No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El Faro

 

EL FARO

(The Light-House)

 

NOTA: este cuento se debe a una sugerencia hecha por el profesor T. O. Mabbot, el notable estudioso de Poe, que me escribió tras la aparición de mi The Man Who Collected Poe. Mabbot se afanaba en la edición de la última historia de Poe, The Light-House, que dejó inconclusa, y tuvo la amabilidad de invitarme a completarla. El manuscrito de Poe alcanza apenas cuatro hojas y finaliza con la anotación «3 de enero». Aquí empieza mi colaboración. Y aquí está, igualmente, el último cuento de Poe, por el que pido perdón humilde y sinceramente.

ROBERT BLOCH

 

1 de enero de 1796. Este día —mi primer día en el faro— doy inicio a mi Diario, tal y como lo acordé con DeGrät. Lo llevaré con tanta regularidad como me sea dado —pero es imposible decir qué podría pasarle a un hombre tan solo como yo—, pues acaso enferme, o peor aún…

¡Estoy tan aislado! Un cúter tiene al menos escape, pero ¿por qué pensar en eso, si estoy aquí, a salvo? Además, mi espíritu comienza a revivir desde que estoy aquí con el solo pensamiento de hallarme, por primera vez en mi vida, completamente solo. Neptuno, aun siendo tan grande, no puede ser considerado miembro de la sociedad. Nunca podría encontrar en sociedad la mitad del aprecio que me brinda este pobre perro. En cualquier caso, la sociedad y yo no somos compatibles, o no lo seremos al menos durante un año.

Lo que más me sorprendió fue la dificultad que encontró DeGrät para conseguirme este empleo. ¡Soy miembro de la realeza! No pudo ser que el Consistorio albergase alguna duda acerca de mi capacidad para manejar la luz. Un hombre lo había hecho antes que yo, y lo hizo tan bien como los tres que se encargaron de este trabajo antes que él. El trabajo en realidad no es nada; tengo además unas instrucciones impresas muy completas. No hacía falta que me acompañara Orndoff. Nunca hubiera podido seguir con mi libro de haber estado él aquí, con su insoportable cháchara. Después de todo, prefiero estar solo.

Es extraño que nunca me haya detenido a contemplar cuán amarga suena una palabra como solo. Puedo dar fe de que hay algo peculiar en el eco de estas paredes cilíndricas… pero, no, no; esto no tiene sentido. Creo que mis nervios empiezan a acusar el aislamiento. Eso no puede ser. No he olvidado la profecía de DeGrät. Ahora mi tarea se reduce a trepar hasta la linterna y tener buena vista para ver desde allí lo que pueda ver. ¡Ver lo que pueda ver! No mucho. La mar está en calma, me parece.

No obstante, el cúter tendrá dificultades para llegar a puerto. Deberá avistar las señales mañana, antes de que anochezca, y no es fácil hacerlo desde 190 ó 200 millas.

2 de enero. He pasado este día en una especie de éxtasis que encuentro difícil describir. Mi pasión por la soledad difícilmente podría haber hallado tanta y tan extraordinaria gratificación. No he dicho satisfacción, porque creo que jamás me sentiré saciado de tamañas delicias como las que he experimentado en el día de hoy…

El viento arrullaba desde el amanecer y por la tarde el mar se ha hundido materialmente, de tan quieto. Nada que ver, ni siquiera con el telescopio, salvo el mar y el cielo, y ocasionalmente alguna gaviota.

3 de enero. Calma mortal todo el día. Hacia el anochecer el mar parecía de cristal. Unas pocas algas a la vista, nada más, absolutamente nada durante todo el día, ni siquiera nubes… He pasado el día explorando el faro… Es un faro muy alto, lo he notado por lo mucho que me costó subir la escalera interminable; como poco tiene 160 pies, estoy seguro, desde la base a la linterna. Pero en su interior es aún más alto, tendrá unos 180, dado que se hunde en la tierra unos 20 pies bajo el nivel del mar.

Parece que el interior, y sobre todo la parte que se hunde en la tierra, está construido en sólida albañilería. Indudablemente, en el interior del faro se está bien protegido. ¡Qué digo! Claro que una estructura semejante debe resistir a lo que sea, en cualesquiera circunstancias. Me sentiré a salvo incluso si se desata el más feroz huracán que jamás haya habido. Según he oído decir, suele desencadenarse un huracán cuando sopla el viento del sudoeste; y según he oído decir igualmente, cuando eso ocurre la mar en ningún lugar del mundo es tan temible como aquí, salvo en el corte occidental del Estrecho de Magallanes.

La simple mar, creo, no podría arrasar nunca esta formidable torre de sólida albañilería con sus paredes reforzadas con hierro. Aun subiendo la marea al máximo, en pleno temporal, sólo cubriría 50 pies de la torre. Y la base sobre la que reposa toda la estructura del faro me parece que ha sido reforzada con yeso.

