De Fitz-James O’Brian
Confieso que encaro la extraña
narración que estoy a punto de relatar con considerable timidez. Los sucesos
que pretendo detallar son de una naturaleza tan extraordinaria que estoy del
todo preparado para enfrentarme con una inusual cantidad de incredulidad y
escarnio. Lo acepto todo de antemano. Tengo, así confío, el valor literario
para enfrentarme al escepticismo. He decidido, después de una madura
consideración, contar de la manera más sencilla y directa posible algunos
hechos de los que fui testigo el pasado mes de julio, y que en los anales de
los misterios de la ciencia física no tienen igual.
Vivo en el número *** de la Calle
Veintiséis, en Nueva York. En algunos aspectos la casa es curiosa. Durante los
últimos dos años ha disfrutado de la reputación de estar encantada. Es una
residencia grande e imponente, rodeada por lo que una vez fue un jardín, pero
que ahora sólo es un recinto verde que se usa para colgar la colada. El cuenco
seco de lo que fue una fuente, y unos pocos árboles frutales marchitos y sin
podar, indican que en días pasados el sitio fue un refugio agradable y umbroso,
lleno de frutas y flores y del suave murmullo del agua.
La casa es muy espaciosa. Un
vestíbulo de nobles dimensiones conduce a una larga escalera de caracol que
sube en su centro, mientras que las diversas estancias son de tamaño
majestuoso. La construyó hace unos quince o veinte años el señor A***, el
famoso comerciante de Nueva York, que cinco años atrás convulsionó el mundo de
los negocios debido a un asombroso fraude bancario. El señor A***, como todo el
mundo sabe, huyó a Europa, y murió poco después de un ataque al corazón. Casi
inmediatamente después de que la noticia de su enfermedad llegara a este país y
fuera verificada, se extendió el rumor en la Veintiséis de que la casa del
número *** estaba encantada. Las medidas legales habían desposeído a la viuda
de su antiguo propietario y se hallaba habitada por un casero y su esposa,
enviados allí por el agente inmobiliario a cuyas manos había pasado con el fin
de ser alquilada o vendida. Ese matrimonio declaró que se veía perturbado por
voces sobrenaturales. Se abrían puertas sin que una mano visible las tocara.
Los restos del mobiliario desperdigado por los diversos cuartos durante la
noche eran apilados uno encima del otro por agentes desconocidos. Pies
invisibles subían y bajaban por la escalera a la luz del día, acompañados por
el crujido de invisibles vestidos de seda y manos que se deslizaban por la
balaustrada. El casero y su mujer declararon que no seguirían viviendo allí. El
agente inmobiliario se rió, los despidió y puso a otros en su lugar. Los ruidos
y las manifestaciones sobrenaturales continuaron. La historia llegó al
vecindario y la casa permaneció deshabitada durante tres años. Varias personas negociaron
su adquisición, pero, de algún modo, siempre antes de que se cerrara el trato
llegaban a sus oídos los desagradables rumores y declinaban proseguir con la
transacción.
En ese estado de cosas, mi
casera, que por ese entonces regentaba una casa de huéspedes en la Calle
Bleecker y que deseaba mudarse a una parte más alta de la ciudad, concibió la
osada idea de alquilar el número *** de la Calle Veintiséis. En su casa tenía a
un grupo más bien animoso y Filosófico de inquilinos a los cuales nos expuso su
plan, declarando con candor todo lo que había oído sobre las cualidades
fantasmales de la residencia a la que quería trasladarnos. A excepción de dos
personas apocadas —un capitán de barco y un californiano, que de inmediato
comunicaron que se marchaban—, todos los huéspedes de la señora Moffat
declaramos que la acompañaríamos en su incursión quijotesca a la morada de los
espíritus.
