Pocos árboles, grandes, quietos.
Troncos oscuros como de roca estriada.
Comienza el mundo a
desteñirse con el alboreo.
Muge una vaca que no
se ve, como si el mugido se diluyera en la penumbra.
Al pie de uno de
aquellos árboles tan solos, hay un bulto, como protuberancia del tronco, más
oscuro que el color de la corteza. Pero aquel bulto es suave, tibio. Es tata
José, envuelto en su cobija de lana, y encuclillado junto al tronco. Viejo
madrugador, de esos que se levantan antes que las gallinas dormilonas.
Antes de sentarse
allí, junto al tronco, ya había ido a echar rastrojos a un buey.
En una choza de
enfrente, se comienza a ver lumbre entre los carrizos. Adivínase adentro a una
mujer, sentada sobre sus talones, en el suelo. Sopla y sopla sobre los
rescoldos, hasta hacer que ardan unas ramas secas que rompía con las manos.
Del mismo jacal se
ve salir luego una sombra friolenta. Es el hijo de tata José.
Sale embozado en su
cobija, hasta los ojos, como su padre.
Llega junto al
viejo, y se para, mudo, como pedazo de árbol. ¡Se entienden tan bien los
hombres cuanto más poco se hablan!
Sin embargo, mucho
después, el recién llegado dice:
—Anoche oyí al tío
Jesús.
—Sí —contesta el
bulto empotrado junto al tronco.
—Oyí que dende
ajuera le pidía un güey.
—Sí —repite la voz
reseca del viejo.
Tras una pausa, se
oye al muchacho insistir:
—¿Y se lo emprestó?
—Pos sí, pa’que acomplete
su yunta.
—¿Y’hora con qué
barbechamos nosotros?
El viejo, en tono
más seco aún, responde casi en son de reproche:
—Jesús ‘ta muncho
más atrasao que nosotros. Nu ha preparao tierras. Y yo nu iba a negarle mi güey
josco.
Vuelven a quedar
callados, como dos bloques de sombra. Y en aquellos bloques, el amanecer
comienza a cincelar con luz rostros humanos, duros, quietos.
Se escucha entonces
una voz de mujer. Y se dijera que tiene la virtud de animar esculturas. Una
vieja fornida, asomando por el hueco de la choza, grita su conjuro: los llama a
almorzar.
¡Almorzar! Los dos
hombres acuden a sentarse junto a la lumbre. ¡Oh, aquellas tortillas que se
inflan, una a una, sobre el comal! Blancura que se adelgaza entre las manos
renegridas de la mujer, para dorarse luego sobre aquel barro quemante. Y unas
tiras de carne seca, que por unos instantes se retuercen entre lo rojo de las
brasas. Y unos tragos de café, de ese que antes de servirle, se oye burbujear
en la olla. De ese que cobija a los prójimos por dentro. ¡Aaah! Tan calientito,
que cuando lo sirven hace salir del jarro una neblina olorosa, calientita y
cobijadora también.
Ya más claro el día,
salieron los dos de aquel jacal. Ciertamente, no habían almorzado como para
hartarse; pero llevaban los estómagos a medio llenar de aquella agua de café
endulzada; de maíz cocido, y hebras de carne con chile. Lo suficiente para
engañar a las tripas. Y hacerlas aguantar (aunque gruñeran) hasta ya caído el
sol. ¡Sus tripas! Ellas bien que se daban cuenta del precio del maíz. Bien que
se daban cuenta, por la parquedad o la abundancia con que la mujer les echaba
tortillas.
Tata José y su
muchacho no tenían premuras, y menos aquel día. ¡Claro que no hubiera sido
posible negarle el josco al tío Jesús!
Se echaron, cada uno,
un azadón al hombro, y tomaron su vereda, monte arriba.
De las lomas
levantábanse vaporcitos de niebla que dejaban los cerros limpiecitos,
remendados de milpas.
