No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

AVISO: No hay libros digitales para descargar en este blog para evitar problemas legales. Si necesitas algún texto completo publicado, pídelo en los comentarios y me pondré en contacto lo más pronto posible.
Mostrando las entradas con la etiqueta Relato. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Relato. Mostrar todas las entradas

El centinela

 de Arthur C. Clarke

La próxima vez que vean ustedes la luna llena brillar alta en el sur, examinen atentamente el borde derecho y dejen resbalar la mirada a lo largo de la curva del disco. Allá donde serían las dos si nuestro satélite fuera un reloj, observarán un minúsculo óvalo oscuro: cualquiera que posea una vista normal puede descubrirlo. En una gran llanura rodeada de montañas, una de las más hermosas de la Luna, conocida con el nombre de Mare Crisium: el Mar de las Crisis. Casi quinientos kilómetros de diámetro, rodeada por un anillo de magníficas montañas, no había sido explorada nunca hasta que nosotros penetramos en ella a finales del verano de 1996.


Nuestra expedición había sido cuidadosamente planeada. Dos grandes cargos habían transportado nuestras provisiones y nuestro equipo desde la base lunar del Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros. Disponíamos además de tres pequeños cohetes destinados al transporte a cortas distancias en regiones en las que era imposible servirse de los vehículos de superficie. Afortunadamente, la mayor parte del Mare Crisium es llana. No existen allí esas enormes grietas tan frecuentes y tan peligrosas en otras partes, y los cráteres o elevaciones de una cierta altura son bastante raros. A primera vista, nuestros potentes tractores oruga no tendrían la menor dificultad en conducirnos hasta donde quisiéramos ir.


Yo era el geólogo, o selenólogo, si quieren ser ustedes pedantes, jefe del grupo destinado a la exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido un centenar y medio de kilómetros en una semana, bordeando los contrafuertes de las montañas que dominaban la playa de lo qué, muchos millones de años atrás, había sido un antiguo mar. Cuando la vida se había iniciado en la Tierra, aquel mar estaba ya moribundo. El agua retiraba de los flancos de aquellas maravillosas escolleras para fluir hacia el vacío corazón de la Luna.

Sobre el suelo que estábamos recorriendo, el océano que no conocía mareas había alcanzado en su tiempo una profundidad de ochocientos metros, y ahora la única huella de humedad que podía hallarse era la escarcha que descubrimos a veces en las profundidades de las cavernas, donde jamás penetra la luz del sol.


Habíamos comenzado nuestro viaje al despuntar el alba lunar, y nos quedaba aún casi una semana de tiempo terrestre antes de que la noche cayera de nuevo. Descendíamos de nuestros vehículos cinco o seis veces al día, vestidos con nuestros trajes espaciales, y nos dedicábamos a la búsqueda de minerales interesantes, o plantábamos señales indicadoras para guiar a futuros viajeros. Era una rutina monótona y carente de excitación. Podíamos vivir confortablemente al menos durante un mes en el interior de nuestros tractores presurizados, y si nos ocurría algún percance siempre nos quedaba la radio para pedir ayuda, tras lo cual no teníamos otra cosa que hacer más que aguardar la llegada de la nave que acudiría a rescatamos. 


Acabo de decir que la exploración lunar es una rutina carente de excitación, y no es cierto. Uno nunca se cansa de contemplar aquellas increíbles montañas, tan distintas de las suaves colinas de la Tierra. Al doblar un cabo o un promontorio, uno nunca sabía qué nuevos esplendores nos iban a ser revelados. Toda la parte meridional del Mare Crisium es un vasto delta donde, hace mucho tiempo, algunos desembarcaban en el océano, quizás alimentados por las torrenciales lluvias que habían erosionado las montañas durante el corto periodo de la era volcánica, cuando la Luna era aún joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una tentación, un desafío a trepar hasta las desconocidas mesetas que había más allá. Pero teníamos aún un centenar y medio de kilómetros que cubrir, y todo lo que podíamos hacer era contemplar con envidia aquellas cimas que otros escalarían.


A bordo del tractor vivíamos según el tiempo terrestre, y a las 22 horas exactamente enviábamos el último mensaje por radio a la Base y terminábamos nuestro trabajo. Afuera, las rocas seguían ardiendo bajo un sol casi vertical; para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos de nuevo, tras ocho horas de sueño. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía un gran zumbido de afeitadoras eléctricas, y alguien conectaba la radio que nos unía a la Tierra. Realmente, cuando el olor de las salchichas cociéndose comenzaba a llenar la cabina, a uno le resultaba difícil creer que no habíamos regresado a nuestro planeta: Todo era tan normal, tan familiar, excepto la disminución de nuestro peso y la lentitud con que caían todos los objetos.


Era mi turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina principal que servía como cocina. Pese a los años transcurridos, recuerdo con extrema claridad aquel momento, porque la radio acababa de transmitir una de mis canciones preferidas, la vieja tonada gala David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya fuera, embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga. Mi asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo relativo al trabajo del día anterior en el diario de a bordo.


Como cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las salchichas se cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre las montañosas paredes que cercaban el horizonte por la parte sur, prolongándose hasta perderse de vista por el este y por el oeste. Parecían no estar a más de tres kilómetros del tractor, pero sabía que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la Luna, por supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los objetos lejanos, como ocurre en la Tierra.


Aquellas montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo abruptas de la llanura como si alguna erupción subterránea las hubiera hecho emerger a través de la corteza en fusión.

No se podía ver la base ni siquiera de la más próxima, debido a la acusada curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo me hallaba.


Levanté los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado nunca, aquellos picos que, antes del nacimiento de la vida sobre la Tierra, habían contemplado cómo se retiraba el océano, llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de un mundo. El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos, mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en un cielo más negro que la más oscura medianoche de invierno en la Tierra.


Iba a girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello metálico casi en la cima de uno de los grandes promontorios que avanzaba hacia el mar, cincuenta kilómetros al oeste. Era un punto de luz pequeñísimo carente de dimensiones, como si una estrella hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos crueles picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz del sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que sucedía a menudo. Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los observadores de la Tierra pueden ver a veces las grandes cadenas montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano de las Tormentas, arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo del sol en sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a la torreta de observación y orienté nuestro telescopio hacia el oeste.


Lo que vi fue suficiente para despertar mi interés. Los picos montañosos, claros y nítidos en mi campo de visión, parecían no estar a más de ochocientos metros de distancia, pero el objeto que reflejaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para poder ser identificado.

Sin embargo, aunque no pudiera distinguirlo claramente, sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una cierta simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente plana. Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma, aguzando mi vista en el espacio, hasta que un olor a quemado proveniente de la cocina me informó que las salchichas del desayuno habían hecho un viaje de casi cuatrocientos mil kilómetros para nada.


