No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El jardín de las tumbas

 de Amparo Dávila 

A DIEGO DE MESA


...a la entrada de la capilla hay una inscripción en latín que yo leo siempre cuando cruzo la puerta... La memoria fue tan fiel que sintió como si hiciera muy poco tiempo desde la última vez que estuvo en el convento. Recordaba con toda claridad el gran patio central con su majestuosa arquería, la capilla a un lado, el jardín, el enorme comedor con su larga mesa, las galerías, las celdas, el escritorio de su padre, donde siempre lo encontraba escribiendo, leyendo, pensando; la puerta que separaba el mundo de la luz y el mundo de la sombra, el mundo de lo conocido y el mundo de lo desconocido, de aquel misterio temido y anhelado...

... todos los veranos salimos de vacaciones y mi familia renta un viejo convento abandonado para ir a descansar y a huir del calor de la ciudad. Yo debo haber tenido unos cuantos meses la primera vez que me llevaron al convento y desde entonces no hemos dejado de ir verano tras verano durante muchos años. ¡Qué felices somos mis hermanos y yo de dejar por un tiempo el departamento de la ciudad, la escuela y las tareas, de tener todo el día para jugar y tanto espacio...!

... comenzamos a hacer planes y preparativos para las vacaciones con varios meses de anticipación. Seleccionamos cuidadosamente los juguetes y la ropa que vamos a llevar y ahorramos casi todo el dinero que mi padre nos da los domingos, para dulces y helados. Con ese dinero comprarnos las cosas que necesitamos para nuestros juegos...

... durante el día el viejo convento es un lugar maravilloso. Las horas se nos van jugando a la pelota en el patio central o en el jardín. Nuestro jardín fue el cementerio de los frailes y está lleno de tumbas que sólo tienen unas lápidas de cantera al nivel del suelo; en algunas todavía se pueden leer los nombres de los monjes, en otras están ya borrados. Sólo hay una tumba grande con monumento, la de un Obispo que, según cuentan, vino a visitar el convento y se murió de pronto. Nosotros corremos y brincamos sobre las tumbas atrapando ardillas o cazando mariposas; otras veces somos exploradores en busca de grandes tesoros cuyo hallazgo nos convertirá de la noche a la mañana en señores poderosos... No pudo menos que sonreír. La lectura del diario lo complacía y no dejó de sentir nostalgia de aquella edad tan desprovista de malicia literaria y de las complicaciones de la vida. Lo había escrito entre los nueve y los dieciséis años y estaba dividido en dos partes: la primera contenía episodios de su infancia y la segunda el comienzo de su primera juventud. El diario quedó interrumpido cuando se fue a Francia. Con este solo hecho había sentido que pasaba a una etapa más seria de su vida y que el diario era un síntoma de adolescencia...

...al anochecer todo cambia de rostro; nuestro castillo (nosotros jugamos a que el convento es un castillo legendario) se transforma en una serie de largas y oscuras galerías sumidas en el silencio. Por ningún motivo nos hacen ir al jardín o atravesar solos el patio central; bajo la luz de la luna se pueblan de sombras aterradoras y monstruosas. Los duraznos y los almendros que el viento mueve semejan espectros que se abalanzan sobre nosotros... Marcos encendió un cigarrillo y avivó el fuego de la chimenea; el invierno se anticipaba y las noches empezaban a ser frías. Llegó a su departamento con la intención de concluir el ensayo prometido a Pablo para su revista, y al buscar unas fichas bibliográficas había encontrado aquel viejo diario. Y allí estaba sin ganas ya de trabajar. En realidad se sentía muy cansado para intentar escribir, "día completo", y le dio fastidio hacer un recuento de todo lo que había hecho...

… mis hermanos y yo siempre hemos creído que en la tumba del Obispo está el tesoro que los monjes enterraron cuando dejaron el convento. Hacemos excavaciones a los lados del monumento, pequeños túneles por donde intentamos llegar hasta el ataúd del Obispo. Siempre nos turnamos para escarbar y uno de nosotros o un amigo vigila subido en un árbol la llegada de algún intruso que pueda delatarnos con nuestros padres. Cuando nos llaman a comer cubrimos cuidadosamente los agujeros con ramas y tierra para que nadie pueda sospechar lo que estamos haciendo y no nos ganen el tesoro...

... nunca hemos podido llegar hasta el ataúd del Obispo porque los agujeros que hacemos un día al siguiente están otra vez llenos de tierra. Si alguna vez lo conseguimos, yo me pregunto si tendremos el valor de abrirlo; ahí está sin duda el tesoro, pero también está el Obispo sin ojos ya y carcomido por los gusanos y esto, realmente, resulta superior a nuestras fuerzas. Por la sola profanación de su tumba él me persigue todas las noches...

