celebrado bajo los auspicios de un mundo aprobatorio y complaciente. Su corazón pertenecía enteramente a La Motte y, por algún tiempo, halló en él a un marido afectuoso. Mas este, seducido por las diversiones de París, pronto se abandonó a sus placeres, y al cabo de unos pocos años su fortuna y su cariño se desvanecieron simultáneamente en la disipación. Un falso amor propio había obrado siempre en contra de sus intereses y le había retraído, cuando aún era posible, de una honrosa retirada de esos desórdenes. Las costumbres que había adquirido le encadenaban al escenario de sus primeros placeres. Y así, continuando con un plan de vida tan dispendioso, había agotado todos los medios de prolongar aquellos. Finalmente despertó de su letargo defensivo. Mas fue sólo para lanzarse a nuevos extravíos, y tratar de recuperar su fortuna por medios que le hundieron más y más en los abismos de la perdición. Las consecuencias de una transacción en la que se vio envuelto le arrastraron, con los escasos restos de sus bienes, a un destierro lleno de peligros e ignominia.

Era su intención trasladarse a una provincia meridional, y buscar allí asilo, cerca de las fronteras del reino, en alguna aldea escondida. Su familia se componía de su esposa y dos fieles criados, hombre y mujer, que seguían la suerte de su amo.

La noche era oscura y tempestuosa. A unas tres leguas de distancia de París, después de conducir durante algún tiempo por un agreste terreno baldío en el que se cruzaban varios caminos, Peter, que hacía de postillón, se detuvo y puso al corriente a La Motte de su incertidumbre sobre cuál de ellos debía tomar. La repentina parada del carruaje despertó a este último de su ensoñación e hizo temblar a todo el grupo ante la posibilidad de que les persiguiesen. Pero La Motte era incapaz de indicar la correcta dirección a seguir, y en la extrema oscuridad que reinaba era peligroso continuar sin un rumbo prefijado. Durante aquellos momentos de apuro percibieron una luz algo distante y, después de muchas dudas y vacilaciones, La Motte se apeó del carruaje y se dirigió hacia ella con la esperanza de obtener ayuda. Caminaba despacio, por miedo a caerse a algún hoyo. La luz provenía de la ventana de una casa pequeña y antigua, que aparecía en solitario en medio del terreno baldío, a una media milla de distancia.

Habiendo llegado a la puerta, La Motte se detuvo por algún tiempo y prestó atención con aprensiva inquietud… No se oía más ruido que el del viento, que soplaba sobre el yermo en ráfagas ahuecadas. Después de esperar algún tiempo, durante el cual oyó confusamente varias voces en conversación, se aventuró finalmente a llamar y alguien en el interior preguntó qué se le ofrecía. La Motte respondió que era un viajero extraviado que deseaba que le indicasen cómo ir a la ciudad más próxima.

—Se encuentra —dijo la persona— a siete millas; el camino es bastante malo y os costará gran trabajo encontrarlo. Si no necesitáis más que una cama, aquí podéis encontrarla; haríais mucho mejor en quedaros.

La «implacable reciedumbre» de la tormenta, que descargaba en aquel momento con furia creciente, indujo a La Motte a renunciar a su tentativa de seguir adelante hasta que se hiciese de día. Mas, deseoso de ver a la persona con quien hablaba antes de aventurarse a exponer a su familia llamando al carruaje, pidió que le dejaran entrar. Abrió la puerta un hombre alto con un candil en la mano, el cual invitó a entrar a La Motte. Este le siguió a través de un pasadizo hasta una habitación sin otros muebles que un camastro tendido en el suelo en un rincón. El aspecto desolado y abandonado de aquel aposento hizo que La Motte temblara sin querer y, ya se volvía para abandonarlo, cuando de repente el hombre le hizo retroceder y cerró la puerta tras él. Aunque su ánimo vacilaba, La Motte hizo un desesperado esfuerzo para forzar la puerta, pero fue inútil y pidió a gritos que le soltaran. No obtuvo respuesta alguna. Sin embargo oyó voces humanas en la habitación de arriba y, no dudando de que su intención fuese robarle y asesinarle, el nerviosismo le turbó momentáneamente la razón. A la luz de unas ascuas casi apagadas, divisó una ventana; mas la esperanza que este descubrimiento hizo renacer en su corazón se desvaneció rápidamente cuando comprobó que la abertura estaba protegida por gruesos barrotes de hierro. Semejante precaución le sorprendió y confirmó sus peores temores. Solo, sin armas, sin ninguna posibilidad de ayuda, se veía ya en poder de gentes cuyo oficio al parecer no era otro que la rapiña y sus recursos el asesinato. Después de darle vueltas en la cabeza a todas las posibilidades de huida, se esforzó por no perder la calma y aguardar la evolución de los acontecimientos con entereza, a pesar de que esa era una virtud de la que La Motte no podía jactarse.