Nuestra mudanza se realizó en el
mes de mayo, y quedamos encantados con nuestra nueva residencia. La parte de la
Calle Veintiséis en la que estaba situada nuestra casa, entre la Séptima y
Octava Avenidas, es uno de los lugares más agradables de Nueva York. Los
jardines traseros de las casas, que bajan casi hasta el Hudson, forman en
verano un perfecto paseo verde. El aire es puro y fortalecedor, pues cruza
directamente el río procedente de las cumbres de Weehawken. E incluso el jardín
descuidado que rodeaba la casa, aunque exhibía en los días de la colada un
exceso de cuerdas para colgar la ropa, aún nos proporcionaba una porción de
prado que contemplar y un fresco refugio en las noches de estío, donde
fumábamos los cigarros en el crepúsculo y observábamos a las luciérnagas
haciendo centellear sus oscuras linternas en la hierba alta.
Por supuesto, en cuanto nos
establecimos en el número *** empezamos a esperar ver fantasmas. Aguardamos su
advenimiento con ansiedad. Las conversaciones que manteníamos durante la cena
versaban sobre lo sobrenatural. Uno de los inquilinos, que había comprado el
libro de la señora Crowe, El Lado Nocturno
de la Naturaleza, para su propio placer privado, era considerado un enemigo
público por toda la casa por no haber adquirido veinte ejemplares. El hombre
llevó una vida de absoluta vileza mientras leía el volumen. Se estableció un
sistema de espionaje del cual él resultó la víctima. Si de manera incauta
dejaba el libro durante un instante y salía de su cuarto, de inmediato lo
cogíamos y lo leíamos en voz alta en lugares secretos para unos pocos elegidos.
Me encontré siendo una persona de inmensa importancia, ya que se había
descubierto que estaba tolerablemente bien versado en la historia de lo
sobrenatural y que en una ocasión había escrito un cuento en cuya trama central
había un fantasma. Si una mesa o un panel de madera del suelo se combaban
cuando estábamos reunidos en el gran salón, al instante reinaba el silencio y
todos nos preparábamos para un inmediato entrechocar de cadenas y la aparición
de una forma espectral.
Después de un mes de excitación
psicológica, con la más absoluta insatisfacción nos vimos forzados a admitir
que nada que se acercara lo más mínimo a lo sobrenatural se había manifestado.
Una vez el mayordomo negro aseguró que su candil había sido apagado por un ente
invisible mientras se desvestía para acostarse, pero como en más de una ocasión
había descubierto a ese caballero de color en una condición en la que una vela
debía de parecerle dos, consideré posible que, yendo un paso más de lo
aconsejable en sus libaciones, pudo haber invertido ese fenómeno y no ver
ninguna vela allí donde debió observar una.
Las cosas se hallaban en ese
estado cuando tuvo lugar un incidente tan terrible e inexplicable que mi
cordura retrocede ante el recuerdo de lo sucedido. Fue el 10 de julio. Después
de cenar me dirigí, en compañía de mi amigo el doctor Hammond, al jardín para
fumar mi pipa nocturna. Independientemente de ciertas simpatías mentales que
existían entre el doctor y yo, lo que nos unía era un vicio. Los dos fumábamos
opio. Cada uno conocía el secreto del otro y lo respetaba. Juntos disfrutábamos
de esa maravillosa expansión del pensamiento, esa magnífica intensificación de
las facultades perceptivas, esa ilimitada sensación de existencia en la que
parecía que teníamos puntos de contacto con todo el universo; resumiendo, una
felicidad espiritual inimaginable que yo no dejaría ni por un trono, y que
espero que usted, lector, jamás, jamás pruebe.
Esas horas de felicidad de opio
que el doctor y yo pasábamos juntos en secreto estaban reguladas con una
exactitud científica. No fumábamos ciegamente la droga del paraíso y dejábamos
nuestros sueños al azar. Mientras fumábamos, con cuidado guiábamos nuestras
conversaciones a través de los canales más brillantes y tranquilos del
pensamiento. Hablábamos de Oriente y nos afanábamos por rememorar los panoramas
mágicos de su resplandeciente paisaje. Criticábamos a los poetas más sensuales,
aquellos que pintaban la vida vigorosa de salud, rebosante de pasión, feliz en
la posesión de la juventud, la fuerza y la belleza. Si hablábamos de La Tempestad, de Shakespeare, nos
demorábamos en Ariel y evitábamos a Calibán. Igual que los Gueber, dirigíamos
nuestras miradas a Oriente y sólo veíamos el lado luminoso del mundo.
