En la sacristía. La luz entra a chorros por una alta ventana
llena de vidrios de colores que arroja al piso, deslumbrante de limpio, los
manchones danzantes de un kaleidoscopio. La amplia y sonorosa pieza está
pintada de blanco y en el muro se extiende un viejo cuadro en marco plateresco,
que representa complicadísimas escenas del Gólgota, una puesta de sol cárdena
como ráfaga súbita en nubes color de índigo fueteadas por un rayo; un eclipse
de sol, y en ese fondo pavoroso, confusas, apretadas, siluetas inquietantes:
soldadesca, fariseos, escribas, plebe, mujeres que gritan, redondas ancas de
caballos de las que arrancan colas retorcidas como barba mosaica, y en lo alto,
en el montículo, tres crucificados; uno de ellos con aureola: Jesús.
Abajo la pileta carcomida de mármol, en una concha el jabón
y al lado, suspensa a dos rodillos, la banda continua de una toalla; viejos y
amplios sillones labrados, con patas salomónicas, y en el fondo la cómoda
rematada por una cruz y al medio una mesa donde el sacristán recorta hostias,
pulveriza incienso y dobla casullas. Se han lavado las vinajeras, se han
preparado los misales que forman pila y limpiado los candeleros de la
tercerilla. La iglesia está cerrada, así es que en la nave se oye el
chisporroteo de las lámparas y la letanía cascada del reloj, y del colegio de
los padres, por un callejón sombrío, bocanadas de aire húmedo y bullicio de
recreo.
Son los días santos, en que hay mucho que hacer, limpiar
apóstoles, componer el casco de los sayones, vendar las patas luxadas del
caballo de un centurión, remendar las narices de San Juan, pegarle una mano a
San Lucas y lavar de pies a cabeza a media docena de angelitos de enagua corta,
que han salido de la covacha, incapaces, llenos de polvo y telarañas: además,
preparar las velas para el monumento, dorar naranjas y clavarles banderitas de
papel de china y, poniéndose de asco, llenar los vasos con aguas de colores.
—Ya en el altar mayor comienza la faena, ya se oyen los
gritos.
Alza el palacio de Herodes, más a la derecha, así...
—A ver tú, Santos, ¿no ves que rompes el candelabro?
—¿Qué juzgas ahí, tú, el de la blusa? Son reliquias, eso no
se toca.
El padre Anselmo, un sexagenario que no anda, se desliza con
alpargatas, pegando la nariz a todo porque es miope incorregible, sacude su
manojo de llaves, abre cajones, dobla amitos, manípulos, corporales,
sobrepellices; canturreando trepa por la escalera de un tapanco, donde sobre un
clavicordio fuera de servicio, está el tesoro de los resplandores, oriflamas,
ramos de papel dorado, jarrones y bombas azogadas; cuánto deslumbrará,
fingiendo incendios en el altar lleno de cirios.
Una beata pregunta si no se sienta el padre Moralitos, y a
mí se me encarga delicadísima tarea; soy un niño, mis manos están puras y puedo
vestir a la Dolorosa, a esa bella escultura del pesar, que va a estrenar traje
porque han gastado la orla de sus vestidos los besos de los fieles.
—Presta el corazón (un corazón de oro traspasado por siete
puñales con larguísimo pivote), y el pañuelo y el manto. Ahora sí.
—Y entre el padre Anselmo y yo, guardando el equilibrio
sobre un burro, desnudamos a la imagen; limpiamos sus mejillas por donde ruedan
lágrimas de vidrio; sus ojos de esmalte, vueltos al cielo; su boca que parece
exhalar un gemido; sus manos donde la devoción ha puesto costosas piedras, y
uno por uno descosemos los ex votos, símbolos de consuelo, que recaman la falda
de luto.
Ha quedado lista, y yo la miro de hito en hito, porque me
han enseñado a amarla, porque desde niño me llevaba de la mano ¡ay! una mujer
buena y llorosa y enlutada como ella, a la penumbra de la capilla, me
arrodillaba, así juicioso, los bracitos cruzados.
—Di conmigo, anda hijo, di conmigo, anda:
—Acuérdate, oh piadosísima Virgen, que no se ha oído decir
hasta ahora, que ninguno... yo, animado de esa confianza, vengo a ti; no
quieras, ¡oh Madre de la palabra eterna! despreciar mis palabras; óyeme
favorable a lo que te suplico... Amén. Ahora un sudario por tu papá.
Y aquellos ojos, que siempre me supieron ver con ternura,
cintilaban a la luz de una lámpara, empapados de lágrimas. No oía lo que
balbuceaban los labios; pero en lo ardiente de la súplica, en lo tierno de la
devoción, en el inmenso reclamo de la mirada, comprendía que por mí, niño
indefenso, pedía una madre desconsolada a otra madre infeliz.
Era la confidente de nuestra miserias aquella hermosísima
señora que no hablaba; aquella Mater Dolorosa, cuyo retrato se ponía en la
cabecera de nuestras camas, era, según me decían, la que curaba a los enfermos;
era la intercesora en nuestras angustias con Dios, ese Señor anciano y blanco,
como mi abuelo; era la madre de todos los huérfanos, la consoladora de los
afligidos... Y acostumbréme a mirarla como a una pariente de influencias,
sintiendo en mis ideas de niño un vago respeto por la imagen, y grabóse en mí
su faz descompuesta por el pesar, pues que siempre en las horas de tribulación
la miraba, porque su estampa lloraba a la luz de la lámpara cerca de mi lecho y
nunca faltaron flores al vaso azul de su repisa; porque lanzado a la vida fue
la primera que supo de mis descarríos, porque mi madre se los contaba...
Y heme aquí, mirándola más de cerca, con una curiosidad
punzante, tocándola con miedo, convenciéndome de que no era de carne sino de
madera, palpando sus manos olientes a bálsamo, acercando mi índice a sus
lágrimas y pasando la palma por sus cabellos de seda, y evocando uno por uno
los momentos de oración ante su altar y, en un arranque, postrándome con
respeto para pedirle, niño pobre, algo, muy poco, una friolera, para más judas
y mi matraca, plenamente seguro de que sucedería algo tremendo en casa, pues
tenía estrictamente prohibido pedir un solo centavo, ni aun a los parientes.
—Vamos, amigo, ya está lista la Virgen y mañana limpiaremos
los incensarios, porque ya oscurece y ahí viene la criada por ti... Y toma esta
pesetilla, porque bien la mereces, has trabajado como una gente formal.
Y salí convencido del milagro en una época en que las
pesetas eran muy raras en los rotos bolsillos de mi chaleco.
*
¡Cuántos años han pasado! Jamás hubiera creído que a través
de los tiempos me arrancaran escépticas sonrisas los sayones, soldados romanos,
centuriones y fariseos del monumento, y olvidara tantos diálogos de capilla;
pero hay un recuerdo, uno querido, uno inolvidable que surge en mi memoria,
cuando contemplara la Mater Dolorosa: el recuerdo, triste y dulce a la par, de
la única que oró por mí: blanco lirio entre las purpúreas adelfas del poeta.
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