Por Stephen King
Capítulo 1
(Fragmento)
Seis meses después de que, tras
cuarenta años de matrimonio, su mujer falleciera, la hermana de Lloyd
Sunderland había conducido desde Boca Ratón hasta Cayman Key para hacerle una
visita. Llevaba consigo una cachorrita de pelaje gris oscuro que, según le
informó, era una mezcla de border collie y mudi. Lloyd no tenía la menor idea
de lo que era un mudi, y tampoco le importaba.
—No quiero ningún perro, Beth. Lo
último que quiero en este mundo es un perro. Apenas puedo cuidar de mí mismo…
—Eso salta a la vista —dijo ella
desenganchándole a la cachorrita una correa tan diminuta que parecía de
juguete—. ¿Cuánto peso has perdido?
—No lo sé.
—Diría que unos seis o siete
kilos —aventuró ella apreciativamente—. Te lo podías permitir, pero ya no mucho
más. Voy a prepararte un revuelto de salchichas. Con tostadas. ¿Tienes huevos?
—No quiero revuelto de salchichas
—replicó Lloyd observando a la perrita.
Estaba sentada sobre la alfombra
blanca y mullida, y se preguntó cuánto tardaría en dejar allí su tarjeta de
visita. Cierto que la alfombra pedía a gritos un buen aspirado, y probablemente
una limpieza a fondo, pero al menos nunca se habían orinado en ella.
La perrita lo miraba con sus ojos
color ámbar. Parecía estudiarlo.
—¿Tienes huevos o no?
—Sí, pero…
—¿Y salchichas? No, claro que no.
Seguro que has estado alimentándote a base de gofres congelados y sopa de lata.
Iré al supermercado Publix, pero primero voy a hacer inventario de tu nevera
para ver qué más necesitas.
Era su hermana mayor, se llevaban
cinco años; prácticamente lo había criado sola después de que su madre
falleciera, por lo que de niño jamás había sido capaz de llevarle la contraria.
Ahora eran mayores y seguía siendo incapaz de plantarle cara, más aún desde que
Marian no estaba. Lloyd sentía un vacío en su interior, allí donde antes había
albergado las entrañas. Quizá volvieran; quizá no. Sesenta y cinco años era una
edad poco probable para la regeneración. No obstante, en cuanto al perro… A eso
sí que se opondría.
¿Qué diantres tenía Bethie en la
cabeza?
—No voy a quedármela —dijo él
mientras su hermana trasteaba por la cocina con sus piernas de cigüeña—. Tú la
has comprado, así que tú la devuelves.
—No la he comprado. La madre era
una border collie de pura raza que se escapó y se apareó con el perro de un
vecino. Ese era el mudi. El dueño de la madre consiguió regalar los otros tres
cachorros, pero a esta, como era la más pequeña de la camada, nadie la quería.
El tipo, que cultiva hortalizas en un pequeño huerto, estaba a punto de
llevarla a la perrera cuando pasé y vi un anuncio clavado en un poste de
teléfonos donde ponía: ¿ALGUIEN QUIERE UN PERRO?
—Y pensaste en mí.
Seguía observando a la
cachorrita, que le devolvía la mirada. Las orejas puntiagudas parecían ser la
parte más grande de su cuerpo.
—Sí.
—Me muero de pena, Beth.
Su hermana era la única persona a
la que se veía capaz de exponerle su terrible pesar, lo cual suponía un alivio.
—Lo sé.
Las botellas tintinearon en la
nevera abierta y él alcanzó a ver en la pared la sombra de su hermana agachada
y reorganizando el contenido.
Realmente es una cigüeña, pensó,
una cigüeña humana que lo más seguro es que viva eternamente.
—Una persona en duelo necesita
mantener la mente ocupada —prosiguió ella—. Cuidar de algo. Eso es lo que me
dije cuando vi el anuncio: no se trata de quién quiere un perro, sino de quién
necesita un perro. Y ese eres tú. Virgen santa, esta nevera parece una granja
de moho. ¡Qué asco!
La cachorrita se levantó, dio un
tímido paso hacia Lloyd, pero se lo pensó mejor (suponiendo que pensara) y
volvió a sentarse.