Mientras avanzábamos a través del Mare Crisium, aquella mañana, con las montañas irguiéndose a occidente, discutimos sobre el caso, y continuamos discutiendo a través de la radio cuando salimos a realizar nuestras prospecciones. Mis compañeros sostenían que había sido probado sin la menor sombra de duda que jamás había existido ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivas que habían llegado a existir eran algunas plantas primitivas, y sus antecesoras, tan sólo un poco menos degeneradas. Esto lo sabía yo tan bien como todos, pero hay ocasiones en las que un científico no debe temer al ridículo.


—Escuchad —dije firmemente—, quiero subir hasta allí arriba, aunque sólo sea para tranquilizar mi conciencia. Esta montaña tiene menos de cuatro mil metros, lo que equivale a setecientos con gravedad terrestre, y puedo hacérmela en una veintena de horas. Siempre he deseado escalar una de esas colinas, y aquí tengo un buen pretexto para hacerlo.

—Si no te partes el cuello —dijo Garnett—, vas a ser el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. De ahora en adelante, esta montaña se llamará seguramente la  Locura de Wilson.

—No me partiré el cuello —dije con firmeza—. ¿Quién fue el primero que escaló Pico y Helicon?

—¿Pero no eras un poco más joven por aquel entonces? —preguntó suavemente Louis.

—Una razón de más para ir —dije muy dignamente.

Aquella noche nos acostamos pronto, tras conducir el tractor hasta unos quinientos metros del promontorio. Garnett vendría conmigo al día siguiente; era un buen escalador y había participado conmigo en otras expediciones semejantes. Nuestro conductor se sintió muy feliz de quedarse guardando el vehículo.


A primera vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros en la Tierra.


Hicimos nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura. La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco. Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la escalada.


Dentro de nuestros trajes la temperatura era agradablemente fresca, puesto que el sistema de refrigeración anulaba los efectos del ardiente sol y eliminaba al exterior los desechos de nuestra transpiración. Hablábamos raramente, salvo que debiéramos intercambiar instrucciones o discutir acerca del mejor camino a seguir. No sabía lo que estaría pensando Garnett, seguramente que era la empresa más absurda en la que se había embarcado. Yo no podía dejar de darle la razón, al menos en parte, pero el placer de la escalada, la seguridad de que nunca ningún hombre había llegado antes hasta allí, y la exaltante visión del paisaje, eran para mí una recompensa suficiente.


No recuerdo haber experimentado ninguna excitación especial al hallarnos ante la pared rocosa que había examinado a través del telescopio el día antes, desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se extendía hasta una veintena de metros por encima de nosotros y allá, en aquella explanada, se hallaba el objeto que me había atraído a través de toda aquella extensión desértica. Casi con toda seguridad no era más que un bloque de roca nacido en alguna época pasada a consecuencia del impacto de un meteorito, con los planos de estratificación pulidos y brillantes aún en la inmovilidad eterna e inmutable.


La roca no tenía apoyos, de modo que tuvimos que usar un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar una nueva fuerza cuando lancé el anda de tres puntas haciéndola girar sobre mi cabeza. La primera vez falló su presa, y cayó lentamente cuando tironeamos de ella para comprobar su solidez. Al tercer intento las púas se sujetaron sólidamente, y ni siquiera el peso combinado de nuestros dos cuerpos consiguió moverla.


Garnett me lanzó una ansiosa mirada. Hubiera podido decirle que deseaba subir yo primero, pero me limité a sonreír a través del cristal del casco y agité la cabeza. Luego, lentamente, sin prisas, inicié el último tramo de la ascensión.


Aún enfundado en el traje espacial, pesaba tan sólo veinte kilos, por lo que subí a pulso, sin enroscar la cuerda entre mis piernas ni ayudarme con los pies contra la pared. Cuando alcancé el borde me detuve un instante para saludar con la mano a mi compañero, luego di el último tirón, me icé de pie sobre la plataforma, y contemplé lo que había ante mí.


Hasta aquel momento estaba casi convencido de que no iba a descubrir nada extraño o insólito allí. Casi, pero no completamente, y era esa torturante duda la que me había empujado hasta allí. Bueno, la duda había sido disipada, pero la tortura apenas acababa de empezar.


Me encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida, burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca como una gigantesca gema facetada.


Probablemente no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego, inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me preocupaba; tenía bastante con haber llegado.


Mi cerebro comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas. ¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario... o alguna otra cosa que en mi lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían edificado en aquel lugar casi inaccesible? Me pregunté si se trataría de un templo, e imaginé ver a los adeptos de alguna extraña región invocando a sus divinidades para que les salvaran la vida mientras la Luna declinaba con la muerte de sus océanos.


Avancé unos pasos para examinar más de cerca el objeto, pero la cautela me impidió acercarme demasiado. Entendía un poco de arqueología, e intenté establecer el nivel de la civilización que había aplanado aquella montaña y erigido aquellas superficies resplandecientes que me cegaban aún.


Pensé que los egipcios hubieran estado en condiciones de erigir una construcción como aquélla, siempre que sus operarios dispusieran del extraño material que aquellos arquitectos aún más antiguos habían utilizado. Debido a que el objeto era relativamente pequeño, no se me ocurrió pensar que probablemente estaba examinando el producto de una raza más avanzada que la nuestra. La idea de que en la Luna hubieran existido seres inteligentes era ya bastante difícil de asimilar, y mi orgullo se negaba a dar el último y más humillante paso.


Y luego observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto. Ya he dicho que la explanada había sido torturada por la caída de los meteoritos, de tal modo que estaba recubierta de una espesa capa de polvo cósmico, ese polvo que se extiende como un manto por la superficie de todos los mundos en los que no existen vientos que puedan turbarlo. Sin embargo, tanto el polvo como las señales dejadas por los meteoritos terminaban bruscamente en el borde de un amplio círculo en el centro del cual se hallaba la pirámide, como si un muro invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.


Sentí que alguien estaba gritando en mis auriculares, y finalmente me di cuenta de que Garnett me estaba llamando desde hacía rato. Avancé con paso vacilante hacia el borde de la explanada y le hice señas de que subiera, porque no me sentía muy seguro de ser capaz de hablar. Luego me giré de nuevo hacia el círculo en el polvo. Me incliné y tomé un fragmento de roca, y lo lancé, sin excesiva fuerza, hacia el brillante enigma. Si la piedra hubiera desaparecido al chocar contra aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido, pero se limitó a caer al suelo, como si hubiera chocado contra una superficie curva.