Ese hábil embellecimiento de
nuestros pensamientos produjo en las visiones subsiguientes un tono acorde. Los
esplendores de la tierra de las maravillas arábigas tiñeron nuestros sueños.
Caminábamos por aquella franja de hierba con el andar y el porte de reyes. La
canción de la rana arbórea, mientras
se aferraba a la corteza del ciruelo, sonaba como la melodía de músicos
divinos. Casas, paredes y calles se fundían como nubes de lluvia, y las vistas
de la gloria inimaginable se extendían ante nosotros. Era una compañía
extasiada. Disfrutábamos del vasto gozo aun con más perfección porque, incluso
en nuestros momentos más extáticos, éramos conscientes de la presencia del
otro. Nuestros placeres, al tiempo que individuales, todavía eran gemelos,
vibraban y se movían en armonía musical.
La noche en cuestión, la del 10
de julio, el doctor y yo entramos en un estado de ánimo más filosófico que el
habitual. Encendimos nuestras grandes pipas, llenas de un buen tabaco turco en
cuyo centro ardía una pequeña y negra nuez de opio que, al igual que la nuez
del cuento mágico, contenía en sus estrechos límites maravillas más allá del
alcance de reyes. Íbamos de un lado a otro, conversando. Una extraña
perversidad dominaba las corrientes de nuestros pensamientos. No querían fluir por los iluminados
canales hacia los que nos esforzábamos por desviarlos. Por algún motivo inexplicable,
constantemente se dirigían a lechos oscuros y solitarios donde reinaba una
perenne lobreguez. Fue en vano que, según nuestra costumbre habitual, nos
lanzáramos a las costas de Oriente y habláramos de sus alegres bazares, del
esplendor de los tiempos de Harón, de los harenes y los palacios dorados. De
manera constante surgían demonios negros de las profundidades de nuestra charla
y crecían, como el que liberó el pescador del recipiente de cobre, hasta que
tapaban todo lo que había de brillante en nuestra visión. Sin darnos cuenta
cedimos a la fuerza oculta que nos gobernaba y nos entregamos a la especulación
sombría. Habíamos hablado un rato sobre la tendencia de la mente humana al
misticismo y el amor casi universal a lo terrible cuando, de pronto, Hammond me
dijo:
—¿Cuál cree usted que es el
elemento más grande del terror?
La pregunta me dejó perplejo.
Sabía que muchas cosas eran terribles. Tropezar con un cadáver en la oscuridad;
contemplar, como me sucedió una vez, a una mujer siendo arrastrada por aguas
rápidas, con los brazos levantados y moviéndose frenéticamente, la cara hacia
arriba, profiriendo, mientras se alejaba, gritos que desgarraban el corazón
mientras nosotros, los espectadores, nos hallábamos inmóviles ante una ventana
que daba al río a una altura de veinte metros, incapaces de realizar el más
ínfimo esfuerzo por salvarla, pero observando atontados su última y suprema
agonía y su desaparición. Los restos de un barco destrozado, sin vida alguna
visible, encontrados a la deriva en el océano, es algo terrible, pues sugiere
un terror enorme, cuyas proporciones quedan veladas. Pero entonces se me
ocurrió, por primera vez, que debía de haber una gran y dominante encarnación
del miedo, un Rey de los Terrores, ante el cual deben sucumbir todos los demás.
¿Qué podría ser? ¿A qué serie de circunstancias le debería su existencia?
—Confieso, Hammond, que nunca
antes había considerado el tema —le contesté a mi amigo—. Percibo que debe de
haber un Algo más terrible que cualquier otra cosa. Sin embargo, no puedo
tratar de expresar ni la más vaga definición.