—Quédatela tú.
—Rotundamente no. Jim es
alérgico.
—Bethie, ¡tenéis dos gatos! ¿A
ellos no les tiene alergia?
—Sí. Y por eso nos basta con dos
gatos. Si es así como te sientes, me llevaré a la cachorrita al refugio de
animales de Pompano Beach. Les dan tres semanas antes de sacrificarlos. Es una
cosita tan mona con ese pelaje grisáceo… Quizá alguien la adopte antes de que
le llegue la hora.
Aunque ella no miraba, Lloyd puso
los ojos en blanco. Con ocho años solía hacer eso cuando Beth lo amenazaba con
zurrarle en el trasero con la raqueta de bádminton si no ordenaba su cuarto.
Hay cosas que nunca cambian.
—Haz las maletas —espetó él—, que
embarcamos en uno de los cruceros de Beth Young por el mar de la culpabilidad.
¡Y con todos los gastos pagados!
Su hermana cerró la nevera y
regresó al salón. La perrita la miró y luego continuó observando a Lloyd.
—Voy al Publix, donde calculo que
me gastaré unos cien dólares. Te traeré los tíquets para que puedas
reembolsarme el dinero.
—¿Y qué hago mientras tanto?
—¿Por qué no intentas entenderte
con la inofensiva cachorrita que vas a enviar a la cámara de gas? —Se agachó y
acarició la cabeza del animal—. Fíjate en estos ojitos esperanzados.
Lo único que Lloyd percibía en
aquellos ojos color ámbar era vigilancia.
Evaluación.
—¿Y qué se supone que debo hacer
si se mea en la alfombra? Marian la colocó justo antes de enfermar.
Beth señaló la pequeña correa que
había dejado encima del escabel.
—Sácala. Preséntale los parterres
de Marian, esos que tienes tan abandonados. Y, por cierto, el pis tampoco
estropearía demasiado esa alfombra. Da pena.
Cogió el bolso y se dirigió a la
puerta con el viejo y vanidoso tijereteo de sus delgadas piernas.
—Una mascota es el peor regalo
que le puedes hacer a alguien —insistió Lloyd—. Lo leí en internet.
—Donde todo es verdad, supongo.
Se detuvo y se volvió a mirarlo.
La intensa luz de septiembre de la costa oeste de Florida le caía sobre el
rostro, acentuando que el pintalabios se le había corrido a las pequeñas
arrugas que le cercaban la boca, que los párpados inferiores habían empezado a
descolgarse de los ojos y que el frágil engranaje de venas latía en el hueco de
las sienes. Pronto cumpliría los setenta. Su vigorosa, testaruda, atlética e
implacable hermana se había hecho mayor. Y él también. Ambos constituían la
prueba de que la vida no era más que un breve sueño de una tarde de verano. Con
la diferencia de que Bethie aún contaba con su marido, dos hijos adultos y
cuatro nietos; la divina multiplicación de la naturaleza. Él había tenido a Marian,
pero Marian se había ido y no habían tenido hijos. ¿Se suponía que iba a
reemplazar a su mujer por un chucho mestizo? La idea le parecía tan sensiblera
y estúpida como una tarjeta de felicitación de Hallmark, e igual de irreal.
—No pienso quedármela.
Ella lo miró como cuando era una
niña de trece años y le advertía con la mirada de que, como no entrase en
vereda, la raqueta de bádminton no tardaría en aparecer.
—Te la vas a quedar por lo menos
hasta que vuelva del Publix. Tengo que hacer varios recados más, y los perros
se mueren dentro de un coche al sol. Sobre todo los pequeños.
Cerró la puerta. Lloyd
Sunderland, jubilado, viudo desde hacía seis meses, últimamente poco interesado
en la comida (ni en ningún otro placer mundano), se sentó con la vista clavada
en esa visitante no deseada que lo miraba desde la mullida alfombra.
—¿Qué estás mirando, boba? —le
preguntó.