... a las siete de la noche cenamos; mi padre se sienta a la cabecera de la larga mesa. A los niños no se nos permite hablar y comemos siempre en silencio. Al terminar mi padre da gracias por la cena, por el día vivido y por muchas otras cosas. Después nos despedimos de ellos y subimos a acostarnos. Yo voy el primero por ser el menor y cada uno de nosotros lleva su vela. Mis dos hermanos duermen en la misma celda; yo, solo. Jacinta, nuestra nana, me acompaña y se queda mientras me desvisto; una vez que estoy en la cama apaga la vela y sale de la celda. Entonces empieza la noche del terror para mí y no sé, ni sabré nunca, si para mis hermanos. Yo jamás he podido confesarles mis pánicos ni contarles nada de lo que me ocurre por las noches; temo que se burlen de mí y me pongan algún apodo ridículo y humillante. Yo quisiera pedirle a gritos a mi nana que no me deje solo y que no apague la luz, pero la vergüenza me hace enmudecer... A los cuarenta años tampoco podía vencer el miedo a la oscuridad; se sentía perdido en la tiniebla; a veces cuando de pronto se quedaba a oscuras, no podía moverse; siempre presentía tropezar con algo o experimentaba la extraña sensación de no encontrarse en su casa o en el sitio donde estaba al apagarse la luz, sino en otro lugar totalmente desconocido y poblado de presencias que lo rodeaban. Lo iban cercando y cada vez se estrechaban más sobre él...

... el mundo tenebroso de la oscuridad y el silencio creciente se apodera de mí, cuando me quedo solo en la celda, un sudor frío y pegajoso me surca la frente y pueden escucharse los latidos de mi corazón mientras mil sombras se remueven en la oscuridad. Me voy recogiendo en la cama hasta quedar hecho un ovillo y jalo los cobertores hasta la nariz. Trato de pensar entonces en la Navidad o en mi cumpleaños, en los premios de la escuela, pero todo resulta inútil nada logra distraerme ni aminorar mi miedo. Nunca puedo cerrar los ojos, porque siento que así aumenta el peligro. No pasan las horas y las noches se hacen eternas. Sombras que van y vienen, murmullos, pasos, roces de hábitos, aleteos, cadenas que se arrastran, rumores de plegarias, quejidos apagados, un viento helado que me llega hasta los huesos, el Obispo sin rostro frente a mí, sin rostro, sin ojos, hueco... Algunas veces se despertaba de pronto a mitad de la noche; la débil luz de la luna o del alumbrado de la calle que se filtraba por la persiana solía tener un tinte azuloso, casi metálico y todo comenzaba a girar dentro de una atmósfera inquietante. Su corazón latía con violencia y un frío espanto lo iba invadiendo hasta lograr paralizarlo por completo cuando advertía que no estaba solo, que alguien sentado frente a su cama lo observaba fijamente, penetrándolo hasta el alma con sus cuencas vacías... Transcurría una eternidad de angustia y pavor desorbitado hasta que su mente funcionaba de nuevo y descubría, o más bien se daba cuenta de que el Obispo no era sino su ropa que había dejado en desorden sobre la silla...

... cuando la primera luz del día comienza a filtrarse por la claraboya de la celda, el Obispo se marcha y con él las sombras y los ruidos. El terror de la noche desaparece y yo empiezo a reconocer la celda y todas mis cosas. Me estiro por primera vez en la cama, los brazos y las piernas pierden su rigidez y caigo de golpe en el sueño. Al poco rato la voz de Jacinta me obliga a despertar...

... me gustaría saber cómo pasan las noches mis hermanos, si son iguales a las mías. Pero nunca me he atrevido a preguntarles nada. A la hora del desayuno están siempre frescos y contentos, llenos de planes para él día. Algunas veces mi madre se da cuenta de mi palidez y de los bostezos que yo no puedo contener. "¿Estás enfermo hijo, dormiste mal?", y me observa atentamente. Yo me apresuro a decirle que estoy muy bien y que dormí toda la noche. Mientras hablo siento que me voy poniendo colorado ante el temor de que mi propia voz me denuncie. No pondría soportar las preguntas de mis padres ni las burlas de mis hermanos después. "¿De modo que usted le tiene miedo a los fantasmas? ¿Y cómo son los fantasmas, hijo mío?" Casi oigo la voz de mi padre y puedo hasta imaginar su sonrisa... Aún no sabía gran cosa de sus hermanos, se querían bien respetándose en todo, sé buscaban con cierta frecuencia y charlaban a gusto, pero siempre había existido algo como una barrera interior que él no lograba franquear. Tal vez vivía muy encerrado en su propio mundo y no le interesaba moverse en el de ellos. "Yo quisiera que fueras más sencillo, así como tus hermanos, vives demasiado dentro de ti, hijo mío”, solía decirle su madre. ¡Cómo me gustaría penetrar en tu mundo!" Su mundo era sólo su mundo, lleno siempre de inquietud, angustia de todo y de nada, ansiedad acrecentada por los años, desasosiego, andar de aquí para allá buscando un sitio, el sitio que no encontraba, nunca la paz, aburrimiento constante de lo que tenía; o deseo de algo distinto; la soledad a cuestas siempre, ni siquiera su obra bastaba, sólo en el tiempo de la gestación era parte suya, después podía haber sido la de otro, tan lejana, como nunca creada por él...

 

II

... todas las noches salgo del convento. Cuando todos duermen me escapo sin hacer ruido. No puedo aún superar el miedo de descubrir o presentir en la sorda oscuridad de la celda la figura del Obispo sin rostro que me acechó tantos años, cuando yo no podía hacer otra cosa que vivir la noche del terror... Tendría unos dieciséis años cuando empezó a escaparse por las noches. Aún recordaba la emoción de sus primeras huidas llenas de sobresaltos y del temor de ser descubierto por sus padres...