—A mí me sucede algo parecido a
usted, Harry —repuso—. Siento que tengo la capacidad de experimentar un terror
mayor que todo lo que aún haya concebido la mente humana; algo que combine una
amalgama espantosa y sobrenatural de elementos hasta ahora considerados
incompatibles. La llamada de las voces en la novela de Brockden Brown, Wieland, es pavorosa; también lo es el
retrato del Morador del Umbral en el Zanoni
de Bulwer-Lytton; pero —añadió, moviendo lúgubremente la cabeza— todavía hay
algo más horrible que esas cosas.
—Hammond —intervine—, por el amor
del cielo, dejemos este tipo de charla. Tenga la seguridad de que sufriremos
por ello.
—No sé qué me pasa esta noche
—dijo—, pero mi cabeza no para de tener pensamientos extraños y horribles. Si
fuera un maestro del estilo literario… siento como si pudiera escribir una
historia parecida a las de Hoffman.
—Bueno, si nuestra conversación
va a tener un toque hoffmanesco, me voy a la cama. El opio y las pesadillas
jamás deberían juntarse. ¡Vaya sensualidad! Buenas noches, Hammond.
—Buenas noches, Harry. Que tenga
felices sueños.
—Y para usted demonios,
espectros, sepultureros y encantadores.
Nos separamos y cada uno fue en
busca de su respectiva habitación. Me desvestí rápidamente y me metí en la
cama, llevando, tal como era mi costumbre, un libro con cuya lectura por lo
general me quedaba dormido. Lo abrí tan pronto apoyé la cabeza sobre la
almohada y al instante lo arrojé al otro extremo del cuarto. Era la Historia de Monstruos, de Goudon, una
curiosa obra francesa que hacía poco había importado de París, pero que, en el
estado mental en el que me hallaba, era cualquier cosa menos una compañía
agradable. Decidí dormirme en el acto; cerrando el gas hasta que sólo centelleó
un diminuto punto azul de luz en la parte superior del tubo, me apresté para el
descanso.
El cuarto estaba en una oscuridad
total. El átomo de gas que todavía permanecía encendido no iluminaba más allá
de una distancia de siete centímetros alrededor de la lámpara. Con
desesperación me tapé los ojos con el brazo, como si quisiera incluso apagar la
oscuridad, y traté de no pensar en nada. Fue en vano. Los malditos temas
tocados por Hammond en el jardín no paraban de entrometerse en mi cabeza. Luché
contra ellos. Erigí murallas de vacío intelectual para mantenerlos fuera, pero
seguían cayendo sobre mí. Mientras yacía inmóvil como un cadáver, esperando que
con una inacción física perfecta aceleraría el reposo mental, tuvo lugar un
incidente terrible. Dio la impresión de que un Algo cayó del techo,
directamente en mi pecho, y al siguiente instante sentí dos manos huesudas que
me estrujaban el cuello, afanándose por asfixiarme.
No soy cobarde, y poseo una
fuerza física considerable. La brusquedad del ataque, en vez de atontarme,
tensó cada nervio de mi cuerpo al máximo. Mi cuerpo actuó por instinto antes de
que mi cerebro tuviera tiempo para darse cuenta del terror de mi posición. En
un instante pasé dos brazos musculosos alrededor de la criatura y la estrujé,
con toda la potencia de la desesperación, contra mi pecho. En pocos segundos
las manos huesudas que se habían cerrado en torno a mi garganta aflojaron su
presión y una vez más quedé libre para respirar. Luego comenzó una lucha de
absoluta intensidad. Estaba inmerso en una oscuridad profunda, del todo
ignorante de la naturaleza de la Cosa que tan repentinamente me había atacado,
viendo que mis manos resbalaban a cada momento que pasaba debido, eso me
pareció, a la entera desnudez del cuello y el pecho, teniendo que proteger mi
cuello de un par de manos nervudas y ágiles que mis más denodados esfuerzos no
podían contener… todo aquello era una combinación de circunstancias que
requerían para combatirla toda la fuerza, destreza y valor que poseía.
