De
William Hjortsberg
(Fragmento)
Capítulo
2
El edificio del
número 666 de la Quinta Avenida era el producto de un connubio desgraciado entre
el Estilo Internacional y nuestra tecnología aerodinámica autóctona. Lo habían
construido dos años atrás entre las calles 52 y 53: cientos de miles de metros
cuadrados de oficinas revestidas con paneles de aluminio repujado. Parecía un
rallador de queso de cuarenta plantas. En el vestíbulo había una cascada, pero
no parecía mejorar las cosas.
Subí al último
piso en un ascensor rápido, acepté el número que me entregó la chica del guardarropas,
y admiré el paisaje mientras el maître me estudiaba como si fuera un inspector veterinario
de Sanidad a la hora de clasificar una ternera. Encontró el nombre de Cyphre en
el libro de reservas, pero ello no bastó para convertirnos precisamente en
camaradas. Lo seguí entre un amable murmullo de ejecutivos hasta una mesita
contigua a una ventana.
Allí estaba
sentado, con su traje de confección azul, a rayas finas, y con un botón de rosa
en la solapa, un hombre de edad imprecisa, entre los cuarenta y cinco y los
sesenta años. Su cabello, muy estirado hacia atrás sobre una frente alta, era
negro y abundante, pero su perilla cuadrangular y su bigote puntiagudo eran
blancos como el armiño. Tenía la tez bronceada, era elegante, y sus ojos lucían
un lejano y etéreo color azul. Sobre su corbata de seda marrón refulgía una
pequeña estrella invertida de oro.
—Soy Harry Angel
—me presenté, cuando el maître separó mi silla de la mesa—. Un abogado llamado
Winesap me dijo que usted quería hablarme de algo.
—Me gustan las
personas que van al grano. ¿Qué bebe?
Pedí un
manhattan doble, sin hielo. Cyphre dio un golpecito en el vaso con un dedo
pulcramente cuidado, y pidió también lo mismo. Era fácil imaginar esas manos
mimadas empuñando un látigo. Nerón debió de tenerlas parecidas. Y Jack el
Destripador. Manos de emperadores y asesinos. Lánguidas y sin embargo letales,
con dedos crueles y finos, perfectos instrumentos de iniquidad.
Cuando se alejó
el camarero, Cyphre se inclinó hacia adelante y me miró con una sonrisa de conspirador.
—Odio perder
tiempo en trivialidades, pero antes de empezar me gustaría ver algún documento de
identidad.
Extraje la
billetera y le mostré la fotocopia de mi licencia y el distintivo de jefe de
policía honorario.
—También hay un
permiso de armas y un carnet de conducir.
Ojeó los
compartimientos de plástico y cuando me devolvió la billetera su sonrisa era
diez grados más ancha.
—Prefiero
confiar en la palabra de la gente, pero mis asesores legales me impusieron esta
formalidad.
—Por lo general,
conviene ser precavido.
—Vaya, señor
Angel, imaginaba que era usted un hombre aficionado a correr riesgos.
—Sólo cuando es
necesario. —Le escuchaba atentamente, tratando de captar un atisbo de acento extranjero,
pero su voz parecía de metal pulido, suave y limpia, como si se la hubieran
estado lustrando con billetes de banco desde la cuna—. ¿Qué le parece si nos
dejamos de rodeos? —añadí—. No sirvo para hablar de frivolidades.
—Otro rasgo
admirable. —Cyphre sacó del bolsillo interior de la americana una pitillera de
oro y piel, la abrió, y escogió un puro delgado y verdoso—. ¿Quiere fumar?
Rechacé el
estuche que me tendía y esperé que Cyphre cercenara la punta del cigarro con
una navaja de plata.
—¿Recuerda por
casualidad el nombre de Johnny Favorite? —preguntó, calentando el esbelto puro,
de un extremo a otro, con la llama de su encendedor.
Reflexioné.
—¿Era un
cantante que actuaba con una orquesta de jazz antes de la guerra?
—Ese mismo.
Triunfó de la noche a la mañana, como suelen decir los agentes de prensa. Cantaba
con la orquesta de Spider Simpson en 1940. Yo, personalmente, aborrecía la música
de jazz y no recuerdo los títulos de sus discos más populares. Sea como
fuere, hubo varios. Dos años antes de que se oyera hablar de Sinatra, provocó
una conmoción en el Paramount Theatre. Usted debe de recordarlo… el Paramount
está en su barrio.
—Johnny Favorite
no es de mi época. En 1940 yo acababa de terminar la escuela secundaria y daba
mis primeros pasos como poli en Madison, Wisconsin.
