No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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Un hombre de verdad

Por Boris Polevoi



Primera parte
Capitulo 2

El piloto Alexéi Merésiev había caído en el cepo de dobles «tenazas». Era lo peor que podía ocurrir en un combate aéreo. Después de haber gastado todas las municiones y cuando prácticamente se hallaba ya inerme, cuatro aviones alemanes, los cuales, sin permitirle escapar ni desviarse de la ruta, le conducían al aeródromo enemigo.

El hecho ocurrió del modo siguiente: la patrulla de «cazas», al mando del teniente Merésiev, había salido en vuelo de protección con unos «IL2» que iban a atacar un aeródromo enemigo. La audaz incursión se había desarrollado con éxito. Los aviones —«tanques volantes», como los llamaba la infantería, deslizándose casi a ras de las copas de los pinos, cayeron por sorpresa sobre el campo de aviación donde se hallaban alineados unos grandes «Junkers» de transporte. Surgieron inesperadamente, por detrás de la erizada muralla azul oscura del bosque, pasaron veloces sobre los pesados cuerpos de los transportes, regándolos con el plomo y el acero de los cañones y ametralladoras y lanzando bombas sobre ellos. Merésiev, que protegía con su patrulla el espacio aéreo sobre el lugar del ataque, vio perfectamente desde el aire correr por el aeródromo las oscuras figurillas de los hombres y cómo comenzaron a diseminarse torpemente los transportes por la nieve apisonada. Los aviones de asalto daban una pasada tras otra, y las tripulaciones de los «Junkers», repuestas de la sorpresa, empezaban, bajo el fuego, a rodar por la pista los aparatos, para el despegue.

En aquel momento Alexéi cometió una torpeza. En lugar de guardar celosamente el espacio aéreo sobre la zona en que operaban los aviones de asalto, se dejó tentar, como dicen los pilotos, por la caza fácil. Metiendo el aparato en picado, se precipitó como una piedra sobre un «Junkers», pesado y lento, que acababa de despegar, y, disparándole varias ráfagas largas, vio con satisfacción cómo perforaba el cuerpo cuadrangular, pintarrajeado, construido de chapa ondulada de duraluminio. Seguro de sí, ni siquiera miró cómo el enemigo se estrellaba contra el suelo. En el lado opuesto del aeródromo despegó otro «Junkers». Alexéi voló en su persecución. Le atacó, pero sin éxito: las balas pasaron por encima del aparato, que iba tomando altura poco a poco. Alexéi hizo un brusco viraje, volvió a atacar y falló de nuevo; alcanzó otra vez a su víctima ya fuera del aeródromo, sobre el bosque, y metiendo con rabia en el grueso torso en forma de puro varias ráfagas prolongadas de todas las armas de a bordo, lo derribó. Después de haber abatido al «Junkers», y de dar dos vueltas triunfales en torno al lugar donde ascendía una negra columna de humo, emergiendo sobre el verde mar encrespado del inmenso bosque, Alexéi viró en dirección al aeródromo alemán.

Pero no llegó hasta allí: vio cómo tres cazas de su patrulla combatían con nueve «Messers», llamados sin duda por el mando del aeródromo alemán para repeler el ataque de los aviones de asalto. Al lanzarse intrépidamente sobre los alemanes, tres veces superiores en número, los pilotos soviéticos procuraban distraer al enemigo de los «IL2». A la par que combatían, iban arrastrando cada vez más lejos al adversario, lo mismo que hace el urogallo, fingiéndose herido y alejando a los cazadores de sus polluelos.