4 de enero. Me dispongo ahora a hacer el resumen de mis trabajos en el libro, después de haberme pasado el día familiarizándome con la rutina a desarrollar.

Mi trabajo es absurdamente sencillo; la luz requiere poca atención, sólo hay que reemplazar el aceite del quemador periódicamente. En cuanto a mis necesidades más perentorias, son fácilmente satisfechas; basta con bajar por la escalera para hacerme con lo que precise.

En el arranque inferior de la escalera está la entrada, grande, completamente despejada. En la primera planta de la escalera circular, que es de hierro, está mi despensa, bien provista de botellones de agua potable y provisiones, así como apagapenoles y otras cosas necesarias en mi trabajo. En la segunda planta de esa interminable y agotadora escalera en espiral, está el cuarto del aceite, repleto con los tanques de los que extraigo el contenido necesario para reemplazar el que se agota en el quemador de la linterna. Por lo general, y si estoy atento, no tendré que bajar a por la cantidad de aceite que necesite más de una vez a la semana, lo que aprovecharé también para hacerme con provisiones, de modo y manera que Neptuno y yo tengamos cuanto nos es necesario durante al menos siete días. En lo que al aceite se refiere, basta con dos barrilitos cada tres días para asegurarse una luz constante en la linterna. Si me parece, subiré hasta una docena de barrilitos a la plataforma que hay junto a la linterna, e iré tirando de su contenido durante las semanas venideras.

Así transcurre mi existencia diaria. Salvo si es preciso que baje la escalera, limito mis movimientos a la parte superior del faro, lo que quiere decir a los tres niveles últimos a los que conduce la escalera en espiral. En el primero está mi cuarto de estar, por así decirlo, el lugar donde Neptuno se pasa la mayor parte del día, como es lógico; aquí subí un pequeño escritorio, que planté junto al ventanuco desde el que se contempla el mar. En el siguiente nivel tengo el dormitorio y una pequeña cocina. Aquí tengo las raciones semanales de agua y comida bien guardadas en recipientes a propósito. Tengo también una estufa muy práctica que alimento con el aceite de la linterna del faro. El siguiente y último nivel alberga el cuarto de servicio, que a su vez da acceso a la linterna y a la plataforma sobre la que luce. Como la linterna y los reflectores están fijos desde hace tiempo, no es preciso que ascienda a esa plataforma, salvo si se trata de cambiar el aceite del quemador. Espero no tener que hacerlo para reparar cualquier desperfecto, o ajustar lo que sea, guiándome de las instrucciones escritas que me fueron dadas cuando vine aquí.

Hoy he subido cuanto necesite por lo menos para un mes: aceite, agua, provisiones para Neptuno y para mí. Espero tener que moverme únicamente entre mis dos habitaciones para cambiar las velas.

Por lo demás, soy libre. ¡Totalmente libre! Mi tiempo es mío y nada más. En este alto reino impero como un rey. Como Neptuno es el único ser viviente que hay a mi lado, imagino que soy el soberano que reina sobre todo lo que alcanza a contemplar mi vista: el océano abajo y las estrellas arriba. Soy el amo del sol que brota de mañana rubicundo y radiante para derramarse sobre el mar; soy el emperador de los vientos y el monarca de las tormentas; soy el sultán de las olas que bañan los pies de este gran palacio como un pináculo en el que vivo. Mando sobre la luna y las mareas, sobre el flujo y el reflujo de la mar que baña cadenciosa mi reino.

Pero basta ya de fantasías. Lo que DeGrät espera de mí es que refrene lo mórbido y las grandiosas especulaciones, así que me entregaré ardorosamente a la tarea que debo cumplir. Esta noche, sentado ante la ventana, bajo la luz de las estrellas, la marea que llega hasta los altos muros del faro no parece hacer otro eco que el de mi exultación. Soy libre. Al fin estoy solo.

11 de enero. Ha pasado una semana desde mi última anotación en este Diario y cuando leo lo escrito hasta ahora me parece extraño que fuese yo quien desgranara esas palabras.

Ha pasado algo en este lapso de tiempo, algo cuya naturaleza me parece insondable. He trabajado, comido, dormido; he reemplazado el aceite del quemador. Mi existencia, en general, ha sido realmente plácida. No sé si atribuir la alteración de mis sentimientos a un proceso alquímico interno; baste decir que un cambio perturbador se ha obrado en mí.

¡Solo! Yo, que decía y escribí esta palabra como si poseyera un encantamiento místico que te procura la paz, he comenzado —y ahora sé bien por qué— a aborrecerla. Aborrezco incluso el sonido de sus dos sílabas. Y su lúgubre significado, sobre todo.

