No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El centinela

 de Arthur C. Clarke

La próxima vez que vean ustedes la luna llena brillar alta en el sur, examinen atentamente el borde derecho y dejen resbalar la mirada a lo largo de la curva del disco. Allá donde serían las dos si nuestro satélite fuera un reloj, observarán un minúsculo óvalo oscuro: cualquiera que posea una vista normal puede descubrirlo. En una gran llanura rodeada de montañas, una de las más hermosas de la Luna, conocida con el nombre de Mare Crisium: el Mar de las Crisis. Casi quinientos kilómetros de diámetro, rodeada por un anillo de magníficas montañas, no había sido explorada nunca hasta que nosotros penetramos en ella a finales del verano de 1996.


Nuestra expedición había sido cuidadosamente planeada. Dos grandes cargos habían transportado nuestras provisiones y nuestro equipo desde la base lunar del Mare Serenitatis, a ochocientos kilómetros. Disponíamos además de tres pequeños cohetes destinados al transporte a cortas distancias en regiones en las que era imposible servirse de los vehículos de superficie. Afortunadamente, la mayor parte del Mare Crisium es llana. No existen allí esas enormes grietas tan frecuentes y tan peligrosas en otras partes, y los cráteres o elevaciones de una cierta altura son bastante raros. A primera vista, nuestros potentes tractores oruga no tendrían la menor dificultad en conducirnos hasta donde quisiéramos ir.


Yo era el geólogo, o selenólogo, si quieren ser ustedes pedantes, jefe del grupo destinado a la exploración de la zona sur del Mare. Habíamos recorrido un centenar y medio de kilómetros en una semana, bordeando los contrafuertes de las montañas que dominaban la playa de lo qué, muchos millones de años atrás, había sido un antiguo mar. Cuando la vida se había iniciado en la Tierra, aquel mar estaba ya moribundo. El agua retiraba de los flancos de aquellas maravillosas escolleras para fluir hacia el vacío corazón de la Luna.

Sobre el suelo que estábamos recorriendo, el océano que no conocía mareas había alcanzado en su tiempo una profundidad de ochocientos metros, y ahora la única huella de humedad que podía hallarse era la escarcha que descubrimos a veces en las profundidades de las cavernas, donde jamás penetra la luz del sol.


Habíamos comenzado nuestro viaje al despuntar el alba lunar, y nos quedaba aún casi una semana de tiempo terrestre antes de que la noche cayera de nuevo. Descendíamos de nuestros vehículos cinco o seis veces al día, vestidos con nuestros trajes espaciales, y nos dedicábamos a la búsqueda de minerales interesantes, o plantábamos señales indicadoras para guiar a futuros viajeros. Era una rutina monótona y carente de excitación. Podíamos vivir confortablemente al menos durante un mes en el interior de nuestros tractores presurizados, y si nos ocurría algún percance siempre nos quedaba la radio para pedir ayuda, tras lo cual no teníamos otra cosa que hacer más que aguardar la llegada de la nave que acudiría a rescatamos. 


Acabo de decir que la exploración lunar es una rutina carente de excitación, y no es cierto. Uno nunca se cansa de contemplar aquellas increíbles montañas, tan distintas de las suaves colinas de la Tierra. Al doblar un cabo o un promontorio, uno nunca sabía qué nuevos esplendores nos iban a ser revelados. Toda la parte meridional del Mare Crisium es un vasto delta donde, hace mucho tiempo, algunos desembarcaban en el océano, quizás alimentados por las torrenciales lluvias que habían erosionado las montañas durante el corto periodo de la era volcánica, cuando la Luna era aún joven. Cada uno de aquellos antiguos valles era una tentación, un desafío a trepar hasta las desconocidas mesetas que había más allá. Pero teníamos aún un centenar y medio de kilómetros que cubrir, y todo lo que podíamos hacer era contemplar con envidia aquellas cimas que otros escalarían.


A bordo del tractor vivíamos según el tiempo terrestre, y a las 22 horas exactamente enviábamos el último mensaje por radio a la Base y terminábamos nuestro trabajo. Afuera, las rocas seguían ardiendo bajo un sol casi vertical; para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos de nuevo, tras ocho horas de sueño. Entonces uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía un gran zumbido de afeitadoras eléctricas, y alguien conectaba la radio que nos unía a la Tierra. Realmente, cuando el olor de las salchichas cociéndose comenzaba a llenar la cabina, a uno le resultaba difícil creer que no habíamos regresado a nuestro planeta: Todo era tan normal, tan familiar, excepto la disminución de nuestro peso y la lentitud con que caían todos los objetos.


Era mi turno de preparar el desayuno en el ángulo de la cabina principal que servía como cocina. Pese a los años transcurridos, recuerdo con extrema claridad aquel momento, porque la radio acababa de transmitir una de mis canciones preferidas, la vieja tonada gala David de las Rocas Blancas. Nuestro conductor estaba ya fuera, embutido en su traje espacial, inspeccionando los vehículos oruga. Mi asistente, Louis Garnett, en la cabina de control, escribía algo relativo al trabajo del día anterior en el diario de a bordo.


