De Carlos Fuentes
Uno de los pocos intelectuales
que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la
culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma
cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le
otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las
Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los
snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y
gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades
civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero
norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años,
es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo
necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído,
llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y
efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días,
el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La situación, intrínsecamente, no
era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres,
quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y
la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo
por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la
basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto.
A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía
cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la
nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista.
Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos,
los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos,
ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta
melancolía.
Nunca hubo tiempo de averiguar a
qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un
fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión,
el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la
cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis
manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con
otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder
recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana;
con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las
setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los
cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las
gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas
ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices
propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que
saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las
cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumno y hojalata, que usan
los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar
la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron
que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco
esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien
millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos
los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para
todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con
premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy
pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas
hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran
veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron
un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el
movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de
los vikingos.
Esta situación, hasta cierto
punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano
aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en
culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades
comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando
entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en
terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y
los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la
casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar
descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de
la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di
cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se
detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos
haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y
axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la
impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una
confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies,
orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las
tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible.
Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían
preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por
millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del
Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del
Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo
apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una
advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos
efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro
o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la
población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el
problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas,
aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la
libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio;
sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las
exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de
un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo
aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos
calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex
recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en
las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar
diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en
mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de
doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El abandono de las labores
agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria
y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la
severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y
comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan
al contacto con los dedos del comensal).
Yo, justo es confesarlo, me
adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo
experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como
larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé
varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me
envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran
cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste;
por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a
veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor rosa palabra, brillaban un
instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos
fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse;
en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo
de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire.
La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo
que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad;
de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí concluía el periodo que
pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este
instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a
veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de
montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas,
abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y
flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron
dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus
servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres
atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por
las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el
término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.
La acumulación de basura en las
calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían
escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y
todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros
se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de
Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones
republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen
que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez
cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró
la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las
habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba
una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía
y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria
paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar
otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los
demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la
fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser
ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas
por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía
en todas las actividades.
Mi trabajo en el Banco ya no
tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y
consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me
asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las
armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se
encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y
depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares
misteriosos.
Ahora que ha pasado un año desde
que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de
distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El
ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo
-por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que
encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a
fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas;
pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando
la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda
por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo
escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di
cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la
facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de
pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo
apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año
relleno de datos- y formular algún proyecto.
¡Qué gusto! En mi sótano encontré
un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he
recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el
libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina
dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños,
los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante
todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he
escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre
los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños;
las llantas y los trapos, la obsesidad maloliente, la carne inflamada del
detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas
cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe
de ellos.
No puedo dar idea de los
monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de
los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es
especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson,
un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con
qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero:
«USEN TODO... TODO... TODO»
Ahora, ahora un hongo azul que
luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos...
Estoy sentado en una playa que
antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles
en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas;
las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...
FIN
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