Estar solo es angustioso y terrible. Estar solo, tan solo como lo estoy yo, con la única compañía de Neptuno, me recuerda que soy el único habitante de un universo ciego e insensato. El sol y las estrellas se turnan para cumplir su ciclo sin final, eterno, sobre el horizonte, al que ya no presto atención porque en nada puedo poner mi mente con cierta constancia. El mar que va y viene hasta la base del faro no es más que un caótico vacío.

Siempre me tuve por un hombre autosuficiente, ajeno a las vanas exigencias de la banal sociedad. ¡Cuán equivocado estaba! Ahora anhelo ver otra cara, oír otra voz que no sea la mía, tocar otras manos, no importa si ofrecen calidez o aspereza. Necesito cualquier cosa que me haga salir de esta pesadilla, cualquier cosa que me haga sentir que no estoy solo.

Pero lo estoy. Y lo estaré. El mundo se halla a un par de cientos de millas de aquí. No volveré a verlo al menos hasta que haya transcurrido un año. Mucho tiempo, excesivo. Pero basta ya, no puedo poner en orden mis pensamientos con esta angustiosa sensación en la que me sumo.

13 de enero. Han pasado, como dos siglos, dos días más. ¿Cómo puede ser así, cuando sólo hace dos semanas que llegué a esta torre en la que soy prisionero? Es verdad que desde esta prisión veo el horizonte; es verdad que no tengo barrotes a los que asirme resignado, sino que estoy rodeado de unas sólidas paredes. Pero no veo más que agua. Agua que va y viene, unas veces en calma, otras salvajemente, infinitamente. El mar ha cambiado, sin embargo; las grises nubes del cielo lo han vestido con su lúgubre atavío y comienza a rodearme un tumulto aún atenuado que en breve devendrá en tempestad.

No puedo soportar por más tiempo la contemplación del mar, ahora gris y picado, y me voy a mi habitación. Trataré de escribir. Apenas he comenzado mi libro, pero la verdad es que no me siento capaz de escribir algo medianamente creativo, ni constructivo. Tomo la pluma ante la hoja en blanco. Pero no escribo, sólo dibujo círculos. Como los confines de esta torre de mi tormento.

¿Unas palabras desesperanzadas, las que escribo ahora? Véase: no estoy solo en mi aflicción. Neptuno, el leal, el tranquilo, el apacible, también parece afligido, lo noto.

Quizá sea así por la proximidad de la tormenta, que le asusta. Los animales saben bien que la Naturaleza resulta temible. Neptuno se pasa ahora todo el tiempo a mi lado; noto que tiembla cuando una sucesión de olas se estrella contra el faro. Hay además un frío cortante en el aire, que nuestra estufa apenas puede disipar, pero no es esa frialdad lo que más opresivo me resulta, sin embargo.

Desde lo más alto he contemplado el espectáculo de la aproximación de la tormenta. Las olas son increíblemente grandes, se abaten contra el faro en un tumultuoso esfuerzo titánico. Estas sólidas paredes atruenan rítmicamente con cada ataque de las olas. El mar, cambiante, apenas ha tardado en pasar del gris al negro; negro como el basalto y acaso igual de duro. También se ha tornado negro el cielo, a tal punto que se difumina el horizonte. Y me siento rodeado por la negrura de los truenos, que me golpea por todas partes.

Sobre esa masa negra que forman el cielo y el mar refulgen los relámpagos. Empieza ya la tormenta y Neptuno aúlla temeroso. Le acaricio, pero el pobre animal va a esconderse. Parece tener miedo incluso de mí. ¿Será que también yo siento un pánico indisimulable que me traiciona, que me impide aparentar tranquilidad? No lo sé. Sólo siento que estoy perdido, atrapado, esperando que la tormenta se apiade de mí. En esas condiciones apenas puedo escribir.

Tanto es así, que me fuerzo a ello aunque sólo sea para hacer que prevalezca la razón sobre mi miedo. Pero así y todo, he omitido algo en este Diario, que me parece digno de mención, a propósito de mi observación del mar y del cielo desde lo más alto. Fue un instante singular. Lo percibí cuando contemplaba la negra masa del agua… ¿Por qué no lo dije antes? ¿Acaso por miedo a la verdad desnuda que supone aceptar las sensaciones? Lo cierto es que, viendo desde mi observatorio la negra masa del agua, sentí el impulso, rápidamente ido, de arrojarme al mar.

Ya pasó y ahora no me asusta haber sentido eso. Pido, sin embargo, para que no me vuelva a asaltar de ningún modo ese impulso, u otro semejante. Bien, ahora estoy en mi escritorio, escribiendo lo presente en relativa calma. Pero ahí está el hecho, la idea de destruirme me llegó subrepticiamente, con la fuerza de una de esas olas monstruosas.

Pero ¿cuál es el significado oculto de mi demente y por suerte breve deseo de acabar con mi vida? Me esfuerzo en desentrañarlo. Creo, tras mucho pensar en ello, que no fue sino la manifestación de mi necesidad de escapar de la soledad… Fue como si el mar y el cielo tormentoso me dijeran que no estaba solo, que gozaba de su compañía.

