Por Dennis Etchison
—Léalo ahora —proclamaba el
vendedor de periódicos ciego—, ¡Muchos
están muriendo y muchos están muertos!
Wintner redujo la marcha y giró
en la esquina, intentando hallar un hueco. Pasó junto a una tienda de fotos,
una tintorería y lavandería, una papelería, un aparcamiento a varios niveles
que ocupaba la mitad de la manzana y, en la siguiente esquina, la parada de la
floristería. Sintió una momentánea desilusión al comprobar que desde su carril
no podía ver siquiera un atisbo de la joven que trabajaba allí; la mayor parte
de los días la veía en su trayecto de vuelta desde la autopista, su rostro evolucionando
entre las flores, y la alegría de la visión, su precisión, parecían acortar la
distancia de su camino y hacían su carga algo más fácil de soportar. De todos modos,
era sábado, recordó. Debía seguir adelante.
Tendría que dar otra vuelta.
Podía, por supuesto, encontrar
fácilmente aparcamiento en la estructura municipal, pero a Laurie nunca le
había gustado tener que caminar todo aquel trecho desde la entrada de la
clínica.
¿Cuánto tiempo tardaría su esposa
esta vez? ¿Diez minutos? Más, pensó.
Probablemente veinte, si las
cosas iban como siempre. O treinta.
Solo tengo que saber el resultado de los rayos X, le había dicho. No me llevará mucho tiempo.
Dios, esperaba que no. Sabía lo
que pasaba con el tiempo cuando la mente de ella se absorbía en algo.
Dio otra vuelta a la manzana,
justo en el momento en que un Mustang negro se metía en un sitio libre frente
al edificio de la clínica. Gruñó y rechinó los dientes.
Había perdido la cuenta de las
veces que había dado la vuelta a la manzana. Giró su muñeca para mirar el
reloj, pero no podía recordar cuánto tiempo hacía que la había dejado.
Se acercó a la esquina.
Empezaba a atardecer. Observó
cómo los edificios habían empezado a parecerse a cajas oblongas, hilera tras
hilera, colocados interminablemente, mientras las sombras llenaban los umbrales
de las puertas y descendían de los tejados. Redujo a marcha lenta y observó que
el coche estaba avanzando realmente al paso de uno de los peatones, un viejo de
hombros encorvados que caminaba laboriosamente por la acera de enfrente de la
clínica. Wintner sintió un estremecimiento, sin comprender realmente por qué, y
redujo aún más la velocidad.
Había un aparcamiento para taxis
junto al semáforo. Puso punto muerto y se acercó al bordillo. Cortó el
encendido, ajustó el retrovisor de modo que pudiera verla cuando saliera, y se
quedó sentado escuchando los crujidos del motor a medida que se iba enfriando.
Una mujer policía pasó junto a su
ventanilla abierta. Agitó su casco y le hizo señas de que se fuera. Asintió.
Cuando volvió por segunda vez —cuarenta minutos más tarde—, puso el coche en
marcha, rebasó el cruce y condujo hasta que encontró un lugar donde aparcar en
la siguiente manzana.
—Lo siento —dijo la enfermera—,
pero no puedo encontrar ninguna señora Winter. ¿Es ese el nombre? No la
encuentro aquí en el registro.
—Solo vino para saber el
resultado de unas radiografías. —Le ofreció una sonrisa, dirigió una intensa
mirada a la enfermera y desvió los ojos—. Hará como una hora.
—Bien, espere un momento.
Preguntaré a la otra chica.
Chica, se repitió para sí mismo
maravillado. Solo las mujeres muy jóvenes —y las de edad madura como aquella—
se llamaban a sí mismas de esa manera. ¿Cuántos años más serían capaces de
continuar con aquello? ¿Hasta que sus rostros se cuartearan y se convirtieran
en polvo?
Wintner observó la sala de
espera. Lisas y monótonas paredes, un desordenado revistero lleno de revistas
con fundas de plástico, una jardinera llena de apagadas flores artificiales.
Una interminable dosis de música enlatada surgiendo de un altavoz oculto.
Reflexionando, identificó la selección como el tema de la película Doctor Zhivago.
Una segunda enfermera apareció
por detrás de la división de cristal opaco.
—¿Señor? —dijo con un tono de voz
preciso y controlado.
Como una bibliotecaria, pensó.
—Su esposa seguramente está con
uno de los doctores. Es probable que él haya querido estudiar los resultados
con ella. ¿Por qué no se sienta y aguarda un poco?
Estoy segura de que saldrá dentro
de un minuto.