Las voces habían cesado, y toda la casa permaneció en silencio por espacio de un cuarto de hora. De pronto, entre los intervalos que dejaban las sacudidas del viento, La Motte creyó oír sollozos y gemidos de mujer. Prestó atención y su sospecha resultó confirmada: evidentemente expresaban congoja. Con esa convicción, el escaso valor que le quedaba le abandonó, viniéndole al pensamiento con la rapidez del relámpago una terrible sospecha. Probablemente su carruaje había sido descubierto por las gentes que habitaban aquella casa, quienes, con la intención de robarle, habían puesto a buen recaudo a su criado, y traído hasta aquí a Madame de la Motte. Lo que le hacía creer que eso hubiese sucedido así era, sobre todo, el silencio que, por algún tiempo, había reinado en la casa, antes de los sonidos que acababa de oír. También era posible que los habitantes no fuesen ladrones, sino personas a las cuales había sido delatado por su criado o su amigo, con la intención de entregarlo en manos de la justicia.

No obstante, le costaba trabajo dudar de la integridad de su amigo, a quien había confiado el secreto de su fuga y el itinerario previsto, y el cual le había proporcionado el carruaje en el que había escapado.

—Semejante depravación —exclamó La Motte— no puede existir en la naturaleza humana, y mucho menos en el corazón de Nemours.

Esta exclamación fue interrumpida por un ruido en el corredor que conducía al aposento. El ruido se aproximó, la puerta se entreabrió y apareció el hombre que había permitido la entrada de La Motte en la casa, que traía, o más bien arrastraba por la fuerza, a una hermosa joven de unos dieciocho años, cuyo semblante estaba bañado en lágrimas y que parecía abismada en su congoja. El hombre cerró la puerta y se metió la llave en el bolsillo. A continuación se acercó a La Motte, que ya antes había visto a otras personas en el corredor, y apuntándole al pecho con una pistola, dijo:

—Estáis totalmente en nuestro poder, ninguna ayuda os puede llegar. Si queréis salvar vuestra vida, jurad que conduciréis a esta joven donde yo no pueda verla nunca más. O más bien, consentid en llevarla con vos, pues no me fiaría de vuestro juramento, y por lo mismo me cuidaré de que jamás volváis a encontrarme… Contestad en seguida, no tenéis tiempo que perder.

Nada más decir eso, cogió la temblorosa mano de la joven paralizada por el miedo, y la llevó a toda prisa hasta La Motte, que había enmudecido por la sorpresa. La joven se arrojó a sus pies y, con ojos suplicantes y bañados en lágrimas, le imploró que se apiadara de ella. A pesar del nerviosismo que le embargaba, a La Motte le resultó imposible contemplar con indiferencia tanta belleza y aflicción. Su juventud, su aparente inocencia y, en fin, la enérgica candidez de su actitud, a la fuerza abrumaron su corazón. Y ya se disponía a hablar cuando el rufián, que interpretó su silencio por la sorpresa como producto de la indecisión, se lo impidió.

—Tengo un caballo listo para sacaros de aquí —dijo— y os guiaré a través del terreno baldío. Si regresáis antes de una hora, moriréis; pasado ese plazo, sois dueño de venir cuando gustéis.

Sin responderle, La Motte levantó a la joven del suelo. Se hallaba tan recuperado de sus propios temores, que había tenido tiempo para intentar disipar los de ella.

—Partamos —dijo el rufián— y dejémonos de tonterías, podéis daros por satisfecho de veros libre a tan buen precio. Iré a preparar el caballo.

Estas últimas palabras irritaron a La Motte y le despertaron nuevos temores. No se atrevía a mencionar el carruaje, por miedo a que los bandidos intentasen saquearlo, y sin embargo, partir a caballo con aquel hombre podía acarrearle mayores riesgos todavía. Por otro lado, Madame La Motte, harta ya de tantos recelos, probablemente enviaría a alguien a la casa a saber de su esposo. Y eso supondría añadir al peligro anterior el adicional de verse separado de su familia y la posibilidad de ser descubierto por los emisarios de la justicia si trataba de reunirse con su esposa.