Como cualquier ama de casa terrestre mientras esperaba a que las salchichas se cocieran en la sartén dejé que mi mirada vagase sobre las montañosas paredes que cercaban el horizonte por la parte sur, prolongándose hasta perderse de vista por el este y por el oeste. Parecían no estar a más de tres kilómetros del tractor, pero sabía que la más próxima estaba a treinta kilómetros. En la Luna, por supuesto, las imágenes no pierden nitidez con la distancia, no hay ninguna atmósfera que atenúe, difumine o incluso transfigure los objetos lejanos, como ocurre en la Tierra.


Aquellas montañas se elevaban hasta tres mil metros, surgiendo abruptas de la llanura como si alguna erupción subterránea las hubiera hecho emerger a través de la corteza en fusión.

No se podía ver la base ni siquiera de la más próxima, debido a la acusada curvatura de la superficie, ya que la Luna es un mundo muy pequeño y el horizonte no estaba a más de tres kilómetros del lugar donde yo me hallaba.


Levanté los ojos hacia los picos que ningún hombre había escalado nunca, aquellos picos que, antes del nacimiento de la vida sobre la Tierra, habían contemplado cómo se retiraba el océano, llevándose hacia su tumba la esperanza y las promesas de un mundo. El sol golpeaba los farallones con un resplandor que cegaba los ojos, mientras que, un poco más arriba, las estrellas brillaban fijas en un cielo más negro que la más oscura medianoche de invierno en la Tierra.


Iba a girarme, cuando mi mirada fue atraída por un destello metálico casi en la cima de uno de los grandes promontorios que avanzaba hacia el mar, cincuenta kilómetros al oeste. Era un punto de luz pequeñísimo carente de dimensiones, como si una estrella hubiera sido arrancada del cielo por alguno de aquellos crueles picos, e imaginé que una roca excepcionalmente lisa captaba la luz del sol y me la reflejaba directamente a los ojos. Era algo que sucedía a menudo. Cuando la Luna entra en el segundo cuarto, los observadores de la Tierra pueden ver a veces las grandes cadenas montañosas del Oceanus Procellarum, el Océano de las Tormentas, arder con una iridiscencia blancoazulada debida al reflejo del sol en sus laderas. Pero sentía la curiosidad de saber qué tipo de roca podía brillar allá arriba con tanta intensidad, de modo que subí a la torreta de observación y orienté nuestro telescopio hacia el oeste.


Lo que vi fue suficiente para despertar mi interés. Los picos montañosos, claros y nítidos en mi campo de visión, parecían no estar a más de ochocientos metros de distancia, pero el objeto que reflejaba la luz del sol era aún demasiado pequeño para poder ser identificado.

Sin embargo, aunque no pudiera distinguirlo claramente, sí podía darme cuenta de que estaba provisto de una cierta simetría, y la base sobre la que se hallaba parecía extrañamente plana. Estuve observando durante un buen rato aquel brillante enigma, aguzando mi vista en el espacio, hasta que un olor a quemado proveniente de la cocina me informó que las salchichas del desayuno habían hecho un viaje de casi cuatrocientos mil kilómetros para nada.


Mientras avanzábamos a través del Mare Crisium, aquella mañana, con las montañas irguiéndose a occidente, discutimos sobre el caso, y continuamos discutiendo a través de la radio cuando salimos a realizar nuestras prospecciones. Mis compañeros sostenían que había sido probado sin la menor sombra de duda que jamás había existido ninguna forma de vida inteligente en la Luna. Las únicas cosas vivas que habían llegado a existir eran algunas plantas primitivas, y sus antecesoras, tan sólo un poco menos degeneradas. Esto lo sabía yo tan bien como todos, pero hay ocasiones en las que un científico no debe temer al ridículo.


—Escuchad —dije firmemente—, quiero subir hasta allí arriba, aunque sólo sea para tranquilizar mi conciencia. Esta montaña tiene menos de cuatro mil metros, lo que equivale a setecientos con gravedad terrestre, y puedo hacérmela en una veintena de horas. Siempre he deseado escalar una de esas colinas, y aquí tengo un buen pretexto para hacerlo.

—Si no te partes el cuello —dijo Garnett—, vas a ser el hazmerreír de la expedición cuando regresemos a la Base. De ahora en adelante, esta montaña se llamará seguramente la  Locura de Wilson.

—No me partiré el cuello —dije con firmeza—. ¿Quién fue el primero que escaló Pico y Helicon?

—¿Pero no eras un poco más joven por aquel entonces? —preguntó suavemente Louis.

—Una razón de más para ir —dije muy dignamente.

Aquella noche nos acostamos pronto, tras conducir el tractor hasta unos quinientos metros del promontorio. Garnett vendría conmigo al día siguiente; era un buen escalador y había participado conmigo en otras expediciones semejantes. Nuestro conductor se sintió muy feliz de quedarse guardando el vehículo.