Pero me defendí de la fuerza de los elementos. Derroté a los poderes de la tierra y el cielo. Resistí. Sigo solo, como debo estarlo… Y como debe ser, sobrevivo. Mi risa se deja sentir ahora por encima de los truenos.

Así que, vosotros, espíritus de la tormenta, atacad cuando os plazca, con furia desatada, con violencia indecible, los muros de mi fortaleza, que nada podréis ni contra mí ni contra ella. Soy más fuerte que vosotros. Pero… ¡Neptuno! Algo le ocurre a esta pobre criatura, debo atenderlo.

16 de enero. Ha pasado la tormenta. Me siento ahora ante mi escritorio, solo, completamente solo. He tenido que encerrar al pobre Neptuno en el cuarto que me sirve de despensa; el desgraciado animal parecía fuera de sí, parecía haber perdido incluso el control de sus movimientos, pues no hacía más que girar sobre sí mismo mientras aullaba lastimeramente. No atendía a mis palabras y no me quedó más remedio que arrastrarlo, literalmente hablando, escalera abajo, y encerrarlo, pues temí que en su locura pudiera atacarme. Debo velar por mi propia seguridad… Me asusta la posibilidad de que mi perro se haya vuelto rabioso, recluido como lo estoy en el faro.

Ha estado aullando mucho rato, con aullidos que me hacían sentir piedad por él, pero ahora está en silencio. Ya dormía la última vez que me asomé a verlo; confío en que el descanso le venga bien a mi fiel compañero.

¡Compañero!

¿Cómo podría describir los horrores de soportar una tormenta en absoluta soledad?

Al comienzo de esta entrada de mi Diario he puesto la fecha del 16 de enero, pero eso no es más que una referencia. La tormenta aún sigue, parece correr en paralelo con el tiempo. Quizá haya acabado mañana, o acaso siga uno, dos días más, una semana, un siglo… No lo sé.

Sólo sé que las olas se abaten una y otra vez contra el faro. Sólo sé que golpea contra sus muros una masa negra en la que parecen confluir el cielo y el mar. Sólo sé que mi propia voz, cuando digo algo en voz alta para oírme, parece formar parte también del fragor de la tormenta. Pero ¿cómo explicar la causa de esa sensación? Hubo un tiempo en el que no era capaz de asomar la cabeza por las sábanas cuando había tormenta, hundida mi cara en la almohada, pero mis lágrimas no eran las propias de un niño inocente, sino las lágrimas de Lucifer una vez perdió la gracia. Me sentía entonces condenado de por vida, arrojado a un mundo que me hacía prisionero de su caos atronador.

No es preciso que me extienda acerca de las fantasías que me asaltaban en aquellas horas. Como la que siento ahora, una fantasía en la que de repente veo que las olas abaten el faro y se lo llevan a lo más hondo del mar. Eso hace que en ocasiones me sienta víctima de un complot colosal, aunque en realidad fuese yo quien pidiera a DeGrät que me consiguiese este empleo, para mi desgracia presente, por supuesto… Pero sobre todo siento en ocasiones, y esto no es una fantasía como la de las olas llevándose el faro al fondo del mar, siento terriblemente la fuerza de la soledad, eso es lo peor de todo. Una fuerza que me asalta en furioso oleaje. Olas mucho más altas y temibles que las que se levantan en el agua.

Todo va pasando, sin embargo. El mar —y yo mismo— parece ahora más en calma. Una calma extraña, sin embargo; acabo de echarle un vistazo y he contemplado algo que no había visto antes, o en lo que al menos no había reparado.

Antes de extenderme acerca de esa observación, diré sin embargo que ya estoy tranquilo. Se me ha ido el miedo y me ha desaparecido el temblor que me provocaba. La locura transitoria que me produjo la tormenta se ha esfumado y mi cerebro está libre de fantasmas; más aún, mis facultades para la percepción y el análisis vuelven a acompañarme.

Eso quiere decir que me hallo ahora en posesión de un sentido adicional, cual lo es la capacidad de analizar las cosas más allá de las limitaciones impuestas por la Naturaleza.

La mar vuelve a estar en calma, ha ido produciéndose esto de manera tan paulatina que nada hace rememorar el temporal anterior. El cielo luce ahora su natural luminosidad nocturna. Pero… Allá por el horizonte crepita una llamarada… Es el sol, el sol del Ártico que empieza a refulgir en todo su esplendor, el sol que asoma momentáneamente por encima del muro de agua del océano. Sol y cielo, mar y aire sobre mí, como si se desangraran.

¿Se corresponde lo anterior conmigo, que antes escribí a propósito de mi vuelta a la normalidad, a la tranquilidad? Sí, yo que había gritado ¡solo! y que me levanté asustado de mi silla cuando el eco, como si se burlara de mí, me devolvió de manera aún más estridente la palabra maldita, ¡solo! ¿Es que acaso, al margen de mi pretendida resolución, al margen de mi ánimo por mantenerme incólume, me estuviera volviendo loco? Si es así, ruego que el fin me llegue pronto.

