No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Vlad

De Carlos Fuentes



(Fragmento)

Duérmase mi niña,
que ahí viene el coyote;
a cogerla viene
con un gran garrote…

Canción infantil mexicana
 
I
 
“No le molestaría, Navarro, si Dávila y Uriarte estuviesen a la mano. No diría que son sus inferiores —mejor dicho, sus subalternos— pero sí afirmaría que usted es primus inter pares, o en términos angloparlantes, senior partner, socio superior o preferente en esta firma, y si le hago este encargo es, sobre todo, por la importancia que atribuyo al asunto…”.

Cuando, semanas más tarde, la horrible aventura terminó, recordé que en el primer momento atribuí al puro azar que Dávila anduviese de viaje lunamielero en Europa y Uriarte metido en un embargo judicial cualquiera. Lo cierto es que yo no iba a marcharme en viaje de bodas, ni hubiese aceptado los trabajos, dignos de un pasante de derecho, que nuestro jefe le encomendaba al afanoso Uriarte.


Respeté —y agradecí el significativo aparte de su confianza— la decisión de mi anciano patrón. Siempre fue un hombre de decisiones irrebatibles. No acostumbraba consultar. Ordenaba, aunque tenía la delicadeza de escuchar atentamente las razones de sus colaboradores.

Sin embargo, a pesar de todo lo dicho, cómo iba yo a ignorar que su fortuna —tan reciente en términos relativos, pero tan larga como sus ochenta y nueve años y tan ligada a la historia de un siglo enterrado ya— se debía a la obsecuencia política (o a la flexibilidad moral) con las que había servido —ascendiendo en el servicio— a los gobiernos de su largo tiempo mexicano. Era, en otras palabras, un “influyente”.

Admito que nunca lo vi en actitud servil ante nadie, aunque pude adivinar las concesiones inevitables que su altiva mirada y su ya encorvada espina debieron hacer ante funcionarios que no existían más allá de los consabidos sexenios presidenciales.

Él sabía perfectamente que el poder político es perecedero; ellos no. Se ufanaban cada seis años, al ser nombrados ministros, antes de ser olvidados por el resto de sus vidas. Lo admirable del señor licenciado don Eloy Zurinaga es que durante sesenta años supo deslizarse de un periodo presidencial al otro, quedando siempre “bien parado”.

Su estrategia era muy sencilla. Jamás hubo de romper con nadie del pasado porque a ninguno le dejó entrever un porvenir insignificante para su pasajera grandeza política. La sonrisa irónica de Eloy Zurinaga nunca fue bien entendida más allá de una superficial cortesía y un inexistente aplauso.

Por mi parte, pronto aprendí que si no le incumbía mostrar nuevas fidelidades, es porque jamás demostró perdurables afectos. Es decir, sus relaciones oficiales eran las de un profesionista probo y eficaz. Si la probidad era sólo aparente y la eficacia sustantiva —y ambas fachada para sobrevivir en el pantano de la corrupción política y judicial— es cuestión de conjetura. Creo que el licenciado Zurinaga nunca se querelló con un funcionario público porque jamás quiso a ninguno. Esto él no necesitaba decirlo. Su vida, su carrera, incluso su dignidad, lo confirmaban…

El licenciado Zurinaga, mi jefe, había dejado, desde hace un año, de salir de su casa. Nadie en el bufete se atrevió a imaginar que la ausencia física del personaje autorizaba lasitudes, bromas, impuntualidades. Todo lo contrario. Ausente, Zurinaga se hacía más presente que nunca.

Es como si hubiera amenazado: —Cuidadito. En cualquier momento me aparezco y los sorprendo. Atentos.

Más de una vez anunció por teléfono que regresaría a la oficina, y aunque nunca lo hizo, un sagrado terror puso a todo el personal en alerta y orden permanentes. Incluso, una mañana entró y media hora más tarde salió de la oficina una figura idéntica al jefe. Supimos que no era él porque durante esa media hora telefoneó un par de veces para dar sus instrucciones.

Habló de manera decisiva, casi dictatorial, sin admitir respuesta o comentario, y colgó con rapidez. La voz se corrió pero cuando la figura salió vista de espaldas era idéntica a la del ausente abogado: alto, encorvado, con un viejo abrigo de polo de solapas levantadas hasta las orejas y un sombrero de fieltro marrón con ancha banda negra, totalmente pasado de moda, del cual irrumpían, como alas de pájaro, dos blancos mechones volátiles.

