A Rosenda la atraje con unos
cirios rodeados de grandes rosas que había colocado en el altar de muertos. Ese
año se me ocurrió adornarlo sin incienso ni calaveras; más bien parecía, me
dijeron los vecinos, un arreglo de boda, debido al pastel, a la botella de
champán en vez del clásico tequila o la cerveza. En medio acomodé el retrato de
Rosenda, otro más que encontré en el baúl de mi abuela. Supuse que había sido
pariente nuestra y que por algo merecería regresar.
Me metí a la cama y fingí dormir
durante varias horas. De repente, en la madrugada, escuché ruidos como de
ratón. Junto al altar me encontré a Rosenda comiendo con glotonería el pastel
de bodas. Su sayo blanco, algo raído ya, ceñido a la cintura y escotado de
acuerdo con la moda que le tocó vivir, estaba manchado de crema y migajas. Nadie
la había traído jamás, me dijo, desde su muerte; siglos creía llevar sumida en
una oscuridad con olor a tierra. ¿Cuánto tiempo ha pasado?, me preguntó
sorprendida. No demasiado, le respondí, sin aclararle cuánto. Era una mujer muy
bella, de carne generosa, con una llama de temor en la pupila. Contra su pecho
estrujaba unos crisantemos de tela. Le preocupaba que este fuera el Juicio
Final, que nadie la fuera a perdonar por sus muchos pecados. No te apures,
susurré, quitándole el ramo, yo te perdono. La ceñí por la cintura y
descorchamos champán. A cambio de que me escuchara y de poder tocarla, le
ofrecí saciar la sed y el hambre de tantos años. Con eso basta, me dijo ahíta,
cuando pasadas las horas empezó a clarear el día. Luego se dispuso a regresar a
su tierra ignota, pero yo la encerré con llave en el armario, sin hacer caso de
sus gritos ahogados y sus lamentos. Me convertiré en polvo, lo queramos o no,
gritaba entre sollozos.
Dejé pasar el día completo hasta
que el armario quedó en silencio otra vez. Mientras, me ocupé de desmontar el
altar con cierta ceremonia. Al ocaso, dispuesta ya la cena en la mesa y
descorchado un tinto que recordaba la sangre, decidí sacar a mi muerta del
armario, seguro de encontrarla dormida y hambrienta. Pero cuál no fue mi decepción:
entre los chales de seda blanca de mi abuela yacía tirada, como empujada por el
aire, una calavera de azúcar que llevaba el nombre de Rosenda en la frente de
papel plateado, y que se me deshizo en polvo entre los dedos.
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