... finjo acostarme para no despertar sospechas y cuando todo está en calma salgo apresuradamente del convento. En la taberna del pueblo bebo algunas copas con los muchachos campesinos, lo cual es necesario para darme valor. Me siento bastante cohibido ante ellos, tan decididos y directos en todos sus actos. Al principio no aceptaban muy bien mi compañía pero poco a poco he sabido ganarme su confianza y su estimación...

Anoche había bebido mucho, tontamente; le daba rabia recordarlo. La reunión marchaba muy agradablemente y todo mundo estaba contento. José era un gran conversador, sin duda alguna, lleno de ironía, afecto a burlarse de todos y de sí mismo. De pronto lo molestó aquella broma de José; conociéndolo tanto como lo conocía no dudaba de que ya desde antes hubiera hecho reír a los demás a costa suya. Se puso bastante tenso y comenzó a beber copa tras copa hasta embrutecerse. Siempre era lo mismo, por una cosa, por otra, por nada, él bebía como esponja; antes era la timidez "darse valor", como pensaba a los dieciséis años, después...

... bien puedo decir que llevo una doble vida, durante el día soy uno en el convento con mis padres y mis hermanos, y por la noche en la taberna soy otro; allí bebo, juego a la brisca, bailo fox y danzón y acabo la noche en la estrecha cama de Carmen... No se explicaba corno a pesar de la gran timidez de aquel entonces que lo hacía ruborizarse ante la sola presencia de cualquiera de las amigas de sus hermanos, había buscado el cuerpo de una mujer para escapar de la noche a solas. Aún perduraba aquella sensación que lo hacía sentirse como el único sobreviviente de un naufragio, sin voces, sin calor, como caer de golpe en la muerte, soledad del cuerpo y soledad de adentro, vacío, oscuridad, silencio aplastante. Ese miedo a estar solo lo había perseguido y lo perseguía siempre. Con frecuencia, cuando ya iba para su casa a dormir, bien entrada la noche, después de haber estado en alguna fiesta, lo asaltaba aquel temor incontrolable. No llegaba a su casa, se metía en el primer bar o café que encontraba abierto y allí esperaba pacientemente, bebiendo o tomando café, a que se hiciera de día. Muchas veces sonaban las seis o las siete de la mañana cuando por fin llegaba a su departamento y encontraba a la portera barriendo la calle. "Fue larga la fiesta, joven", y lo miraba con ojos sospechosos...

...anoche por poco y me descubren. Matilde salió de la cocina cuando yo creía que ya se había acostado. Me pegué a un pilar, casi incrustándome en él y detuve la respiración. Por fortuna el viento le apagó la vela. Gruñó algo entre dientes y se volvió a encenderla. Nunca he corrido tan aprisa. De sólo pensar que me hubieran descubierto y que ya no pudiera seguirme escapando por las noches, me sentí enfermo. En la taberna todos lo notaron. "Parece que te hubieran espantado", dijo Jacobo al verme, y me hizo beber sin respirar, un buen fajo de vino...

... si mi madre supiera dónde paso las noches, sufriría mucho y no lo entendería. Las madres nunca se resignan a que los hijos dejen de ser niños. A veces cuando la beso y le doy las buenas noches me siento bastante culpable de engañarla y experimento fuertes remordimientos, pero cuando llego a la celda no deseo más que huir de allí a toda prisa...

... fue peligrosa la riña de anoche y una suerte que yo no saliera con algún golpe notorio en la cara. Yo no debí intervenir, pero de no haberlo hecho hubiera quedado muy mal en la opinión de todos y no podría volver más a la taberna. Todo el día me sentí mal, adolorido y cansado, sin humor de hacer nada…

...no estoy enamorado de Carmen, presiento que el amor debe ser otra cosa. Durante el día casi no la recuerdo y no siento necesidad de verla, no sabría ni de qué hablarle. Y no es que sea fea, todos los muchachos la encuentran guapa. Algunas veces he pensado ya no buscarla más, pero no puedo dejarla, junto a ella no temo la noche, su cuerpo es como un refugio... Seguía creyendo que el amor debía ser otra cosa; siempre que algo terminaba se repetía lo mismo y esperaba algo diferente, pero ya estaba bastante cansado, ¿por qué no confesárselo?, de tantas entregas mezquinas, de tantos equívocos, de encontrar sólo el placer por el placer mismo, sin nada más. ¡Cómo envidiaba a veces a sus hermanos y a algunos de sus amigos que encontraban una mujer y ahí anclaban, eran felices con su pequeña vida cotidiana carente de gran emoción tal vez, pero que en cambio les daba seguridad, compañía, y no esa soledad agobiadora, cada vez más grande y cada vez más difícil de llenar, ese andar de aquí para allá como perros sin dueño, sin tener un hogar y sí la libreta del direcciones llena de nombres y teléfonos de mil mujeres que no significaban, la mayoría de las veces, más que un breve intervalo o un capricho.; Sintió frío, necesidad de tener alguien allí, un perro, un gato, un rostro familiar, aunque no fuera el gran amor ni la gran pasión; una compañía solamente, oír pasos, algo caer y romperse, otra respiración, el calor de un cuerpo confundiéndose con el suyo dentro del sueño, un calor que ya de tan conocido le pareciera el suyo propio. Sintió más frío, se sirvió una copa de coñac y se acercó a la chimenea. Comenzó a recorrer con la vista los libros, los discos, sus colecciones de pipas y timbres, los mil objetos que había ido acumulando a través de los años, todas esas cosas que compraba para darle al departamento la sensación de hogar, allí estaba en medio de aquel mundo estático, angustiosamente solo. Bebió un coñac y otro; el reloj de una iglesia distante dio las tres de la mañana. Bostezó, tenía sueño, aquella lectura le había removido muchas cosas que prefería ignorar por no tener solución. Se desnudó y se metió en la cama. Antes de apagar la luz organizó su plan para el día siguiente: desayunar con X, después ir con el sastre, recoger los libros que había encargado y que ya estaban en la librería, comer en cualquier sitio y ponerse a trabajar toda la tarde y parte de la noche hasta terminar el ensayo. Después se durmió profundamente.