Había una fría autoridad en su
voz. Seguramente procedía de su sentido de la territorialidad, pensó Wintner. O
quizá había sido bibliotecaria alguna vez, hacía mucho tiempo. Podía
presionarla, pero ¿para qué preocuparse? Indudablemente tenía razón. Además,
hada calor, estaba cansado, y… Lo dejó correr.
Se volvió hacia la sala de
espera. No. Agitó la cabeza. No necesitaba codearse con la serie de pobres
enfermos que llenaban la habitación, no ahora. Evitó mirarlos.
Una lluvia permanente de
consultas, chequeos y cosas por el estilo, pensó. Suspiró y se encaminó hacia
afuera, pasando junto a una mujer de mejillas sonrosadas y sus dos niños con
cara de mono.
Había una cervecería alemana al
otro lado de la calle, apenas identificable por un rótulo en letras góticas.
Tomó asiento en la barra, en un lugar desde donde podía observar la fachada de
la clínica.
Pidió una jarra de Lowenbrau
Negra y miró más allá de la cecina de buey y huevos en salmuera hasta que la
jarra estuvo vacía.
Todavía ninguna señal de Laurie.
Siguió con otra Lowenbrau y,
sorprendentemente, empezó a sentir los efectos.
Entonces recordó que aún no había
comido nada. Le parecía haber pasado todo el tiempo yendo de un lado para otro,
haciendo llamadas, apurando su agenda a fin de poder recoger a Laurie antes de
que la clínica cerrara…
Cuando se acercó de nuevo a la
recepción, no pudo evitar el darse cuenta de lo sucia que estaba. La pintura
aparecía desconchada apenas cruzar la puerta; el estuco empezaba a desprenderse
en los bajos, formando montoncitos de polvo finísimo que parecía producto de
insectos roedores. Había un aviso de apariencia oficial clavado a la puerta,
algo acerca de la Semana Nacional del Suicidio. No se detuvo a leerlo.
Una nueva enfermera, más joven
que la anterior, alzó la vista. Él apoyó sus manos abiertas sobre el mostrador.
—¿Cómo se encuentra usted hoy?
—preguntó ella.
Sus ojos le miraron aleteantes,
leyendo sus rasgos mientras alcanzaba un formulario.
—Me encuentro estupendamente
—empezó él—. Se trata de mi esposa. Sé que parece una locura, pero…
Le contó lo que había ocurrido.
Cuando terminó, ella dijo:
—Iré a ver.
Observó mientras otra figura de
blanco se materializaba detrás del cristal opaco.
Oyó a la primera enfermera
resumiendo su historia.
Su conclusión fue:
—Pienso que tal vez debiera ver
al doctor…
No pudo captar el nombre.
La otra enfermera, la cuarta que
había visto, le examinó de arriba abajo.
Empezaba a sentirse como un
hombre atrapado sin documentos en un campo de nudistas.
La mujer agitó secamente su
cabeza de lado a lado. Casi pudo oír un clic mental mientras ella llegaba a una
decisión.
—No, no lo creo —dijo, y luego a
él—: Quizá haya venido de incógnito.
—¿Qué?
—He dicho que quizá ella haya
venido de incógnito. ¿No lo cree usted así?
—Es lo que yo dije —murmuró la
otra enfermera—. Pruebe a ver.
—¿Incógnito? —repitió él.
Parecía como si hubiera perdido
algo. Repitió la palabra mentalmente varias veces, hasta que perdió todo su
significado.
—Al menos podría usted
comprobarlo —dijo la primera enfermera, regresando a su silla, mientras la
enfermera mayor desaparecía tras la partición.
Sintió deseos de echarse a reír.
Abrió impotente las manos, volviéndose para compartir la broma con cualquiera que
hubiera estado escuchando.
Pero nadie prestaba la menor
atención. Realmente, pensó, quizá hubiera debido esperar allí desde el
principio. Después de todo, quizá no se había dado cuenta de su salida. ¿Quién
sabe?
Meneando la cabeza, regresó hacia
la salida. Pasó junto a la misma mujer con los dos niños. ¿Qué clase de lugar
era aquel? Aquellos chicos no parecían necesitar cuidado alguno. Sus mejillas
estaban llenas de color. ¿Qué demonios estaban haciendo en aquel lugar?
Ella no le aguardaba junto al
coche.
El cielo estaba oscureciéndose
rápidamente. La calle adoptó una hosca y vagamente amenazadora apariencia a
medida que las sombras se alargaban sobre el opaco y liso borde de la acera
bajo la inquietante asimetría de la arquitectura. Viejas comisas, remates y
canalones se proyectaban como dientes rotos cerca de los paneles de cristal,
convirtiendo a los edificios en algo extraño, inestable, a punto de desmoronarse;
cada paso que daba parecía amenazar con derrumbarlo todo a su alrededor.