El andar, la tos, la ropa, eran las suyas, pero este visitante que con tanta naturalidad, sin que nadie se opusiera, entró al sancta sanctórum del despacho, no era Eloy Zurinaga. La broma —de serlo— no fue tomada a risa. Todo lo opuesto. La aparición de este doble, sosias o espectro —vaya usted a saber— sólo inspiró terror y desapaciguamiento…

Por todo lo dicho, mis encuentros de trabajo con el licenciado Eloy Zurinaga tienen lugar en su residencia. Es una de las últimas mansiones llamadas porfirianas, en referencia a los treinta años de dictadura del general Porfirio Díaz entre 1884 y 1910 —nuestra belle époque fantasiosa— que quedan de pie en la colonia Roma de la Ciudad de México. A nadie se le ha ocurrido arrasar con ella, como han arrasado con el barrio entero, para construir oficinas, comercios o condominios. Basta entrar al caserón de dos pisos más una corona de mansardas francesas y un sótano inexplicado, para entender que el arraigo del abogado en su casa no es asunto de voluntad, sino de gravedad. Zurinaga ha acumulado allí tantos papeles, libros, expedientes, muebles, bibelots, vajillas, cuadros, tapetes, tapices, biombos, pero sobre todo recuerdos, que cambiar de sitio sería, para él, cambiar de vida y aceptar una muerte apenas aplazada.
Derrumbar la casa sería derrumbar su existencia entera…

Su oscuro origen (o su gélida razón sin concesiones sentimentales) excluía de la casona de piedra gris, separada de la calle por un brevísimo jardín desgarbado que conducía a una escalinata igualmente corta, toda referencia de tipo familiar.

En vano se buscarían fotografías de mujeres, padres, hijos, amigos. En cambio, abundaban los artículos de decoración fuera de moda que le daban a la casa un aire de almacén de anticuario. Floreros de Sévres, figurines de Dresden, desnudos de bronce y bustos de mármol, sillas raquíticas de respaldos dorados, mesitas del estilo Biedermeier, una que otra intrusión de lámparas art nouveau, pesados sillones de cuero bruñido… Una casa, en otras palabras, sin un detalle de gusto femenino. En las paredes forradas de terciopelo rojo se encontraban, en cambio, tesoros artísticos que, vistos de cerca, dejaban apreciar un común sello macabro. Grabados angustiosos del mexicano Julio Ruelas: cabezas taladradas por insectos monstruosos. Cuadros fantasmagóricos del suizo Henry Füssli, especialista en descripción de pesadillas, distorsiones y el matrimonio del sexo y el horror, la mujer y el miedo…

—Imagínese —me sonreía el abogado Zurinaga—. Füssli era un clérigo que se enemistó con un juez que lo expulsó del sacerdocio y lo lanzó al arte…

Zurinaga juntó los dedos bajo el mentón.

—A veces, a mí me hubiese gustado ser un juez que se expulsa a sí mismo de la judicatura y es condenado al arte…

Suspiró.

 —Demasiado tarde. Para mí la vida se ha convertido en un largo desfile de cadáveres… Sólo me consuela contar a los que aún no se van, a los que se hacen viejos conmigo…

Hundido en el sillón de cuero gastado por los años y el uso, Zurinaga acarició los brazos del mueble como otros hombres acarician los de una mujer. En esos dedos largos y blancos, había un placer más perdurable, como si el abogado dijese: —La carne perece, el mueble permanece. Escoja usted entre una piel y otra…

El patrón estaba sentado cerca de una chimenea encendida de día y de noche, aunque hiciese calor, como si el frío fuese un estado de ánimo, algo inmerso en el alma de Zurinaga como su temperatura espiritual.

Tenía un rostro blanco en el que se observaba la red de venas azules, dándole un aspecto transparente pero saludable a pesar de la minuciosa telaraña de arrugas que le circulaban entre el cráneo despoblado y el mentón bien rasurado, formando pequeños remolinos de carne vieja alrededor de los labios y gruesas cortinas en la mirada, a pesar de todo, honda y alerta —más aún, quizás, porque la piel vencida le hundía en el cráneo los ojos muy negros.

—¿Le gusta mi casa, licenciado?

—Por supuesto, don Eloy.

—A dreary mansion, large beyond all need… —repitió con ensoñación insólita el anciano abogado, rara avis de su especie, pensé al oírlo, un abogado mexicano que citaba poesía inglesa… El viejo volvió a sonreír.

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