La luz del día entraba triunfante por la claraboya de la celda.

—Yo creía que ya estabas levantado y vestido; mira que te has aprovechado hoy que tus padres han ido al pueblo —decía Jacinta— pero ya les avisaré de tu flojera cuando vengan.

Marcos abrió los ojos, con gran esfuerzo, y miró a Jacinta entre la bruma del sueño.

—Y no pongas esos ojos de borrego agonizante que no me conmueves, a levantarse pronto, tus hermanos ya se están desayunando —seguía diciendo Jacinta.

El niño se removió en la cama y bostezó repetidas veces, y a medida que iba despertando y su mente se empezaba a despejar, experimentaba una gran sensación de alivio al comprobar que por fortuna había pasado otra noche de espanto y ya era nuevamente de día.


C.3.3.

 de Hanns Heinz Ewers

 



Mimes, in the form of God on high, 

Mutter and mumble low, And hither and thither fly; 

Mere puppels they, who came and go At bitting of vast formless things, That shift the scenery to and fro, Flapping from out their condor wings 

Invisible woe. But see, amid the mimic rout A crowling shape intrude! 

A blood-Ored thing that writhes from out 

The scenic solitude! It writhes! It writhes!

E. A. POE: Ligeia

 

 

 

Había estado mirando fijamente hacia abajo durante un cuarto de hora, desde la Punta Tragara, naturalmente al mar, al sol y a las rocas. Me levanté, me volví para irme. Pero alguien se sentó a mi lado en el banco de piedra y me retuvo por el brazo.

—Buenos días, Hanns Heinz —dijo.

—Buenos días —dije yo. Le miré, era seguro que le conocía, pero no podía acordarme. ¿Quién era?

—¿Ya no me reconoce? —dijo algo atropelladamente.

También conocía la voz, ¡con toda seguridad! Pero era diferente, volando, flotando, danzando. ¡Pero no así! Así: pegajosa, balbuceante.

Por fin.

—¿Oscar Wilde?

—Sí —dijo esa voz entrecortada—, ¡o casi! Mejor diga: C. 3. 3., es decir, lo que la prisión ha dejado de Oscar Wilde.

Le contemplé. C. 3. 3. ya no era mucho, sólo un rastro de suciedad, un feo recuerdo de O.W.

Me gustaría darle la mano, pensé. Hace cinco años no le diste la mano. Eso fue por entonces una estupidez de tu parte, y Oscar Wilde se rió cuando el joven Douglas se enojó. Si hoy le das la mano, parecerá que se la das al mendigo, a C. 3. 3., por compasión. ¿Para qué pisar a un gusano enfermo?

No le di la mano. Creo que Oscar Wilde me lo agradeció en su interior. Bajamos por los escalones sin decir nada. Ni siquiera le miraba. Eso pareció hacerle bien.

Al llegar a una cuesta le pregunté:

—¿Por allí arriba?

Su risa salió arrastrándose de su boca como sapos sin patas. A continuación, dobló la cabeza a un lado y a otro, muy lentamente, y luego miró hacia arriba y dijo burlón:

—¿C. 3. 3.?

No, no podía ser; reí. Y O.W. se alegró de que no mostrara compasión alguna por él.


Fuimos bordeando la montaña, nos sentamos en una roca, contemplamos el Arco. De repente dije:

—Hace años caminaba por este sendero con la gran Annie Ventnor. Y aquí nos encontramos con Oscar Wilde. Aquella vez su labio superior se levantó, sus ojos brillaron y me miraron, de modo que mis manos se agitaron y rompieron al instante el bastón para no golpearle con él en la cara. En este mismo lugar vuelvo a estar sentado hoy: Lady Ventnor está muerta y junto a mí está C. 3. 5. Es como un sueño.

—Sí —dijo O.W

—Como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

—Sí… ¿qué ha dicho usted? —exclamó Oscar Wilde rápidamente, perplejo, angustiado, visiblemente agitado.

Lo repetí sin darle importancia:

—Como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

Mis labios simplemente se movieron, apenas sabía qué decía y qué pensaba en realidad.

Oscar Wilde se sobresaltó; esta vez su voz adoptó el viejo timbre del hombre cuyo espíritu orgulloso se elevó tanto sobre la plebe contemporánea.

—Guárdese de conocer al extraño, a no todos les gusta encontrarse con él.

No le entendí y quise preguntar, pero hizo un gesto con la mano, se volvió y se alejó caminando. Le miré cómo se iba.