18 de enero. Pero no llegará ese fin. He concebido una noción, acaso una teoría, con la que pondré a prueba mis facultades mentales. Voy a hacer un experimento.

26 de enero. He pasado una semana en esta solitaria prisión. ¿Solitaria? Quizá, pero no por mucho tiempo. El experimento está en marcha. Debo contarlo.

El eco me hace pensar. Uno siente que le devuelve su propia voz. Uno suelta un pensamiento en voz alta y el eco se lo devuelve. ¿Acaso hay ahí una respuesta? El sonido, como sabemos, se produce en ondas. Las emanaciones del cerebro, acaso, viajen de manera similar. Las leyes de la psicología no pueden confinar esas emanaciones ni en el tiempo, ni en el espacio ni en su duración.

¿Puede materializarse un pensamiento como el eco materializa una voz? El eco es el producto de una emisión. El pensamiento…

La clave está en la concentración. Me he concentrado bien. No me falta de nada y Neptuno parece de nuevo tranquilo, aunque al verme gimotea y se aparta de mí. Lo he dejado abajo toda la semana para estar más concentrado aquí arriba. La concentración, repito, es la clave de mi experimento.

La concentración, por su propia naturaleza, es cosa difícil: la ansiedad por conseguirla dificulta su obtención. Es difícil quedarse tranquilamente sentado mientras mantienes la mente en blanco, limpia de todo pensamiento. Al cabo de unos pocos minutos te das cuenta de que tu cuerpo se entrega a diferentes movimientos de distracción, tales como golpear el suelo con los pies, tamborilear con los dedos, hacer muecas faciales…

No obstante, he persistido durante horas en mi afán de obtener la concentración debida. Los tres primeros días fueron agotadores por mis intentos de mantenerme fuera de toda tensión, de toda agitación nerviosa, de asumir mi interioridad y lo que me es ajeno a un tiempo, con la tranquilidad de un fakir hindú. Pero después viene la tarea, no menos difícil, de sentir el vacío de la consciencia, algo que se obtiene con un intenso y denodado esfuerzo, con una decidida voluntad. ¿Qué eco se puede obtener de la nada? ¿Qué compañía puedo obtener en mi soledad? ¿Qué símbolo o señal deseo ver? ¿Qué puede simbolizar para mí un mundo carente de vida y de luz?

DeGrät se reiría de mí hasta el escarnio si tuviera noticia de los conceptos con que me desenvuelvo. Con mi fama de cínico, de decadente, de abandonado, yo buscando mi alma, dejándome llevar de un sentimiento, encontrando al fin que todo cuanto más deseo… es un mero signo, una señal, algo que brote fresco y vital de la tierra, una flor… ¡Una rosa!

Eso es todo lo que espero ver, una rosa en su tallo vivo, perfumada con la encarnación de la vida. Aquí, sentado ante la ventana, he soñado, me he enternecido, he logrado concentrar cada fibra de mi ser pensando en una rosa.

Mi mente se ha llenado del rojo de las rosas, que no es el rojo del sol sobre el mar, ni el rojo de la sangre. Es el rico y radiante rojo de la rosa, sin más. Y mi alma se ha embriagado con el olor de la rosa. Cuanto más lograba concentrarme en la rosa, estas paredes cilíndricas que me envuelven parecieron esfumarse y me sentí inmerso en la textura de una rosa, en el color de una rosa, en la esencia de una rosa.

¿Escribiré que al séptimo día de concentración, cuando desde la ventana observé que el sol se levantaba sobre el mar sentí el imperio de mi consciencia? ¿Escribiré que me levanté de mi asiento, bajé la escalera, abrí la pesada puerta de hierro de la base del faro y salí a sentir la espuma de las olas en mis pies? ¿Escribiré que estuve a punto de caer al agua, que hube de asirme con fuerza?

¿Escribiré que cuando volví de nuevo aquí arriba lo hice con mi preciado trofeo, lo que quiere decir que a doscientas millas de puerto, donde sólo hay agua, me hice con una rosa fresca y hermosa?

28 de enero. ¡No se marchita! La tengo constantemente en un vaso, sobre la mesa, y luce tan esplendorosa que parece de ensueño. Es real, tan real como los aullidos lastimeros del pobre Neptuno, que parece intuir algo extraño. Pero sus ladridos frenéticos no me molestan; nada me molesta ya; ahora estoy en posesión de un poder más grande que la tierra, que el espacio y el tiempo. Y usaré ese poder de la manera más conveniente para mis intereses. Aquí, en mi torre, me he convertido en un filósofo: he aprendido bien la lección y sé que no aspiro a la fama, que no deseo la salud, que no quiero la admiración social. Todo lo que necesito es… compañía.