Ahora sabía que el objeto que tenía ante mí no podía ser comparado con ninguna obra de mis antepasados. No era una construcción sino una máquina, que se protegía a sí misma a través de unas fuerzas que habían desafiado la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, seguían funcionando aún, y quizás yo me había acercado demasiado a ellas. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado en el transcurso del último siglo. Por lo que sabía, podía hallarme incluso condenado para siempre, como si hubiera penetrado en la atmósfera silenciosa y letal de una pila atómica no aislada.


Recuerdo que me giré hacia Garnett, que se había reunido conmigo y permanecía inmóvil a mi lado. Me pareció tan absorto que no quise molestarle, y me dirigí hacia el borde de la explanada esforzándome en ordenar de nuevo mis pensamientos. Allí, delante de mí, se extendía el Mare Crisium, extraño y fascinante para casi toda la humanidad, pero conocido y tranquilizador para mí. Levanté la mirada hacia la hoz de la Tierra que yacía en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían ocultado sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la humeante jungla del Carbonífero, la desierta orilla de los océanos sobre la que reptaban los primeros anfibios para conquistar la tierra firme..., o un período más anterior aún, el periodo de la soledad, antes de que la vida iniciara su desarrollo?


No me pregunten por qué no intuí antes la verdad, que ahora parece tan obvia. En la excitación del descubrimiento, me había convencido a mí mismo de que la aparición cristalina debía de haber sido construida por una raza que había vivido en el remoto pasado lunar, pero de pronto, con una terrible fuerza, me traspasó la certeza de que aquella raza era tan extranjera a la Luna como lo era yo.


En el transcurso de veinte años de exploraciones no habíamos hallado ningún otro rastro de vida a excepción de algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, aún moribunda, podía dejar tan sólo una única prueba de su existencia.


Volví a mirar la resplandeciente pirámide, y me pareció más extraña que nunca a cualquier cosa perteneciente a la Luna. Y entonces, de golpe fue sacudido por un estallido de risa histérica, provocado por la excitación y por la excesiva fatiga. Porque me había parecido que la pirámide me dirigía la palabra y me decía: "Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí".


Hemos necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que descubriera allí, en la cima de la montaña.


No significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas.


El misterio continúa atormentándonos cada vez más, ahora que hemos alcanzado otros planetas y sabemos que sólo la Tierra ha sido cuna de vida inteligente en nuestro Sistema. Una civilización antiquísima y desconocida perteneciente a nuestro mundo no podría haberla construido, ya que el espesor del polvo meteórico en la explanada nos ha permitido calcular su edad. Aquel polvo comenzó a posarse antes de que la vida hiciera su aparición en la Tierra.


Cuando nuestro mundo alcanzó la mitad de su edad actual, algo que venía de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella huella de su paso, y prosiguió su camino.

Hasta que nosotros la destruimos, aquella máquina cumplió su cometido. Y empiezo a intuir cuál era.


Alrededor de cien mil millones de estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace mucho tiempo, otras razas de los mundos pertenecientes a otros soles deben de haber alcanzado y superado el estadio en el que ahora nos hallamos nosotros. Piensen en una tal civilización, muy lejana en el tiempo, cuando la Creación era aún tibia, dueña de un universo tan joven que la vida había surgido tan sólo en una infinitésima parte de mundos. La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos.


Deben de haber explorado las galaxias como nosotros exploramos los mundos. Por todos lados había mundos, pero estaban vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se arrastraban y eran incapaces de pensar. Así debía de ser nuestra Tierra, con el humo de los volcanes ofuscando aún el cielo, cuando la primera nave de los pueblos del alba surgió de los abismos más allá de Plutón. Rebasó los planetas exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la vida no podía formar parte de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas interiores, que se calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.


Aquellos exploradores deben de haber observado la Tierra, sobrevolando la estrecha franja entre los hielos y el fuego, llegando a la conclusión de que aquél debía de ser el hijo predilecto del Sol. Allí, en un remoto futuro, surgiría la inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables estrellas, y nunca regresarían por aquel mismo camino.


Así pues, dejaron un centinela, uno de los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida. Era un faro que, a través de todas las edades, señalaba pacientemente que aún nadie lo había descubierto.


Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte.


Una vez superado este punto crítico, era tan sólo cuestión de tiempo que descubriéramos la pirámide, y la forzásemos para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra.

Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia. Pero deben de ser viejos, muy viejos, y a menudo los viejos son morbosamente celosos de los jóvenes.


Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar.


No creo que tengamos que esperar mucho.

El Faro

 

EL FARO

(The Light-House)

 

NOTA: este cuento se debe a una sugerencia hecha por el profesor T. O. Mabbot, el notable estudioso de Poe, que me escribió tras la aparición de mi The Man Who Collected Poe. Mabbot se afanaba en la edición de la última historia de Poe, The Light-House, que dejó inconclusa, y tuvo la amabilidad de invitarme a completarla. El manuscrito de Poe alcanza apenas cuatro hojas y finaliza con la anotación «3 de enero». Aquí empieza mi colaboración. Y aquí está, igualmente, el último cuento de Poe, por el que pido perdón humilde y sinceramente.

ROBERT BLOCH

 

1 de enero de 1796. Este día —mi primer día en el faro— doy inicio a mi Diario, tal y como lo acordé con DeGrät. Lo llevaré con tanta regularidad como me sea dado —pero es imposible decir qué podría pasarle a un hombre tan solo como yo—, pues acaso enferme, o peor aún…

¡Estoy tan aislado! Un cúter tiene al menos escape, pero ¿por qué pensar en eso, si estoy aquí, a salvo? Además, mi espíritu comienza a revivir desde que estoy aquí con el solo pensamiento de hallarme, por primera vez en mi vida, completamente solo. Neptuno, aun siendo tan grande, no puede ser considerado miembro de la sociedad. Nunca podría encontrar en sociedad la mitad del aprecio que me brinda este pobre perro. En cualquier caso, la sociedad y yo no somos compatibles, o no lo seremos al menos durante un año.

Lo que más me sorprendió fue la dificultad que encontró DeGrät para conseguirme este empleo. ¡Soy miembro de la realeza! No pudo ser que el Consistorio albergase alguna duda acerca de mi capacidad para manejar la luz. Un hombre lo había hecho antes que yo, y lo hizo tan bien como los tres que se encargaron de este trabajo antes que él. El trabajo en realidad no es nada; tengo además unas instrucciones impresas muy completas. No hacía falta que me acompañara Orndoff. Nunca hubiera podido seguir con mi libro de haber estado él aquí, con su insoportable cháchara. Después de todo, prefiero estar solo.