De repente se detuvo, tosió, pero no se volvió. Lentamente, inclinado hacia delante, cojeando, casi arrastrándose: ese semidiós, del que hipócritas buitres carroñeros habían hecho a C. 3. 3.

Tres días más tarde recibí una tarjeta.

«O.W desea hablarle. Le espera a las ocho de la tarde en la Grotta Bovemarina». Fui a la playa, llamé con un silbido al barquero; navegamos en la noche estival.

En la Grotte estaba Oscar Wilde, sentado en una roca, descendí de la barca y le dije al barquero que podía irse.

—Siéntese —dijo O.W Un último resplandor crepuscular recayó en la oscura gruta marina, en la cual las aguas verdes lloraban y se quejaban en las paredes como si fueran niños pequeños.

La había visitado a menudo. Sabía muy bien que sólo eran las olas batiendo en las rocas y, no obstante, no me abandonaba la sensación de que pequeños niños desnudos llamaban desesperadamente a la madre. ¿Por qué O.W. había quedado conmigo precisamente en este lugar?

Él leyó mis pensamientos y dijo:

—Esto me recuerda a mi prisión.

Dijo «mi» prisión, y su voz entrecortada sonó como si fuera un bello recuerdo. Luego continuó:

—Hace unos días me dijo unas palabras… y no sé si pensó algo al decirlas. Dijo que todo es como el sueño de un extraño que sueña con nosotros.

Iba a responderle, pero no me dejó tomar la palabra y siguió hablando:

—Dígame… ¿hubo muchos que sacudieron la cabeza cuando me dejé encerrar? Se pensó: ¿por qué va Oscar Wilde a la cárcel?, ¿por qué no se pega un tiro en la cabeza?

—Sí, eso lo pensaron muchos.

—¿Y usted?

—Yo pensé que sus motivos tendría.

—El motivo lo acaba usted de decir: porque todo eso no es más que el sueño de un extraño que sueña con nosotros. Le miré y él me devolvió la mirada.

—Sí —continuó—, eso fue. Le he pedido que venga aquí para explicárselo.

Se quedó mirando fijamente el agua, pareció escuchar atentamente su gorgoteo. Un par de veces frotó la rodilla con el dedo índice de la mano izquierda, como si quisiera escribir letras. Tras un rato sin levantar la mirada, dijo:

—¿Quiere que se lo cuente?

—Claro. O.W. respiró profundamente varias veces.

—No era necesario que fuera a prisión. El primer día de la vista un amigo ya me dio a escondidas un revólver, el mismo con el que se mató Cyril Graham. Era un revólver pequeño y muy bonito, con las armas y el monograma de la duquesa de Northumberland en rubíes y crisoberilos, un espléndido pequeño revólver que era digno de ser empleado por Oscar Wilde. Cuando tras la sesión me volvieron a llevar a la cárcel, jugué con él en mi celda durante una hora. Me lo llevé a la cama, lo puse a mi lado y me dormí con la alegre tranquilidad de tener a un amigo seguro que en cualquier momento me podía liberar de los esbirros. Aun en el caso de que el jurado me declarase culpable, lo que yo por entonces no consideraba posible.

En esa noche tuve un sueño muy extraño. Junto a mí vi a un ser raro, una masa blanda semejante a un molusco que parecía acabar arriba en una careta. La criatura no tenía ni brazos ni piernas, era como una gran cabeza oblonga de la cual crecían instantáneamente, por todas partes, unos miembros viscosos. El conjunto tenía un color blancuzco verdoso, casi transparente, que corría entreverado en miles de líneas. Y con este ser estuve conversando, no me acuerdo sobre qué. Pero nuestra conversación se tornó cada vez más excitada. Por fin, la máscara se burló de mí con desprecio y dijo:

—¡Lárgate, no merece la pena seguir charlando contigo!

—¿Qué? —respondí yo—. ¡Esa sí que es buena! ¿Cómo puede atreverse a ser tan descarada una criatura que no es más que una quimera demencial fruto de mi cerebro?

La careta se frunció en una risa sarcástica, se inclinó un par de veces y luego cloqueó:

—¡Conque esas tenemos! ¿Que yo soy una quimera fruto de tu cerebro? No, mi pobre amigo, al contrario: yo sueño, y tú no eres más que un puntito diminuto en mi sueño.

Al decir esto aquella cosa sonrió maliciosamente, cada vez más, hasta que la máscara entera pareció convertirse en una enorme sonrisa. Luego desapareció y yo sólo veía esa sonrisa enorme en el aire.

Al día siguiente el juez me preguntó durante la vista sobre Parker:

—¿Así que le gusta cenar con jovencitos de las clases bajas? Yo respondí:

—¡Sí! En cualquier caso me gusta más que ser interrogado aquí.

Con esta respuesta el público estalló en una carcajada. El juez lo censuró y amenazó con despejar la sala si se repetía una vez más. Fue ahora cuando por primera vez dirigí mi mirada al fondo de la sala, reservado para el público. No vi a una sola persona, todo el espacio estaba ocupado por esa criatura espantosa y amorfa. La sonrisa maliciosa que me había atormentado toda la noche se dibujaba por toda la careta. Me llevé la mano a la cabeza: ¿era posible que todo eso fuera una comedia, una bufonada soñada por esa criatura?