Al final, después de una lucha
silenciosa, mortal y agotadora, conseguí poner a mi atacante debajo de mí
gracias a una serie increíble de agotadores esfuerzos. Una vez inmovilizado con
mi rodilla lo que creí que era su pecho, supe que había vencido. Descansé un
momento para recuperar el aliento. Oí a la criatura jadear en la oscuridad y
sentí el palpitar violento de un corazón. Aparentemente estaba tan exhausta
como yo; eso era un alivio. En ese momento recordé que por lo general yo dejaba
bajo la almohada, antes de irme a la cama, un pañuelo de bolsillo de seda. Al
instante lo busqué a tientas; ahí estaba. En pocos segundos conseguí atar los
brazos de la criatura.
Entonces me sentí tolerablemente
seguro. Sólo había que dar la luz y, una vez que hubiera visto cómo era mi
atacante de medianoche, despertar a la casa entera. Confieso que me dominaba
cierto orgullo por no haber dado antes la alarma; quería realizar la captura
solo y sin ayuda.
Ni siquiera soy capaz de intentar
dar alguna definición de las sensaciones que tuve después de haber subido el
gas. Supongo que debí haber gritado de terror, pues menos de un minuto después
mi cuarto se vio atestado con los inquilinos de la casa. Tiemblo ahora al
pensar en aquel momento horrible. ¡No vi
nada! Si; tenía un brazo aferrado alrededor de una forma jadeante,
corpórea, mientras que con la otra mano asía con todas mis fuerzas una garganta
tan cálida y en apariencia carnosa como la mía; ¡y, sin embargo, con una
sustancia viva en mi poder, con su cuerpo pegado al mío, y bajo el brillante
resplandor de un gran chorro de gas, no vi absolutamente nada! ¡Ni siquiera un
contorno… un vapor!
Ni aun ahora comprendo la
situación en la que me encontraba. No puedo recordar en su totalidad el
asombroso incidente. En vano la imaginación trata de abarcar la pavorosa
paradoja.
Respiraba. Sentí su respiración
cálida en mi mejilla. Se debatía con ferocidad. Tenía manos. Me agarraban. Su
piel era lisa, como la mía. Ahí estaba, pegado a mí, sólido como una roca… ¡y,
no obstante, absolutamente invisible!
Me pregunto cómo no me desmayé o
enloquecí en ese momento. Algún instinto maravilloso debe de haberme
sustentado, ya que en vez de aflojar las manos que sujetaban a ese terrible
Enigma, pareció que con la desesperación del horror adquirí una fuerza
adicional e intensifiqué mi apretón con tal potencia que sentí a la criatura
temblando de agonía.
Justo entonces Hammond apareció
en el cuarto, situado en el extremo de la casa. Tan pronto como observó mi cara
—que, imagino, debió de haber sido una visión terrible— entró gritando:
—¡Santo cielo, Harry! ¿Qué ha
pasado?
—¡Hammond! ¡Hammond! Venga. ¡Oh,
esto es terrible! ¡He sido atacado en la cama por algo que ahora mismo estoy
inmovilizando, pero no puedo verlo, no puedo verlo!
Hammond, sin duda impactado por
el terror genuino que se exhibía en mi semblante, avanzó uno o dos pasos con
una expresión ansiosa pero perpleja. Una risita muy audible salió del resto de
mis visitantes. Su carcajada contenida me puso furioso. ¡Reírse de un ser
humano en mi situación! Era la peor clase de crueldad. Ahora soy capaz de comprender por qué el aspecto de un hombre que
se debatía con violencia, como todo hacía suponer, contra una nada etérea y
pedía ayuda para combatir una mera visión, habría parecido algo ridículo. Pero entonces mi furia era tan grande hacia
ese gentío burlón que de haber tenido el poder los habría matado en el acto.
—¡Hammond! ¡Hammond! —grité de
nuevo, desesperado—. Por el amor de Dios, ayúdeme. No puedo aguantar… a la cosa
más que unos instantes. Me está superando. ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!