Es extraño que nunca me haya detenido a contemplar cuán amarga suena una palabra como solo. Puedo dar fe de que hay algo peculiar en el eco de estas paredes cilíndricas… pero, no, no; esto no tiene sentido. Creo que mis nervios empiezan a acusar el aislamiento. Eso no puede ser. No he olvidado la profecía de DeGrät. Ahora mi tarea se reduce a trepar hasta la linterna y tener buena vista para ver desde allí lo que pueda ver. ¡Ver lo que pueda ver! No mucho. La mar está en calma, me parece.

No obstante, el cúter tendrá dificultades para llegar a puerto. Deberá avistar las señales mañana, antes de que anochezca, y no es fácil hacerlo desde 190 ó 200 millas.

2 de enero. He pasado este día en una especie de éxtasis que encuentro difícil describir. Mi pasión por la soledad difícilmente podría haber hallado tanta y tan extraordinaria gratificación. No he dicho satisfacción, porque creo que jamás me sentiré saciado de tamañas delicias como las que he experimentado en el día de hoy…

El viento arrullaba desde el amanecer y por la tarde el mar se ha hundido materialmente, de tan quieto. Nada que ver, ni siquiera con el telescopio, salvo el mar y el cielo, y ocasionalmente alguna gaviota.

3 de enero. Calma mortal todo el día. Hacia el anochecer el mar parecía de cristal. Unas pocas algas a la vista, nada más, absolutamente nada durante todo el día, ni siquiera nubes… He pasado el día explorando el faro… Es un faro muy alto, lo he notado por lo mucho que me costó subir la escalera interminable; como poco tiene 160 pies, estoy seguro, desde la base a la linterna. Pero en su interior es aún más alto, tendrá unos 180, dado que se hunde en la tierra unos 20 pies bajo el nivel del mar.

Parece que el interior, y sobre todo la parte que se hunde en la tierra, está construido en sólida albañilería. Indudablemente, en el interior del faro se está bien protegido. ¡Qué digo! Claro que una estructura semejante debe resistir a lo que sea, en cualesquiera circunstancias. Me sentiré a salvo incluso si se desata el más feroz huracán que jamás haya habido. Según he oído decir, suele desencadenarse un huracán cuando sopla el viento del sudoeste; y según he oído decir igualmente, cuando eso ocurre la mar en ningún lugar del mundo es tan temible como aquí, salvo en el corte occidental del Estrecho de Magallanes.

La simple mar, creo, no podría arrasar nunca esta formidable torre de sólida albañilería con sus paredes reforzadas con hierro. Aun subiendo la marea al máximo, en pleno temporal, sólo cubriría 50 pies de la torre. Y la base sobre la que reposa toda la estructura del faro me parece que ha sido reforzada con yeso.

4 de enero. Me dispongo ahora a hacer el resumen de mis trabajos en el libro, después de haberme pasado el día familiarizándome con la rutina a desarrollar.

Mi trabajo es absurdamente sencillo; la luz requiere poca atención, sólo hay que reemplazar el aceite del quemador periódicamente. En cuanto a mis necesidades más perentorias, son fácilmente satisfechas; basta con bajar por la escalera para hacerme con lo que precise.

En el arranque inferior de la escalera está la entrada, grande, completamente despejada. En la primera planta de la escalera circular, que es de hierro, está mi despensa, bien provista de botellones de agua potable y provisiones, así como apagapenoles y otras cosas necesarias en mi trabajo. En la segunda planta de esa interminable y agotadora escalera en espiral, está el cuarto del aceite, repleto con los tanques de los que extraigo el contenido necesario para reemplazar el que se agota en el quemador de la linterna. Por lo general, y si estoy atento, no tendré que bajar a por la cantidad de aceite que necesite más de una vez a la semana, lo que aprovecharé también para hacerme con provisiones, de modo y manera que Neptuno y yo tengamos cuanto nos es necesario durante al menos siete días. En lo que al aceite se refiere, basta con dos barrilitos cada tres días para asegurarse una luz constante en la linterna. Si me parece, subiré hasta una docena de barrilitos a la plataforma que hay junto a la linterna, e iré tirando de su contenido durante las semanas venideras.

Así transcurre mi existencia diaria. Salvo si es preciso que baje la escalera, limito mis movimientos a la parte superior del faro, lo que quiere decir a los tres niveles últimos a los que conduce la escalera en espiral. En el primero está mi cuarto de estar, por así decirlo, el lugar donde Neptuno se pasa la mayor parte del día, como es lógico; aquí subí un pequeño escritorio, que planté junto al ventanuco desde el que se contempla el mar. En el siguiente nivel tengo el dormitorio y una pequeña cocina. Aquí tengo las raciones semanales de agua y comida bien guardadas en recipientes a propósito. Tengo también una estufa muy práctica que alimento con el aceite de la linterna del faro. El siguiente y último nivel alberga el cuarto de servicio, que a su vez da acceso a la linterna y a la plataforma sobre la que luce. Como la linterna y los reflectores están fijos desde hace tiempo, no es preciso que ascienda a esa plataforma, salvo si se trata de cambiar el aceite del quemador. Espero no tener que hacerlo para reparar cualquier desperfecto, o ajustar lo que sea, guiándome de las instrucciones escritas que me fueron dadas cuando vine aquí.

Hoy he subido cuanto necesite por lo menos para un mes: aceite, agua, provisiones para Neptuno y para mí. Espero tener que moverme únicamente entre mis dos habitaciones para cambiar las velas.

Por lo demás, soy libre. ¡Totalmente libre! Mi tiempo es mío y nada más. En este alto reino impero como un rey. Como Neptuno es el único ser viviente que hay a mi lado, imagino que soy el soberano que reina sobre todo lo que alcanza a contemplar mi vista: el océano abajo y las estrellas arriba. Soy el amo del sol que brota de mañana rubicundo y radiante para derramarse sobre el mar; soy el emperador de los vientos y el monarca de las tormentas; soy el sultán de las olas que bañan los pies de este gran palacio como un pináculo en el que vivo. Mando sobre la luna y las mareas, sobre el flujo y el reflujo de la mar que baña cadenciosa mi reino.

Pero basta ya de fantasías. Lo que DeGrät espera de mí es que refrene lo mórbido y las grandiosas especulaciones, así que me entregaré ardorosamente a la tarea que debo cumplir. Esta noche, sentado ante la ventana, bajo la luz de las estrellas, la marea que llega hasta los altos muros del faro no parece hacer otro eco que el de mi exultación. Soy libre. Al fin estoy solo.

11 de enero. Ha pasado una semana desde mi última anotación en este Diario y cuando leo lo escrito hasta ahora me parece extraño que fuese yo quien desgranara esas palabras.

