(Fragmento)
Capítulo 4
Una desapacible noche de
noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la
agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir
un hálito de vida a la cosa inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la
madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y la vela casi se
había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura
abría sus ojos amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento
convulsivo sacudió su cuerpo.
¿Cómo expresar mi
sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo
e infinito trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y
había seleccionado sus rasgos por hermosos. ¡Hermosos!: ¡santo cielo! Su piel
amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias; tenía el
pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía
más que resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi
del mismo color que las pálidas órbitas en las que se hundían, el rostro
arrugado, y los finos y negruzcos labios.
Las alteraciones de la
vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos humanos. Durante
casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de
infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de
salud. Lo había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación;
pero ahora que lo había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia
y el horror me embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había
creado, salí precipitadamente de la estancia. Ya en mi dormitorio, paseé por la
habitación sin lograr conciliar el sueño. Finalmente, el cansancio se impuso a
mi agitación, y vestido me eché sobre la cama en el intento de encontrar
algunos momentos de olvido. Mas fue en vano; pude dormir, pero tuve horribles
pesadillas. Veía a Elizabeth, rebosante de salud,
paseando por las calles de Ingolstadt. Con sorpresa y alegría la abrazaba, pero en cuanto mis labios rozaron
los suyos, empalidecieron con el tinte de la muerte; sus rasgos parecieron cambiar,
y tuve la sensación de sostener entre mis brazos el cadáver de mi madre; un
sudario la envolvía, y vi cómo los gusanos reptaban entre los dobleces de la tela.
Me desperté horrorizado; un sudor frío me bañaba la frente, me castañeteaban
los dientes y movimientos convulsivos me sacudían los miembros. A la pálida y
amarillenta luz de la luna que se
filtraba por entre las contraventanas, vi al engendro, al monstruo miserable que había creado. Tenía levantada
la cortina de la cama, y sus ojos, si así podían llamarse, me miraban
fijamente. Entreabrió la mandíbula y murmuró unos sonidos ininteligibles, a la
vez que una mueca arrugaba sus mejillas. Puede que hablara, pero no lo oí.
Tendía hacia mí una mano, como si intentara detenerme, pero esquivándola me
precipité escaleras abajo. Me refugié en el patio de la casa, donde permanecí
el resto de la noche, paseando arriba y abajo, profundamente agitado,
escuchando con atención, temiendo cada ruido como si fuera a anunciarme la
llegada del cadáver demoníaco al que tan fatalmente había dado vida.
¡Ay!, Ningún mortal podría
soportar el horror que inspiraba aquel rostro. Ni una momia reanimada podría
ser tan espantosa como aquel engendro. Lo había observado cuando aún estaba
incompleto, y ya entonces era repugnante; pero cuando sus músculos y
articulaciones tuvieron movimiento, se convirtió en algo que ni siquiera Dante hubiera podido concebir.
Pasé una noche terrible. A
veces, el corazón me latía con tanta fuerza y rapidez que notaba las palpitaciones
de cada arteria, otras casi me caía al suelo de pura debilidad y cansancio.
Junto a este horror, sentía la amargura de la desilusión. Los sueños que;
durante tanto tiempo habían constituido mi sustento y descanso se me convertían
ahora en un infierno; ¡y el cambio era tan brusco, tan total!
Por fin llegó el amanecer,
gris y lluvioso, e iluminó ante mis agotados y doloridos ojos la iglesia de Ingolstadt, el blanco campanario y el reloj, que marcaba
las seis. El portero abrió las verjas del patio, que había sido mi asilo
aquella noche, y salí fuera cruzando las calles con paso rápido, como si
quisiera evitar al monstruo que temía ver aparecer al doblar cada esquina. No
me atrevía a volver a mi habitación; me sentía empujado a seguir adelante pese
a que me empapaba la lluvia que, a raudales, enviaba un cielo oscuro e
inhóspito.
