No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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C.3.3.

 de Hanns Heinz Ewers

 



Mimes, in the form of God on high, 

Mutter and mumble low, And hither and thither fly; 

Mere puppels they, who came and go At bitting of vast formless things, That shift the scenery to and fro, Flapping from out their condor wings 

Invisible woe. But see, amid the mimic rout A crowling shape intrude! 

A blood-Ored thing that writhes from out 

The scenic solitude! It writhes! It writhes!

E. A. POE: Ligeia

 

 

 

Había estado mirando fijamente hacia abajo durante un cuarto de hora, desde la Punta Tragara, naturalmente al mar, al sol y a las rocas. Me levanté, me volví para irme. Pero alguien se sentó a mi lado en el banco de piedra y me retuvo por el brazo.

—Buenos días, Hanns Heinz —dijo.

—Buenos días —dije yo. Le miré, era seguro que le conocía, pero no podía acordarme. ¿Quién era?

—¿Ya no me reconoce? —dijo algo atropelladamente.

También conocía la voz, ¡con toda seguridad! Pero era diferente, volando, flotando, danzando. ¡Pero no así! Así: pegajosa, balbuceante.

Por fin.

—¿Oscar Wilde?

—Sí —dijo esa voz entrecortada—, ¡o casi! Mejor diga: C. 3. 3., es decir, lo que la prisión ha dejado de Oscar Wilde.

Le contemplé. C. 3. 3. ya no era mucho, sólo un rastro de suciedad, un feo recuerdo de O.W.

Me gustaría darle la mano, pensé. Hace cinco años no le diste la mano. Eso fue por entonces una estupidez de tu parte, y Oscar Wilde se rió cuando el joven Douglas se enojó. Si hoy le das la mano, parecerá que se la das al mendigo, a C. 3. 3., por compasión. ¿Para qué pisar a un gusano enfermo?

No le di la mano. Creo que Oscar Wilde me lo agradeció en su interior. Bajamos por los escalones sin decir nada. Ni siquiera le miraba. Eso pareció hacerle bien.

Al llegar a una cuesta le pregunté:

—¿Por allí arriba?

Su risa salió arrastrándose de su boca como sapos sin patas. A continuación, dobló la cabeza a un lado y a otro, muy lentamente, y luego miró hacia arriba y dijo burlón:

—¿C. 3. 3.?

No, no podía ser; reí. Y O.W. se alegró de que no mostrara compasión alguna por él.


Fuimos bordeando la montaña, nos sentamos en una roca, contemplamos el Arco. De repente dije:

—Hace años caminaba por este sendero con la gran Annie Ventnor. Y aquí nos encontramos con Oscar Wilde. Aquella vez su labio superior se levantó, sus ojos brillaron y me miraron, de modo que mis manos se agitaron y rompieron al instante el bastón para no golpearle con él en la cara. En este mismo lugar vuelvo a estar sentado hoy: Lady Ventnor está muerta y junto a mí está C. 3. 5. Es como un sueño.

—Sí —dijo O.W

—Como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

—Sí… ¿qué ha dicho usted? —exclamó Oscar Wilde rápidamente, perplejo, angustiado, visiblemente agitado.

Lo repetí sin darle importancia:

—Como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

Mis labios simplemente se movieron, apenas sabía qué decía y qué pensaba en realidad.

Oscar Wilde se sobresaltó; esta vez su voz adoptó el viejo timbre del hombre cuyo espíritu orgulloso se elevó tanto sobre la plebe contemporánea.

—Guárdese de conocer al extraño, a no todos les gusta encontrarse con él.

No le entendí y quise preguntar, pero hizo un gesto con la mano, se volvió y se alejó caminando. Le miré cómo se iba.

De repente se detuvo, tosió, pero no se volvió. Lentamente, inclinado hacia delante, cojeando, casi arrastrándose: ese semidiós, del que hipócritas buitres carroñeros habían hecho a C. 3. 3.

Tres días más tarde recibí una tarjeta.

«O.W desea hablarle. Le espera a las ocho de la tarde en la Grotta Bovemarina». Fui a la playa, llamé con un silbido al barquero; navegamos en la noche estival.

En la Grotte estaba Oscar Wilde, sentado en una roca, descendí de la barca y le dije al barquero que podía irse.

—Siéntese —dijo O.W Un último resplandor crepuscular recayó en la oscura gruta marina, en la cual las aguas verdes lloraban y se quejaban en las paredes como si fueran niños pequeños.

La había visitado a menudo. Sabía muy bien que sólo eran las olas batiendo en las rocas y, no obstante, no me abandonaba la sensación de que pequeños niños desnudos llamaban desesperadamente a la madre. ¿Por qué O.W. había quedado conmigo precisamente en este lugar?

Él leyó mis pensamientos y dijo:

—Esto me recuerda a mi prisión.

Dijo «mi» prisión, y su voz entrecortada sonó como si fuera un bello recuerdo. Luego continuó:

—Hace unos días me dijo unas palabras… y no sé si pensó algo al decirlas. Dijo que todo es como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

Iba a responderle, pero no me dejó tomar la palabra y siguió hablando:

—Dígame… ¿hubo muchos que sacudieron la cabeza cuando me dejé encerrar? Se pensó: ¿por qué va Oscar Wilde a la cárcel?, ¿por qué no se pega un tiro en la cabeza?