A primera vista, aquellas paredes parecían prácticamente inescalables, pero cualquiera que tuviera un poco de experiencia sabía que la escalada no presenta serias dificultades en un mundo donde el peso queda reducido a una sexta parte. El auténtico peligro del alpinismo lunar reside en el exceso de confianza: una caída desde cien metros en la Luna es tan mortal como una caída desde quince metros en la Tierra.


Hicimos nuestro primer alto en una cornisa a unos mil quinientos metros de la llanura. La escalada no había sido difícil, pero el esfuerzo al que no estaba acostumbrado había envarado mis miembros, y me sentía feliz de poder descansar un poco. Visto desde allí, el tractor parecía un minúsculo insecto metálico al pie de la pared. Por radio comunicamos nuestro avance al conductor antes de proseguir la escalada.


Dentro de nuestros trajes la temperatura era agradablemente fresca, puesto que el sistema de refrigeración anulaba los efectos del ardiente sol y eliminaba al exterior los desechos de nuestra transpiración. Hablábamos raramente, salvo que debiéramos intercambiar instrucciones o discutir acerca del mejor camino a seguir. No sabía lo que estaría pensando Garnett, seguramente que era la empresa más absurda en la que se había embarcado. Yo no podía dejar de darle la razón, al menos en parte, pero el placer de la escalada, la seguridad de que nunca ningún hombre había llegado antes hasta allí, y la exaltante visión del paisaje, eran para mí una recompensa suficiente.


No recuerdo haber experimentado ninguna excitación especial al hallarnos ante la pared rocosa que había examinado a través del telescopio el día antes, desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se extendía hasta una veintena de metros por encima de nosotros y allá, en aquella explanada, se hallaba el objeto que me había atraído a través de toda aquella extensión desértica. Casi con toda seguridad no era más que un bloque de roca nacido en alguna época pasada a consecuencia del impacto de un meteorito, con los planos de estratificación pulidos y brillantes aún en la inmovilidad eterna e inmutable.


La roca no tenía apoyos, de modo que tuvimos que usar un garfio. Mis cansados brazos parecieron recuperar una nueva fuerza cuando lancé el anda de tres puntas haciéndola girar sobre mi cabeza. La primera vez falló su presa, y cayó lentamente cuando tironeamos de ella para comprobar su solidez. Al tercer intento las púas se sujetaron sólidamente, y ni siquiera el peso combinado de nuestros dos cuerpos consiguió moverla.


Garnett me lanzó una ansiosa mirada. Hubiera podido decirle que deseaba subir yo primero, pero me limité a sonreír a través del cristal del casco y agité la cabeza. Luego, lentamente, sin prisas, inicié el último tramo de la ascensión.


Aún enfundado en el traje espacial, pesaba tan sólo veinte kilos, por lo que subí a pulso, sin enroscar la cuerda entre mis piernas ni ayudarme con los pies contra la pared. Cuando alcancé el borde me detuve un instante para saludar con la mano a mi compañero, luego di el último tirón, me icé de pie sobre la plataforma, y contemplé lo que había ante mí.


Hasta aquel momento estaba casi convencido de que no iba a descubrir nada extraño o insólito allí. Casi, pero no completamente, y era esa torturante duda la que me había empujado hasta allí. Bueno, la duda había sido disipada, pero la tortura apenas acababa de empezar.


Me encontraba en una explanada de unos treinta metros de profundidad. En alguna ocasión había sido lisa, demasiado lisa para ser natural, pero los impactos de los meteoritos habían mordido y cribado su superficie a través de incontables eones. Y había sido nivelada para poder sostener una estructura translúcida, burdamente piramidal, de dos veces la altura de un hombre, encajada en la roca como una gigantesca gema facetada.


Probablemente no experimenté ninguna sensación durante los primeros segundos. Luego, inexplicablemente, sentí una extraña alegría. Porque yo amaba la Luna, y ahora sabía que el musgo que trepaba en Aristarco y Eratóstenes no era la única forma de vida que había producido cuando era joven. Los antiguos y desacreditados sueños de los primeros exploradores eran ciertos. Después de todo había existido una civilización lunar, y yo había sido el primero en descubrirla. El hecho de haber llegado con un millón de años de retraso no me preocupaba; tenía bastante con haber llegado.


Mi cerebro comenzaba a funcionar de nuevo normalmente, analizando, planteando preguntas. ¿Qué era aquella construcción? ¿Un santuario... o alguna otra cosa que en mi lengua no tenía nombre? Si era una construcción habitable, ¿por qué la habían edificado en aquel lugar casi inaccesible? Me pregunté si se trataría de un templo, e imaginé ver a los adeptos de alguna extraña región invocando a sus divinidades para que les salvaran la vida mientras la Luna declinaba con la muerte de sus océanos.