Seguí caminando así largo
tiempo, intentando aliviar con el ejercicio el peso que oprimía mi espíritu. Recorrí
las calles, sin conciencia clara de dónde estaba o de lo que hacía. El corazón
me palpitaba con la angustia del temor, pero continuaba andando con paso
inseguro, sin osar mirar hacia atrás:
Como
alguien que, en un solitario camino,
Avanza
con miedo y terror,
Y
habiéndose vuelto una vez, continúa,
Sin
volver la cabeza ya más,
Porque
sabe que cerca, detrás,
Tiene
a un terrible enemigo.
Así llegué por fin al
albergue donde solían detenerse las diligencias y carruajes. Aquí me detuve, sin
saber por qué, y permanecí un rato contemplando cómo se acercaba un vehículo
desde el final de la calle. Cuando estuvo más cerca vi que era una diligencia
suiza. Paró delante de mí y al abrirse la puerta reconocí a Henry Clerval, que, al verme, bajó enseguida.
––Mi querido Frankenstein ––gritó—. ¡Qué alegría! ¡Qué suerte que
estuvieras aquí justamente ahora!
Nada podría igualar mi
gozo al verlo. Su presencia traía recuerdos de mi padre, de Elizabeth y de esas escenas hogareñas tan queridas. Le estreché la mano y al
instante olvidé mi horror y mi desgracia. Repentinamente, y por primera vez en
muchos meses, sentí que una serena y tranquila felicidad me embargaba. Recibí,
por tanto, a mi amigo de la manera más cordial, y nos encaminamos hacia la
universidad. Clerval me habló durante algún rato de amigos comunes y de lo
contento que estaba de que le hubieran permitido venir a Ingolstadt.
Puedes suponer lo difícil
que me fue convencer a mi padre de que no es absolutamente imprescindible para
un negociante el no saber nada más que contabilidad. En realidad, creo que aún
tiene sus dudas, pues su eterna respuesta a mis incesantes súplicas era la
misma que la del profesor holandés de El
Vicario de Wakefield: «Gano diez mil florines anuales sin saber griego, y como
muy bien sin saber griego».
––Me hace muy feliz volver
a verte, pero dime cómo están mis padres, mis hermanos y Elizabeth.
––Bien, y contentos;
aunque algo inquietos por la falta de noticias tuyas. Por cierto, que yo mismo
pienso sermonearte un poco. Pero, querido Frankenstein continuó,
deteniéndose de pronto y mirándome fijamente––, no me había dado cuenta de tu
mal aspecto. Pareces enfermo; ¡estás muy pálido y delgado! Como si llevaras
varias noches en vela.
––Estás en lo cierto. He
estado tan ocupado últimamente que, como ves, no he podido descansar lo suficiente.
Pero espero sinceramente que mis tareas hayan concluido y pueda estar ya más
libre.
Temblaba; era incapaz de
pensar, y mucho menos de referirme a los sucesos de la noche pasada. Apresuré
el paso, y pronto llegamos a la universidad. Pensé entonces, y esto me hizo
estremecer, que la criatura que había dejado en mi habitación aún podía
encontrarse allí viva, y en libertad. Temía ver a este monstruo, pero me
horrorizaba aún más que Henry lo descubriera. Le
rogué, por tanto, que esperara unos minutos al pie de la escalera, y subí a mi
cuarto corriendo. Con la mano ya en el picaporte me detuve unos instantes para
sobreponerme. Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Abrí la puerta de par en
par, como suelen hacer los niños cuando esperan encontrar un fantasma
esperándolos; pero no ocurrió nada. Entré temerosamente: la habitación estaba
vacía. Mi dormitorio también se encontraba libre de su horrendo huésped. Apenas
si podía creer semejante suerte. Cuando me hube asegurado de que mi enemigo
ciertamente había huido, bajé corriendo en busca de Clerval, dando saltos de
alegría.