Entretanto, el juez volvió a formular una pregunta que respondió Travers Humphreys, uno de mis abogados. Desde el fondo de la sala volvió a resonar una risa contenida. La careta pareció contraerse y emitir una suerte de cloqueo. Cerré los ojos y los mantuve cerrados con fuerza durante un rato, luego volví a mirar hacia atrás. Ahora vi a personas en los bancos; allí estaba sentado John Lane, mi editor, más allá Lady Welshbury y, junto a ella, Frank Harris. Pero a través de ellos, en ellos, sobre ellos se extendía la extraña criatura: de ella parecía originarse la sonrisa cansada.

Me obligué a apartar la mirada, no volví a mirar atrás. No obstante, me fue imposible seguir con atención el juicio, siempre sentía esa vil sonrisa maliciosa en la nuca.

Luego opinaron los señores miembros del jurado que yo era culpable. Cuatro agentes, cinco comerciantes en lana, harina y whisky, dos maestros de escuela y un maestro carnicero muy honorable enviaron a Oscar Wilde a la cárcel. Realmente muy gracioso.

O.W. dejó de hablar y se rió; mientras, tiró piedras al mar.

—¡Realmente muy gracioso! ¡Qué listos! ¿Sabe que el tribunal, todo tribunal, es la institución más democrática y plebeya que hay? Sólo el hombre común y corriente tiene un buen tribunal capaz de juzgarle. Los jueces están muy por encima, ¡y así debe ser! ¿Pero nosotros? Con ninguno de mis jueces habría intercambiado en algún lugar una palabra; ninguno conocía ni una sola línea de mis obras, ¿para qué? No la habría entendido. Y esas buenas gentes honradas, esas miserables lombrices pudieron enviar, con toda justicia, a Oscar Wilde a la cárcel. ¡Realmente muy gracioso!

Este pensamiento me ocupó cuando volví a estar solo en mi celda. Jugué con él, le di mil vueltas, de él hice media docena de aforismos, cada uno de los cuales tenía más valor que todos los jurados en Inglaterra durante todo el periodo glorioso de la gran reina. Y me quedé dormido la mar de divertido y satisfecho; mis aforismos eran realmente buenos, realmente.

Para cualquiera que haya sido condenado a unos años de prisión, la existencia despierta, se dice, es una tortura, y el sueño una bendición. En mi caso era diferente. Apenas me quedaba dormido, ya estaba la dichosa careta junto a mí.

—Tú —me dijo, y sonrió satisfecha—, tú eres un sueño de lo más divertido.

—¡Vete de aquí! —grité yo—, ¡me aburres! ¡No puedo soportar máscaras oníricas imaginarias!

—Una y otra vez la misma chifladura —se rió la criatura complacida—, ¡tú eres mi sueño!

—¡Y yo te digo que es al revés! —grité yo.

—Te equivocas —dijo la máscara.

Y comenzó una larga discusión, en la cual cada uno intentaba convencer al otro; la criatura refutaba todos mis motivos; cuanto más me excitaba, con tanta más íntima satisfacción se reía ella.

—Si yo soy tu sueño —exclamé yo—, ¿cómo es posible que hables conmigo en inglés?

—¿Qué dices que yo hablo contigo?

—¡Inglés, mi lengua materna! —dije yo triunfante—. Y eso demuestra…

—¿Estás chiflado? —se rió la máscara—, ¿que yo hablo tu lengua materna?

¡Naturalmente! ¡Fíjate!

Y ahora me di cuenta de que no estábamos hablando en inglés. Hablábamos un idioma que yo no conocía, pero que, no obstante, hablaba y entendía muy bien y que sin duda no tenía nada que ver con ninguna otra lengua universal.

—¿Ves cómo no tienes razón? —sonrió con malicia la cosa.

Yo no respondí; durante unos minutos imperó un profundo silencio. Pero al poco comenzó de nuevo:

—Sigues teniendo ese revólver tan bonito. Sácalo, me gustaría tanto soñar cómo te pegas un tiro. Tiene que ser muy divertido.

—¡Ni por mientes! —grite yo, tomé el revólver y lo arrojé a un rincón.

—Piénsalo bien —dijo la máscara, se dio la vuelta y me trajo el revólver—, es un arma muy bonita —dijo, y la puso de nuevo a mi lado, en la cama.


—¡Mátate tú si quieres! —bramé yo furioso, me di la vuelta y me metí los dedos en los oídos. Pero eso no sirvió de nada, comprendía cada palabra tan bien como antes. La careta estuvo toda la noche junto a mí, se reía y me pedía que por fin me matara.

Cuando me desperté, el vigilante abría precisamente la puerta para traerme el desayuno. Salí de la cama de un salto, como desquiciado, y le puse el revólver en la mano.

—¡Lléveselo enseguida, rápido, rápido! Esa máscara onírica no debe salirse con la suya.

La criatura volvió la noche siguiente.

—Qué lástima —dijo— que te hayas desprendido de ese pequeño revólver tan bonito. Pero aún puedes ahorcarte con los tirantes de tus pantalones. Eso también sería divertido.

Por la mañana rompí y rompí con indecible esfuerzo los tirantes hasta reducirlos a pequeños retales.