—¿Viene del
Medio Oeste? Lo habría tomado por un nativo de Nueva York.
—Ese animal no
existe, al menos, que yo sepa, más allá de la calle Houston.
—Tiene mucha
razón. —A medida que Cyphre chupaba el cigarro, una nube de humo azul iba velando
sus facciones. A juzgar por el aroma, el tabaco era excelente y lamenté no
haberlo aceptado cuando tuve ocasión—. Ésta es una ciudad de forasteros
—añadió—. Yo me cuento entre ellos.
—¿De dónde es
usted?
—Digamos que
vivo viajando. —Cyphre apartó con la mano una guirnalda de humo, y al hacerlo exhibió
una esmeralda que hasta el Papa habría besado.
—Tanto mejor.
¿Por qué me preguntó por Johnny Favorite?
El camarero
depositó los vasos sobre la mesa con más discreción que una sombra pasajera.
—Una buena voz,
al fin y al cabo. —Cyphre levantó el vaso hasta la altura de los ojos, e hizo
un brindis silencioso a la europea—. Como he dicho, nunca pude soportar la
música de jazz. Demasiado estridente y frenética para mi gusto. Pero
Johnny entonaba baladas muy dulces cuando quería. Yo lo tomé bajo mi
protección, en sus comienzos. Era un chico del Bronx, insolente y esmirriado.
Sus padres habían muerto. Su verdadero nombre no era Favorite, sino Jonathan
Liebling. Lo cambió por razones profesionales. Liebling no hubiese lucido mucho
en rótulos luminosos. ¿Sabe qué fue de él?
Contesté que no
tenía la más remota idea.
—Lo reclutaron
en enero de 1943. En razón de su talento profesional lo destinaron a la Sección
de Servicios Artísticos Especiales, y en marzo se incorporó a una compañía de
espectáculos para la tropa, en Túnez. No conozco los detalles exactos, pero una
tarde tuvo lugar un ataque aéreo durante la función. La Luftwaffe ametralló el
escenario. La mayoría de los miembros de la compañía murieron. Por un capricho
del destino, Johnny se salvó, con heridas en la cara y la cabeza. Tal vez salvarse
no sea la palabra correcta. Nunca volvió a ser el de antes. No soy médico, de
modo que no puedo describir su estado con mucha precisión. Supongo que sufrió
una especie de shock de guerra.
Respondí que yo
también sabía algo de eso.
—¿De veras?
¿Participó en la guerra, señor Angel?
—Durante pocos
meses, cuando empezó. Fui uno de los afortunados.
—Bueno, Johnny
Favorite no se contó entre ellos. Lo embarcaron de regreso, convertido en un perfecto
vegetal.
—Lo siento mucho
—exclamé—. ¿Pero qué papel desempeño yo en todo esto? ¿Qué es exactamente lo
que quiere que haga?
Cyphre aplastó
su cigarro en el cenicero y jugueteó con la boquilla de marfil amarilleado por
el tiempo. La boquilla estaba tallada en forma de serpiente enroscada, y la
remataba una cabeza de gallo, con el pico abierto para cacarear.
—Tenga
paciencia, señor Angel. Ya llegaré a eso, aunque con algunos rodeos previos. Cuando
Johnny inició su carrera le presté alguna ayuda. Nunca fui su agente, pero pude
valerme de mi influencia en su provecho. A cambio de dicho servicio, que fue
considerable, firmamos un contrato. Éste contemplaba la transferencia de una
prenda, en caso de que él muriera. Lamento no poder ser más explícito, pero las
cláusulas del acuerdo especificaban que los detalles debían ser confidenciales.
»Sea como fuere,
Johnny no tenía remedio. Lo enviaron a un hospital para veteranos de New Hampshire,
y todo pareció indicar que pasaría el resto de su vida en uno de los pabellones,
y que no sería más que otro de los infortunados despojos de la guerra. Pero
Johnny tenía amigos y dinero, mucho dinero. Aunque era derrochador por
naturaleza, durante los dos años previos a su reclutamiento había acumulado una
fortuna mayor que la que podría haber despilfarrado por sí solo. Parte de ese
dinero estaba invertido, y el agente de Johnny era su apoderado.
—La trama
empieza a complicarse —comenté.
—Claro que sí,
señor Angel. —Cyphre golpeó distraídamente la boquilla de marfil contra el borde
de su vaso vacío, y el cristal tintineó como un carrillón lejano—. Los amigos
de Johnny lo hicieron trasladar a una clínica privada, en el norte del estado.