Ha pasado algo en este lapso de tiempo, algo cuya naturaleza me parece insondable. He trabajado, comido, dormido; he reemplazado el aceite del quemador. Mi existencia, en general, ha sido realmente plácida. No sé si atribuir la alteración de mis sentimientos a un proceso alquímico interno; baste decir que un cambio perturbador se ha obrado en mí.

¡Solo! Yo, que decía y escribí esta palabra como si poseyera un encantamiento místico que te procura la paz, he comenzado —y ahora sé bien por qué— a aborrecerla. Aborrezco incluso el sonido de sus dos sílabas. Y su lúgubre significado, sobre todo.

Estar solo es angustioso y terrible. Estar solo, tan solo como lo estoy yo, con la única compañía de Neptuno, me recuerda que soy el único habitante de un universo ciego e insensato. El sol y las estrellas se turnan para cumplir su ciclo sin final, eterno, sobre el horizonte, al que ya no presto atención porque en nada puedo poner mi mente con cierta constancia. El mar que va y viene hasta la base del faro no es más que un caótico vacío.

Siempre me tuve por un hombre autosuficiente, ajeno a las vanas exigencias de la banal sociedad. ¡Cuán equivocado estaba! Ahora anhelo ver otra cara, oír otra voz que no sea la mía, tocar otras manos, no importa si ofrecen calidez o aspereza. Necesito cualquier cosa que me haga salir de esta pesadilla, cualquier cosa que me haga sentir que no estoy solo.

Pero lo estoy. Y lo estaré. El mundo se halla a un par de cientos de millas de aquí. No volveré a verlo al menos hasta que haya transcurrido un año. Mucho tiempo, excesivo. Pero basta ya, no puedo poner en orden mis pensamientos con esta angustiosa sensación en la que me sumo.

13 de enero. Han pasado, como dos siglos, dos días más. ¿Cómo puede ser así, cuando sólo hace dos semanas que llegué a esta torre en la que soy prisionero? Es verdad que desde esta prisión veo el horizonte; es verdad que no tengo barrotes a los que asirme resignado, sino que estoy rodeado de unas sólidas paredes. Pero no veo más que agua. Agua que va y viene, unas veces en calma, otras salvajemente, infinitamente. El mar ha cambiado, sin embargo; las grises nubes del cielo lo han vestido con su lúgubre atavío y comienza a rodearme un tumulto aún atenuado que en breve devendrá en tempestad.

No puedo soportar por más tiempo la contemplación del mar, ahora gris y picado, y me voy a mi habitación. Trataré de escribir. Apenas he comenzado mi libro, pero la verdad es que no me siento capaz de escribir algo medianamente creativo, ni constructivo. Tomo la pluma ante la hoja en blanco. Pero no escribo, sólo dibujo círculos. Como los confines de esta torre de mi tormento.

¿Unas palabras desesperanzadas, las que escribo ahora? Véase: no estoy solo en mi aflicción. Neptuno, el leal, el tranquilo, el apacible, también parece afligido, lo noto.

Quizá sea así por la proximidad de la tormenta, que le asusta. Los animales saben bien que la Naturaleza resulta temible. Neptuno se pasa ahora todo el tiempo a mi lado; noto que tiembla cuando una sucesión de olas se estrella contra el faro. Hay además un frío cortante en el aire, que nuestra estufa apenas puede disipar, pero no es esa frialdad lo que más opresivo me resulta, sin embargo.

Desde lo más alto he contemplado el espectáculo de la aproximación de la tormenta. Las olas son increíblemente grandes, se abaten contra el faro en un tumultuoso esfuerzo titánico. Estas sólidas paredes atruenan rítmicamente con cada ataque de las olas. El mar, cambiante, apenas ha tardado en pasar del gris al negro; negro como el basalto y acaso igual de duro. También se ha tornado negro el cielo, a tal punto que se difumina el horizonte. Y me siento rodeado por la negrura de los truenos, que me golpea por todas partes.

Sobre esa masa negra que forman el cielo y el mar refulgen los relámpagos. Empieza ya la tormenta y Neptuno aúlla temeroso. Le acaricio, pero el pobre animal va a esconderse. Parece tener miedo incluso de mí. ¿Será que también yo siento un pánico indisimulable que me traiciona, que me impide aparentar tranquilidad? No lo sé. Sólo siento que estoy perdido, atrapado, esperando que la tormenta se apiade de mí. En esas condiciones apenas puedo escribir.

Tanto es así, que me fuerzo a ello aunque sólo sea para hacer que prevalezca la razón sobre mi miedo. Pero así y todo, he omitido algo en este Diario, que me parece digno de mención, a propósito de mi observación del mar y del cielo desde lo más alto. Fue un instante singular. Lo percibí cuando contemplaba la negra masa del agua… ¿Por qué no lo dije antes? ¿Acaso por miedo a la verdad desnuda que supone aceptar las sensaciones? Lo cierto es que, viendo desde mi observatorio la negra masa del agua, sentí el impulso, rápidamente ido, de arrojarme al mar.

Ya pasó y ahora no me asusta haber sentido eso. Pido, sin embargo, para que no me vuelva a asaltar de ningún modo ese impulso, u otro semejante. Bien, ahora estoy en mi escritorio, escribiendo lo presente en relativa calma. Pero ahí está el hecho, la idea de destruirme me llegó subrepticiamente, con la fuerza de una de esas olas monstruosas.

Pero ¿cuál es el significado oculto de mi demente y por suerte breve deseo de acabar con mi vida? Me esfuerzo en desentrañarlo. Creo, tras mucho pensar en ello, que no fue sino la manifestación de mi necesidad de escapar de la soledad… Fue como si el mar y el cielo tormentoso me dijeran que no estaba solo, que gozaba de su compañía.

Pero me defendí de la fuerza de los elementos. Derroté a los poderes de la tierra y el cielo. Resistí. Sigo solo, como debo estarlo… Y como debe ser, sobrevivo. Mi risa se deja sentir ahora por encima de los truenos.

Así que, vosotros, espíritus de la tormenta, atacad cuando os plazca, con furia desatada, con violencia indecible, los muros de mi fortaleza, que nada podréis ni contra mí ni contra ella. Soy más fuerte que vosotros. Pero… ¡Neptuno! Algo le ocurre a esta pobre criatura, debo atenderlo.