—Harry —susurró Hammond,
acercándose a mí—, ha estado fumando demasiado opio.
—Se lo juro, Hammond, no se trata
de una visión —repuse con la misma voz baja—. ¿No ve cómo sacude todo mi cuerpo
con sus esfuerzos? Si no me cree, convénzase usted mismo. Siéntala… tóquela.
Hammond avanzó y apoyó la mano en
el punto que le indiqué. Soltó un grito frenético de horror. ¡La había sentido!
Al instante descubrió en alguna
parte de mi cuarto un largo trozo de cuerda, e inmediatamente después la pasaba
alrededor del cuerpo del ser invisible que yo sujetaba entre mis manos.
—Harry —dijo con voz ronca,
agitada, pues aunque mantenía su ecuanimidad mental, parecía profundamente
conmocionado—. Harry, ya es seguro; amigo mío, si está cansado ya puede
soltarlo. La Cosa no se puede mover.
Yo me encontraba del todo
exhausto y me relajé agradecido.
Hammond estaba aferrando los
extremos de la cuerda que ataban al Invisible, enroscados en su mano, mientras
que delante de él, en apariencia en el aire, sostenía una cuerda enroscada y
tensa alrededor de un espacio vacío. No obstante, su cara expresaba todo el
coraje y decisión que yo sabía que poseía. Sus labios, aunque blancos, estaban
cerrados con firmeza, y se podía percibir de un vistazo que aunque sentía miedo
no estaba acobardado.
La confusión que reinó entre los
huéspedes de la casa que fueron testigos de esa escena extraordinaria entre
Hammond y yo —que contemplaban la pantomima de atar a ese Algo que se debatía,
que contemplaban cómo casi me derrumbé por el cansancio físico cuando hubo
terminado mi misión de carcelero—, la confusión y el terror que se apoderó de
los observadores al ver todo eso es indescriptible. Los más timoratos huyeron
de la habitación. Los pocos que se quedaron se apiñaron cerca de la puerta y no
se los pudo convencer para acercarse a Hammond y a su Prisionero. Aun así, la
incredulidad atravesó esa atmósfera de terror. No tuvieron el valor de
comprobarlo por sí mismos pero, no obstante, dudaban. En vano les supliqué a
algunos de los hombres que se aproximaran y se cercioraran por sí mismos con el
tacto de la existencia en aquel cuarto de un ser que era invisible. Se
mostraban incrédulos, pero no se atrevían a dejar de engañarse. Preguntaron
cómo un cuerpo sólido, vivo y que respiraba podía ser invisible. Mi respuesta
fue la siguiente: le hice una señal a Hammond, y los dos —dominando nuestra
temerosa repugnancia de tocar a la criatura invisible— la levantamos del suelo,
atada como estaba, y la llevamos a la cama. Su peso era más o menos el de un
muchacho de catorce años.
—Y ahora, amigos —dije mientras
Hammond y yo manteníamos a la criatura suspendida sobre la cama—, les
proporcionaré una prueba manifiesta de que hay un cuerpo sólido, perceptible,
que, sin embargo, ustedes no pueden ver. Sean lo suficientemente amables como
para observar la superficie de la cama con atención.
Me sorprendió mi propio valor
para tratar este extraño suceso con tanta calma, pero ya me había recuperado de
mi primer terror y experimentaba una especie de orgullo científico en el asunto
que dominaba al resto de las sensaciones.
Los ojos de los testigos se
clavaron de inmediato en la cama. A una señal, Hammond y yo dejamos caer a la
criatura. Se oyó el sonido apagado de un cuerpo pesado aterrizando sobre una superficie
blanda. Las maderas de la cama crujieron. Con nitidez se marcó un hueco
profundo en la almohada y en el mismo lecho. La gente que lo presenció emitió
un grito sordo y huyó de la habitación. Hammond y yo quedamos solos con nuestro
Misterio.