Alexéi sintió tal vergüenza de haberse dejado tentar por «la caza fácil», que sus mejillas se arrebolaron bajo el casco de vuelo. Eligió contrincante y, apretando los dientes, se lanzó al combate. Su objetivo era un «Messer» que se había apartado un tanto de los demás y que, por lo visto, también había escogido su presa. Alexéi, agotando la velocidad de su aparato, se lanzó de flanco sobre el enemigo, atacándole de acuerdo con todas las reglas del combate aéreo. Al apretar los gatillos, el cuerpo gris del aparato adversario se veía nítidamente en la retícula del colimador. Pero el avión enemigo pasó tranquilamente por delante. No había podido fallar. El blanco se hallaba muy próximo y se distinguía con singular claridad. «¡La munición!», adivinó Alexéi, sintiendo que su espalda se cubría de un sudor frío. Para cerciorarse, apretó de nuevo los gatillos y no percibió esa trepidación que siente el piloto en todo su cuerpo cuando pone en acción las armas de su aparato. Los depósitos de munición estaban ya vacíos: persiguiendo a los «Junkers», había gastado toda la dotación.

¡Pero el enemigo no lo sabía! Aunque inerme, Alexéi decidió meterse en el fragor del combate, con el fin de mejorar, siquiera numéricamente, la proporción de fuerzas. Pero se equivocó. El aparato que había atacado Alexéi con tan mala fortuna estaba pilotado por un hombre experto y buen observador. El alemán, dándose cuenta de que el caza estaba inerme, dio una orden a sus colegas. Cuatro «Messerschmitt» abandonaron el combate, rodearon a Alexéi por los flancos, le atenazaron por arriba y por abajo e imponiéndole la ruta con balas trazadoras — claramente visibles en el aire azul y transparente—, le sujetaron en las dobles «tenazas».

Días atrás, Alexéi había oído hablar de que al sector de Stáraia Russa había llegado, procedente del Oeste, la famosa división alemana «Richthofen», compuesta por los mejores «ases» del imperio y apadrinada por el propio Goering. Alexéi comprendió que había caído en las garras de aquellos lobos del aire, los cuales pretendían, sin duda alguna, conducirle a su aeródromo y obligarle a tomar tierra, con el fin de capturarle vivo. Casos tales se daban por entonces. El mismo Alexéi había visto con sus propios ojos cómo una vez la patrulla de cazas al mando de su amigo Andréi Degtiarenko, héroe de la Unión Soviética, condujo e hizo tomar tierra en su aeródromo a un aparato de reconocimiento alemán.

El rostro alargado, verdoso-pálido, del alemán prisionero, su andar vacilante, surgieron instantáneamente en la memoria de Alexéi. «¿Prisionero? ¡Jamás! ¡No os daré esa satisfacción!», decidió.

Pero no conseguía escapar. En cuanto hacía el menor intento de desviarse de la ruta impuesta, los alemanes le cerraban el paso con ráfagas de ametralladora. Y de nuevo surgió ante sus ojos el rostro del piloto prisionero, desencajado, temblándole la mandíbula. Había en aquel rostro una expresión de humillante terror animal.

Merésiev apretó con fuerza los dientes, metió el gas a fondo poniendo el aparato vertical, intentó colocarse por debajo del alemán que tenía encima y que le empujaba hacia tierra. Logró evadirse de la escolta, pero el alemán tuvo tiempo de apretar oportunamente el gatillo. El motor perdió el ritmo y comenzó a fallar. Todo el avión temblaba en la convulsión de la agonía.

¡Tocado!... Alexéi logró ocultarse en el blanco velo de una nube, burlando así la persecución. Pero ¿qué iba a hacer? El piloto sentía en todo su ser el temblor del aparato herido, como sí aquello no fuera la agonía del motor averiado, sino una fiebre que sacudiera su propio cuerpo.

¿En qué parte se hallaba herido el motor? ¿Cuánto tiempo podría mantenerse el aparato en el aire? ¿No estallarían los depósitos de gasolina? Todo aquello, más que pensarlo, lo sentía Alexéi. Con la sensación de estar sentado sobre una carga de dinamita, por cuya mecha crepitaba ya la llama, puso el avión rumbo a la línea del frente, hacia los suyos, para que en caso de cualquier contingencia lo enterrasen, por lo menos, manos fraternas.