Se detuvo junto a la cervecería
alemana, intentando recomponer su actitud. Se sentía como alguien esperando un
tren, uno del que no sabía siquiera si iba a parar en su estación.
Vio solamente a algunos peatones
dispersos por la calle. Incluso el tráfico había disminuido hasta hacerse casi
invisible. Pero era consciente de una pared de sonido casi física, procedente
de otra parte de la ciudad. Se volvió hacia el ventanal del restaurante y
entró. Los rostros agrupados en la barra eran viejos. Todos ellos. Podía tratarse
de una ilusión provocada por el espejo sin limpiar, pero no lo creía así.
Un rostro en particular le
resultaba extrañamente familiar.
De pronto estuvo seguro. Sí,
había visto a aquel hombre en la sala de espera, sentado calmadamente con los
demás, leyendo una revista o… No, estaba mirando al suelo… Wintner recordó. La
gente en la sala. Todos mirando al suelo. Esperando.
Solo que no era exactamente el
mismo hombre. Wintner parecía recordarlo más joven, más saludable.
Captó su propio reflejo en el
sucio espejo y contuvo la respiración. Se sintió sorprendentemente aliviado.
Su propio rostro, al menos, era
aproximadamente tal como lo recordaba.
Mientras cruzaba la calle hacia
la clínica comprobó las tiendas de ambos lados.
Todas eran destartaladas,
ruinosas. La mayoría de ellas estaban ya cerradas para la noche. De todos
modos, ninguna pertenecía al tipo de las que Laurie acostumbraba a entrar.
Creyó ver una silueta
deslizándose fuera de su ángulo de visión. Fue el único movimiento en toda la
acera. No pudo dilucidar de qué se trataba. Quizá fuese uno de los propietarios
de las tiendas cerrando su negocio y marchándose a casa, pero por un segundo
casi reconoció el modo de andar.
El tirador de la puerta casi se
le quedó entre las manos.
Una pareja de viejos se cruzó con
él camino de la salida, oliendo a lilas y a aldehido fórmico. Pudo ver a dos
nuevas enfermeras, ambas más jóvenes que las otras con las que había hablado.
Cuando se acercó al mostrador dejaron de hablar.
Casi pudo oír lo que estaban
diciendo.
—¿Tiene usted concertada alguna
cita? —dijo la primera, mirando preocupada al reloj que zumbaba con fuerza en
la blanca pared—. Me temo que la mayor parte de los doctores ya se han ido.
—Escuche —dijo él, y le contó la historia.
Se lo contó todo. Luego dijo—: Deseo hablar con alguien responsable. Luego
deseo que esa persona, o usted, o quien sea, compruebe las salas de consulta,
las oficinas, los laboratorios, los lavabos, todo, por el amor de Dios. Quiero
saber si mi esposa se encuentra aún en el edificio, y quiero saberlo ahora.
—Un momento, señor.
Los dedos de Wintner tabalearon
en el estéril mostrador.
Mientras aguardaba allí, una
puerta que daba a una oficina interior se abrió de golpe y salió la mujer con
los dos niños. Una enfermera mantuvo la puerta abierta para ellos. Lo
necesitaban. La mujer avanzaba tan lentamente que parecía a las puertas de la
muerte; los niños estaban pálidos como fantasmas.
Saludó automáticamente con la cabeza
cuando pasaron. La vieja mujer alzó sus cansados ojos, observó su rostro y
murmuró algo ininteligible.
—Por aquí, por favor.
Al principio no se dio cuenta de
que la enfermera le hablaba a él. Luego vio que la puerta blanca seguía abierta
como un ala protectora. Para él.
—La ha encontrado —dijo él,
sintiendo que sus músculos se relajaban.
La enfermera carraspeó, pero no
dijo nada.
La siguió. El pasillo era tan
inmaculado como su almidonado uniforme. Podía oír el roce entre sí de sus
medias blancas mientras le guiaba hasta una habitación al final del corredor.
—El doctor de guardia le ayudará
—dijo ella.
—Espere un mo…
La puerta se cerró tras él.
La oficina estaba
confortablemente decorada, con cuero y madera oscura. Había otra puerta en el
otro lado. Probó un sillón demasiado mullido, pero de nuevo se levantó para
pasear arriba y abajo sobre la moqueta. Había libros por todas partes, y sepultados
entre ellos variados artefactos que parecían los despojos disecados de pequeños
animales de especies desconocidas.
Se dirigió al escritorio.
Un fajo de notas asomando por el
borde de un pisapapeles. Un bloc de notas escrito con una caligrafía
indescifrable. Tras el escritorio, enmarcados, un surtido de certificados de
fundaciones de todo el país, incluida una de la Clínica Menninger de Topeka.