—Sí, eso lo pensaron muchos.

—¿Y usted?

—Yo pensé que sus motivos tendría.

—El motivo lo acaba usted de decir: porque todo eso no es más que el sueño de un extraño que sueña con nosotros. Le miré y él me devolvió la mirada.

—Sí —continuó—, eso fue. Le he pedido que venga aquí para explicárselo.

Se quedó mirando fijamente el agua, pareció escuchar atentamente su gorgoteo. Un par de veces frotó la rodilla con el dedo índice de la mano izquierda, como si quisiera escribir letras. Tras un rato sin levantar la mirada, dijo:

—¿Quiere que se lo cuente?

—Claro. O.W. respiró profundamente varias veces.

—No era necesario que fuera a prisión. El primer día de la vista un amigo ya me dio a escondidas un revólver, el mismo con el que se mató Cyril Graham. Era un revólver pequeño y muy bonito, con las armas y el monograma de la duquesa de Northumberland en rubíes y crisoberilos, un espléndido pequeño revólver que era digno de ser empleado por Oscar Wilde. Cuando tras la sesión me volvieron a llevar a la cárcel, jugué con él en mi celda durante una hora. Me lo llevé a la cama, lo puse a mi lado y me dormí con la alegre tranquilidad de tener a un amigo seguro que en cualquier momento me podía liberar de los esbirros. Aun en el caso de que el jurado me declarase culpable, lo que yo por entonces no consideraba posible.

En esa noche tuve un sueño muy extraño. Junto a mí vi a un ser raro, una masa blanda semejante a un molusco que parecía acabar arriba en una careta. La criatura no tenía ni brazos ni piernas, era como una gran cabeza oblonga de la cual crecían instantáneamente, por todas partes, unos miembros viscosos. El conjunto tenía un color blancuzco verdoso, casi transparente, que corría entreverado en miles de líneas. Y con este ser estuve conversando, no me acuerdo sobre qué. Pero nuestra conversación se tornó cada vez más excitada. Por fin, la máscara se burló de mí con desprecio y dijo:

—¡Lárgate, no merece la pena seguir charlando contigo!

—¿Qué? —respondí yo—. ¡Esa sí que es buena! ¿Cómo puede atreverse a ser tan descarada una criatura que no es más que una quimera demencial fruto de mi cerebro?

La careta se frunció en una risa sarcástica, se inclinó un par de veces y luego cloqueó:

—¡Conque esas tenemos! ¿Que yo soy una quimera fruto de tu cerebro? No, mi pobre amigo, al contrario: yo sueño, y tú no eres más que un puntito diminuto en mi sueño.

Al decir esto aquella cosa sonrió maliciosamente, cada vez más, hasta que la máscara entera pareció convertirse en una enorme sonrisa. Luego desapareció y yo sólo veía esa sonrisa enorme en el aire.

Al día siguiente el juez me preguntó durante la vista sobre Parker:

—¿Así que le gusta cenar con jovencitos de las clases bajas? Yo respondí:

—¡Sí! En cualquier caso me gusta más que ser interrogado aquí.

Con esta respuesta el público estalló en una carcajada. El juez lo censuró y amenazó con despejar la sala si se repetía una vez más. Fue ahora cuando por primera vez dirigí mi mirada al fondo de la sala, reservado para el público. No vi a una sola persona, todo el espacio estaba ocupado por esa criatura espantosa y amorfa. La sonrisa maliciosa que me había atormentado toda la noche se dibujaba por toda la careta. Me llevé la mano a la cabeza: ¿era posible que todo eso fuera una comedia, una bufonada soñada por esa criatura?

Entretanto, el juez volvió a formular una pregunta que respondió Travers Humphreys, uno de mis abogados. Desde el fondo de la sala volvió a resonar una risa contenida. La careta pareció contraerse y emitir una suerte de cloqueo. Cerré los ojos y los mantuve cerrados con fuerza durante un rato, luego volví a mirar hacia atrás. Ahora vi a personas en los bancos; allí estaba sentado John Lane, mi editor, más allá Lady Welshbury y, junto a ella, Frank Harris. Pero a través de ellos, en ellos, sobre ellos se extendía la extraña criatura: de ella parecía originarse la sonrisa cansada.

Me obligué a apartar la mirada, no volví a mirar atrás. No obstante, me fue imposible seguir con atención el juicio, siempre sentía esa vil sonrisa maliciosa en la nuca.

Luego opinaron los señores miembros del jurado que yo era culpable. Cuatro agentes, cinco comerciantes en lana, harina y whisky, dos maestros de escuela y un maestro carnicero muy honorable enviaron a Oscar Wilde a la cárcel. Realmente muy gracioso.

O.W. dejó de hablar y se rió; mientras, tiró piedras al mar.