Mientras esas reflexiones pasaban por su mente con tumultuosa rapidez, se oyó de nuevo un ruido en el corredor: un alboroto seguido de una pelea. Al punto pudo reconocer la voz de su criado, a quien Madame La Motte había enviado en su busca. Resuelto a revelar lo que ya no podía ocultar por más tiempo, exclamó a gritos que no necesitaba ningún caballo, pues tenía un carruaje a cierta distancia de allí que los conduciría a través del erial, y que el hombre que tenía en su poder era su criado.

El rufián, hablando desde el otro lado de la puerta, le rogó que tuviera un poco de paciencia, que muy pronto tendría noticias de él. Entonces La Motte volvió la mirada hacia su desdichada compañera, que, pálida y exhausta, se apoyaba en la pared. El dolor había proporcionado a sus bellas y delicadas facciones una fascinante expresión de dulzura. Tenía

Una mirada límpida y pura

Como el trémulo despuntar del cielo azul tras una nube.


El golem

De Gustav Meyrink

(Fragmento)

Sueño

La luz de la luna cae al pie de mi cama y se queda ahí como una piedra grande, luminosa y lisa. Cuando la luna llena empieza a encogerse y su lado derecho a declinar, como un rostro que se aproxima a la vejez, mostrando primero arrugas en una mejilla y demacrándose después, entonces, a esa hora de la noche, se apodera de mí una inquietud sombría y angustiosa. 

No estoy dormido ni despierto, y en ese ensueño se mezclan en mi alma lo que he vivido con lo que he leído y escuchado, como corrientes de diferentes colores y luz que confluyeran en él. 

Había estado leyendo la vida del buda Gotama antes de acostarme, y de mil maneras daba vueltas en mi mente esta frase, empezando de nuevo una y otra vez: «Una corneja voló hacia una piedra que parecía un pedazo de sebo, y pensó: “A lo mejor hay aquí algo apetitoso”. Pero como no encontró allí nada apetitoso, continuó volando. Igual que la corneja que se acercó a la piedra, así abandonamos nosotros, sus seguidores, al asceta Gotama, cuando hemos perdido el gusto por él». 

Y la imagen de la piedra que parecía un pedazo de sebo crece hasta el infinito en mi mente: atravieso el lecho seco de un río y recojo guijarros lisos. De un color azul grisáceo, cubiertos de un polvo brillante, sobre los que cavilo y cavilo, sin saber ni qué hacer con ellos; luego otros negros con vetas amarillas de azufre como los petrificados intentos de un niño por reproducir unas salamandras toscas y moteadas. Y quiero arrojar lejos de mí esos guijarros, pero una y otra vez se me caen de las manos, y no puedo apartarlos de mi vista. Todas las piedras que han desempeñado un papel en mi vida, surgen ahora a mi alrededor. Algunas se torturan desmesuradamente por lograr salir de la tierra y ver la luz, igual que grandes cangrejos ermitaños de color pizarra cuando baja la marea, y como si quisieran emplear todas sus fuerzas en que yo dirigiera mi mirada hacia ellos para decirme cosas de importancia infinita. 

Otras, agotadas, vuelven a caer sin fuerza en sus agujeros y renuncian a decir una sola palabra. De vez en cuando salgo de la penumbra de esos ensueños y vuelvo a ver por un momento la luz de la luna sobre la colcha abombada al pie de mi cama, como una piedra grande, luminosa y lisa, para salir a tientas una vez más en busca de mi vacilante conciencia, tratando sin descanso de encontrar esa piedra que me atormenta, que debe estar en algún lugar oculta entre los escombros de mis recuerdos y que parece un pedazo de sebo. 

