De Carmen Báez
Saltó la barda de su casa. Detrás del solar de doña Luz estaba la calle; la otra calle, con sus piedras untadas de sol, que se hacían musicales bajo los cascos de los caballos.
En la mañana, alguien lanzó al viento una voz:
—¡A’i viene el de la arracada!
Lo dijo en tono velado, al oído de alguno, y la voz hizo eco en la boca de todas las mujeres, y de todos los hombres, y de todos los niños; y fue creciendo, creciendo hasta llegar a la torre del pueblo, en donde los cerrojos de los máuseres parecían cuchichear en las manos de los hombres:
—A’i viene el de la arracada…
Encerraron a todas las muchachas en el subterráneo del curato viejo, y los hombres huyeron hacia el cerro. En la casa, cerrada, los niños asustados se acurrucaban detrás de la madre, que rezaba para que los hombres no se mataran.
La niña fea no tenía miedo. Ella sólo quería ver a los rebeldes. Y en tanto que los hermanitos lloraban cerca de la madre, ella acercó su sillita a la ventana de la huerta y trepó con gran trabajo. Después se deslizó por las ramas de un durazno y cayó al suelo. Corriendo atravesó la huerta y saltó el portillo de la barda. Ya en el corral de doña Luz se sintió libre, feliz. Desde allí se oían las voces de los soldados en la calle ancha.
Aquello parecía una fiesta. Una gran fiesta. Bajo la lumbre del sol, la niña abrió sus ojos en azoro.
Corriendo entre las patas de los caballos llegó a la plaza. Estruendo de clarines y de voces, basura, gente. En los portales hacían lumbradas las mujeres sucias, y asaban carne para que los soldados comieran.
Frente a la tienda de doña Ignacia había una gran mancha de gente. La niña fea se acercó: estaban matando un buey. Primero mugidos de angustia. Luego sangre. Carne roja. Sangre, sangre, mucha sangre. Bajo el oro de la tarde corría la sangre en arroyitos calle abajo.
La niña tenía miedo. Se echó a llorar. Una soldadera de ojos verdes, enormes, la tomó en sus brazos; le dio un trozo de azúcar y secó sus lágrimas con la falda roja:
—No llores, tonta, voy a llevarte a tu casa.
Del mesón de don Luis salían seis hombres, tranquilamente. Cinco eran rebeldes; el otro era un hombre joven. Llevaba una camisa roja, negra de mugre.
—Lo van a matar —dijo alguno.
La soldadera de los ojos verdes preguntó:
—¿Por qué van a matarlo?
—Porque es un hijo de la tiznada…
Nadie se atrevió a protestar. Lentamente llegaron al centro de la plaza. El hombre joven, muy tranquilo, se paró frente a los otros cinco. Levantaron sus armas y se oyeron disparos. Él se dobló poco a poco, parecía no tener mucha prisa, y se quedó tendido en el suelo. Después, los mismos hombres, también tranquilamente, lo levantaron entre cuatro, y volvieron a meterlo en el mesón. Sólo tenía en la frente un agujerito negro y un hilito de sangre. Ni un gesto, ni una protesta, nada.
La niña fea, muy tranquila, abrió sus ojos negros más y más. Aquella era una fiesta rara. Pero no sintió ganas de llorar. Cuando levantó la frente, vio que los enormes ojos verdes de la soldadera estaban llenos de lágrimas.
“Qué mujer tan extaña —pensó. Me dijo tonta porque lloré cuando mataron al buey, y ella está llorando ahora así nomás, por nada.”
Era una mujer buena. De la mano la llevó hasta su casa y la entregó a su madre. Después se fue calle arriba, lenta, con su falda roja y sus enormes ojos verdes.
Cuando la niña quedó sola con su madre, dijo:
—Vi matar, mamita.
—¿Qué?
—¡Un buey! y ocultó su cabeza en el regazo de la madre, como si quisiera olvidar allí la tragedia que vio frente a la tienda de doña Ignacia. Lloraba amargamente, desconsoladamente.
—No llores, pequeña…
Y cuando los besos de la madre la hubieron calmado, contó ya tranquilamente, sin asomo de amargura, como si hablara de algo trivial, sin importancia:
—También mataron a un hijo de la tiznada…
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