—¡Realmente muy gracioso! ¡Qué listos! ¿Sabe que el tribunal, todo tribunal, es la institución más democrática y plebeya que hay? Sólo el hombre común y corriente tiene un buen tribunal capaz de juzgarle. Los jueces están muy por encima, ¡y así debe ser! ¿Pero nosotros? Con ninguno de mis jueces habría intercambiado en algún lugar una palabra; ninguno conocía ni una sola línea de mis obras, ¿para qué? No la habría entendido. Y esas buenas gentes honradas, esas miserables lombrices pudieron enviar, con toda justicia, a Oscar Wilde a la cárcel. ¡Realmente muy gracioso!

Este pensamiento me ocupó cuando volví a estar solo en mi celda. Jugué con él, le di mil vueltas, de él hice media docena de aforismos, cada uno de los cuales tenía más valor que todos los jurados en Inglaterra durante todo el periodo glorioso de la gran reina. Y me quedé dormido la mar de divertido y satisfecho; mis aforismos eran realmente buenos, realmente.

Para cualquiera que haya sido condenado a unos años de prisión, la existencia despierta, se dice, es una tortura, y el sueño una bendición. En mi caso era diferente. Apenas me quedaba dormido, ya estaba la dichosa careta junto a mí.

—Tú —me dijo, y sonrió satisfecha—, tú eres un sueño de lo más divertido.

—¡Vete de aquí! —grité yo—, ¡me aburres! ¡No puedo soportar máscaras oníricas imaginarias!

—Una y otra vez la misma chifladura —se rió la criatura complacida—, ¡tú eres mi sueño!

—¡Y yo te digo que es al revés! —grité yo.

—Te equivocas —dijo la máscara.

Y comenzó una larga discusión, en la cual cada uno intentaba convencer al otro; la criatura refutaba todos mis motivos; cuanto más me excitaba, con tanta más íntima satisfacción se reía ella.

—Si yo soy tu sueño —exclamé yo—, ¿cómo es posible que hables conmigo en inglés?

—¿Qué dices que yo hablo contigo?

—¡Inglés, mi lengua materna! —dije yo triunfante—. Y eso demuestra…

—¿Estás chiflado? —se rió la máscara—, ¿que yo hablo tu lengua materna?

¡Naturalmente! ¡Fíjate!

Y ahora me di cuenta de que no estábamos hablando en inglés. Hablábamos un idioma que yo no conocía, pero que, no obstante, hablaba y entendía muy bien y que sin duda no tenía nada que ver con ninguna otra lengua universal.

—¿Ves cómo no tienes razón? —sonrió con malicia la cosa.

Yo no respondí; durante unos minutos imperó un profundo silencio. Pero al poco comenzó de nuevo:

—Sigues teniendo ese revólver tan bonito. Sácalo, me gustaría tanto soñar cómo te pegas un tiro. Tiene que ser muy divertido.

—¡Ni por mientes! —grite yo, tomé el revólver y lo arrojé a un rincón.

—Piénsalo bien —dijo la máscara, se dio la vuelta y me trajo el revólver—, es un arma muy bonita —dijo, y la puso de nuevo a mi lado, en la cama.


—¡Mátate tú si quieres! —bramé yo furioso, me di la vuelta y me metí los dedos en los oídos. Pero eso no sirvió de nada, comprendía cada palabra tan bien como antes. La careta estuvo toda la noche junto a mí, se reía y me pedía que por fin me matara.

Cuando me desperté, el vigilante abría precisamente la puerta para traerme el desayuno. Salí de la cama de un salto, como desquiciado, y le puse el revólver en la mano.

—¡Lléveselo enseguida, rápido, rápido! Esa máscara onírica no debe salirse con la suya.

La criatura volvió la noche siguiente.

—Qué lástima —dijo— que te hayas desprendido de ese pequeño revólver tan bonito. Pero aún puedes ahorcarte con los tirantes de tus pantalones. Eso también sería divertido.

Por la mañana rompí y rompí con indecible esfuerzo los tirantes hasta reducirlos a pequeños retales.

Así que fui a prisión. Oscar Wilde no tuvo el pundonor de emprender la lucha contra la necedad del mundo, de desempeñar el papel de héroe y de mártir ante los miserables tormentos diarios. Vivió como había vivido, o mejor, no vivió. Pero había un nuevo estímulo y una nueva lucha, una lucha como la que no luchaba apenas un mortal: yo quería vivir para mostrarle a una máscara onírica que yo vivía; mi existencia había de demostrar la inexistencia de otra criatura.

Los cartagineses tenían una pena: la fractura de huesos. Al condenado se le ataba, echado, a una estaca, luego el verdugo le rompía el miembro superior del dedo meñique de la mano derecha y se iba. Tras una hora exacta, regresaba para romperle al delincuente el dedo pequeño del pie izquierdo. Y una vez más, tras una hora, le rompía el primer miembro del dedo meñique de la mano izquierda y, después de una hora, el dedo pequeño del pie derecho. Ante los ojos del prisionero se había situado un gran reloj de arena, así podía constatar él mismo el paso del tiempo. Cuando caían los últimos granos de arena, sabía que había transcurrido una hora y que vendría el hombre a romperle el pulgar. Y luego el dedo grande del pie, y el dedo corazón de la mano, y el dedo índice, miembro tras miembro, con mucha precaución para no romper más de lo debido. Y luego el hueso nasal y el antebrazo y la pierna, cada hueso uno por uno, se entiende. Era una historia de lo más pormenorizada, duraba varios días hasta que el verdugo le rompía el espinazo.