Al fin, con el poder derivado de mi autocontrol, la tendré. Pronto, muy pronto. No estaré solo por mucho tiempo.

30 de enero. Tormenta otra vez pero no le presto atención; tampoco se la presto a los aullidos de Neptuno, aunque el pobre animal se golpea literalmente contra la puerta de la despensa donde lo tengo encerrado. Se podría pensar que sus esfuerzos por abrir la puerta se deben a un sentido de la responsabilidad, a su convicción de que debe guardar el faro, pero no. Para mí que son la consecuencia del ventarrón del norte. No le presto atención, como he dicho, pero me parece que esta tormenta supera en intensidad a la anterior ya referida.

Pero eso tampoco tiene importancia. Ni que la luz del faro parezca a punto de extinguirse, como si el viento penetrase los muros, como si la violencia del mar fuera a derribarlos en cualquier momento, como si el cielo se cerniera sobre la tierra con su descomunal boca negra abierta para devorarme.

Soy consciente de todo eso, pero no me turba; tengo una importante tarea en la que concentrarme. Haré ahora una pausa, para comer algo y tomar resuello, y volveré de nuevo a este Diario para dar cuenta de los progresos hechos, los cuales habrán de llevarme pronto, no ya a una resolución, sino a la meta.

Durante los últimos siete días he conseguido someter mis facultades a mis deseos, concentrándome en el fin último de hacerme con la compañía que preciso.

Una compañía —lo adelanto ya— que no será sino la de una mujer. Una mujer única, una mujer capaz de superar las limitaciones propias al común de los mortales. Será una mujer preciosa, elegante, de ensueño; una mujer capaz de colmar mis deseos, y capaz también de colmarme de delicias, más allá de los límites de la carne.

Es la mujer con la que siempre he soñado, la única a la que he buscado, aunque en vano, en eso que en mi ignorancia tomé por el mundo real. Creo, sin embargo, que la conozco, que la conocí siempre, que mi alma siempre se vio henchida por su presencia. La puedo ver perfectamente; sé bien cómo es su cabello, más precioso que el oro; sé cómo son sus cejas, una mezcla de marfil y de alabastro; sé de la exquisitez de su rostro y de la delicadeza de sus formas. Está bien grabada en mi consciencia. DeGrät se limitaría a decir que no es más que el recuerdo de un sueño… Pero DeGrät no ha visto la rosa.

La rosa —he evitado hablar de ella hasta ahora— ha desaparecido. La rosa que puse ante mí, en mi mesa, cuando inicié este esfuerzo de voluntad. Pero no lo lamento. Debo concentrarme ahora en la consecución de la compañía a la que aspiro.

Pasan las horas y sigue la tormenta, el sonido brutal de las olas me rodea. Contemplo el mar y vuelvo a concentrarme en el vaso que hay en mi mesa. Y veo de nuevo crecer la rosa en su tallo, pero no hay en ella rastro de la belleza ni de la vida que tuvo antes en su tallo verde. Es ahora una rosa marchita, detestable, putrefacta. La arrojo lejos de mí, pero tras hacerlo no puedo evitar un presentimiento. ¿Y si me estoy traicionando? ¿Acaso sólo ha sido una rosa podrida, poco menos que un hierbajo, lo que he arrojado al océano? ¿Y si hubiera sido sólo un hierbajo, realmente, al que mis pensamientos concedieron los atributos de una rosa? ¿Cualquier cosa que saque de las profundidades, del mar o de la consciencia, será verdadera, será real?

La adorada imagen de la mujer a la que aspiro como compañera me saca de estas enfebrecidas especulaciones. Me siento de nuevo a salvo. Era una rosa; quizá fueron mis pensamientos los que la crearon, pero también puede que se marchitara hasta ser sólo un hierbajo cuando mis pensamientos se dispersaron y me concentré en otras cosas. Cuando tenga la compañía que anhelo no me pasará, no necesitaré concentrarme en cualquier otra cosa. Esa mujer será el recipiente de cuanto posee mi mente, de cuanto posee mi corazón, de cuanto posee mi alma. Nunca le faltará el amor, el sentimiento, todo lo que precise para preservarse. Así que no hay nada que temer… Nada que temer.

Dejo de nuevo mi pluma a un lado y vuelvo a la tarea, a la gran tarea de la creación, si se prefiere decirlo así… El miedo, que admito, a la soledad, me da la fuerza que necesito para adentrarme en territorios insondables, para producirme en esfuerzos inimaginables. Ella, y nada más que ella, me salvará, tiene que salvarme, deberá salvarme… La puedo ver ya, nimbada por su cabello de oro, y mi consciencia se concentra en llamarla, en clamar para que se me aparezca radiante, real. Estoy seguro de que existe en algún lugar, más allá de las tormentas y de los mares, lo sé… Y no importa dónde se encuentre porque le llegará mi llamada y me responderá.