Me figuro que en alguna ocasión debió de desembocar a su lado, en la tierra, un canalón, torcido, con los cantos chatos y los bordes comidos por el óxido, y me obstino en construir en mi mente una imagen así, para engañar a mis atemorizados pensamientos y adormecerlos. No lo consigo. Una y otra vez, y una y otra vez, una obstinada voz en mi interior, incansable, como una contraventana que el viento golpea contra la pared a intervalos regulares, afirma con ingenua tenacidad que no es así, que esa no es la piedra que parece sebo. Y no es posible librarse de la voz. Cuando le reprocho por centésima vez que todo eso es secundario, guarda silencio un momentito, pero luego sin que yo me dé cuenta, despierta otra vez y empieza obstinadamente de nuevo: bueno, bueno, está bien, pero no es la piedra que parece un pedazo de sebo… 

Lentamente empieza a apoderarse de mí una sensación insoportable de desamparo. No sé lo que ha pasado después. ¿Es que he renunciado voluntariamente a cualquier tipo de resistencia o es que mis pensamientos me han dominado y me han amordazado? Solo sé que mi cuerpo yace dormido en la cama y que mis sentidos se han independizado y ya nada los une a él… De repente quiero preguntar quién es ahora «yo»; entonces recuerdo que ya no tengo órganos con los que poder hacer preguntas; entonces temo que esa estúpida voz vuelva a despertar y empiece de nuevo el eterno interrogatorio sobre la piedra y el sebo. 

Y en esas me alejo.

Su excelencia

de Mario Moreno "Cantinflas"


(Fragmento)


CAPÍTULO PRIMERO


    EL silbato de la locomotora rasgó el silencio de la noche —con ese aullido agudo y melancólico de los ferrocarriles europeos— y anunció su aproximación a la capital de Pepeslavia.


    Los pasajeros del compartimiento número 7 abrieron gradualmente los ojos y bostezaron en diferentes posturas, menos el ocupante de uno de los asientos inmediatos a la ventanilla, que continuó profundamente dormido con la cabeza apoyada en el cristal y las manos entre las piernas encogidas. Su compañero de al lado, un individuo mitad hombre y mitad bigotes, se creyó en la obligación de despertarlo y le dio ligeramente con el codo en las costillas.


    —¡Eh, monsieur! —le dijo, haciendo gala de su poliglotismo—. Monsieur… gospodin… signore…
    

El pasajero de la ventanilla contestó con un ronquido.

 

    —¡Oiga! —insistió el buen samaritano—. ¡Despierte, que ya estamos llegando!…
    

El dormilón, sin abrir los ojos, chasqueó la lengua y se acurrucó más en el rincón del asiento.


    —Déjeme el café en la mesita —balbuceó plácidamente—. Después le doy su propina, joven.


    Bigotes miró a los demás pasajeros y se encogió de hombros, como dando a entender que se trataba de un caso perdido. Después estiró los brazos y las piernas, se levantó del asiento y buscó su destartalado equipaje.

 

   —Qué felicidad —comentó con un oficial que se ajustaba la capa—, poder dormir así en un vagón de tercera…

 

   —¡Bah! —Replicó el oficial—. Estos hombres del trópico son capaces de dormir sobre un hormiguero. Sólo se despiertan para hacer revoluciones o para bailar el mambo.
    —¿De dónde dijo que era?

 

    —¡Qué sé yo!… De una republiquita latinoamericana, de ésas que exportan plátanos y están dominadas por el imperialismo yanqui, a través de una serie de generales llenos de medallas.


    —De la República de Los Cocos —terció otro pasajero, que se limpiaba unas migajas del chaleco.


    Al oír el nombre de su país, el dormilón abrió un ojo, luego el otro, miró a su alrededor y se incorporó lentamente en el asiento.

 

    —¿Los Cocos? —Preguntó después de un gran bostezo—. ¿Quién dice que estamos llegando a Los Cocos?

 

    —Nadie ha dicho eso —sonrió Bigotes—. A donde estamos llegando es a Troleburgo.


    —¡Ah, caray! ¿Tan pronto? Si acabamos de pasar la frontera…


    —En Europa Central las distancias son cortas —explicó su interlocutor, enfundándose en un abrigo de pieles que despedía un tufillo a ajo y a sudor reconcentrado—. Además, cruzamos la frontera a las seis de la tarde y ya van a dar las once de la noche.

 

    —Como quien dice, venimos retrasados —sonrió burlonamente el latinoamericano.

 

     El oficial le dirigió una mirada hostil:

 

    —Supongo que en su país los trenes nunca se retrasan.

  

   —¡Nunca! Jamás ha llegado tarde un tren en Los Cocos.

  

   —¿Cómo es posible? —preguntó Bigotes.

  

   —Se los manejarán los americanos —comentó el oficial con una mueca de desprecio.
   