Subimos a mi cuarto, y el
criado enseguida nos sirvió el desayuno; pero me costaba dominarme. No era
júbilo lo único que me embargaba. Sentía que un hormigueo de aguda sensibilidad
me recorría todo el cuerpo, y el pecho me latía fuertemente. Me resultaba
imposible permanecer quieto; saltaba por encima de las sillas, daba palmas y me
reía a carcajadas. En un principio Clerval atribuyó esta insólita alegría a su
llegada. Pero al observarme con mayor detención, percibió una inexplicable
exaltación en mis ojos. Sorprendido y asustado ante mi alboroto irrefrenado y
casi cruel, me dijo:
––¡Dios Santo!, ¿Víctor,
qué te sucede? No te rías así. Estás enfermo. ¿Qué significa todo esto?
––No me lo preguntes le grité, tapándome los ojos con las manos,
pues creí ver al aborrecido espectro deslizándose en el cuarto—. El te lo puede decir. ¡Sálvame!
¡Sálvame!
Me pareció que el monstruo
me asía; luché violentamente, y caí al suelo con un ataque de nervios.
¡Pobre Clerval! ¿Qué debió
pensar? El reencuentro, que esperaba con tanto placer, se tornaba de pronto en
amargura. Pero yo no fui testigo de su dolor; estaba inconsciente, y no recobré
el conocimiento hasta mucho más tarde.
Fue éste el principio de
una fiebre nerviosa que me obligó a permanecer varios meses en cama. Durante
todo ese tiempo, sólo Henry me cuidó. Supe después que, debido a la
avanzada edad de mi padre, lo impropio de un viaje tan largo y lo mucho que mi
enfermedad afectaría a Elizabeth, Clerval les había ahorrado
este pesar ocultándoles la gravedad de mi estado. Sabía que nadie me cuidaría
con más cariño y desvelo que él, y convencido de mi mejoría no dudaba de que,
lejos de obrar mal, realizaba para con ellos la acción más bondadosa.
Pero mi enfermedad era muy
grave, y sólo los constantes e ilimitados cuidados de mi amigo me devolvieron
la vida. Tenía siempre ante los ojos la imagen del monstruo al que había dotado
de vida, y deliraba constantemente sobre él. Sin duda, mis palabras
sorprendieron a Henry. En un principio, las tomó por divagaciones de
mi mente trastornada; pero la insistencia con que recurría al mismo tema le
convenció de que mi enfermedad se debía a algún suceso insólito y terrible.
Muy poco a poco, y con
numerosas recaídas que inquietaban y apenaban a mi amigo, me repuse. Recuerdo
que la primera vez que con un atisbo de placer me pude fijar en los objetos a
mí alrededor, observé que habían desaparecido las hojas muertas, y tiernos
brotes cubrían los árboles que daban sombra a mi ventana. Fue una primavera
deliciosa, y la estación contribuyó mucho a mi mejoría. Sentí renacer en mí
sentimientos de afecto y alegría; desapareció mi pesadumbre, y pronto recuperé
la animación que tenía antes de sucumbir a mi horrible obsesión.
Querido Clerval ––exclamé
un día—, ¡qué bueno eres conmigo! En vez de dedicar el invierno al estudio,
como habías planeado, lo has pasado junto a mi lecho. ¿Cómo podré pagarte esto
jamás? Siento el mayor remordimiento por los trastornos que te he causado. Pero
¿me perdonarás, verdad?
Me consideraré bien pagado
si dejas de atormentarte y te recuperas rápidamente, y puesto que te veo tan
mejorado, ¿me permitirás una pregunta?
Temblé. ¡Una pregunta!
¿Cuál sería? ¿Se referiría acaso a aquello en lo que no me atrevía ni a pensar?
––Tranquilízate ––dijo
Clerval al observar que mi rostro cambiaba de color––, no lo mencionaré si ha
de inquietarte, pero tu padre y tu prima se sentirían muy felices si recibieran
una carta de tu puño y letra. Apenas saben de tu gravedad, y tu largo silencio
les desasosiega.
––¿Nada más, querido Henry? ¿Cómo pudiste suponer que mis primeros pensamientos no fueran para
aquellos seres tan queridos y que tanto merecen mi amor?
––Siendo esto así, querido
amigo, quizá té alegre leer esta carta que lleva aquí unos días. Creo que es de
tu prima.
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