La cachorrita se levantó y se le
acercó. De hecho, sus andares parecían los de un pato abriéndose paso entre la
hierba alta. Volvió a sentarse, junto al pie izquierdo de Lloyd, y alzó la
vista. Él bajó la mano, vacilante, esperando un mordisco, pero la perrita se la
lamió. Lloyd agarró la correa diminuta y la abrochó al pequeño collar rosa.
—Venga, vamos a sacarte de la
alfombra mientras aún estemos a tiempo.
Tiró de la correa. La cachorrita
se limitó a permanecer sentada y a mirarlo. Lloyd suspiró y la cogió en brazos.
Ella volvió a lamerle la mano. La llevó afuera y la dejó en la hierba. Hacía
tanto que no la habían cortado que casi la engulló. Beth tenía razón en cuanto
a las flores: tenían una pinta horrible, la mitad de ellas estaban tan muertas
como Marian. Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, aunque reírse por
semejante comparación le hizo sentirse mala persona.
En la hierba los andares de pato
de la perrita aún eran más exagerados.
Dio una docena de pasos, luego
bajó los cuartos traseros y orinó.
—No está mal, pero no pienso
quedarme contigo.
Empezaba a sospechar que, cuando
Beth regresara a Boca Ratón, la perrita no la acompañaría. No, esa visitante no
deseada se quedaría con él, en esa casa a menos de un kilómetro del puente
levadizo que conectaba el cayo con el continente. No iba a funcionar; nunca en
su vida había tenido un perro, pero, hasta que encontrara a alguien que la adoptara,
quizá le proporcionara algo que hacer aparte de ver la televisión o sentarse
ante el ordenador a jugar al solitario o a navegar por sitios que, al
principio, cuando se jubiló, le habían parecido interesantes y ahora lo mataban
de aburrimiento.
Dos horas más tarde, cuando Beth
llegó a casa, Lloyd estaba de nuevo en su butaca y la cachorrita, de nuevo en
la alfombra, durmiendo. Su hermana, a quien quería pero que lo había fastidiado
toda su vida, consiguió superarse a sí misma al regresar con mucho más de lo
que él esperaba. Apareció con una bolsa grande de pienso para cachorros
(orgánico, por supuesto) y un envase grande de yogur natural (se suponía que al
añadírselo a la comida fortalecería el cartílago de aquellas antenas de radar
que tenía por orejas). Además, Beth había comprado empapadores para mascotas,
una cama para perros, tres juguetes para mordisquear (dos de los cuales emitían
un chirrido irritante) y un parque para bebés que, según afirmaba, evitaría que
la cachorrita merodeara por la noche.
—Por Dios, Bethie, ¿cuánto te ha
costado todo esto?
—En la tienda estaban de rebajas
—se justificó ella, eludiendo la pregunta de una forma que Lloyd conocía bien—.
Nada. Esto corre de mi cuenta. Y ahora que lo he comprado, ¿sigues queriendo
que me la lleve? Porque entonces te tocará a ti devolverlo.
Lloyd ya estaba acostumbrado a
que su hermana siempre jugara mejor sus cartas.
—Le daré una oportunidad, solo
para probar, pero no me gusta que me cargues con esta responsabilidad. Siempre
fuiste una mandona…
—Sí —afirmó ella—. Mamá había
muerto y papá era un alcohólico funcional, un caso perdido, así que no tuve
opción. Bueno, ¿qué me dices ahora del revuelto?
—Vale.
—¿Ya se ha meado en la alfombra?
—No.
—Lo hará. —En realidad, daba la
impresión de que a Beth aquella idea la complacía—. Tampoco será una gran
pérdida. ¿Cómo la vas a llamar?
Si le pongo nombre, será mía,
pensó Lloyd. Solo él sospechaba que ya era suya, y había sucedido desde aquel
primer tímido lametón. Igual que Marian fue suya desde el primer beso. Otra
comparación estúpida, pero ¿puede uno controlar el modo en que la mente
clasifica las cosas? No más de lo que uno podía controlar los sueños.
—Laurie —respondió él.
—¿Por qué Laurie?
—No lo sé. Es lo primero que se
me ha ocurrido.
—Bueno, no está mal —convino
ella.
Laurie los siguió a la cocina.
Andando como un pato.
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