31 de enero. Sentí el aldabonazo en mitad de la noche. Me levanté llevado de una especie de compulsión sonambúlica, como si emergiera de mi propio interior como un relámpago, y bajé la escalera.

El candil que llevaba me temblaba en las manos; tremolaba su luz en el aire mientras mis pasos apresurados en la escalera levantaban un sonido que retumbaba como un trueno. El sonido de las olas al estrellarse contra el faro parecía sumirme en el centro de un remolino de agua y se imponía a los aullidos del pobre Neptuno, que oí al pasar ante la puerta tras la que estaba encerrado. Neptuno persistía en su afán de abrir la puerta como fuese para quedar libre de su encierro, pero no le presté mayor atención, seguí bajando la escalera hasta la puerta de hierro que daba entrada al faro.

Para abrirla hay que utilizar las dos manos, por lo que dejé el candil en el suelo. Abrir esa puerta requiere de una fuerza de la que carezco, pero me empleé a fondo, cuidando de que no entrase el agua. Una de aquellas olas podría inundar el faro. O estrellarme.

Pero prevaleció mi consciencia, lo que quiere decir mi concentración, e hice toda la maniobra sin problemas. Abrí para que no estuviese desamparada ante la puerta de hierro, con la urgencia del enamorado que desea echarse cuanto antes en los brazos de su amada.

La puerta se abrió un poco, chirriante y pesada, y me golpeó la tormenta. Un monstruo de boca negra y oleaje de colmillos. El mar y el cielo parecían unidos para atacarme y por un momento me vi inmerso en su caos. El restallido de los relámpagos revelaba la inmensidad de aquella pesadilla ineludible.

Pero entonces la vi, revelada también por un relámpago. Ella, a la que tanto esperaba.

No me hizo falta la luz del candil para apreciarla; su rubia gloria iluminaba cuanto la rodeaba, pálida y temblorosa, una diosa que hubiera emergido desde lo más hondo del mar.

¿Una alucinación, una visión, una aparición? Mis dedos temblorosos buscaron, y hallaron, la respuesta. Su carne era real, fría como las aguas heladas a través de las cuales había llegado hasta mí. Pero también palpitante. Pensé en la tormenta, en barcos hundidos y en náufragos; pensé en la maravilla de aquella linda muchacha que a pesar de la tormenta había llegado incólume hasta el faro. Pensé en mil explicaciones que dar a un hecho tan venturoso, en mil milagros, en un centón de razones que explicaran su presencia más allá de lo racional. Pero sólo una cosa era material: mi compañera estaba allí y no podía hacer otra cosa que tomarla en mis brazos.

No hizo falta decir una sola palabra, no hacían falta las palabras en aquel infierno, no eran necesarias las palabras pues bastaba con su sonrisa. Sus labios pálidos me sonrieron apenas le ofrecí mis brazos y corrió a refugiarse en ellos. Vi sus dientes como los de un tiburón, a través de su sonrisa. Sus ojos, que tenían la calidad que les es propia a los de los peces, estaban entornados. Cuando le ofrecí mis brazos me ciñó entre los suyos, fríos como las propias aguas de las que había emergido, fríos como la tormenta, fríos como la muerte.

En un momento que me atrevo a decir monstruoso, supe con certeza ineludible que el poder de mi voluntad había demostrado su excelencia, que la llamada hecha por mi consciencia había sido atendida. Sólo que la respuesta no venía de la vida, pues nada vivía en la tormenta. Había hecho correr sobre las aguas mi deseo, la fuerza de mi voluntad, mi petición de compañía, pero la voluntad penetra en todas las dimensiones y mi llamada recibió respuesta desde la profundidad del mar. Sí, ella venía de lo más hondo, de donde sueña la muerte, y mi obligación no era otra que la de vestirla y darle calor con la hórrida vida. La vida que da una sed que debe ser satisfecha…

Creo que grité, pero la verdad es que no oí nada. Tampoco oí los ladridos de Neptuno, que había logrado escapar al fin de su prisión para correr escalera abajo y abalanzarse contra aquella criatura salida del mar.

La forma de mi perro se impuso a la suya y se oscureció mi visión; en un instante se perdió entre las aguas del mar que poco antes me la habían traído. Entonces, y sólo entonces, tuve una leve sensación de movimiento, capté algo de la conmoción en que mi consciencia se hallaba sumida. Los relámpagos iluminaban mi alma inexorablemente para desvelarme la blasfemia que había supuesto la fuerza de mi voluntad. La rosa se había marchitado…

Marchita la rosa, devino en un hierbajo. La rubia belleza se había esfumado y en su lugar vi la ahumada obscenidad hinchada de una cosa muerta y enterrada que había salido del légamo y al légamo volvía.