Avancé unos pasos para examinar más de cerca el objeto, pero la cautela me impidió acercarme demasiado. Entendía un poco de arqueología, e intenté establecer el nivel de la civilización que había aplanado aquella montaña y erigido aquellas superficies resplandecientes que me cegaban aún.


Pensé que los egipcios hubieran estado en condiciones de erigir una construcción como aquélla, siempre que sus operarios dispusieran del extraño material que aquellos arquitectos aún más antiguos habían utilizado. Debido a que el objeto era relativamente pequeño, no se me ocurrió pensar que probablemente estaba examinando el producto de una raza más avanzada que la nuestra. La idea de que en la Luna hubieran existido seres inteligentes era ya bastante difícil de asimilar, y mi orgullo se negaba a dar el último y más humillante paso.


Y luego observé algo que hizo que los cabellos se me erizaran en la nuca, algo tan trivial e inocuo que quizá cualquier otro nunca lo hubiera visto. Ya he dicho que la explanada había sido torturada por la caída de los meteoritos, de tal modo que estaba recubierta de una espesa capa de polvo cósmico, ese polvo que se extiende como un manto por la superficie de todos los mundos en los que no existen vientos que puedan turbarlo. Sin embargo, tanto el polvo como las señales dejadas por los meteoritos terminaban bruscamente en el borde de un amplio círculo en el centro del cual se hallaba la pirámide, como si un muro invisible la protegiera de las inclemencias del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.


Sentí que alguien estaba gritando en mis auriculares, y finalmente me di cuenta de que Garnett me estaba llamando desde hacía rato. Avancé con paso vacilante hacia el borde de la explanada y le hice señas de que subiera, porque no me sentía muy seguro de ser capaz de hablar. Luego me giré de nuevo hacia el círculo en el polvo. Me incliné y tomé un fragmento de roca, y lo lancé, sin excesiva fuerza, hacia el brillante enigma. Si la piedra hubiera desaparecido al chocar contra aquella invisible barrera no me hubiera sorprendido, pero se limitó a caer al suelo, como si hubiera chocado contra una superficie curva.


Ahora sabía que el objeto que tenía ante mí no podía ser comparado con ninguna obra de mis antepasados. No era una construcción sino una máquina, que se protegía a sí misma a través de unas fuerzas que habían desafiado la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, seguían funcionando aún, y quizás yo me había acercado demasiado a ellas. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado en el transcurso del último siglo. Por lo que sabía, podía hallarme incluso condenado para siempre, como si hubiera penetrado en la atmósfera silenciosa y letal de una pila atómica no aislada.


Recuerdo que me giré hacia Garnett, que se había reunido conmigo y permanecía inmóvil a mi lado. Me pareció tan absorto que no quise molestarle, y me dirigí hacia el borde de la explanada esforzándome en ordenar de nuevo mis pensamientos. Allí, delante de mí, se extendía el Mare Crisium, extraño y fascinante para casi toda la humanidad, pero conocido y tranquilizador para mí. Levanté la mirada hacia la hoz de la Tierra que yacía en su cuna de estrellas, y me pregunté qué habían ocultado sus nubes cuando aquellos desconocidos constructores habían terminado su trabajo. ¿Era la humeante jungla del Carbonífero, la desierta orilla de los océanos sobre la que reptaban los primeros anfibios para conquistar la tierra firme..., o un período más anterior aún, el periodo de la soledad, antes de que la vida iniciara su desarrollo?


No me pregunten por qué no intuí antes la verdad, que ahora parece tan obvia. En la excitación del descubrimiento, me había convencido a mí mismo de que la aparición cristalina debía de haber sido construida por una raza que había vivido en el remoto pasado lunar, pero de pronto, con una terrible fuerza, me traspasó la certeza de que aquella raza era tan extranjera a la Luna como lo era yo.


En el transcurso de veinte años de exploraciones no habíamos hallado ningún otro rastro de vida a excepción de algunas plantas degeneradas. Ninguna civilización lunar, aún moribunda, podía dejar tan sólo una única prueba de su existencia.


Volví a mirar la resplandeciente pirámide, y me pareció más extraña que nunca a cualquier cosa perteneciente a la Luna. Y entonces, de golpe fue sacudido por un estallido de risa histérica, provocado por la excitación y por la excesiva fatiga. Porque me había parecido que la pirámide me dirigía la palabra y me decía: "Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí".


Hemos necesitado veinte años para conseguir romper aquel invisible escudo y alcanzar la máquina encerrada en aquellas paredes de cristal. Lo que no hemos podido comprender lo hemos destruido finalmente con la salvaje potencia de la energía atómica, y he podido ver los fragmentos de aquel hermoso y brillante objeto que descubriera allí, en la cima de la montaña.


No significaban absolutamente nada. Los mecanismos de la pirámide, suponiendo que lo sean, son fruto de una tecnología que se halla mucho más allá de nuestro horizonte, quizás una tecnología de fuerzas parafísicas.