Así que fui a prisión. Oscar Wilde no tuvo el pundonor de emprender la lucha contra la necedad del mundo, de desempeñar el papel de héroe y de mártir ante los miserables tormentos diarios. Vivió como había vivido, o mejor, no vivió. Pero había un nuevo estímulo y una nueva lucha, una lucha como la que no luchaba apenas un mortal: yo quería vivir para mostrarle a una máscara onírica que yo vivía; mi existencia había de demostrar la inexistencia de otra criatura.

Los cartagineses tenían una pena: la fractura de huesos. Al condenado se le ataba, echado, a una estaca, luego el verdugo le rompía el miembro superior del dedo meñique de la mano derecha y se iba. Tras una hora exacta, regresaba para romperle al delincuente el dedo pequeño del pie izquierdo. Y una vez más, tras una hora, le rompía el primer miembro del dedo meñique de la mano izquierda y, después de una hora, el dedo pequeño del pie derecho. Ante los ojos del prisionero se había situado un gran reloj de arena, así podía constatar él mismo el paso del tiempo. Cuando caían los últimos granos de arena, sabía que había transcurrido una hora y que vendría el hombre a romperle el pulgar. Y luego el dedo grande del pie, y el dedo corazón de la mano, y el dedo índice, miembro tras miembro, con mucha precaución para no romper más de lo debido. Y luego el hueso nasal y el antebrazo y la pierna, cada hueso uno por uno, se entiende. Era una historia de lo más pormenorizada, duraba varios días hasta que el verdugo le rompía el espinazo.

Hoy se emplea un método diferente: mejor. Toma mucho más tiempo, y es el gran arte de todas las torturas. Mire, mis miembros están indemnes y, no obstante, todo lo mío y lo que está en mí está roto, cuerpo y espíritu. Dos años tardaron en Reading Gaol en romper a O.W; allí dominan su arte: ¡C. 3. 3. es una buena publicidad para ellos!

Le digo esto para mostrarle que mi lucha no fue fácil, la máscara tenía realmente todas las ventajas consigo. Venía todas las noches y también con frecuencia de día; deseaba soñar que me mataba, y siempre me sugería nuevos medios para lograrlo.

Transcurrido un año, sus visitas comenzaron a reducirse.

—Me aburres —vino a decirme una noche—, no eres digno de representar un papel principal en mis sueños. Hay otras cosas que son más divertidas. Creo que te estoy olvidando lentamente.

Y ya ve, yo lo creo también: me olvida lentamente. De vez en cuando vuelve a soñar un instante conmigo, pero yo siento cómo mi vida, esta vida onírica, se desvanece paulatinamente. No estoy enfermo, pero siento cómo desaparece mi energía vital; ¡la bestia ya no quiere soñar más conmigo! Cuando me olvide del todo, me apagaré.

Oscar Wilde se levantó de pronto. Se mantenía aferrado a la pared rocosa, sus rodillas temblaban, los ojos cansados se salieron de sus órbitas.

—¡Allí, allí está! —gritó.

—¿Dónde?

—¡Allí, allí abajo!

Señalaba hacia algo con el dedo. El agua verde azulada se onduló sobre un risco y volvió a descender lentamente. Y, ciertamente, en esa honda penumbra la roca húmeda mostró un rostro: una máscara burlona y complacida sonreía con todo su hocico.

—¡Es un risco! —grité.

—¡Sí, claro, un risco! ¿Acaso cree que no lo veo? Pero ahí está la máscara. Le puede dar su forma a cualquier cosa. ¡Mire cómo se ríe!

Se reía, eso era innegable. Y tuve que reconocer que el risco con el agua escurriéndose por su superficie ofrecía el mismo aspecto que la criatura que había descrito, era igual.

—Créame —dijo Oscar Wilde cuando los pescadores vinieron a recogernos en su barca—, créame, es imposible dudarlo. Renuncie a sus magníficas ideas sobre la humanidad: la vida humana y toda la historia universal no son más que un sueño estrafalario de una criatura que sueña con nosotros.



Isla de Capri, mayo de 1903

El arrancacorazones

 De Boris Vian  

1 

28 de agosto 

El camino seguía el borde del acantilado. A ambos lados crecían calaminas en flor y liosas ya marchitas, con los pétalos ennegrecidos esparcidos por el suelo. Unos insectos puntiagudos habían perforado la tierra con millares de pequeños agujeros; bajo los pies, era como una esponja muerta de frío. 

Jacquemort avanzaba sin prisas, contemplando cómo el corazón rojo oscuro de las calaminas latía bajo la luz del sol. A cada pálpito se elevaba una nube de polen, que volvía a caer en seguida sobre las hojas agitadas por un lento temblor. Las abejas, distraídas, se tomaban un descanso. 

Del pie del acantilado se elevaba el rumor ronco y suave de las olas. Jacquemort se detuvo y se inclinó sobre el estrecho reborde que lo separaba del vacío. Abajo, al fondo del abismo, todo estaba muy lejos, y en los huecos de las rocas la espuma temblaba como gelatina en verano. Olía a algas calcinadas. Presa de vértigo, Jacquemort se arrodilló en la hierba terrosa del estío, apoyó en el suelo sus dos manos extendidas y, al hacer este gesto, se encontró con cagarrutas de cabra de contornos extrañamente irregulares, lo que le permitió llegar a la conclusión de que entre estos animales se encontraba un cabrón de Sodoma, especie que hasta el momento había creído extinguida. 