Así que se trataba de eso. Un
médico de la cabeza… Uno de esos doctores hurgacerebros…
¿Es eso lo que creen que
necesito?
Dio un paso atrás. Su hombro tocó
una de las estanterías. Se volvió.
Una hilera de frascos de cristal
sellados con resina, cada uno más grande que el anterior. Contenían
extracciones embalsamadas de algunos organismos extrañamente familiares, en
diversos estadios de crecimiento, flotando. Sus ojos siguieron la secuencia. Cerca
del final, los frascos se convertían en botellas, luego en bocales.
¿Qué era lo que habían hecho con ella?
Sonó un golpe ahogado en la pared
del fondo, detrás de la puerta del otro lado.
Sin pensarlo, sus dedos se cerraron
en tomo a uno de los frascos de especímenes.
La puerta chasqueó y empezó a
abrirse con un leve chirrido.
Su cuerpo se sobresaltó mientras
sus pies se movían hacia atrás con excesiva rapidez. Buscó a tientas la puerta
que conducía al vestíbulo, encontró la manija, salió tambaleándose.
Hubo un movimiento tras él, pero
no miró hacia atrás. Oyó las suelas de crepé de los zapatos de las enfermeras
chimando al cruzar el suelo de la recepción. Oyó sus nerviosas, experimentadas,
demasiado jóvenes voces, vio confusamente sus manos que intentaban sujetarle
mientras pasaba corriendo junto a ellas. Vio el vinilo curvando las portadas de
las viejas revistas, captó el flotante aroma de muerte conservada en el aire.
Olió los productos químicos sobre su piel, sintió el contacto de la fría y
pegajosa puerta, y el repentino azote del aire nocturno en su pecho. Notó el sabor
de la oscuridad y el coágulo de miedo en su garganta.
Mientras corría, algunas voces
intentaron abrirse camino dentro de él.
Las enfermeras. ¿Qué era lo que
decían cuando él había entrado? Sonaba como…, como…
Vivimos de la muerte, creía haber oído.
Y el vendedor de periódicos. ¿No
había estado gritando algo más el ciego?
Ninguno de los muertos ha sido identificado, pensó que había dicho.
Y la mujer vieja. ¿Qué intentó
decirle?
Nosotros somos los muertos, había dicho. Nosotros somos los
muertos.
Cambió su carrera a un paso
rápido. Casi podía ver al viejo que antes había divisado en la acera,
arrastrando los pies, alejándose de la clínica. Un hombre que antes había sido
—no hacía demasiado tiempo, quizá en absoluto demasiado tiempo — mucho más
joven de lo que ahora era.
Se descubrió a sí mismo en el
cruce, cerca de la floristería. Estaba oscura, vacía excepto por el aroma
dulzón de las coronas y los ramos de flores que aguardaban en las sombras.
Se estremeció y cruzó la calle
rápidamente, mecánicamente, intentando llegar hasta su coche.
Pasó ante la cervecería alemana.
Había rostros en el interior.
Estaban agrupados en tomo a la barra de madera oscura. Todos eran viejos, ahora
más allá de toda credibilidad, mortalmente enfermos, mirando al espejo,
aguardando. Le recordaron los rostros que había visto antes.
Entonces vio a la muchacha de la
floristería.
Entró.
Ella permanecía allí de pie. Su
voz era casi alegre mientras se movía entre ellos, haciendo preguntas, dando
consejos, arreglando las cosas. Por primera vez notó que a ella le faltaba un
brazo, y su rosado muñón, redondeado y liso, surgía bajo la abertura de su
traje de verano.
¿Cuánto tiempo llevaba así?, se
preguntó. ¿O las cosas funcionaban de otro modo también para ella?
Alocadamente, pensó: ¿Acaso nació incluso con menos?
Se quedó allí de pie, temblando,
observando su animada figura, y el jarrón de marchitas flores en el extremo de
la oscura y pulida barra. Al cabo de un minuto, ella se dio cuenta de que la
estaban observando.
Lentamente, él tendió su mano
hacia ella.
—Le he traído una cosa —se oyó
decir a sí mismo, aún inseguro, intentando pensar en las palabras adecuadas
mientras le tendía el frasco—. Yo… pensé que debía usted ver esto. Dios la
maldiga.
Ella se volvió con un movimiento
cuidadosamente estudiado, sus músculos crispándose y relajándose, crispándose y
relajándose con cada parte de su movimiento, hasta que finalmente su mirada se
detuvo en la de él.
—¿Qué? —dijo.
Hubo una pausa que pareció
prolongarse eternamente. Luego, alguien lanzó un sonido que era algo así como
una risa y un estertor de muerte, y el negro miedo le invadió.