16 de enero. Ha pasado la tormenta. Me siento ahora ante mi escritorio, solo, completamente solo. He tenido que encerrar al pobre Neptuno en el cuarto que me sirve de despensa; el desgraciado animal parecía fuera de sí, parecía haber perdido incluso el control de sus movimientos, pues no hacía más que girar sobre sí mismo mientras aullaba lastimeramente. No atendía a mis palabras y no me quedó más remedio que arrastrarlo, literalmente hablando, escalera abajo, y encerrarlo, pues temí que en su locura pudiera atacarme. Debo velar por mi propia seguridad… Me asusta la posibilidad de que mi perro se haya vuelto rabioso, recluido como lo estoy en el faro.

Ha estado aullando mucho rato, con aullidos que me hacían sentir piedad por él, pero ahora está en silencio. Ya dormía la última vez que me asomé a verlo; confío en que el descanso le venga bien a mi fiel compañero.

¡Compañero!

¿Cómo podría describir los horrores de soportar una tormenta en absoluta soledad?

Al comienzo de esta entrada de mi Diario he puesto la fecha del 16 de enero, pero eso no es más que una referencia. La tormenta aún sigue, parece correr en paralelo con el tiempo. Quizá haya acabado mañana, o acaso siga uno, dos días más, una semana, un siglo… No lo sé.

Sólo sé que las olas se abaten una y otra vez contra el faro. Sólo sé que golpea contra sus muros una masa negra en la que parecen confluir el cielo y el mar. Sólo sé que mi propia voz, cuando digo algo en voz alta para oírme, parece formar parte también del fragor de la tormenta. Pero ¿cómo explicar la causa de esa sensación? Hubo un tiempo en el que no era capaz de asomar la cabeza por las sábanas cuando había tormenta, hundida mi cara en la almohada, pero mis lágrimas no eran las propias de un niño inocente, sino las lágrimas de Lucifer una vez perdió la gracia. Me sentía entonces condenado de por vida, arrojado a un mundo que me hacía prisionero de su caos atronador.

No es preciso que me extienda acerca de las fantasías que me asaltaban en aquellas horas. Como la que siento ahora, una fantasía en la que de repente veo que las olas abaten el faro y se lo llevan a lo más hondo del mar. Eso hace que en ocasiones me sienta víctima de un complot colosal, aunque en realidad fuese yo quien pidiera a DeGrät que me consiguiese este empleo, para mi desgracia presente, por supuesto… Pero sobre todo siento en ocasiones, y esto no es una fantasía como la de las olas llevándose el faro al fondo del mar, siento terriblemente la fuerza de la soledad, eso es lo peor de todo. Una fuerza que me asalta en furioso oleaje. Olas mucho más altas y temibles que las que se levantan en el agua.

Todo va pasando, sin embargo. El mar —y yo mismo— parece ahora más en calma. Una calma extraña, sin embargo; acabo de echarle un vistazo y he contemplado algo que no había visto antes, o en lo que al menos no había reparado.

Antes de extenderme acerca de esa observación, diré sin embargo que ya estoy tranquilo. Se me ha ido el miedo y me ha desaparecido el temblor que me provocaba. La locura transitoria que me produjo la tormenta se ha esfumado y mi cerebro está libre de fantasmas; más aún, mis facultades para la percepción y el análisis vuelven a acompañarme.

Eso quiere decir que me hallo ahora en posesión de un sentido adicional, cual lo es la capacidad de analizar las cosas más allá de las limitaciones impuestas por la Naturaleza.

La mar vuelve a estar en calma, ha ido produciéndose esto de manera tan paulatina que nada hace rememorar el temporal anterior. El cielo luce ahora su natural luminosidad nocturna. Pero… Allá por el horizonte crepita una llamarada… Es el sol, el sol del Ártico que empieza a refulgir en todo su esplendor, el sol que asoma momentáneamente por encima del muro de agua del océano. Sol y cielo, mar y aire sobre mí, como si se desangraran.

¿Se corresponde lo anterior conmigo, que antes escribí a propósito de mi vuelta a la normalidad, a la tranquilidad? Sí, yo que había gritado ¡solo! y que me levanté asustado de mi silla cuando el eco, como si se burlara de mí, me devolvió de manera aún más estridente la palabra maldita, ¡solo! ¿Es que acaso, al margen de mi pretendida resolución, al margen de mi ánimo por mantenerme incólume, me estuviera volviendo loco? Si es así, ruego que el fin me llegue pronto.

18 de enero. Pero no llegará ese fin. He concebido una noción, acaso una teoría, con la que pondré a prueba mis facultades mentales. Voy a hacer un experimento.

26 de enero. He pasado una semana en esta solitaria prisión. ¿Solitaria? Quizá, pero no por mucho tiempo. El experimento está en marcha. Debo contarlo.

El eco me hace pensar. Uno siente que le devuelve su propia voz. Uno suelta un pensamiento en voz alta y el eco se lo devuelve. ¿Acaso hay ahí una respuesta? El sonido, como sabemos, se produce en ondas. Las emanaciones del cerebro, acaso, viajen de manera similar. Las leyes de la psicología no pueden confinar esas emanaciones ni en el tiempo, ni en el espacio ni en su duración.

¿Puede materializarse un pensamiento como el eco materializa una voz? El eco es el producto de una emisión. El pensamiento…

La clave está en la concentración. Me he concentrado bien. No me falta de nada y Neptuno parece de nuevo tranquilo, aunque al verme gimotea y se aparta de mí. Lo he dejado abajo toda la semana para estar más concentrado aquí arriba. La concentración, repito, es la clave de mi experimento.

La concentración, por su propia naturaleza, es cosa difícil: la ansiedad por conseguirla dificulta su obtención. Es difícil quedarse tranquilamente sentado mientras mantienes la mente en blanco, limpia de todo pensamiento. Al cabo de unos pocos minutos te das cuenta de que tu cuerpo se entrega a diferentes movimientos de distracción, tales como golpear el suelo con los pies, tamborilear con los dedos, hacer muecas faciales…

No obstante, he persistido durante horas en mi afán de obtener la concentración debida. Los tres primeros días fueron agotadores por mis intentos de mantenerme fuera de toda tensión, de toda agitación nerviosa, de asumir mi interioridad y lo que me es ajeno a un tiempo, con la tranquilidad de un fakir hindú. Pero después viene la tarea, no menos difícil, de sentir el vacío de la consciencia, algo que se obtiene con un intenso y denodado esfuerzo, con una decidida voluntad. ¿Qué eco se puede obtener de la nada? ¿Qué compañía puedo obtener en mi soledad? ¿Qué símbolo o señal deseo ver? ¿Qué puede simbolizar para mí un mundo carente de vida y de luz?

DeGrät se reiría de mí hasta el escarnio si tuviera noticia de los conceptos con que me desenvuelvo. Con mi fama de cínico, de decadente, de abandonado, yo buscando mi alma, dejándome llevar de un sentimiento, encontrando al fin que todo cuanto más deseo… es un mero signo, una señal, algo que brote fresco y vital de la tierra, una flor… ¡Una rosa!

