PRIMERA PARTE
(Fragmento)
I
Se llamaba Rambo y parecía ser un
muchacho cualquiera que se había detenido junto al surtidor de una estación de
servicio en los suburbios de Madison, Kentucky. Tenía una barba larga y tupida,
el pelo le cubría las orejas y caía muy por debajo del cuello; estaba haciendo
auto-stop a un automóvil que se había acercado al surtidor. Al verlo allí,
descansando el peso del cuerpo sobre una cadera, con una botella de gaseosa en
una mano y el saco de dormir enrollado en el suelo junto a sus botas, resultaba
difícil imaginar que el martes, el día siguiente, estaría buscándole casi toda
la policía del condado de Basalt. Y con más razón, nadie hubiera podido suponer
que para el jueves estaría escapándose de la Guardia Nacional de Kentucky, de
la policía de seis condados y de un buen número de civiles amantes de las armas
de fuego. Pero al verle andrajoso y cubierto de tierra en la estación de
servicio, inmóvil junto a un surtidor, tampoco era posible adivinar qué clase
de muchacho era Rambo y qué sería lo que iba a desencadenar los próximos
acontecimientos.
Sin embargo, Rambo no ignoraba que
sobrevendrían dificultades. Dificultades bien serias si alguien no ponía especial
atención. El automóvil al que le estaba haciendo auto-stop estuvo a punto de
atropellarle al salir de la estación de servicio. El empleado del local guardó
en su bolsillo la libreta de ventas y un talonario de vales, y sonrió al ver
las marcas que habían dejado las cubiertas del coche en el alquitrán caliente,
cerca de los pies de Rambo. Pero cuando emergió de entre los otros automóviles
el coche patrulla que se dirigía hacia él, Rambo se puso rígido al reconocer nuevamente
el comienzo de la misma rutina.
— No, por Dios. Esta vez no. Esta
vez no permitiré que me lleven por delante.
El coche tenía una inscripción
que decía: Jefe de Policía, Madison. La antena de la radio vibró cuando se
detuvo al lado de Rambo y el policía que lo conducía se inclinó hacia un lado
sobre el asiento de adelante, para poder abrir la puerta del otro lado. Se
quedó mirando las botas cubiertas de una costra de barro, los vaqueros arrugados
y raídos en los bajos y remendados en un muslo, la camisa azul salpicada por
algo que parecía ser sangre seca, y la chaqueta de cuero. Se demoró un momento
más observando la barba y el pelo largo. No, eso no era lo que le molestaba.
Era otra cosa, pero no sabía bien qué.
— Está bien, sube de una vez — le
dijo.
Pero Rambo no se movió.
— Te he dicho que subas — repitió
el hombre —. Debes tener un calor espantoso ahí parado con esa chaqueta.
Pero Rambo se limitó a beber su
gaseosa observando pasar los coches y no se movió. Simplemente le dirigió una
mirada al policía.
— ¿Es que no oyes bien? — le dijo
el policía — ¡Sube de una vez antes de que me enfade!
Rambo le observó en la misma
forma en que el otro le había observado a él: parecía algo bajo y rechoncho
sentado frente al volante, tenía arrugas alrededor de los ojos y abundantes y profundas
cicatrices de viruela en las mejillas que se asemejaban a las vetas de una
madera rústica.
— ¡No me mires de ese modo! —
dijo el policía.
Pero Rambo prosiguió
estudiándole: uniforme gris, el primer botón de la camisa desabrochado, la
corbata floja, el frente de su camisa empapado por el sudor. Rambo trató de averiguar
qué clase de revólver tenía pero no lo logró. El policía lo llevaba del lado
izquierdo, opuesto al lugar en el que se situaría su pasajero.
— Te lo repito — dijo el policía
— ¡No me gusta que alguien se me quede mirando a los ojos!
— ¿Y a quién le gusta?
Rambo miró nuevamente a su
alrededor y recogió su saco de dormir.
Cuando subió al coche colocó el
saco entre él y el policía.
— ¿Hace mucho rato que estás
esperando? — preguntó el policía.
— Una hora. Desde que llegué.
— Podías haber esperado durante
mucho más tiempo. La gente de por aquí no suele llevar en su coche a nadie que
haga auto-stop. Sobre todo si presentan un aspecto como el tuyo. Está prohibido
por la ley.
— ¿El parecerse a mí?
— No te hagas el listo. Quiero
decir que está prohibido por la ley hacer auto-stop. Cuántas personas se han
detenido para recoger a un muchacho en el camino y luego han aparecido muertas
o robadas. Cierra la puerta.
