Sobre la cubierta del fatigado steamer, una oleada de juventud, una alegre oleada de vida, se arremolina en tumulto, mecida rítmicamente por el vaivén de las aguas. La inquieta caravana ha partido, en un vuelo heroico, dejando tras de sí, en las tenues lejanías del océano, sus buenos días felices, la gallarda cruz de la parroquia, las paraderas color de esmeralda, los montes azules, los blancos cabellos de la madre y las morenas guedejas de la enamorada. Todo quedó atrás, todo se lo tragó aquel monstruo: rubias tardes serenas, pálidas noches estivales, acres alientos de los bosques, vivas impresiones de la tierruca, enlazadas como lianas al espíritu, eco de bandurrias y, y besos voraces estallando a través de las rejas. ¡Ay , madrecita mía! ¡Cómo devoró el mar aquella presa! Allá va la estela del navío, disolviéndose en la movible superficie, allá va su alma mientras la enorme bocaza arroja borbotones de humo negro que culebrean en el aire, para desvanecerse en el ala diáfana de los cielos. Y el quinto, asomado a la barandilla del buque ve pasar sus recuerdos con las olas; aquella grande, inmensa,, se le representa su montaña, la altiva, la osada, la que le quitaba un pedazo de horizonte; la otra, coronada de copos de espuma, los almendros en flor de la huerta; ésta, lenta, ondulada, remeda un campo de trigales, cuando todavía el sol no ha dorado las espigas. ¡Y cuántas lágrimas! ¡Cuántos sollozos en el cortejo! ¡Adios! ¡Adios!, gritan a los que se quedan. ¡Adios! ¡Adios! a los que el buque deja detrás de sí. Y el pobre mozo siente que se le cierra la garganta y su mano convulsa oprime el único amor que le resta de sus amores perdidos, la sola compañera de sus tristezas, la que le habla de la gallarda veleta de su parroquia, e sus praderas color de esmeralda, de sus montes azules, de los blancos cabellos de su madre, y de las morenas guedejas de la enamorada: la guitarra.
Y el mísero hace vibrar las cuerdas del instrumento y su copla doliente y huérfana -huérfana como él, doliente como su espíritu- parece que le une por invisible reguero a los amados ausentes, a los que tal vez ya no volverá a ver en el mundo, a los que abandonó una tarde de primavera, cuando su novia le pedía rosas frescas para su cabello y las huertas se las brindaban a millares. Y el mozo canta alegremente, deja ir su alma en la sonora estrofa que la hélice acompaña con sus chirridos siniestros.
Una vez allá, en la tierra enemiga, en donde el suelo vomita fuego, y el sol introduce en las carnes sus rayos bermejos, le arrancarán la guitarra de las manos y le pondrán en ellas un fusil. le dirán cómo se esgrime el arma, le enseñarán a matar, le harán que ame la sangre y herirá y matará, sin saber si estos a quien hiera y mate tienen como él una madre, y un monte azul y una enamorada que los espera. ¿Qué sabe él? Le dijeron un día que hay un girón lejano de patria, separada por aquel monstruo de movibles escamas; que era preciso defender aquel pedazo de tierra, y allá va el buen mozo, dispuesto a hacer el sacrificio de su vida, alegremente, valerosamente, mientras el mar lo devora todo y la negra bocaza arroja negros borbotones de humo.
¿Y por qué no? Acaso vuelva un día, como él ha visto que han vuelto otros. ¡Ay!, la tez amarillenta, las piernas vacilantes, las manos descarnadas, los ojos fríos y como sin mirada, los pómulos hundidos, el cuerpo encorvado; acaso lisiado ... llegará, sí, arrastrándose con su licencia terciada a la cintura, en una bella tarde de primavera, en que los almendros estén en flor en las huertas y los prados brinden sus rosas ... Y así, paso a paso, verá destacarse la gallarda velera de su parroquia y sus montes azules ... pero al preguntar por la cabeza de cabellos blancos, lo llevarán a una cruz que extiende sus brazos en el cementerio, y al buscar aquellas morenas guedejas para las que hizo una diadema de flores frescas, se encontrará con un buen hogar en el que resplandecen unas cabecitas rubias que un hombre fuerte y joven oprime con sus nervudos brazos, y una mujer que contempla en éxtasis aquel cuadro.
Y entonces, en el silencio de la tarde, surgirá una copla doliente y huérfana -huérfana como él, doliente como su espíritu- y el pespunteo de una guitarra -que parecerá decir: ¡adios ¡adios!- ¡Adios!, ¡únicos amores de mi vida! ¡Ay, madrecita de mi alma! ... ¡Adios!, ¡adios! ...
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