El misterio continúa atormentándonos cada vez más, ahora que hemos alcanzado otros planetas y sabemos que sólo la Tierra ha sido cuna de vida inteligente en nuestro Sistema. Una civilización antiquísima y desconocida perteneciente a nuestro mundo no podría haberla construido, ya que el espesor del polvo meteórico en la explanada nos ha permitido calcular su edad. Aquel polvo comenzó a posarse antes de que la vida hiciera su aparición en la Tierra.


Cuando nuestro mundo alcanzó la mitad de su edad actual, algo que venía de las estrellas pasó a través del Sistema Solar, dejó aquella huella de su paso, y prosiguió su camino.

Hasta que nosotros la destruimos, aquella máquina cumplió su cometido. Y empiezo a intuir cuál era.


Alrededor de cien mil millones de estrellas giran en el círculo de la Vía Láctea, y, hace mucho tiempo, otras razas de los mundos pertenecientes a otros soles deben de haber alcanzado y superado el estadio en el que ahora nos hallamos nosotros. Piensen en una tal civilización, muy lejana en el tiempo, cuando la Creación era aún tibia, dueña de un universo tan joven que la vida había surgido tan sólo en una infinitésima parte de mundos. La soledad de aquel mundo es algo imposible de imaginar, la soledad de los dioses que miran a través del infinito y no hallan a nadie con quien compartir sus pensamientos.


Deben de haber explorado las galaxias como nosotros exploramos los mundos. Por todos lados había mundos, pero estaban vacíos, o a lo sumo poblados de cosas que se arrastraban y eran incapaces de pensar. Así debía de ser nuestra Tierra, con el humo de los volcanes ofuscando aún el cielo, cuando la primera nave de los pueblos del alba surgió de los abismos más allá de Plutón. Rebasó los planetas exteriores apresados por el hielo, sabiendo que la vida no podía formar parte de sus destinos. Alcanzó y se detuvo en los planetas interiores, que se calentaban al fuego del Sol, esperando a que comenzara su historia.


Aquellos exploradores deben de haber observado la Tierra, sobrevolando la estrecha franja entre los hielos y el fuego, llegando a la conclusión de que aquél debía de ser el hijo predilecto del Sol. Allí, en un remoto futuro, surgiría la inteligencia; pero ante ellos quedaban aún innumerables estrellas, y nunca regresarían por aquel mismo camino.


Así pues, dejaron un centinela, uno de los millones que deben de existir esparcidos por todo el universo, vigilando los mundos en los cuales vibra la promesa de la vida. Era un faro que, a través de todas las edades, señalaba pacientemente que aún nadie lo había descubierto.


Quizás ahora comprendan por qué la pirámide de cristal fue instalada en la Luna y no en la Tierra. A sus creadores no les importaban las razas que luchaban aún por salir del salvajismo. Nuestra civilización les podía interesar tan sólo si dábamos prueba de nuestra capacidad de supervivencia, lanzándonos al espacio y escapando así de la Tierra, nuestra cuna. Este es el desafío que, antes o después, se plantea a todas las razas inteligentes. Es un desafío doble, porque depende de la conquista de la energía atómica y de la decisiva elección entre la vida y la muerte.


Una vez superado este punto crítico, era tan sólo cuestión de tiempo que descubriéramos la pirámide, y la forzásemos para ver lo que había dentro. Ahora ya no emite ninguna señal, y aquellos encargados de su escucha deben de haber vuelto su atención hacia la Tierra.

Quizás acudan a ayudar a nuestra civilización, aún en su infancia. Pero deben de ser viejos, muy viejos, y a menudo los viejos son morbosamente celosos de los jóvenes.


Ahora ya no puedo mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de esas nebulosas estelares están acudiendo los emisarios. Si me permiten hacer una comparación bastante vulgar, hemos tirado del aparato de alarma, y ahora no podemos hacer otra cosa más que esperar.


No creo que tengamos que esperar mucho.

Informes sobre el planeta tres

De Arthur C. Clarke


El siguiente documento, que la comisión Arqueológica Interplanetaria acaba de descifrar, es uno de los más importantes descubiertos en Marte, y arroja mucha luz sobre el conocimiento científico y los procesos mentales de nuestros vecinos desaparecidos. Data de la última Era de Uranio (la Era final) de la civilización marciana, habiendo sido escrito poco más de mil años antes de Cristo.

La traducción puede considerarse bastante exacta, aunque se señalan fragmentos como simples conjeturas. Donde ha sido necesario, los términos y las unidades Marcianas se han sustituido por sus equivalentes terrestres para facilitar la comprensión. -El traductor.

El reciente acercamiento del planeta Tierra ha hecho revivir las especulaciones acerca de la posibilidad de que exista vida sobre el astro que es nuestro vecino más próximo en el espacio. Esta cuestión ha sido debatida durante siglos sin resultados concluyentes. En los últimos años, no obstante, el desarrollo de nuevos instrumentos astrológicos nos ha proporcionado una información mucho más precisa acerca de los otros planetas. Aunque todavía no podemos confirmar o negar la existencia de vida terrestre, hoy día poseemos un conocimiento mucho más exacto dc las condiciones existentes en la Tierra, y podemos apoyar nuestra discusión sobre firmes fundamentos científicos.