   —No, joven. Lo que sucede es que en mi país no hay trenes.


    Los pasajeros se miraron una a otro con asombro.


    —Ésa es una de las ventajas de ser país subdesarrollado —dijo el hombrecito del trópico volviendo a acurrucarse—. Entre menos se tiene, menos se sufre, como aseguran que aseguró Aristófanes…


    Píndaro López trató de volver a conciliar el sueño, pero se lo impidió el revuelo de sus compañeros de compartimiento, al bajar maletas y ponerse los abrigos. Con el dorso de la mano limpió el vaho que empañaba el cristal de la ventanilla y miró hacia afuera. A través de los churretes de hollín contempló el paisaje nevado y las luces macilentas de los primeros arrabales de la ciudad. Taca-ta-tás, taca-ta-tás, taca-ta-tás… repetían monótonamente las ruedas sobre los carriles. Brilló una luz roja y el tintinar de una campana pasó como exhalación. Taca-ta-tás, taca-ta-tás, taca-ta-tás… Después aulló nuevamente el lúgubre silbato de la locomotora.


    Dicen que los que se ahogan, en el breve instante de agonía cuando el agua invade sus pulmones, ven transcurrir en cuestión de segundos los acontecimientos más significativos de sus vidas. Así le ocurrió ahora a Píndaro López. Mirando a través de la opaca ventanilla, le pareció ver el telegrama que lo arrancó de su último puesto, una risueña capital del Medio Oriente:

«Para su traslado a Troleburgo, Pepeslavia, se le giran pasajes y viáticos».

 

Como tantos otros telegramas lo habían arrancado de tantos otros sitios: del Japón, de Portugal, de Guatemala, del Líbano, de Suecia, de Falfurrias, Texas… Un papelito amarillo unas veces, azul las otras, lo había lanzado de un extremo a otro del globo. Se le giran pasajes y viáticos…

 

«Ojalá me hubieran girado también un abrigo», pensó para sus adentros. «Aquí debe hacer más frío que en Siberia»…


    «Veinte años de Canciller de Quinta», continuó pensando con cierta melancolía, mientras veía caer oblicuamente los copos de nieve. «Aunque me doy de santos que no hay de sexta… ¿El escalafón? Muy bien, gracias. Lo respetamos tanto como a la Constitución, y por eso lo conservamos muy bien guardadito. Nadie lo toca. Embajadores, Ministros y Cónsules Generales de puro dedo. El Servicio Diplomático se ha convertido en una recompensa para los compadres que ayudaron en la última campaña presidencial, o en exilio dorado para aquéllos a quienes se quiere tener alejaditos… ¿Pero a los de carrera? Ya se les giran pasajes y viáticos… y confórmense con poder mantener el alma hilvanada al cuerpo».


    El tren aminoró su marcha y Píndaro López volvió a pasar el dorso de la mano por los cristales. Las casuchas de los arrabales quedaron atrás y ahora aparecieron los corralones y patios ferrocarrileros, sumidos en una oscuridad que apenas permitía distinguir las siluetas de los vagones inmóviles sobre las vías. La nieve se convirtió en lodo. Las luces amarillentas de la estación brillaron a lo lejos.

    Pepeslavia, capital Troleburgo.

    Población del país: 1,500,000 habitantes. Enclavado en una espuela de los Cárpatos.
    Régimen político: popular socialista.

    Raza: eslava, con minorías germánicas, húngaras, croatas, albanesas y turcas, lo cual explica que sea una olla de grillos.

    Producción: cereales, cinturones bordados y emigrantes a América.
    Bandera nacional: roja con bordes negros y en el centro una hoz y un cuchillo.


    Así decía el almanaque que consultó el canciller López cuando recibió el telegrama.

 

    Un rechinido de ruedas sobre rieles congelados lo sacó de su ensimismamiento. Sus compañeros de viaje, con el equipaje en la mano, se agolpaban en el pasillo del vagón, empujándose unos a otros en el afán de salir y conseguir maletero.