Hoy se emplea un método diferente: mejor. Toma mucho más tiempo, y es el gran arte de todas las torturas. Mire, mis miembros están indemnes y, no obstante, todo lo mío y lo que está en mí está roto, cuerpo y espíritu. Dos años tardaron en Reading Gaol en romper a O.W; allí dominan su arte: ¡C. 3. 3. es una buena publicidad para ellos!

Le digo esto para mostrarle que mi lucha no fue fácil, la máscara tenía realmente todas las ventajas consigo. Venía todas las noches y también con frecuencia de día; deseaba soñar que me mataba, y siempre me sugería nuevos medios para lograrlo.

Transcurrido un año, sus visitas comenzaron a reducirse.

—Me aburres —vino a decirme una noche—, no eres digno de representar un papel principal en mis sueños. Hay otras cosas que son más divertidas. Creo que te estoy olvidando lentamente.

Y ya ve, yo lo creo también: me olvida lentamente. De vez en cuando vuelve a soñar un instante conmigo, pero yo siento cómo mi vida, esta vida onírica, se desvanece paulatinamente. No estoy enfermo, pero siento cómo desaparece mi energía vital; ¡la bestia ya no quiere soñar más conmigo! Cuando me olvide del todo, me apagaré.

Oscar Wilde se levantó de pronto. Se mantenía aferrado a la pared rocosa, sus rodillas temblaban, los ojos cansados se salieron de sus órbitas.

—¡Allí, allí está! —gritó.

—¿Dónde?

—¡Allí, allí abajo!

Señalaba hacia algo con el dedo. El agua verde azulada se onduló sobre un risco y volvió a descender lentamente. Y, ciertamente, en esa honda penumbra la roca húmeda mostró un rostro: una máscara burlona y complacida sonreía con todo su hocico.

—¡Es un risco! —grité.

—¡Sí, claro, un risco! ¿Acaso cree que no lo veo? Pero ahí está la máscara. Le puede dar su forma a cualquier cosa. ¡Mire cómo se ríe!

Se reía, eso era innegable. Y tuve que reconocer que el risco con el agua escurriéndose por su superficie ofrecía el mismo aspecto que la criatura que había descrito, era igual.

—Créame —dijo Oscar Wilde cuando los pescadores vinieron a recogernos en su barca—, créame, es imposible dudarlo. Renuncie a sus magníficas ideas sobre la humanidad: la vida humana y toda la historia universal no son más que un sueño estrafalario de una criatura que sueña con nosotros.



Isla de Capri, mayo de 1903

El exorcista


De William P. Blatty

Segunda Parte

El Borde

Capítulo segundo


 (Fragmento)

regan yacía de espaldas sobre la mesa de examen del consultorio de klein, con los brazos y las piernas colgando hacia los lados.
sosteniendo un pie con ambas manos, el doctor le flexionó el empeine. durante un rato lo mantuvo en tensión, y luego lo soltó de repente. el pie volvió a su posición normal.
repitió varias veces la prueba, con los mismos resultados. parecía no quedar satisfecho. cuando regan se incorporó de pronto y le escupió en la cara, dio instrucciones a una enfermera de que permaneciese junto a la niña, y él volvió a conversar con chris.
era el 26 de abril. no había estado en la ciudad el domingo ni el lunes, y chris no había podido ponerse en contacto con él hasta aquella mañana, para explicarle lo ocurrido en la fiesta y la posterior agitación de la cama.
—”¿se movió realmente?”
—”sí, se movió”.
—”¿cuánto tiempo?”
—”no sé. tal vez diez o quince segundos. fue todo lo que vi.
luego regan quedó rígida y se orinó en la cama. o quizá se había orinado antes. no sé. pero, de repente, se durmió y no se despertó hasta el día siguiente, por la tarde”.
el doctor klein entró, pensativo.
bueno, ¿qué tiene? -preguntó chris con voz ansiosa.
tan pronto como llegó chris, el doctor le comunicó su sospecha de que el sacudimiento de la cama obedecía a un ataque de contracciones clónicas, o sea, a la contracción y relajación alterna de los músculos.


