De
Neil Gaiman
Nadie sabía de dónde había
salido aquel juguete, ni quién sería el bisabuelo o la tía lejana que había
jugado con él por primera vez, antes de pasar a formar parte del paisaje del
cuarto de juegos.
Era una caja de madera,
tallada con adornos dorados y rojos. Sin duda, era muy bonita, o eso decían los
mayores, y bastante valiosa —incluso podría considerarse una pieza de
anticuario—. Por desgracia, la cerradura estaba oxidada y atascada, y la llave
se había perdido hacía tiempo, de modo que Jack, el bufón, había quedado
atrapado dentro. Aun así, la caja sorpresa llamaba la atención, con sus
vistosos adornos tallados en rojo y oro.
Los niños no solían jugar
con ella. Estaba guardada en el fondo del inmenso baúl de madera donde se
guardaban los juguetes, que era tan grande y antiguo como un cofre pirata —o al
menos, eso pensaban los niños—. La caja sorpresa estaba enterrada bajo un
montón de muñecas, trenes, payasos, estrellas de papel, viejos juegos de magia
y mutiladas marionetas cuyos hilos eran ya imposibles de desenredar, disfraces
(un harapiento vestido de novia del tiempo de Maricastaña por aquí, un raído
sombrero de copa por allá), bisutería de juguete, aros rotos, peonzas y
caballitos de cartón. Debajo de todos aquellos viejos juguetes estaba la caja
de Jack.
Los niños no solían jugar
con ella. Murmuraban entre ellos, a solas, en el cuarto de juegos situado en el
ático. En los días grises, cuando el viento aullaba en torno a la casa y la
lluvia repiqueteaba sobre el tejado de pizarra y se deslizaba por los aleros,
se contaban unos a otros historias sobre Jack, aunque en realidad no lo habían
visto nunca. Uno afirmaba que Jack era un malvado brujo y que había sido
encerrado en aquella caja como castigo por sus espantosos crímenes; otro (con
toda seguridad, una de las niñas) aseguraba que la caja en la que estaba
encerrado Jack era la Caja de Pandora y que la habían colocado allí para
vigilar, para evitar que todos los males que contenía volvieran a salir de
ella. Preferían no tocar siquiera la caja, si podían evitarlo, aunque si algún
adulto reparaba en la ausencia de la vieja caja sorpresa —y de vez en cuando
sucedía—, y la sacaba del baúl para colocarla en la repisa de la chimenea, los
niños se armaban de valor, la cogían y volvían a depositarla en el fondo del
baúl.
Los niños no solían jugar
con la caja sorpresa. Y cuando se hicieron mayores y abandonaron la vieja casa,
el cuarto de juegos quedó cerrado y prácticamente olvidado.
Prácticamente, pero no del
todo. Pues todos los niños, cada uno por separado, recordaban haber subido al
cuarto de juegos alguna noche, a la luz de la luna, con los pies descalzos. Era
casi como andar sonámbulo, subiendo sigilosamente por las escaleras y avanzando
por la raída alfombra del cuarto de juegos. Recordaban cómo habían abierto el
baúl, rebuscado por entre las muñecas y los disfraces para, finalmente, sacar
la caja sorpresa.
Entonces, el niño tocaba la
cerradura, la tapa se abría lentamente y la música empezaba a sonar, y Jack
salía de su caja. No saltaba y se balanceaba, como suele pasar con los muñecos
de las cajas sorpresa. Salía de la caja despacio y se quedaba mirando fijamente
al niño, haciéndole señas para que se acercara un poco más y, entonces,
sonreía.
Y allí, a la luz de la luna,
le contaba al niño cosas que después era incapaz de recordar con claridad, pero
que tampoco conseguía olvidar del todo.
El mayor de los niños murió
en la Primera Guerra Mundial. El más joven, heredó la casa cuando fallecieron
sus padres, aunque le desposeyeron de ella tras sorprenderle en el sótano con
un bidón de queroseno, trapos y cerillas, dispuesto a prenderle fuego. Se lo
llevaron al manicomio y es posible que aún siga allí encerrado.
Las niñas, convertidas ya en
mujeres, no quisieron regresar a la casa en la que se habían criado; clavaron
tablas de madera en las ventanas, cerraron todas las puertas con unas inmensas
llaves de hierro. Las hermanas acabaron visitándola con la misma frecuencia con
la que visitaban la tumba de su hermano mayor, o al pobre desgraciado que una
vez fuera su hermano pequeño, es decir, nunca.
Han pasado ya muchos años y
aquellas niñas son ya mujeres ancianas; búhos y murciélagos se han adueñado del
antiguo cuarto de juegos, las ratas han anidado entre los viejos juguetes que
quedaron allí olvidados. Las alimañas miran sin ver los desvaídos dibujos del
empapelado, y ensucian la harapienta alfombra con sus excrementos.
Y en la caja que descansa en
el fondo del baúl, Jack, con todos sus secretos, espera y sonríe. Espera a los
niños. Y les esperará todo el tiempo que sea necesario.
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