Una de las cosas que más nos atormentan de la Tierra es que no podemos verla cuando más cerca la tenemos, porque entonces se encuentra entre nosotros y el Sol nos presenta su cara oscura. Hasta que no abandona esa posición y se encuentra a millones dc kilómetros de nosotros, nos resulta totalmente imposible ver algo de su superficie iluminada. Entonces aparece sobre el telescopio en su luminoso cuarto creciente, con su singular luna gigante colgando junto a ella. El contraste entre el color de los dos astros es sorprendente: la Luna es de un color plateado puro y la Tierra es de un verde azulado enfermizo. (La fuerza exacta del adjetivo es incierta; en realidad ese adjetivo, es insatisfactorio. Como alternativa se han sugerido los términos 'horrible' y 'virulento'.- El traductor.)

Cuando 'la Tierra gira alrededor de su eje - su día es media hora más corto que el nuestro - surgen de la oscuridad distintas áreas del planeta y aparecen en la zona iluminada. Mediante observaciones sucesivas durante algunas semanas, pueden construirse mapas de toda la superficie. Tales mapas han revelado el hecho asombroso de que más de dos tercios de superficie del planeta están cubiertos de líquido.

A pesar de la violenta controversia, que se produjo durante varios siglos, relativa a este asunto, ya no existe duda alguna de que ese líquido es agua. Aunque hoy día resulta raro encontrar agua en Marte, tenemos evidencias de que, en un pasado remoto, gran parte de nuestro planeta estaba sumergido bajo vastas cantidades de ese peculiar compuesto; asimismo, resulta claro que la Tierra se halla en un estado de su evolución que corresponde al nuestro de hace varios billones de años. No podemos decir con exactitud qué profundidad tienen los océanos terrestres - para, darles un nombre científico -, pero algunos astrónomos estiman que supera los trescientos metros.

El planeta, tiene también una atmósfera mucho más abundante que la nuestra; los cálculos indican que al menos es diez veces más densa. Hasta hace muy poco, no teníamos medios para determinar la composición de la atmósfera, pero el espectroscopio ha resuelto el problema permitiendo descubrir datos sorprendentes. La espesa capa gaseosa que envuelve la Tierra contiene grandes cantidades del elemento llamado oxígeno, tóxico y muy reactivo, del cual apenas existen restos en nuestro aire. En la atmósfera de la Tierra hay cantidades considerables de nitrógeno y vapor de agua que forman espesas nubes, que a menudo permanecen durante muchos días oscureciendo amplias áreas del planeta.

La Tierra tiene una temperatura considerablemente más elevada que nuestro mundo, y ello se debe a que está un 25 % más cerca del Sol que Marte. Las lecturas tomadas por termopares acoplados a nuestros telescopios de mayor alcance revelan temperaturas intolerables en su ecuador; no obstante, en latitudes alejadas de esa zona, las condiciones climáticas son mucho menos extremas, y la presencia de extensos casquetes de hielo en ambos polos indica que allí las temperaturas son bastante confortables. Esos casquetes de hielo polares nunca se funden por completo, al contrario de los nuestros, que funden en verano. Ello indica que deben tener un grosor enorme.

Puesto que la Tierra es un planeta mayor que Marte (tiene el doble de diámetro), su gravedad es notablemente más fuerte. De hecho, no es menos de tres veces mayor; por consiguiente, un hombre de 85 kilos pesaría un cuarto de tonelada en la Tierra. Un índice tan alto de gravedad debe tener muchas e importantes consecuencias, aunque no podarnos preverlas todas. No es posible que existan formas de vida voluminosas, pues serian aplastadas por su propio peso. No obstante, resulta un tanto paradójico que la Tierra tenga montañas mucho más altas de cuantas existen en. Marte; probablemente sea ésta

una nueva prueba de que se trata de un planeta joven y primitivo, cuya orografía original todavía no ha sido erosionada.

Considerando esos hechos probados, podemos pasar a sopesar las posibilidades de vida en la Tierra. En principio hay que decir que parecen escasas; sin embargo, dejémonos de prejuicios y preparémonos a aceptar incluso las posibilidades más inauditas, siempre y cuando no contradigan las leyes científicas.

La primera gran objeción a la vida terrestre - que muchos expertos consideran concluyente - es la atmósfera intensamente tóxica. La presencia de esas inmensas cantidades de oxígeno gaseoso plantea un grave problema científico, que estamos lejos, de resolver. El oxígeno es tan reactivo que no puede existir normalmente en estado libre; en nuestro propio planeta, por ejemplo, está combinado con hierro para formar los hermosos desiertos rojos que cubren tanta superficie de nuestro mundo. La ausencia de esas áreas es lo que da a la Tierra su desagradable color verdoso.