    Píndaro López miró por última vez a través de la ventanilla y contempló una multitud abigarrada, envuelta en gruesos gabanes de pieles, con botas de cuero hasta las rodillas, que iba y venía por el andén entre las bocanadas de vapor de la locomotora. Rostros eslavos, casi mongólicos, de facciones duras, con pómulos salientes y cabellos de un rubio desteñido. Las mujeres llevaban la cabeza envuelta en pañoletas y buscaban a su prole con cacareos de gallina clueca; otras miraban ansiosamente hacia las ventanillas del tren, tratando de localizar a algún pariente que llegaba. Los hombres discutían precios con los maleteros, mostrando patéticamente un puñado de monedas de latón en la palma de la mano. Y de dos en dos, siniestros, los guardias pepeslavos caminaban por el andén con el gesto agrio, enfundados en sus gruesos capotes militares, con gorros de Astrakán y el fusil cruzado a la espalda. A su paso, la gente guardaba silencio y se hacía discretamente a un lado.


    Píndaro se incorporó lentamente del asiento, se puso la gabardina y recogió su única maleta, pensando en lo agradable que sería el tener a alguien esperándolo en la estación, especialmente si ese alguien tuviese forma femenina. Echando un vistazo alrededor del compartimiento, bajó al andén y se abrió paso entre la multitud indiferente. Al salir a la calle, una bocanada de viento helado lo hizo doblarse de frío. Levantándose el cuello de la gabardina, dejó la maleta en el suelo y esperó resignadamente que viniera un taxi.
    Así llegó a Troleburgo Píndaro López, Canciller de Quinta de la Embajada de Los Cocos ante el gobierno de Pepeslavia. Nada, en ese momento, podía hacerle pensar que éste iba a ser el puesto más trascendental de su carrera.

    A la mañana siguiente, el canciller López se levantó temprano a pesar del frío. Arropándose con la colcha y un cobertor, se acercó a la ventana del hotel, frotó los cristales y miró hacia afuera. El cielo estaba plomizo y la calle cubierta de nieve; por ella transitaban apresuradamente grupos de obreros y mujeres envueltas en chales, que al llegar a la esquina se detenían para formar una cola interminable. De vez en cuando pasaban autobuses destartalados y la gente de la cola se subía en ellos ordenadamente, con mansedumbre de rebaño. Al cabo de algún tiempo la calle quedó desierta, salvo uno que otro automóvil de modelo muy antiguo, o algún carricoche tirado por un caballo entelerido, que se abrían paso trabajosamente a través de la nieve.

    Píndaro se estremeció. Sentía frío en el cuerpo y en el alma. Lo poco que había visto de la ciudad la noche anterior, y ahora en este gris amanecer, le daba una impresión de miseria y melancolía. Por un momento experimentó un deseo irresistible de volver a la estación y de tomar el primer tren que volviese a las soleadas costas del Mediterráneo. Desde ahí podría enviar un telegrama mandando al cuerno al Ministerio. Conseguiría un empleo cualquiera como camarero en un hotel, como escribiente, como guía de turistas… con el dinero que ahorrase podría volver a su país, donde hacía sol todo el año y la gente era experta en el arte de vivir con un mínimo de esfuerzo. ¡Al diablo los expedientes y los telegramas cifrados! ¡Se acabaron las visas y los referendos! ¡Al demonio con el ascenso que nunca llegaba! Mentalmente se puso a redactar el telegrama en que presentaría su renuncia, sugiriéndole delicadamente al Director de Personal lo que podría hacer con el escalafón y los traslados…

    Sin embargo, la disciplina de veinte años de carrera lo hizo volver a la realidad. Píndaro miró automáticamente su reloj y se dio cuenta de que tendría que apresurarse para llegar a tiempo a la Embajada, máxime que aún no conocía la ciudad y no sabía a punto fijo en donde se encontraban las oficinas. Tiritando de frío se dirigió al cuarto de baño y dejó correr el agua del lavabo, con la esperanza de que saliera un poco tibia. Mirándose al espejo, sonrió al recordar la cantidad de veces que había pensado en renunciar al llegar por primera vez a un puesto. Las impresiones iniciales siempre despertaban en él una rebeldía innata, un deseo latente de ser dueño de su propio destino. Pero después, poco a poco, se iba acostumbrando al nuevo sitio.