Eso es todo lo que espero ver, una rosa en su tallo vivo, perfumada con la encarnación de la vida. Aquí, sentado ante la ventana, he soñado, me he enternecido, he logrado concentrar cada fibra de mi ser pensando en una rosa.

Mi mente se ha llenado del rojo de las rosas, que no es el rojo del sol sobre el mar, ni el rojo de la sangre. Es el rico y radiante rojo de la rosa, sin más. Y mi alma se ha embriagado con el olor de la rosa. Cuanto más lograba concentrarme en la rosa, estas paredes cilíndricas que me envuelven parecieron esfumarse y me sentí inmerso en la textura de una rosa, en el color de una rosa, en la esencia de una rosa.

¿Escribiré que al séptimo día de concentración, cuando desde la ventana observé que el sol se levantaba sobre el mar sentí el imperio de mi consciencia? ¿Escribiré que me levanté de mi asiento, bajé la escalera, abrí la pesada puerta de hierro de la base del faro y salí a sentir la espuma de las olas en mis pies? ¿Escribiré que estuve a punto de caer al agua, que hube de asirme con fuerza?

¿Escribiré que cuando volví de nuevo aquí arriba lo hice con mi preciado trofeo, lo que quiere decir que a doscientas millas de puerto, donde sólo hay agua, me hice con una rosa fresca y hermosa?

28 de enero. ¡No se marchita! La tengo constantemente en un vaso, sobre la mesa, y luce tan esplendorosa que parece de ensueño. Es real, tan real como los aullidos lastimeros del pobre Neptuno, que parece intuir algo extraño. Pero sus ladridos frenéticos no me molestan; nada me molesta ya; ahora estoy en posesión de un poder más grande que la tierra, que el espacio y el tiempo. Y usaré ese poder de la manera más conveniente para mis intereses. Aquí, en mi torre, me he convertido en un filósofo: he aprendido bien la lección y sé que no aspiro a la fama, que no deseo la salud, que no quiero la admiración social. Todo lo que necesito es… compañía.

Al fin, con el poder derivado de mi autocontrol, la tendré. Pronto, muy pronto. No estaré solo por mucho tiempo.

30 de enero. Tormenta otra vez pero no le presto atención; tampoco se la presto a los aullidos de Neptuno, aunque el pobre animal se golpea literalmente contra la puerta de la despensa donde lo tengo encerrado. Se podría pensar que sus esfuerzos por abrir la puerta se deben a un sentido de la responsabilidad, a su convicción de que debe guardar el faro, pero no. Para mí que son la consecuencia del ventarrón del norte. No le presto atención, como he dicho, pero me parece que esta tormenta supera en intensidad a la anterior ya referida.

Pero eso tampoco tiene importancia. Ni que la luz del faro parezca a punto de extinguirse, como si el viento penetrase los muros, como si la violencia del mar fuera a derribarlos en cualquier momento, como si el cielo se cerniera sobre la tierra con su descomunal boca negra abierta para devorarme.

Soy consciente de todo eso, pero no me turba; tengo una importante tarea en la que concentrarme. Haré ahora una pausa, para comer algo y tomar resuello, y volveré de nuevo a este Diario para dar cuenta de los progresos hechos, los cuales habrán de llevarme pronto, no ya a una resolución, sino a la meta.

Durante los últimos siete días he conseguido someter mis facultades a mis deseos, concentrándome en el fin último de hacerme con la compañía que preciso.

Una compañía —lo adelanto ya— que no será sino la de una mujer. Una mujer única, una mujer capaz de superar las limitaciones propias al común de los mortales. Será una mujer preciosa, elegante, de ensueño; una mujer capaz de colmar mis deseos, y capaz también de colmarme de delicias, más allá de los límites de la carne.

Es la mujer con la que siempre he soñado, la única a la que he buscado, aunque en vano, en eso que en mi ignorancia tomé por el mundo real. Creo, sin embargo, que la conozco, que la conocí siempre, que mi alma siempre se vio henchida por su presencia. La puedo ver perfectamente; sé bien cómo es su cabello, más precioso que el oro; sé cómo son sus cejas, una mezcla de marfil y de alabastro; sé de la exquisitez de su rostro y de la delicadeza de sus formas. Está bien grabada en mi consciencia. DeGrät se limitaría a decir que no es más que el recuerdo de un sueño… Pero DeGrät no ha visto la rosa.

La rosa —he evitado hablar de ella hasta ahora— ha desaparecido. La rosa que puse ante mí, en mi mesa, cuando inicié este esfuerzo de voluntad. Pero no lo lamento. Debo concentrarme ahora en la consecución de la compañía a la que aspiro.

Pasan las horas y sigue la tormenta, el sonido brutal de las olas me rodea. Contemplo el mar y vuelvo a concentrarme en el vaso que hay en mi mesa. Y veo de nuevo crecer la rosa en su tallo, pero no hay en ella rastro de la belleza ni de la vida que tuvo antes en su tallo verde. Es ahora una rosa marchita, detestable, putrefacta. La arrojo lejos de mí, pero tras hacerlo no puedo evitar un presentimiento. ¿Y si me estoy traicionando? ¿Acaso sólo ha sido una rosa podrida, poco menos que un hierbajo, lo que he arrojado al océano? ¿Y si hubiera sido sólo un hierbajo, realmente, al que mis pensamientos concedieron los atributos de una rosa? ¿Cualquier cosa que saque de las profundidades, del mar o de la consciencia, será verdadera, será real?

La adorada imagen de la mujer a la que aspiro como compañera me saca de estas enfebrecidas especulaciones. Me siento de nuevo a salvo. Era una rosa; quizá fueron mis pensamientos los que la crearon, pero también puede que se marchitara hasta ser sólo un hierbajo cuando mis pensamientos se dispersaron y me concentré en otras cosas. Cuando tenga la compañía que anhelo no me pasará, no necesitaré concentrarme en cualquier otra cosa. Esa mujer será el recipiente de cuanto posee mi mente, de cuanto posee mi corazón, de cuanto posee mi alma. Nunca le faltará el amor, el sentimiento, todo lo que precise para preservarse. Así que no hay nada que temer… Nada que temer.

Dejo de nuevo mi pluma a un lado y vuelvo a la tarea, a la gran tarea de la creación, si se prefiere decirlo así… El miedo, que admito, a la soledad, me da la fuerza que necesito para adentrarme en territorios insondables, para producirme en esfuerzos inimaginables. Ella, y nada más que ella, me salvará, tiene que salvarme, deberá salvarme… La puedo ver ya, nimbada por su cabello de oro, y mi consciencia se concentra en llamarla, en clamar para que se me aparezca radiante, real. Estoy seguro de que existe en algún lugar, más allá de las tormentas y de los mares, lo sé… Y no importa dónde se encuentre porque le llegará mi llamada y me responderá.