Permanecimos en silencio durante
un rato, escuchando la respiración baja e irregular de la criatura que yacía en
la cama, y observando el movimiento de la manta mientras con impotencia el ser
se esforzaba por liberarse de su confinamiento. Luego Hammond habló:
—Harry, esto es espantoso.
—Sí, espantoso.
—Pero no inexplicable.
—¡No inexplicable! ¿Qué quiere
decir? Semejante cosa no ha ocurrido jamás desde que el mundo es mundo. No sé
qué pensar, Hammond. ¡Dios quiera que no esté loco y que esto no sea una
fantasía demente!
—Razonemos un poco, Harry. Aquí
hay un cuerpo sólido que tocamos, pero al que no podemos ver. El hecho es tan
inusual que despierta nuestro terror. Sin embargo, ¿no existe un paralelismo
para tal fenómeno? Coja un pedazo de cristal puro. Es tangible y transparente.
Una cierta aspereza química es lo único que le impide ser del todo transparente
como para resultar absolutamente invisible. No es teóricamente imposible fabricar un cristal que no refleje ni un
solo rayo de luz, un cristal tan puro y homogéneo en sus átomos que los rayos
del sol lo atraviesen como hacen con el aire, refractando pero no reflejando.
Nosotros no vemos el aire, pero lo sentimos.
—Todo eso está muy bien, Hammond,
pero se trata de sustancias inanimadas. El cristal no respira, el aire no
respira. Esta cosa tiene un corazón
que palpita, una voluntad que lo mueve, pulmones que funcionan, que inspiran y
expiran.
—Olvide el fenómeno del que tanto
hemos oído hablar últimamente —contestó con gravedad el doctor—. En las
reuniones llamadas «círculos espiritistas», manos invisibles han tocado las
manos de las personas que rodean la mesa: manos cálidas, carnales, que parecían
pulsar con vida mortal.
—¿Qué? Entonces ¿cree usted que
esta cosa es…?
—No sé qué es —fue la solemne
réplica—, pero, con la ayuda de los dioses y de usted, la investigaré de manera
exhaustiva.
Permanecimos de guardia, fumando
muchas pipas, toda la noche junto al lecho de ese ser sobrenatural que se
debatió y jadeó hasta que, en apariencia, se agotó. Luego, gracias a la
respiración baja y regular, supimos que dormía.
A la mañana siguiente en la casa
reinó la agitación. Los huéspedes se congregaron en el rellano fuera de mi
puerta, y Hammond y yo fuimos celebridades. Tuvimos que contestar mil preguntas
sobre el estado de nuestro extraordinario prisionero, pues aún no había nadie
en la casa al que se pudiera convencer de pisar la habitación.
La criatura estaba despierta.
Ello quedó patente por la forma convulsiva en que se movían la manta y las
sábanas mientras ésta se esforzaba por escapar. Había algo verdaderamente
terrible en contemplar esas indicaciones de segunda mano de los horribles
retorcimientos y luchas agónicas en busca de la libertad que en sí mismos eran
invisibles.
Hammond y yo nos habíamos
devanado los sesos durante la larga noche tratando de descubrir algún medio por
el que pudiéramos ver la forma y el aspecto general del Enigma. Hasta donde
éramos capaces de discernir pasando las manos por encima de la forma de la
criatura, su contorno y facciones eran humanos. Tenía una boca; una cabeza
redonda y lisa sin pelo; una nariz, que, sin embargo, estaba un poco elevada
por encima de las mejillas; y sus manos y pies al tacto eran los de un
muchacho. Al principio pensamos en situar al ser sobre una superficie lisa y marcar
su contorno con una tiza, al igual que hacen los zapateros con los pies.
Desechamos el plan como carente de valor. Tal esbozo no nos proporcionaría la
más mínima idea de su conformación.
Se me ocurrió una idea
afortunada. Haríamos un molde de él en escayola. Esto nos proporcionaría una
figura sólida y satisfaría todos nuestros deseos. Pero, ¿cómo hacerla? Los
movimientos de la criatura perturbarían la colocación del fondo de plástico y
distorsionaría el molde. Otra idea. ¿Por qué no suministrarle cloroformo?