Sol. Mediodía. El cielo estaba
caliente. Pero allá sobre la sierra del Norte, se amontonaba negrura. Tata
José, con unos ojillos que le relumbraban entre arrugas, quedó un momento
contemplando lejos aquel amontonamiento de nubes.
El hijo, mirando
también, advirtió:
—¡Qué recio ‘ta
lloviendo allá pa’rriba!
Y siguieron
azadonando terrones.
Pero sobre sus
espaldas, un trueno hizo temblar los ámbitos, desdoblándose por el espacio
estremecido. Si el cielo fuera de cristal azul, aquel enorme trueno lo habría
estrellado. Y habría caído sobre la gente hecho trizas.
—Vámonos —dijo el
tata, echándose al hombro su azadón—. Esa tempestá nos coge.
Pero el muchacho,
atrás, se detuvo con un grito, señalando por una ladera, abajo, donde se
contorsionaba el río:
—¡Mire, tata!
Los dos sintiéronse
como agarrotados por la misma sospecha. Todavía no llegaba la tempestad y, sin
embargo, la creciente ya los había sorprendido. Los que trabajaban al otro
lado, ya no podrían vadearla. ¡Y las tierras del tío Jesús estaban allá!
El viejo y su hijo
bajaron al trote por las lomas. Sobre las márgenes del río, la creciente
comenzaba a arrancar platanares enteros. A los árboles grandes, les escarbaba
entre las raíces, hasta ladearlos, entre un estrépito de quebrazón de ramas.
Lejos, al otro lado,
se deducía que algunos hombres gritaban desde una lomita. Agitaban los brazos y
se desgañitaban, pero los bramidos de la corriente ya no permitían oír sus
voces.
El agua subía y
subía. Ya hasta dos o tres jacales habían sido arrancados de las vegas.
Mujeres y gallinas,
cerdos y niños, chillaban por todas partes.
Tata José y su hijo,
corriendo hacia donde el río bajaba, llegaron jadeantes hasta el paralelo de
las tierras del tío Jesús. Allí, las vegas estaban convertidas en inmensa y
alborotada laguna.
Como a un kilómetro,
distinguieron al tío. Los bueyes de la yunta estaban desuncidos junto a él y
miraban la inundación, medrosos. El viejo estaba inmóvil, erguido, con su larga
garrocha en la mano, clavada junto a sus pies. El montículo donde estaban se
iba empequeñeciendo más y más, cual si se derritiese. Inútil hasta gritar.
Enormes gotas empezaron
a caer, oblicuas, desde el cielo emborronado. ¡Allí apenas empezaba a llover!
¡Y al josco se lo iba a llevar la corriente! ¡Su josco!
El tata y su
muchacho emprendieron otra vez carrera. ¡El aguacero arreciaba! A todo correr,
ellos casi sentían como si las nubes los apedrearan. Eran unos gotazos tan
grandes y tan fuertes, que se antojaban apuntados a reventarles los ojos. De
repente, parecía como si en lo alto, entre chorros de agua tibia, mezclaran
cubetazos de alcohol o de gasolina que se incendiasen entre la tormenta. Porque
en el cielo empapado se abrían con fragor agujeros de lumbre. Carcajadas de un
cielo borracho de tinieblas.
Hasta después de una
hora, el chubasco amainó.
El tata y su hijo,
como dos duendes desesperados, andaban todavía por el lodo de las laderas,
espiando sobre las aguas. De seguro la creciente había arrastrado a su josco.
Cuando el cielo se
apaciguó del todo, era casi de noche. Y los dos duendes angustiados, abrían más
grandes los ojos entre la penumbra.
—Nu hay nada, tata.
—Nu hay nada
—contestó el viejo desolado, con la camisa y los calzones pegados al cuerpo,
empapados en lluvia y en sudor.
Pero de pronto,
entre basuras y palos que flotaban, distinguieron una forma que braceaba
débilmente sobre las aguas.
—¿Será el tío?