    En el fondo el canciller López era de temperamento alegre y optimista, y sabía sacarle partido a cualquier situación. Por lo pronto —pensó— era necesario conseguirse una novia: ésa era la mejor forma de aprender el idioma local y, en este condenado lugar, de combatir el frío. Por regla general pronto se hacía de amigos y se llevaba bien con sus jefes y compañeros de trabajo. Inclusive llegaba a hacerse indispensable: «Lopitos, el expediente de comercio exterior… Lopitos, cómo se dice tal cosa en francés… Lopitos, vaya usted a la aduana… Lopitos, prepare una nota… Lopitos, hay que hacer las cuentas de fin de mes… Lopitos, no se le olvide la relación del inventario»… Y Lopitos siempre decía que sí a todo, y cumplía sus obligaciones —y las de los demás— de buen humor y con eficacia. A veces con travesura, pues era amigo de bromas y de desinflar vacas sagradas, pero siempre con diligencia.

    Lopitos por acá, Lopitos por allá… Sólo en el Ministerio no se acordaban de Lopitos más que para enviarle periódicamente el telegrama de rigor: «Para su traslado al rabo del mundo, ya se le giran pasajes y viáticos».

    El canciller se dio cuenta de que, a menos de producirse un milagro, el agua del grifo no saldría ya más caliente. Y como era un hombre realista, dejó caer la colcha y el cobertor al suelo y empezó a enjabonarse, pensando para sus adentros que era inútil esperar milagros, ya que éstos se encuentran terminantemente prohibidos por la ley en los países de régimen popular socialista…

    A las nueve de la mañana en punto, el taxi lo depositó frente a la Embajada de la República de Los Cocos. Era éste un edificio de nobles proporciones, rodeado de un gran jardín cubierto de nieve. Sobre la reja de la entrada aparecía el escudo nacional —una palmera solitaria— y por encima flotaba la bandera, azul, roja y azul, con una estrella blanca de seis puntas. Píndaro pagó al taxista, le dio un cigarro de propina y mentalmente se cuadró ante la bandera. Después se dirigió a la puerta.

    Dos guardias pepeslavos, de imponentes bigotes y con pistolón al cinto, salieron de una caseta de madera y le cerraron el paso.

    —La documentación —dijo uno de ellos en francés gutural.

    —Soy el nuevo canciller de la embajada —explicó Lopitos en el mismo idioma.

    —La documentación —repitió el guardia.

    Con un gesto de disgusto, Píndaro López sacó su pasaporte y se lo entregó al cancerbero.

    —Le repito que soy empleado de la embajada. Vengo a tomar posesión de mi puesto.

    El guardia no se dignó contestar y empezó a revisar el documento, hoja por hoja, con lentitud exasperante. Después se lo pasó a su compañero y éste repitió el proceso. Al tratar de pasar una página, se humedeció un dedo.

    —¡Cuidado, que me lo despinta! —protestó Lopitos.

    Los guardias, sin responder palabra, miraron al canciller con expresión bovina y luego uno de ellos se dirigió a la caseta. Desde ahí llamó por teléfono, sin quitarle la vista de encima al canciller, que tiritaba de frío. El guardia gruñó algo en un idioma ininteligible, esperó la respuesta y colgó el aparato. Salió de la caseta, y siempre sin decir palabra, le devolvió el pasaporte; empujó la reja y le señaló con la mano enguantada un chalet que se encontraba al fondo del jardín, separado del edificio principal.

    —Oficinas —dijo el guardia.

    —Primera vez que para entrar en una embajada de mi país necesito la bendición de un polizonte —replicó Lopitos mirándolo de arriba a abajo.

    El guardia se limitó a encogerse de hombros. El canciller se arrebujó en su gabardina y cruzó por el sendero, haciendo crujir la nieve bajo las delgadas suelas de sus zapatos, más apropiados para las playas mediterráneas que para estos gélidos valles balcánicos. Al llegar a la puerta del chalet, se detuvo un momento para leer un letrero:

EMBAJADA DE LA REPÚBLICA DE LOS COCOS

CANCILLERÍA

HORAS DE OFICINA: LUNES A VIERNES

DE LAS 10.30 a LAS 10.45 A. M.

    Lopitos consultó su reloj, sonrió y movió la cabeza de un lado a otro. Con un dedo morado por el frío, tocó el timbre insistentemente; al ver que no le abrían, pegó con el borde del zapato sobre la parte inferior de la puerta. Poco después escuchó unos pasos que se acercaban y una voz aguardentosa que decía, con el acento inconfundible de Los Cocos:

    —Ya van, hombre, ya van…

    El canciller sintió que le volvía el calor al cuerpo. En cualquier parte del mundo hubiera reconocido la voz de su colega y amigo, el Tercer Secretario don Serafín Templado.