Los hidalgos de Hannover son burros que no
saben hablar más que de caballos.
E. Heine,
Pensamientos
Era un bergante. Cuando marchaba por la Plaza Mayor hacíase
acompañar de paje y lanza para que rabiara el virrey. Sus prerrogativas no
tenían límites y el muy desfatado hacía gala de ellas, multiplicándolas con
arbitrariedades.
Izaba en su casa el estandarte con sus armas; no se
descubría ante el arzobispo; tenía una guardia privada; era su mayor delicia
poner en aprietos a la Audiencia y casi todas las noches armaba camorra con los
esbirros de la Acordada.
Apenas, cuando en su presencia se pronunciaba el nombre del
rey, destocábase ligeramente y éste era todo el acatamiento que prestaba a los
hombres sobre la tierra.
Pasaba la carroza del virrey y las gentes se inclinaban con
reverencia, deteníanse los transeúntes, callaban todas las voces. Sólo él
seguía imperturbable su camino, revolviendo la capa, haciendo sonar las
espuelas, chocando la espada contra los pobretes, galanteando a las mozas,
provocando a los militares.
Era el hijo de uno de los conquistadores de la Nueva España,
nunca estuvo en la escuela de San Juan de Letrán, jamás dio un real para las
obras piadosas, nunca visitó sus vastas tierras meridionales; pero tenía una
casa de tezontle con treinta aposentos y en las hojas de roble de su
magnificente portón las armas en relieve de sus antepasados, con un mote en
latín que nunca pudo leer de corrido.
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