la forma crónica de tal estado -le explicó-, era el clono (1), y, por lo general, indicaba una lesión cerebral.
bueno, la prueba ha dado resultados negativos -le dijo, y pasó a describirle el procedimiento, explicándole que, en el clono, el hecho de flexionar y soltar el pie alternativamente, habría provocado una sucesión de contracciones clónicas. sin embargo, al sentarse a su mesa, parecía preocupado.
—¿nunca sufrió una caída?
—¿algún golpe en la cabeza? -preguntó chris.
sí.
no, que yo sepa.
—¿enfermedades de la niñez?
sólo las comunes. paperas, sarampión y varicela.
—¿sonambulismo?
no hasta ahora.
:::::::::::::
(1). espasmo en el que se suceden la rigidez o contracción y la relajación. (n. del traductor).
—¿qué quiere usted decir?
¿que caminó dormida durante la fiesta?
sí, aunque ella no sabe todavía lo que hizo aquella noche. y hay otras cosas que tampoco recuerda.
—¿últimamente?
domingo. regan aún durmiendo.
una llamada telefónica internacional, de howard.
—”¿cómo está rags?”
—”muchas gracias por llamarla el día de su cumpleaños”.
—”me quedé varado en un yate.
¡por dios, no la emprendas conmigo! la llamé apenas llegué al hotel”.
—”¡ah, sí, seguro!”
—”¿no te lo dijo?”
—”¿hablaste con ella?”
—”sí. por eso pensé que sería mejor llamarte. ¿qué diablos le pasa?”
—”¿adónde quieres llegar?”
—”me dijo una palabrota y colgó”.
al contarle el incidente al doctor klein, chris le explicó que cuando, al fin, se despertó regan, no se acordaba ni de la llamada telefónica ni de lo que había pasado la noche de la cena.
entonces tal vez no haya mentido en eso de que se mueven los muebles -conjeturó klein.
no lo entiendo.
pues que los movió ella misma, sin duda, aunque quizás en uno de esos ataques en que realmente no sabía lo que hacia. esto se conoce como automatismo. es algo así como un estado de trance. el paciente no sabe ni recuerda lo que hace.
se me acaba de ocurrir algo, doctor. ¿sabe qué? hay una cómoda grande y maciza en su dormitorio.
debe de pesar media tonelada. me intriga saber cómo ha podido moverla ella.
en casos patológicos es común esa fuerza extraordinaria.
—¿sí? ¿a qué se debe?
el doctor se encogió de hombros.
nadie lo sabe. pero, además de lo que me ha contado -continuó el médico-, ¿ha notado alguna otra cosa extraña en su comportamiento?
bueno, se ha vuelto muy dejada.
comportamiento raro -repitió.
en ella es raro. ¡ah, pero espere! hay más. ¿se acuerda del tablero ouija con el que jugaba?
¿el capitán howdy?
el compañero de juegos imaginario -asintió el médico.
pues al parecer, ahora lo oye también -manifestó chris.
el doctor se inclinó hacia delante, doblando los brazos sobre el escritorio. mientras chris hablaba, sus ojos permanecían alerta y parecían ir especulando.
ayer por la mañana -dijo chris- la oí hablar con howdy en su dormitorio. es decir, ella hablaba y luego parecía esperar, como si estuviera jugando con el tablero ouija. sin embargo, cuando busqué en la habitación no estaba el tablero; sólo vi a rags que movía la cabeza, como si asintiera a lo que él decía.
—¿lo veía ella?
no creo. tenía la cabeza inclinada hacia un lado, como cuando escucha discos.
el médico asintió, pensativo.
sí, claro. ¿ningún otro fenómeno como éste? ¿ve cosas?
¿huele cosas?
huele -recordó chris-. no hace más que percibir olores desagradables en su cuarto.
—¿como de algo que se quema?
—¡exacto! -exclamó chris-.
¿cómo lo sabe?
porque, en ocasiones, éste es el síntoma de un tipo de trastorno en la actividad electroquímica del cerebro. en el caso de su hija, sería en el lóbulo temporal. -apoyó una mano junto a la sien-.
aquí, en la parte delantera del cerebro. es poco común, pero provoca extrañas alucinaciones, por lo general, antes de una convulsión.
supongo que por eso se confunde tan a menudo con la esquizofrenia; pero no es esquizofrenia. es producido por una lesión en el lóbulo temporal. pero como quiera que la prueba del clono no es conclusiva, creo que deberíamos hacerle un eeg.
—¿qué es eso?
un electroencefalograma. nos mostrará el trazado de sus ondas cerebrales. por lo general, es una buena indicación de funcionamiento anormal.
pero usted cree que es eso, ¿verdad? una lesión en el lóbulo temporal.
bueno, muestra el síndrome, mistress macneil. por ejemplo, la dejadez, la agresividad, comportamiento social que le plantea problemas, los ataques que hicieron mover la cama. generalmente, esto va seguido por orinarse en la cama o vomitar, o ambas cosas a la vez, y luego un sueño profundo.
—¿quiere examinarla ahora mismo? -preguntó chris.
sí, creo que deberíamos hacerlo de inmediato, pero va a necesitar sedantes. si se mueve o salta, los resultados serán nulos, de modo que... ¿me autoriza a administrarle veinticinco miligramos de ‘librium’?
—¡no faltaría más! haga lo que crea conveniente -le contestó, agitada.
lo acompañó hasta el consultorio en que la niña sería examinada, y cuando regan lo vio preparando la aguja hipodérmica, vomitó un torrente de obscenidades.
querida, es para “ayudarte” -imploró chris, con angustia. sujetó a regan mientras el doctor le ponía la inyección.
en seguida vuelvo -dijo el médico haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza; y cuando entró una enfermera empujando el aparato para el electro, él se fue a atender a otro paciente. al volver, poco rato después, el ‘librium’ no había hecho aún efecto.
klein pareció sorprendido.
—¡es raro! se le ha administrado una dosis elevada -dijo a chris.
le inyectó otros veinticinco miligramos y se marchó; al volver encontró a regan dócil y tratable.
—¿qué está haciendo? -preguntó chris cuando klein puso sobre el cráneo de regan los electrodos con solución salina.
ponemos cuatro a cada lado -le explicó-. eso nos permite leer las ondas cerebrales de ambos lados y luego compararlas.
—¿compararlas para qué?