El desenlace no tardó en llegar. El motor rateó y paró. El aparato, como deslizándose por una escarpada montaña, se lanzó rápidamente hacia tierra. Bajo el avión, el bosque, inmenso como el mar, parecía diluirse en olas de un verde grisáceo... «¡Pero no he caído prisionero!», tuvo tiempo de pensar el piloto, cuando los árboles próximos, fundidos en alargadas franjas, corrían veloces bajo las alas del aparato. En el preciso momento en que el bosque saltaba como una fiera sobre él, Alexéi, con un movimiento instintivo, quitó los contactos. Oyóse un estampido horrísono e instantáneamente desapareció todo, como si en unión del aparato se hubiera zambullido en agua oscura, tibia y viscosa.

Al caer, el avión rozó las copas de unos pinos, lo que amortiguó el golpe. Después de romper algunos árboles, el aparato se partió en varios pedazos; pero, un momento antes, Alexéi había sido despedido del asiento, yendo a caer en un frondoso abeto centenario, por cuyas ramas resbaló hasta un elevado montículo de nieve, formado por el viento al pie del árbol. Esto le salvó la vida.

Alexéi no pudo recordar cuánto tiempo permaneció allí tendido, inmóvil, sin conocimiento. Ante él, en sucesión vertiginosa, desfilaban indefinidas sombras humanas, confusas siluetas de edificios, máquinas fantásticas. El torbellino de su movimiento producíale en todo el cuerpo un dolor sordo, punzante. Luego, de aquel caos se destacó algo grande, cálido, de formas indefinidas, y sintió el vaho de un aliento fétido, ardiente. Probó a apartarse de aquello, pero su cuerpo parecía estar pegado a la nieve. Angustiado por un terror inconsciente, hizo un brusco movimiento y, de pronto, sintió el gélido aire que irrumpía en sus pulmones, el frío de la nieve en la mejilla y un dolor agudo, pero ya no en todo el cuerpo, sino en las piernas.

«¡Estoy vivo!», fulguró por un instante en su conciencia. Hizo un movimiento para incorporarse, pero oyó junto a sí el crujido de la corteza helada bajo unos pies y una respiración ruidosa y ronca. «¡Los alemanes! — pensó al momento, dominando el deseo de abrir los ojos e incorporarse para defenderse —. ¡Prisionero! ¡A pesar de todo, prisionero!... ¿Qué hacer?»

Recordó que el día anterior, su mecánico Yura, hombre muy mañoso, se había puesto a arreglarle la funda de la pistola, que se le había roto; pero Alexéi tuvo que emprender el vuelo antes de que Yura terminara, y se metió la pistola en un bolsillo lateral del mono. Ahora, para alcanzarla, tenía que volverse de costado, lo que, naturalmente, no podía hacer sin ser advertido por el enemigo. Alexéi yacía boca abajo. En la cadera sentía los pronunciados cantos de la pistola. Pero permanecía inmóvil: tal vez el enemigo, tomándole por muerto, se marchara.

El alemán rondada a su alrededor; resopló de un modo extraño, acercóse de nuevo a Merésiev, haciendo crujir la nieve, y se inclinó sobre él. Alexéi volvió a sentir el fétido aliento que salía de su gaznate. Ahora sabía ya que era un alemán solo, cosa que hacía más probable la salvación: podría acecharle, incorporándose de súbito, aferrarse a su garganta e impidiéndole hacer uso de las armas, pelear de hombre a hombre... Pero había que calcular cada movimiento con exactitud matemática.

Sin cambiar de postura, Alexéi fue entreabriendo muy irritantemente un ojo y a través de las entornadas pestañas vio ante sí, en lugar de un alemán, una mancha oscura y peluda. Entreabrió más el ojo y en seguida volvió a cerrarlo por completo: frente a él, sentado sobre las patas traseras, se hallaba un oso enorme, escuálido y desgreñado.

Fragmento extraído de la página: Boris Polevoy: Un hombre de verdad

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