—¡Jesúúús! —gritó el
tata desde la orilla.
—¡Tíío! —asegundó el
muchacho.
Braceando apenas,
para no sumergirse, el tío sacudió entre
las aguas la cabeza.
—¡Eeeh! —contestó
con un grito apagado.
—¿’On ta’l josco,
tío? —preguntó a grito abierto el muchacho.
—Por ai viene
—respondió sacando fuerzas para gritar ahogadamente, señalando con el brazo
hacia atrás.
Y agregó muy apenas:
—Aguárdenlo n’el
recodo.
Padre e hijo,
efectivamente, distinguieron más lejos un bulto mayor. Y con el corazón a
tumbos, adivinaron que era su res.
Movidos por igual
impulso, antes que pensar en tirarse al agua para ayudar al tío Jesús a ganar
tierra, echaron a correr hacia el recodo.
El cielo se había
limpiado. Pero la luna tardaba en encender las crestas de los montes.
Y a la muy escasa luz de unas estrellas, el
muchacho se tiró a la corriente, que se ensanchaba en un remedo del mar.
Braceó entre la
penumbra hasta alcanzar la sombra de la res. Y nadando junto a ella,
empujábala, empujábala. Había que orillarla, antes de que a ambos los sorbiese
una garganta rocosa donde, a lo lejos, seguía bramando el aluvión.
Tata José, metido
hasta las corvas en el agua, enronquecía entre la oscuridad, gritando a su hijo
y a su josco.
Hacia la medianoche,
salió la luna. Hacia la medianoche también, el muchacho, casi desfallecido,
logró empujar al buey hasta la orilla. Pero aquel lugar era rocoso, y el
animal, entumido por tantas horas en el agua, no podía salir.
Entre la sombra,
lejos, oíanse de vez en vez confusos gritos humanos.
Desde la orilla, el
viejo se aventó como una gran rama junto al buey, que ya de entumido ni mugía.
Tras el chapuzón se vio al viejo manoteando hasta asirse de las ramas de un
árbol que aún estaba bien cogido con sus raíces al paredón. Y así, el cuerpo
negro se anudó a las ramas, para servir de retén al animal. Aquel gran volumen
negro que flotaba se habría deslizado lentamente hacia la desembocadura, si
tata José no hubiera estado allí, hecho nudo, atrancándolo con los pies.
El hijo salió
empapado y maltrecho, y comenzó a subir lomas. Quizá en el caserío encontrase
gente que quisiera bajar en su ayuda.
Era de madrugada
cuando el agua comenzó a descender. El muchacho regresó, seguido al trote por
su madre y por otro hombrecito de once años al que sobraban deseos de servir,
pero le faltaban fuerzas. Y entre jadeos de los cuatro, el josco, por
fin, estuvo a salvo, aunque sin poderse tener sobre sus patas.
Allí amaneció,
echado entre el lodazal, empanzonado de agua, con los ojos más tristes que el
común de los bueyes, y el hocico en el suelo. Ni siquiera ganas de pastura
tenía. Inútil que el muchacho subiera a cortarle zacatón fresco.
Estuvo sin moverse
toda la mañana, y tata José quedó cuidándole, encuclillado cerca, dolorido y
quieto.
Después del
mediodía, el animal, con las patas temblonas, intentó levantarse. Y el viejo
suspiró con alivio.
Al tío Jesús lo
encontraron hasta el atardecer, exánime, mucho más abajo. El agua lo había
dejado en tierra, al bajar la corriente. De seguro peleó, braceando, hasta lo
último.
Lo encontraron antes
de que se hiciera duro, con el vientre crecido. Y lo empezaron a sacudir.
—Es que ha de ‘ber
tragado mucha agua —dijo alguien.