31 de enero. Sentí el aldabonazo en mitad de la noche. Me levanté llevado de una especie de compulsión sonambúlica, como si emergiera de mi propio interior como un relámpago, y bajé la escalera.

El candil que llevaba me temblaba en las manos; tremolaba su luz en el aire mientras mis pasos apresurados en la escalera levantaban un sonido que retumbaba como un trueno. El sonido de las olas al estrellarse contra el faro parecía sumirme en el centro de un remolino de agua y se imponía a los aullidos del pobre Neptuno, que oí al pasar ante la puerta tras la que estaba encerrado. Neptuno persistía en su afán de abrir la puerta como fuese para quedar libre de su encierro, pero no le presté mayor atención, seguí bajando la escalera hasta la puerta de hierro que daba entrada al faro.

Para abrirla hay que utilizar las dos manos, por lo que dejé el candil en el suelo. Abrir esa puerta requiere de una fuerza de la que carezco, pero me empleé a fondo, cuidando de que no entrase el agua. Una de aquellas olas podría inundar el faro. O estrellarme.

Pero prevaleció mi consciencia, lo que quiere decir mi concentración, e hice toda la maniobra sin problemas. Abrí para que no estuviese desamparada ante la puerta de hierro, con la urgencia del enamorado que desea echarse cuanto antes en los brazos de su amada.

La puerta se abrió un poco, chirriante y pesada, y me golpeó la tormenta. Un monstruo de boca negra y oleaje de colmillos. El mar y el cielo parecían unidos para atacarme y por un momento me vi inmerso en su caos. El restallido de los relámpagos revelaba la inmensidad de aquella pesadilla ineludible.

Pero entonces la vi, revelada también por un relámpago. Ella, a la que tanto esperaba.

No me hizo falta la luz del candil para apreciarla; su rubia gloria iluminaba cuanto la rodeaba, pálida y temblorosa, una diosa que hubiera emergido desde lo más hondo del mar.

¿Una alucinación, una visión, una aparición? Mis dedos temblorosos buscaron, y hallaron, la respuesta. Su carne era real, fría como las aguas heladas a través de las cuales había llegado hasta mí. Pero también palpitante. Pensé en la tormenta, en barcos hundidos y en náufragos; pensé en la maravilla de aquella linda muchacha que a pesar de la tormenta había llegado incólume hasta el faro. Pensé en mil explicaciones que dar a un hecho tan venturoso, en mil milagros, en un centón de razones que explicaran su presencia más allá de lo racional. Pero sólo una cosa era material: mi compañera estaba allí y no podía hacer otra cosa que tomarla en mis brazos.

No hizo falta decir una sola palabra, no hacían falta las palabras en aquel infierno, no eran necesarias las palabras pues bastaba con su sonrisa. Sus labios pálidos me sonrieron apenas le ofrecí mis brazos y corrió a refugiarse en ellos. Vi sus dientes como los de un tiburón, a través de su sonrisa. Sus ojos, que tenían la calidad que les es propia a los de los peces, estaban entornados. Cuando le ofrecí mis brazos me ciñó entre los suyos, fríos como las propias aguas de las que había emergido, fríos como la tormenta, fríos como la muerte.

En un momento que me atrevo a decir monstruoso, supe con certeza ineludible que el poder de mi voluntad había demostrado su excelencia, que la llamada hecha por mi consciencia había sido atendida. Sólo que la respuesta no venía de la vida, pues nada vivía en la tormenta. Había hecho correr sobre las aguas mi deseo, la fuerza de mi voluntad, mi petición de compañía, pero la voluntad penetra en todas las dimensiones y mi llamada recibió respuesta desde la profundidad del mar. Sí, ella venía de lo más hondo, de donde sueña la muerte, y mi obligación no era otra que la de vestirla y darle calor con la hórrida vida. La vida que da una sed que debe ser satisfecha…

Creo que grité, pero la verdad es que no oí nada. Tampoco oí los ladridos de Neptuno, que había logrado escapar al fin de su prisión para correr escalera abajo y abalanzarse contra aquella criatura salida del mar.

La forma de mi perro se impuso a la suya y se oscureció mi visión; en un instante se perdió entre las aguas del mar que poco antes me la habían traído. Entonces, y sólo entonces, tuve una leve sensación de movimiento, capté algo de la conmoción en que mi consciencia se hallaba sumida. Los relámpagos iluminaban mi alma inexorablemente para desvelarme la blasfemia que había supuesto la fuerza de mi voluntad. La rosa se había marchitado…

Marchita la rosa, devino en un hierbajo. La rubia belleza se había esfumado y en su lugar vi la ahumada obscenidad hinchada de una cosa muerta y enterrada que había salido del légamo y al légamo volvía.

Un momento más y una nueva ola arrasaría aquello para llevárselo a lo más hondo y oscuro. Un momento más y se cerraría la puerta. Un momento más y me vería subiendo la escalera de hierro con Neptuno tras de mí. Un momento más y estaría de nuevo a salvo en mi santuario.

¿A salvo? No había salvación posible para mí en todo el universo. No había salvación posible para una voluntad que, como la mía, había creado aquel horror. No hay salvación posible aquí donde la ira de las olas crece a cada instante, donde la furia del mar y de las criaturas que lo habitan se produce en un crescendo inevitable.

Loco o sano, eso no importa, el final sería el mismo. Ahora sé bien que el faro puede caer en cualquier momento, puede ser engullido por las olas. Yo ya estoy destrozado, caeré con el faro.

Apenas me queda tiempo para concluir estas notas apresuradas, ponerlas a salvo en un recipiente cilíndrico y atarlo al collar de Neptuno. El perro podrá nadar hasta ponerse a salvo en alguna roca. Puede que un barco que pase frente a los restos del faro se detenga y busque algo en el agua… y así rescate a mi fiel y buen perro.

Ese barco, sin embargo, no me encontrará. Me dejaré ir al fondo del mar con el faro, hacia la oscura profundidad. Acaso —¿no resultará esto perversamente poético?

— encuentre allí a mi compañera eterna. Acaso…

El faro ya no tiene un agarre firme. El faro, en su oscilación, sacude latigazos en mi cabeza mientras oigo el rugido del agua que se apresta al asalto final. Ahí viene, sí, ahí viene una ola, la que me llevará al fondo del mar. Una ola más grande que el faro, una ola que llega al cielo, que lo abarca todo…