Ahora ya no tenía tanto miedo, y se atrevió a inclinarse de nuevo sobre el acantilado. Los enormes paredones de roca roja se hundían verticalmente en el agua poco profunda y resurgían casi de inmediato para formar el acantilado rojo en cuya cresta Jacquemort, de rodillas, se asomaba. 

Arrecifes negros, lubricados por la resaca y coronados de un anillo de vapor, emergían aquí y allí. El sol corroía la superficie del mar y la ensuciaba con pintadas obscenas. 

Jacquemort se incorporó, reemprendió la marcha. Había una curva en el camino. A la izquierda vio helechos ya teñidos de orín y brezos en flor. Sobre las rocas desnudas brillaban los cristales de sal que depositaba la marea. El terreno, hacia el interior, se elevaba en una escarpada pendiente. El camino contorneaba enormes masas de granito negro, y lo jalonaban de vez en cuando nuevas cagarrutas de cabra. De cabra, ni una. Los aduaneros las mataban, por las cagarrutas. 

Apresuró el paso, y de pronto se encontró en la sombra, puesto que los rayos del sol ya no alcanzaban a seguirlo. Aliviado por el frescor, aceleró aún más la marcha. Y las flores de calamina pasaban ante sus ojos como una cinta de fuego continuo. 

Se dio cuenta, a la vista de ciertos indicios, de que se estaba acercando, y tuvo buen cuidado en alisarse la barba roja y puntiaguda. Tras lo cual reemprendió alegremente el camino. Por un instante, pudo ver la casa entera, entre dos pilones de granito, tallados por la erosión en forma de pirulí, que parecían pilares de una gigantesca poterna. Pero volvió a perderla de vista al primer recodo. Estaba situada bastante lejos del acantilado, muy en alto. Y luego, cuando hubo pasado entre los dos bloques sombríos, se le descubrió otra vez por completo, muy blanca, rodeada de árboles insólitos. Del portón arrancaba una línea blanquecina que serpenteaba perezosamente ladera abajo y al final desembocaba en el camino. Jacquemort se encaminó en esa dirección. Ya a punto de coronar la cuesta, echó a correr al escuchar los gritos. 

Desde el pórtico abierto de par en par a la escalera, una mano previsora había tendido una cinta de seda roja. La cinta subía por la escalera y terminaba en la habitación. Jacquemort la siguió. La madre descansaba en su cama, presa de los ciento trece dolores del parto. Jacquemort soltó su maletín de cuero, se subió las mangas y se enjabonó las manos en una pileta de lava en bruto.


Solo en su habitación, Angel se extrañaba de no estar sufriendo. Oía los gemidos de su mujer en la habitación de al lado, pero no podía ir y cogerle las manos, porque ella lo habría amenazado con su revólver. Prefería seguir gritando sola, porque odiaba su barriga enorme y no quería que la viera nadie en este estado. Hacía dos meses que Angel esperaba, solo, a que todo terminara; se distraía meditando sobre cuestiones sin la menor importancia. Se dedicaba también con bastante frecuencia a dar vueltas por la habitación, pues se había enterado leyendo reportajes de que los prisioneros dan vueltas como los animales enjaulados; pero ¿de qué animales se trataba? Dormía y procuraba dormir pensando en el culo de su mujer, ya que, visto el estado del vientre, prefería pensar en ella de espaldas. Una de cada dos noches, se despertaba sobresaltado. En términos generales, el mal estaba hecho, lo que no tenía nada de satisfactorio. 

Los pasos de Jacquemort resonaron por la escalera. Al mismo tiempo cesaron los gritos de su mujer, y Angel quedó estupefacto. Acercándose sigilosamente a la puerta, intentó ver algo, pero se lo impedía el pie de la cama, y, pese a que torció dolorosamente el ojo derecho, no obtuvo resultados apreciables. Se enderezó y alargó el oído, a nadie en particular. 

El monte de las ánimas

de Gustavo Adolfo Béquer

(Leyendas, 1853) 

   La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.

Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijonea- da, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.

Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.

Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.

I

Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.

¡Tan pronto!

A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.

¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?

No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.

Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.

Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:

Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.

Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y con- tribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.


Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbar- lo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.

Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.

La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.

II

Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y  caballeros

que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.

Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.

Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.

Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.

Hermosa prima exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.

Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.

Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar...

¿Lo quieres?

No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.

El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:

Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?

Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.

Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.

Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:

Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? dijo él clavando una mira- da en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.

¿Por qué no? exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:

¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?

Sí.

Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.

¡Se ha perdido!, ¿y dónde? preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.

No sé, en el monte acaso.

¡En el Monte de las Ánimas murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial; en el Monte de las Ánimas!

Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:

Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas    ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar  de  horror  la  sangre  del  más  valiente,  tornar  sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.

Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido ex- clamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:

¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!

Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan es- pecial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la ma- no por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entretenién- dose en revolver el fuego:

Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.

¡Alonso! ¡Alonso! dijo ésta, volviéndose con rapidez; pe- ro cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había des- aparecido.

A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.

Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.

III

Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.

¡Habrá tenido miedo! exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.

Después de haber apagado la lámpara y cruzado las do- bles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.

Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísi- mas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.

Será el viento dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.

Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presen- cia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.

Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.

Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.

¡Bah! exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?

Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.

El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.

Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.

Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!

IV

Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo  que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.