Rambo bebió lentamente un trago de
gaseosa antes de hacer lo que le ordenaban. Dirigió una mirada al empleado de
la estación de servicio que permanecía junto al surtidor, sonriendo mientras el
policía avanzaba con su vehículo entre el tráfico, rumbo al centro de la
ciudad.
— No debe preocuparse — le dijo
Rambo al policía — No pienso robarle a usted.
— Qué gracioso. Por si no has
visto lo que está escrito en la puerta, debo notificarte que soy el jefe de
policía. Teasle. Wilfred Teasle. Pero supongo que no tiene sentido decirte cómo
me llamo.
Atravesó un cruce principal en el
momento en que la luz se ponía amarilla. Numerosos comercios se agrupaban a
ambos lados de la calle: una farmacia, un salón de billares, una tienda de
deportes, muchos otros más. Por encima de ellos, rumbo al horizonte, se alzaban
las montañas, altas y verdes, con un toque de colorado y amarillo aquí y allá,
donde las hojas habían comenzado a marchitarse.
Rambo observó la sombra de una
nube que se deslizaba sobre las montañas.
— ¿Adónde piensas ir? — oyó que
le preguntaba Teasle.
— ¿Acaso tiene alguna
importancia?
— No. Reflexionando un poco,
supongo que no tiene mucha importancia el saberlo. Pero no obstante, ¿hasta
dónde te diriges?
— A Louisville, tal vez.
— Y tal vez no.
— Así es.
— ¿Dónde dormiste? ¿En el bosque?
— Así es.
— Quizás por el momento no sea
peligroso. Las noches se están haciendo más frías y las víboras prefieren quedarse
en sus cuevas en lugar de salir a cazar. Lo que no impide que uno de estos días
te encuentres con una compañera de cama enloquecida por el calor de tu cuerpo.
Pasaron junto a un lugar donde se
lavaban automóviles, un A & P, uno de esos lugares donde sirven refrescos y
sándwiches en los coches y en el que había un enorme cartel del Dr. Pepper en
la ventana.
— ¡Qué te parece ese restaurante,
es como para mortificarle a uno! — dijo Teasle.
Desde que tuvieron la brillante
idea de instalarse en la calle principal, todo el día hay muchachos que llegan
con sus coches haciendo sonar las bocinas y tirando basura a la calle.
Rambo bebió otro trago de su
gaseosa.
— ¿El que te recogió era alguien
de la ciudad? — preguntó Teasle.
— Vine caminando. Llevo caminando
desde el amanecer.
— Lo siento mucho. Espero que este
viaje en coche te descanse un poco, ¿verdad?
Rambo no le contestó. Sabía lo
que vendría después. Cruzaron un puente debajo del cual corría el arroyo que
atravesaba la plaza principal, en cuyo extremo se alzaba el viejo edificio de piedra
de los tribunales de justicia flanqueado por numerosas tiendas a ambos lados.
— Sí... la comisaría está al lado
de los tribunales — dijo Teasle.
Pero siguió avanzando dejando atrás
la plaza, continuando por la misma calle hasta que solamente se vieron casas, prolijas
y de buen aspecto al principio, pero que luego se convirtieron en unas grises y
destartaladas casillas de madera frente a las cuales numerosos chicos jugaban
en medio de la basura. El camino subía entre dos riscos hasta llegar a una
planicie en la que ya no había más casas sino el rastrojo de un sembrado de
maíz que había adquirido un tono marrón por el sol. Salió del pavimento y
detuvo el coche justo después de pasar el cartel que decía Está usted saliendo
de Madison.
Conduzca con prudencia.
— Ten cuidado — dijo.
— Y no te metas en líos — replicó
Rambo —. ¿Así es como sigue, verdad?
— Exacto. Ya has estado antes en esta
ruta. Creo que no necesito explicarte que los tipos con un aspecto como el tuyo
tienen una marcada tendencia a convertirse en elementos perturbadores. — Agarró
el saco de dormir que Rambo había colocado entre ambos, lo puso en el regazo de
éste y se inclinó por encima de Rambo para abrir la puerta del lado de su acompañante
—. Cuídate bien.
Rambo se bajó lentamente del
coche.
— Hasta la vista — dijo cerrando
la puerta de golpe.
— No — respondió Teasle por la ventanilla
abierta —. No creo que nos volvamos a ver.
Se adelantó un poco por el
camino, dio una vuelta en U, y se dirigió nuevamente hacia la ciudad, haciendo
sonar la bocina al pasar frente al muchacho.
Rambo se quedó mirando el automóvil,
hasta que éste desapareció entre los riscos. Bebió lo que quedaba de la gaseosa,
tiró la botella a una zanja, se colgó el saco de dormir de un hombro y se
encaminó otra vez hacia la ciudad.
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