Para someterlo a no sé qué tratamiento drástico. Típicas supercherías
psiquiátricas, supongo. El resultado final fue el mismo: Johnny continuó siendo
un zombie. Sólo que el dinero para los gastos salía de su bolsillo y no
del Gobierno.
—¿Sabe cómo se
llamaban esos amigos?
—No. Espero que
no me considere demasiado mercenario si le digo que Jonathan Liebling sigue interesándome
únicamente en relación con nuestro acuerdo contractual. Nunca volví a ver a
Johnny después de que se hubo ido a la guerra. Lo único que me importaba era
saber si estaba vivo o muerto. Una o dos veces al año, mis abogados se ponen en
contacto con la clínica y ésta les entrega un documento avalado por un notario,
donde consta que Johnny sigue en el mundo de los vivos. Esta situación se
mantuvo sin variantes hasta el fin de semana pasado.
—¿Qué sucedió
entonces?
—Algo muy
curioso. La clínica de Johnny está situada en las afueras de Poughkeepsie. Yo
tuve que visitar esa zona por asuntos de negocios y, siguiendo un impulso,
decidí visitar a mi viejo conocido. Quizá quisiera ver cómo queda un hombre
después de pasar dieciséis años postrado. En la clínica me informaron que las
horas de visita se reducían a las tardes de los días de entre semana. Insistí,
y entonces apareció el médico de guardia. Me explicó que a Johnny lo estaban
sometiendo a un tratamiento especial y que nadie podía molestarlo hasta el
lunes siguiente.
—Tengo la
impresión de que querían dar largas al asunto.
—Efectivamente.
Había algo en el comportamiento de ese tipo que no me gustó. —Cyphre deslizó la
boquilla en el bolsillo del chaleco y entrelazó las manos sobre la mesa—. Me
quedé en Poughkeepsie hasta el lunes y volví a la clínica, cuidando de que mi
llegada coincidiera con las horas de visita. Ya no vi al médico, pero cuando di
el nombre de Johnny, la recepcionista me preguntó si éramos parientes.
Naturalmente, contesté que no. La mujer me dijo que los pacientes sólo podían recibir
visitas de familiares.
—¿En la ocasión
anterior no habían mencionado esta restricción?
—En absoluto. Me
indigné y temo haber armado un escándalo. Lo cual fue un error. La recepcionista
me amenazó con llamar a la policía si no me iba inmediatamente.
—¿Qué hizo
entonces?
—Me fui. ¿Qué
otra alternativa me quedaba? Es una clínica privada. No quería tener problemas.
Por eso contrato sus servicios.
—¿Quiere que
vaya allí e investigue?
—Precisamente.
—Cyphre hizo un ademán expresivo, con las palmas vueltas hacia arriba como si quisiera
demostrar que no tenía secretos—. Primero, necesito saber si Johnny Favorite
sigue vivo… Esto es esencial. Y si vive, me gustaría saber dónde se encuentra.
Metí la mano
dentro de la americana y saqué una libretita encuadernada en piel y un lápiz automático.
—Parece bastante
sencillo. ¿Cuál es el nombre y la dirección de la clínica?
—Se trata de la
Emma Dodd Harvest Memorial Clinic. Está situada al este de la ciudad, en Pleasant
Valley Road.
Escribí las
señas y pregunté el nombre del médico que había tratado de librarse de Cyphre.
—Fowler. Creo
que el nombre de pila era Albert o Alfred.
Lo apunté.
—¿Favorite está
registrado con su verdadero nombre?
—Sí. Jonathan
Liebling.
—Con esto basta.
—Volví a guardar la libreta y me puse de pie—. ¿Cómo puedo comunicarme con
usted?
—Lo mejor será
que lo haga a través de mi abogado. —Cyphre se atusó el bigote con la punta del
dedo índice—. Pero no se irá, ¿verdad? Pensé que almorzaríamos juntos.
—No me gusta
perderme una comida gratis, pero si salgo ahora mismo llegaré a Poughkeepsie antes
de la hora de cierre.
—Las clínicas no
trabajan en horario comercial.
—El personal sí.
Cualquier identidad ficticia que emplee dependerá de ello. Puedo esperar hasta
el lunes, pero le costará dinero. Cobro cincuenta dólares diarios, más los
gastos.
—Me parece una
suma razonable, por un trabajo bien hecho.
—Así será. Le
garantizo que quedará satisfecho. Apenas averigüe algo, telefonearé a Winesap.
—Estupendo. Ha
sido un placer conocerlo, señor Angel.
El maître seguía
luciendo su mueca sarcástica cuando me detuve para recoger el abrigo y el maletín
antes de salir.
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