En la Tierra se debe de estar produciendo algún proceso desconocido, pues 'que se liberan cantidades inmensas de ese gas. Algunos escritores especulativos han sugerido que las formas de vida terrestres pueden, en la actualidad liberar oxígeno durante el curso de su metabolismo. Antes de desechar esta idea cómo demasiado fantástica debemos considerar que varias formas primitivas, ya .extinguidas, de la vegetación marciana hacían exactamente lo mismo. De todos modos, es muy difícil creer que en la Tierra existan plantas de este tipo en la enorme e inconcebible cantidad que sería necesaria para producir tanto oxígeno puro. (Nosotros sabemos más cosas, naturalmente. Todo el oxígeno de la Tierra es un producto de la vegetación; la atmósfera original de nuestro planeta, como la de Marte en la actualidad, era de oxígeno puro. - El traductor.)

Incluso suponiendo que existen criaturas en la Tierra, y que esas criaturas pueden sobrevivir en una atmósfera tan tóxica y tan químicamente reactiva, la presencia de esas enormes cantidades de oxígeno comporta dos efectos más. El primero es bastante sutil, y ha sido recientemente descubierto en un trabajo de investigación teórica, que las observaciones han confirmado en su totalidad.

Sucede que a gran altura de la atmósfera de la Tierra - de treinta a cuarenta y cinco kilómetros -, el oxígeno forma un gas conocido con el nombre de ozono, que contiene tres átomos de oxígeno, mientras que su molécula normal es de dos. Este gas, aunque existe en muy pequeñas cantidades bastante lejos del suelo terrestre, tiene un efecto de importancia capital sobre las condiciones del planeta. Bloquea casi por completo los rayos ultravioletas del Sol, impidiéndoles alcanzar la superficie de la Tierra.

Este solo hecho impediría la existencia sobre la Tierra de las formas de vida que nosotros conocemos. Los rayos ultravioletas que emite el Sol y que alcanzan la superficie de Marte prácticamente intactos, son esenciales para nuestro bienestar y transmiten a nuestros cuerpos gran parte de su energía. Aunque pudiéramos resistir la corrosiva atmósfera de la Tierra, pronto pereceríamos debido a esa carencia de radiación vital.

El otro, resultado de la alta concentración de oxigeno es todavía más catastrófico. Acarrea un fenómeno terrible, que afortunadamente sólo se conoce en el laboratorio, y que los científicos han bautizado como "fuego".

Muchas sustancias normales, cuando se sumergen en una atmósfera como la de la Tierra y se calientan a temperaturas muy modestas, inician una violenta y continuada reacción química que no cesa hasta que se han consumido totalmente. Durante el proceso se generan cantidades intolerables de luz y de calor, junto con nubes de gases nocivos. Quienes han presenciado este fenómeno bajo condiciones de control de laboratorio lo describen como algo que inspira pavor; es realmente una suerte que nunca pueda ocurrir en Marte.

Y eso debe ser bastante común en la Tierra, por lo que no es posible que exista ninguna forma de vida. La observación de la cara oscura de la Tierra ha revelado en repetidas ocasiones la presencia de áreas brillantes en las que el fuego avanza furioso; aunque algunos estudiosos optimistas del planeta han intentado explicar esos destellos como luces de ciudades, su teoría hay que desecharla. Las regiones incandescentes son demasiado variables; salvo raras excepciones tienen una vida corta y no están fijas en un lugar preciso. (Estas observaciones se debían sin duda a los incendios forestales y a los volcanes, estos últimos desconocidos en Marte. Es una trágica ironía de la fatalidad el que los astrónomos marcianos no hayan sobrevivido unos pocos miles de años más: hubieran visto las luces de las ciudades humanas. No hemos coincidido en el tiempo por menos de una "millonésima parte de la edad de nuestros planetas. - El traductor.)

Su atmósfera densa y húmeda, su alta gravedad y su proximidad al Sol hacen de la Tierra un mundo de violentos extremos climáticos. Se han venido observando tormentas de increíble intensidad que azotaban vastas áreas del planeta, algunas de ellas acompañadas de espectaculares descargas eléctricas, fácilmente detectables mediante los sensibles radioreceptores instalados aquí en Marte. Es difícil creer que ninguna forma de vida pueda resistir esas convulsiones naturales, de las que rara vez se ve completamente libre el planeta.

Aunque la diferencia de temperaturas entre el invierno y el verano terrestres no es tan grande como en nuestro mundo, ello sólo representa una mínima compensación de otras desventajas. En Marte todas las formas de vida móviles pueden escapar fácilmente del invierno mediante la migración. No hay mares ni montañas que les corten el camino; las pequeñas dimensiones de nuestro mundo -comparado con la Tierra- y la mayor duración del año convierten esos cambios de estación en algo sencillo, que sólo exige una velocidad media de quince kilómetros al dia. No tenemos; ninguna necesidad de soportar el invierno, y pocas son las criaturas marcianas que se hallen dispuestas a hacerlo.