para observar cualquier desviación, que puede ser significativa. por ejemplo, tuve un paciente que sufría alucinaciones -dijo klein-. veía y oía cosas que, por supuesto, no existían. pues bien, encontré una diferencia entre el trazado de las ondas del lado derecho y las del izquierdo, y descubrí que el hombre sufría alucinaciones por la alteración sólo de uno de los lóbulos temporales.
—¡qué extraño!
su ojo y oído izquierdos funcionaban con normalidad; sólo el lado derecho tenía visiones y oía cosas. bueno, veamos ahora. -puso la máquina en marcha. señaló las ondas sobre la pantalla fluorescente-. esos son los dos lados juntos -explicó-. lo que estoy buscando son ondas en pico -con el índice, trazó un dibujo en el aire-, especialmente ondas de gran amplitud, en una frecuencia entre cuatro y ocho por segundo. eso indica una lesión del lóbulo temporal.
estudió cuidadosamente la gráfica de las ondas cerebrales, pero no descubrió ninguna disritmia.
ningún pico. ninguna onda anormal. y cuando procedió a hacer las lecturas comparativas, los resultados fueron también negativos.
klein frunció el ceño. no podía entender. repitió la operación. y no encontró cambios.
hizo venir a una enfermera para que se quedara con regan y volvió a su despacho con la madre.
entonces, ¿qué tiene? -preguntó chris.
pensativo, el doctor se sentó a su mesa.
bueno, el eeg habría demostrado que tenía eso, pero la falta de disritmia no prueba fehacientemente que no lo tenga. puede ser histeria, pero la gráfica tomada antes y después de la convulsión ha sido demasiado sorprendente.
chris enarcó las cejas.
no hace usted más que hablar de ‘convulsión’, doctor. ¿cuál es el nombre exacto de esta enfermedad?
bueno, no es una enfermedad -dijo tranquilo.
entonces, ¿cómo se llama específicamente?
usted la conoce como epilepsia, señora.
—¡dios mío!
chris se hundió en una silla.
esperemos un poco -la calmó klein-. veo que, como la mayoría de la gente, su impresión de la epilepsia es exagerada y tal vez, en gran parte, mítica.
—¿es hereditaria? -dijo chris, sobrecogida.
ese es uno de los mitos -le explicó klein con calma-. por lo menos, eso es lo que piensa la mayoría de los médicos. mire, prácticamente cualquiera puede tener convulsiones. la mayoría hemos nacido con una gran resistencia contra las convulsiones; otros, con poca, de modo que la diferencia entre usted y un epiléptico es una cuestión de grado. eso es todo.
sólo de grado. no es una enfermedad.
entonces, ¿qué es? ¿una alucinación caprichosa?
un trastorno: un trastorno que puede dominarse. y hay muchas clases de trastornos de este tipo, señora. por ejemplo, usted está ahora sentada aquí y, por un momento, se distrae y no capta algo de lo que estoy diciendo. pues bien, eso es una especie de epilepsia, señora. sí, es un verdadero ataque de epilepsia.
sí, claro, pero eso no es lo de regan -refutó chris-. ¿y a qué se debe el que le haya cogido de repente?
mire, todavía no estamos seguros de que sea eso lo que tiene, y admito que tal vez tenga usted razón; probablemente sea psicosomático. sin embargo, lo dudo. y, para responder a su pregunta, debo decirle que un gran número de cambios en el funcionamiento del cerebro puede desencadenar una convulsión en los epilépticos: preocupación, fatiga, presión emocional, una nota en particular de un instrumento musical... en cierta ocasión atendí a un paciente que sufría ataques sólo en el autobús, cuando se hallaba a una manzana de su casa. pues bien, al fin descubrimos el motivo: una luz intermitente, que provenía de una empalizada blanca, se reflejaba en la ventanilla del autobús. a otra hora del día, o si el autobús iba a distinta velocidad, no sufría convulsiones. tenía una lesión en el cerebro, causada por alguna enfermedad de la niñez. en el caso de su hija, el trauma estaría situado más adelante, en el lóbulo temporal, y cuando éste es afectado por un determinado impulso eléctrico de cierta longitud y frecuencia de onda, origina un repentino estallido de reacciones anormales, partiendo de la profundidad de un foco que está en el lóbulo. ¿entiende?
supongo que sí -suspiró chris, abatida-. pero lo que no entiendo es cómo se le puede cambiar totalmente la personalidad.
es muy común en el lóbulo temporal y puede durar varios días y aun semanas. no es raro encontrarse con un comportamiento destructivo y hasta criminal. en realidad se produce un cambio tan grande, que hace doscientos o trescientos años se consideraba que los que tenían trastornos en el lóbulo temporal estaban poseídos por el demonio.
—¿estaban “qué”?
gobernados por la mente de un demonio. algo así como una versión supersticiosa del desdoblamiento de la personalidad.
chris cerró los ojos y apoyó la frente sobre un puño.
dígame algo bueno -murmuró.
vamos, no se alarme. si “es”
una lesión, en cierto modo tendrá suerte. en este caso, lo único que tendríamos que hacer sería extraer la capa de la cicatriz.
—¡ah, magnífico!
o, a lo mejor, es sólo una presión sobre el cerebro. mire, me gustaría tomarle algunas radiografías del cráneo. hay un radiólogo en este mismo edificio, y tal vez yo pueda conseguir que se las tome en seguida. ¿lo llamo?
—¡por dios, sí! ¡hágalo!
klein lo llamó y arregló todo.
le dijeron que la llevaran de inmediato. colgó el teléfono y empezó a escribir la receta.
apartamento veintiuno, en el primer piso. la llamaré mañana o el jueves. me gustaría consultar a un neorólogo. entretanto, suprimiremos la ‘ritalina’ y probaremos durante un tiempo con ‘librium’.
arrancó la receta del talonario y se la alargó.
yo trataría de quedarme cerca de ella, mistress macneil. estos enfermos ambulatorios, si es eso lo que tiene, siempre pueden lastimarse. su dormitorio, ¿está cerca del de ella?
sí.
bien ¿en la planta baja?
no, en el primer piso.
—¿hay ventanas grandes en la habitación de la niña?