Poseía órganos respiratorios, resultaba evidente de su respiración. Una vez
reducida a un estado de inconsciencia, podríamos hacer con ella lo que
quisiéramos. Enviamos a buscar al doctor X; y después de que el gran
médico se hubiera recuperado de su primera sorpresa, procedió a administrarle
el cloroformo. Tres minutos más tarde pudimos quitar las cuerdas del cuerpo de
la criatura, y un modelista se ocupó en cubrir la forma invisible con yeso
húmedo. En cinco minutos más dispusimos de un molde, y antes de anochecer de un
facsímil tosco del Misterio. Tenía la forma de un hombre: distorsionado,
grosero, horrible; pero seguía siendo la de un hombre. Era pequeño, no superaba
los ciento veinticinco centímetros, y sus extremidades revelaron un desarrollo muscular
sin igual. Su rostro sobrepasaba en espanto a cualquier cosa que yo hubiera
visto jamás. Gustave Doré, Callot o Tony Johannot nunca concibieron algo tan
horrible. Hay una cara en una de las ilustraciones de este último para Un Voyage où il vous plaira que se
acerca un poco al semblante de la criatura, aunque sin igualarlo. Se trataba de
la Fisonomía de como yo imaginaría que es un demonio. Daba la impresión de ser
capaz de alimentarse de carne humana.
Una vez satisfecha nuestra
curiosidad y habiendo comprometido a todos los de la casa al secreto, el
problema pasó a ser qué haríamos con nuestro Enigma. Era imposible que
mantuviéramos semejante horror en la casa; igualmente imposible era dejar a un
ser tan terrible suelto por el mundo. Confieso que de buena gana yo habría
votado por la destrucción de la criatura. Pero ¿quién asumiría la
responsabilidad? ¿Quién acometería la ejecución de esa espantosa entidad que
recordaba a un ser humano? Día tras día debatimos con gravedad dicha cuestión.
Todos los huéspedes abandonaron la casa. La señora Moffat quedó sumida en la
desesperación y nos amenazó a Hammond y a mí con todo tipo de castigos legales
si no sacábamos al Horror de allí. Nuestra respuesta fue:
—Si así lo desea nos iremos, pero
declinamos llevarnos a esta criatura con nosotros. Si quiere sáquela usted
misma. Apareció en su casa. Sobre usted recae la responsabilidad.
A lo cual, por supuesto, no hubo
respuesta. La señora Moffat no pudo conseguir que ni por dinero ni por amor una
persona se acercara siquiera al Misterio.
La parte más singular del asunto
fue que desconocíamos por completo cuáles eran las costumbres alimenticias de
la criatura. Le pusimos delante todo lo que se nos ocurrió en cuanto a
nutrición, pero nunca tocó nada. Era terrible ser testigos, día tras día, de
cómo se sacudían las ropas, de oír la respiración pesada y saber que se estaba
muriendo de hambre.
Pasaron diez, doce, quince días,
y seguía viviendo. No obstante, las pulsaciones del corazón se debilitaban de
manera creciente y ya casi habían cesado. Era evidente que la criatura se moría
por falta de sustento. Mientras esa terrible lucha vital tenía lugar, yo me
sentía desgraciado. No podía dormir. Espantosa como era la criatura, resultaba
doloroso pensar en los dolores que padecía.
Finalmente murió. Una mañana
Hammond y yo la encontramos fría y rígida en la cama. El corazón había dejado
de latir, los pulmones de respirar. Nos apresuramos a enterrarla en el jardín.
Fue un funeral extraño: dejar caer ese cuerpo invisible en el agujero húmedo.
El molde de su forma se lo di al doctor X, quien lo mantiene en su museo
de la Calle Diez.
En vísperas de un largo viaje del
que quizá no regrese, he redactado esta narración del suceso más extraordinario
que haya llegado alguna vez a mi conocimiento.
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