Un momento más y una nueva ola arrasaría aquello para llevárselo a lo más hondo y oscuro. Un momento más y se cerraría la puerta. Un momento más y me vería subiendo la escalera de hierro con Neptuno tras de mí. Un momento más y estaría de nuevo a salvo en mi santuario.

¿A salvo? No había salvación posible para mí en todo el universo. No había salvación posible para una voluntad que, como la mía, había creado aquel horror. No hay salvación posible aquí donde la ira de las olas crece a cada instante, donde la furia del mar y de las criaturas que lo habitan se produce en un crescendo inevitable.

Loco o sano, eso no importa, el final sería el mismo. Ahora sé bien que el faro puede caer en cualquier momento, puede ser engullido por las olas. Yo ya estoy destrozado, caeré con el faro.

Apenas me queda tiempo para concluir estas notas apresuradas, ponerlas a salvo en un recipiente cilíndrico y atarlo al collar de Neptuno. El perro podrá nadar hasta ponerse a salvo en alguna roca. Puede que un barco que pase frente a los restos del faro se detenga y busque algo en el agua… y así rescate a mi fiel y buen perro.

Ese barco, sin embargo, no me encontrará. Me dejaré ir al fondo del mar con el faro, hacia la oscura profundidad. Acaso —¿no resultará esto perversamente poético?

— encuentre allí a mi compañera eterna. Acaso…

El faro ya no tiene un agarre firme. El faro, en su oscilación, sacude latigazos en mi cabeza mientras oigo el rugido del agua que se apresta al asalto final. Ahí viene, sí, ahí viene una ola, la que me llevará al fondo del mar. Una ola más grande que el faro, una ola que llega al cielo, que lo abarca todo…

Silencio

De Edgar Allan Poe

Fábula: Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos y las grutas están en silencio.
(ALCMAN 160 (1O), 6461)

-Escúchame - dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.


Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.


Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.


Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.


Y de improviso se levantó la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz habla caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no puede descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACION.


Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.


Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.


Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.


Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.


Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado.

Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron, y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.


Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.


Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de- los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara.


El valle intranquilo


Hubo un tiempo en que el valle sonreía,
silencioso, aunque nadie allí vivía;
su gente había marchado hacia la guerra
confiando el cuidado de esa sierra,
por la noche, a la mirada fiel
de las estrellas desde su azul cuartel
y de día, a los rojos resplandores
del sol que dormitaba entre las flores.
Mas ahora para todo visitante
el valle triste es inquieto e inquietante.
Nada allí se detiene un solo instante...
nada salvo el aire que se cierne
sobre la soledad mágica y perenne.
¡Ah, ningún viento agita los ramajes
que palpitan como el glacial oleaje
en torno a las Hébridas salvajes!
¡Ah, ningún viento empuja el furtivo
manto de nubes que, sin respiro,
surcan durante el día el cielo esquivo
sobre las violetas allí esparcidas
como ojos humanos de mil medidas...!
sobre las ondeantes azucenas
que lloran junto a las tumbas ajenas!
Ondean: y en sus pétalos más tiernos
se juntan gotas de rocío sempiterno.
Lloran: y por sus tallos claudicantes
bajan perennes lágrimas como diamantes.

PAIS DE HADAS

VALLES de sombra y aguas apagadas
y bosques como nubes,
que ocultan su contorno
en un fluir de lágrimas.
Allí crecen y menguan unas enormes lunas,
una vez y otra vez, a cada instante,
en canto que la noche se desliza,
y avanzan siempre, inquietas,
y apagan el temblor de los luceros
con el aliento de su rostro blanco.
Cuando el reloj lunar señala medianoche,
una luna más fina y transparente
desciende, poco a poco,
con el centro en la cumbre
de una sierra elevada,
y de su vasto disco
se deslizan los velos dulcemente
sobre aldeas y estancias,
por doquier; sobre extrañas
florestas, sobre el mar
y sobre los espíritus que vuelan
y las cosas dormidas:
y todo lo sepultan
en un gran laberinto luminoso.
¡Ah, entonces! ¡Qué profunda
es la pasión que ponen en su sueño!
Despiertan con el día,
y sus lienzos de luna
se ciernen ya en el cielo,
con inquietas borrascas,
y a todo se parecen: más que nada
semejan un albatros amarillo.
Y aquella luna no les sirve nunca
para lo mismo: en tienda
se trocará otra vez, extravagante.
Pero ya sus pedazos pequeñitos
se tornan leve lluvia,
y aquellas mariposas de la Tierra
que vuelan, afanosas del celaje,
y bajan nuevamente,
sin contentarse nunca,
nos traen una muestra,
prendida de sus alas temblorosas.

El corazón delator

De Edgar Allan Poe




¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.



Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.



Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.



Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.



Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:



-¿Quién está ahí?



Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.



Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.



Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.



Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.



Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.



¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.



Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.



Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.



Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!



Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?



Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.



Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.



Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.



Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!



-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!



FIN

Tradicción de Julio Cortazar