sí, una. ¿por qué?
debería tratar de mantenerla cerrada, e incluso ponerle un candado. en un estado de trance se podría tirar por ella. una vez tuve un...
—...paciente -completó chris con un dejo de sonrisa cansina.
parece que tengo muchos, ¿no? -dijo, siguiendo la broma.
algunos.
pensativa, apoyó la cabeza en una mano y se inclinó hacia delante.
hace un momento estaba pensando en otra cosa.
—¿en qué?
me ha dicho usted que, después de un ataque, la enferma se quedó profundamente dormida, ¿verdad? así ocurrió la noche del sábado.
sí -asintió klein.
entonces, ¿cómo puede ser que las otras veces que sentía moverse la cama estuviera bien despierta?
usted no me ha dicho eso.
pero ocurrió así. parecía estar bien. venía a mi dormitorio y me pedía que la dejara meterse en la cama conmigo.
—¿se orinaba en la cama? ¿vomitaba?
chris negó con la cabeza.
no, estaba bien.
klein frunció el ceño y se mordió ligeramente el labio inferior.
bueno, veamos lo que nos dicen esas radiografías -concluyó.
chris se sentía agotada cuando acompañó a regan al radiólogo; permaneció a su lado mientras le tomaba las radiografías, y la llevó de vuelta a casa. la niña había permanecido extrañamente callada desde la segunda inyección, y chris hacía ahora esfuerzos por despertar su interés.
—¿quieres jugar al monopolio o a alguna otra cosa?
regan dijo que no con un movimiento de cabeza y clavó en su madre una mirada perdida, que parecía posarse en una infinita lejanía.
tengo sueño -dijo regan, con una voz que, como los ojos, reflejaba su agotamiento. luego se volvió y subió a su dormitorio.
debe de ser el ‘librium’“, pensó chris mientras la observaba.
finalmente, suspiró y entró en la cocina. se sirvió café y se sentó junto a sharon, en un rincón de la mesa.
—¿qué tal ha ido?
—¡oh, dios mío!
chris dejó la receta sobre la mesa.
—¿por qué no encargas por teléfono la medicina? -dijo, y después le explicó lo que había dicho el médico-. si estoy ocupada o tengo que salir, cuídala bien, shar. -la luz. de repente-.
ahora me acuerdo.
se levantó de la mesa y fue al dormitorio de regan; la encontró tapada y aparentemente dormida.
chris se acercó a la ventana y ajustó la falleba. miró hacia abajo. la ventana, que se abría a un lado de la casa, daba a la escalera, que descendía, abrupta, hacia la calle.
—”tengo que llamar a un cerrajero en seguida”.
regresó a la cocina, añadió este encargo a la lista que le había dado a sharon, dictó a willie el menú para la cena y llamó a su representante.
—¿qué te ha parecido el guión? -quiso saber él.
es muy bueno, ed; hagámoslo -le contestó-. ¿cuándo podemos empezar?
bueno, tu parte en julio, de modo que habrías de empezar a prepararte ya.
—¿quieres decir ahora mismo?
sí, ahora. esto no es actuar ante las cámaras, chris. has de trabajar mucho antes del rodaje propiamente dicho. tienes que estar de acuerdo con el decorador, con el modista, con el maquillador y con el productor. y deberás elegir un operador y un jefe de fotografía e ir pensando ya en las tomas. vamos, chris, ya conoces bien el asunto.
sí, bueno...
—¿tienes algún impedimento?
sí, regan está bastante enferma.
—¡oh, lo siento! ¿qué le pasa?
todavía no saben qué es.
estoy esperando unos análisis.
escucha, ed, ahora no puedo dejarla.
—¿quién dice que debas dejarla?
no me entiendes, ed. necesito estar en casa con ella.
precisa que la atienda. no te lo puedo explicar, ed, es muy complicado. ¿por qué no podemos aplazarlo durante un tiempo?
no podemos. quieren tenerlo listo para navidad, y nos apremian.
—¡por dios, ed!, creo que pueden esperar dos semanas.
—¿por qué insististe tanto en que querías dirigir, y ahora, de pronto...?
tienes razón, ed, ya lo sé -lo interrumpió-. en realidad quiero hacerlo, pero vas a tener que decirles que necesito un poco más de tiempo.
creo que si te hago caso lo echaremos todo a perder. no es a ti a quien quieren; eso no es noticia. lo hacen sólo por moore, y creo que si van y le dicen que no estás tan segura de querer hacerlo, le dará un ataque. vamos, chris, seamos razonables. haz lo que quieras. a mí no me importa. eso no va a dejar dinero, a menos que produzca un gran impacto. pero te advierto que si les pido una prórroga, lo estropearemos todo. ¿qué les digo, pues?
—¡dios mío! -suspiró chris.
ya sé que no es fácil.
no lo es. escucha... -pensó. después movió la cabeza-. ed, tendrán que esperar -dijo, al fin, cansada.
—¿es tu última decisión?
sí, ed. avísame de cualquier cosa.
lo haré. ya te llamaré.
tranquilízate.
gracias, ed.
deprimida, colgó el teléfono y encendió un cigarrillo.
—¿te he dicho que he hablado con howard? -preguntó a sharon.
—¿cuándo? ¿le has comunicado lo que le está pasando a rags?
sí, y también que ha de venir a verla.
—¿va a venir?
no sé. no lo creo -respondió chris.
deberías pensar en que hará lo posible.
sí, ya lo sé -suspiró chris-. pero has de entender lo que le pasa, shar. yo sé lo que es.
—¿qué es?
—¡oh, todo el asunto de ‘esposo de chris macneil’! rags era también parte de eso. ella estaba dentro, y él, fuera. siempre rags y yo juntas en las portadas de las revistas; en las fotos, madre e hija, mellizas de la propaganda cinematográfica. -tiró la ceniza del cigarrillo con un caprichoso movimiento de los dedos-.
bueno, ¡quién sabe! todo es bastante confuso. pero resulta difícil entenderse con él, shar. no puedo hacerlo.
tomó un libro que había junto a sharon.
—¿qué estás leyendo?
—¿cómo? ¡ah, “eso”! es para ti. me había olvidado. lo trajo mistress perrin.
—¿ha estado aquí?
sí, esta mañana. dijo que lamentaba no poder verte, pero que se iba de la ciudad. te llamará apenas vuelva.
chris asintió y echó una rápida mirada al título del libro: “estudio sobre la adoración al demonio y relatos de fenómenos ocultos”.
lo abrió y encontró una nota manuscrita de mary jo.