Y con una piedra,
redonda y pesada, le comenzaron a magullar aquel abultamiento. Otros le movían
los brazos, cual si trabajasen con una bomba. Otros le gritaban al oído, larga,
muy largamente. Le torcían la cabeza después. Y así, a estrujones y a gritos,
fue volviendo a la vida. Cuando empezó a resollar y entreabrió un ojo, se alzó
de todos los circunstantes un alarido sagrado. Como si cada uno hubiese
realizado, en parte, aquel milagro de resurrección.
Pasaron unos días.
Entre el caserío no
acababan aún los comentarios sobre las pérdidas de cada quien: uno, su chilar;
otro, tres puercos y una muchachita. El de más abajo, sus platanares llenos de
racimos. Otro, su jacal y su mujer encinta. Aquél, su chivo negro. El de más
allá, un jarro sin oreja, donde guardaba dineritos.
Pasaron unos días.
Una tarde, vieron
salir de su jacal al tío Jesús. Eran sus primeros pasos desde la noche aciaga.
Y aquellos pasos los
encaminó hacia el jacal de José.
El tata salió a
recibirlo.
Como si hiciera
mucho tiempo que no se veían, en aquellos rostros ajados fulgía un gozo
fraterno, fuerte. Sus cuatro manos se asieron en un gran saludo.
Luego, ambos fueron
a sentarse frente a la choza, junto al árbol.
El tío Jesús había
ido a darle las gracias. Se las debía, por haberle prestado su buey.
Tata José, un poco
avergonzado, hubiera preferido no hablar de ello.
—Yo pensaba que
‘tarías nojao —le dijo sin verle la cara.
—¿Nojao? —preguntó
con extrañeza Jesús.
—Pos sí, porque yo y
mi muchacho nos juimos a salvar a mi josco antes qui a ti...
—¡Pero hombre!
—exclamó Jesús—. ¡Yo ‘biera hecho lo mesmo! Como qui un cristiano no cuesta lo
qui un güey. ¡Yo ‘biera hecho lo mesmo!
Y en su rostro no
había, en verdad, sombra alguna de reproche ni de rencor. En verdad, sólo
agradecimiento llevaba para quien había sido capaz de prestarle lo que tanto
apreciaba.
Sentados en la
tierra, el tata y el tío enmudecieron durante mucho rato.
Las nubes, empapadas
de ocaso, se quemaban. El horizonte aparatosamente ardía, pero no impresionaba
a los dos viejos, por más que les llenara con su lumbre los ojos. Ellos
pensaban en la gloria de tener dos bueyes. Como el tata. Ya podía morir tranquilo
un viejo que no había malgastado su existencia. Que podía legar a su muchacho
aquella fortuna con cuernos y con rabo.
En aquellas tierras,
los hombres se mataban por cualquier cosa, a machetazos. O los fusilaban las
patrullas por cualquier chisme. Por el hurto más insignificante, los ahorcaban.
A una res, en cambio, no se la sacrificaba así como así. Había que pensarlo. A
una res, así se pasara una noche dañando en milpa ajena, se la capturaba con
miramientos. ¿Quién se ocuparía de pelear por adueñarse de un hombre? De una
vaca, en cambio...
El tío Jesús,
indiferente al cielo, sobre la tierra floja se volvía sociólogo.
Y decía:
—¿Sabes cómo haría
yo pa’que las gentes valiéramos más?
—¿Cómo?
—Pos si yo juera’l
dueño de México, mandaría qu’en los abastos se mataran gentes, y que vendieran
sus carnes ¡muncho caras!, como a cinco pesos la libra, hasta que nos gustara
comernos.
—¿Y eso pa’qué?
—preguntó el tata, mirándolo fijamente.
—Pos ansina ¿no se
te afigura que ya no se desperdiciarían gentes? ¿A que en ninguna parte has
mirao que se desperdicie un chivo?
—Hombre, pos no…
Y los dos viejos
quedaron nuevamente silenciosos. Parecían dos figurillas de barro seco,
alumbradas por la quemazón de aquellos nubarrones, que el ocaso incineraba como
andrajos de cielo.
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