En la Tierra tiene que ser muy distinto. El gran tamaño del planeta, sumado a la brevedad del año (que sólo dura seis de nuestros meses), indican que cualquier ser terrestre debería emigrar a una velocidad de cerca de setenta y cinco kilómetros al día para escapar de los rigores del invierno. E incluso pudiendo alcanzar esa velocidad (y la enorme fuerza de gravedad hace que ello sea inverosímil), las montañas y los océanos representarían barreras insuperables.

Algunos escritores de ciencia ficción han intentado superar esta dificultad sugiriendo que en la Tierra deben de haber evolucionado formas de vida capaces de desplazarse por el aire. Para apoyar tan descabellada idea, argumentan que la densa atmósfera haría relativamente fácil el volar; no obstante, olvidan el hecho de que la 'alta gravedad producirla exactamente el efecto contrario. La idea de animales voladores, aunque resulta muy atractiva, ningún biólogo competente puede tomarla en serio.

Más firme base tiene la teoría de que, si existe algún animal terrestre, debe de encontrarse en los extensos océanos que cubren tan gran parte del planeta. Se cree que la vida en nuestro propio planeta evolucionó originariamente en los antiguos mares marcianos; por tanto no hay nada de fantástico en esa idea. En los océanos, además, los animales de la Tierra no tendrían ya que luchar contra la gravedad de su planeta. Aunque nos resulta difícil imaginar criaturas que vivan en el agua, parece que los mares terráqueos pueden proporcionar un medio menos hostil que la tierra firme.

Muy recientemente esta interesante idea se ha visto reforzada por los trabajos de físicos y matemáticos. La Tierra, como es sabido por todos, sólo tiene una enorme luna, que constituye uno de los objetos más conspicuos del cielo. Es alrededor de doscientas veces mayor que nuestros dos satélites, y, aunque se encuentra a mucha mayor distancia, su atracción debe producir poderosos efectos sobre su planeta. En particular, lo que se conoce como "marcas" debe causar grandes movimientos en las aguas de los océanos terrestres, haciéndolos ascender y descender a muchos metros. El resultado es que todas las áreas de la Tierra lindantes con las aguas deben estar sujetas a dos inundaciones diarias; en tales condiciones es difícil creer que pueda existir criatura alguna ni en la tierra ni en el mar; puesto que ambos están en constante intercambio.

En resumen, nuestro vecino planeta Tierra es un mundo terrible de dureza y energías violentas, ciertamente no apto para ninguna de las formas de vida existentes hoy en Marte. Que pueda florecer algún tipo de vegetación bajo esa atmósfera lluviosa y ardiente, tormentosa y agitada, es bastante posible; de hecho, muchos de nuestros astrónomos dicen haber detectado cambios de color en ciertas áreas y lo atribuyen a variaciones de la vegetación debidas a cambios estacionales.

En lo referente a los animales, esto es pura especulación, pues todas las pruebas están contra su existencia. Si realmente existieran, habrían de ser extremadamente fuertes y macizos para resistir la alta gravedad, y probablemente deberían poseer varios pares de patas siendo sólo capaces de desplazarse lentamente. Sus pesados cuerpos deberían estar cubiertos por gruesos caparazones protectores para defenderlos de los múltiples peligros que les acecharían, como 4as tormentas, el fuego y la atmósfera corrosiva. En vista de estos hechos, la cuestión de vida inteligente en la Tierra hay que descartarla. Hemos de resignarnos a pensar que somos los únicos seres racionales del sistema solar.

Aquellos románticos que todavía esperan una respuesta más optimista, sepan que el Planeta Tres pronto nos habrá revelado todos sus secretos. Los trabajos rutinarios sobre Cohetes a propulsión han mostrado que es harto posible construir un aparato espacial capaz de salir de Marte y cruzar el golfo cósmico hacia nuestro misterioso vecino. Aunque su potente gravedad imposibilitaría un aterrizaje (excepto con vehículos robot controlados por radio), podríamos girar alrededor de la Tierra a poca altura y entonces observar cada detalle de su superficie desde poco más de una millonésima de nuestra distancia actual.

Ahora que, por fin, hemos conseguido liberar la ilimitada energía del núcleo atómico, pronto podremos emplear esa tremenda y nueva fuerza para salir de los límites de nuestro mundo familiar. La Tierra y su gigantesco satélite van a ser los primeros cuerpos celestes que nuestros exploradores inspeccionarán. Tras ellos...

(Desgraciadamente, el manuscrito termina aquí. El resto quedó carbonizado, según parece debido a la explosión termonuclear que destruyó la Biblioteca Imperial, junto con el resto de la Ciudad Oasis. Resulta una curiosa coincidencia que los misiles que acabaron con la civilización marciana fueran lanzados en un momento clásico de la historia de la humanidad. Sesenta y cinco millones de kilómetros más allá, con armas mucho menos avanzadas, los griegos asaltaban Troya. - El traductor.)