querida chris: acerté a pasar por la biblioteca de georgetown university y saqué este libro para ti. tiene algunos capítulos sobre la misa negra. deberías leerlo todo.
creo que las otras partes te van a resaltar particularmente interesantes. hasta pronto.
mary jo.

—¡qué mujer tan amable! -exclamó chris.
tienes razón -admitió sharon.
chris hojeó el libro.
—¿qué novedades trae sobre la misa negra? ¿algo muy desagradable?
no sé -contestó sharon-. no lo he leído.
—¿no es bueno para serenarse?
sharon se desperezó y bostezó.
esas cosas no me afectan.
—¿qué ha pasado con tu complejo de jesús?
—¡oh, vamos!
chris empujó el libro sobre la mesa, en dirección a sharon.
aquí tienes. léelo y dime qué pasa.
—¿para tener pesadillas?
—¿para qué crees que te pago?
para vomitar.
eso puedo hacerlo yo misma -murmuró chris, y tomó un diario de la tarde-. para eso lo único que hay que hacer es meterse en la garganta los consejos del representante comercial; así se vomita sangre durante una semana. -irritada, dejó el diario a un lado-.
¿puedes sintonizar la radio, shar? quiero oír las noticias.
sharon cenó con chris y luego salió. se olvidó del libro. chris lo vio sobre la mesa y pensó leerlo, pero al final se sintió muy cansada. lo dejó en la mesa y subió a la planta alta.
contempló a regan, que parecía seguir durmiendo tapada y, aparentemente, sin haberse despertado.
examinó de nuevo la ventana. al salir del dormitorio se aseguró de que la puerta quedaba bien abierta, y lo mismo hizo con la de su cuarto, antes de meterse en la cama.
vio parte de una película por televisión. después se durmió.
a la mañana siguiente, el libro sobre la adoración al demonio había desaparecido de la mesa.
nadie supo dónde estaba.