No espero lo probable, nada más lo inimaginable; un viaje a ninguna parte en un sitio conocido...

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El Faro

 

EL FARO

(The Light-House)

 

NOTA: este cuento se debe a una sugerencia hecha por el profesor T. O. Mabbot, el notable estudioso de Poe, que me escribió tras la aparición de mi The Man Who Collected Poe. Mabbot se afanaba en la edición de la última historia de Poe, The Light-House, que dejó inconclusa, y tuvo la amabilidad de invitarme a completarla. El manuscrito de Poe alcanza apenas cuatro hojas y finaliza con la anotación «3 de enero». Aquí empieza mi colaboración. Y aquí está, igualmente, el último cuento de Poe, por el que pido perdón humilde y sinceramente.

ROBERT BLOCH

 

1 de enero de 1796. Este día —mi primer día en el faro— doy inicio a mi Diario, tal y como lo acordé con DeGrät. Lo llevaré con tanta regularidad como me sea dado —pero es imposible decir qué podría pasarle a un hombre tan solo como yo—, pues acaso enferme, o peor aún…

¡Estoy tan aislado! Un cúter tiene al menos escape, pero ¿por qué pensar en eso, si estoy aquí, a salvo? Además, mi espíritu comienza a revivir desde que estoy aquí con el solo pensamiento de hallarme, por primera vez en mi vida, completamente solo. Neptuno, aun siendo tan grande, no puede ser considerado miembro de la sociedad. Nunca podría encontrar en sociedad la mitad del aprecio que me brinda este pobre perro. En cualquier caso, la sociedad y yo no somos compatibles, o no lo seremos al menos durante un año.

Lo que más me sorprendió fue la dificultad que encontró DeGrät para conseguirme este empleo. ¡Soy miembro de la realeza! No pudo ser que el Consistorio albergase alguna duda acerca de mi capacidad para manejar la luz. Un hombre lo había hecho antes que yo, y lo hizo tan bien como los tres que se encargaron de este trabajo antes que él. El trabajo en realidad no es nada; tengo además unas instrucciones impresas muy completas. No hacía falta que me acompañara Orndoff. Nunca hubiera podido seguir con mi libro de haber estado él aquí, con su insoportable cháchara. Después de todo, prefiero estar solo.

Es extraño que nunca me haya detenido a contemplar cuán amarga suena una palabra como solo. Puedo dar fe de que hay algo peculiar en el eco de estas paredes cilíndricas… pero, no, no; esto no tiene sentido. Creo que mis nervios empiezan a acusar el aislamiento. Eso no puede ser. No he olvidado la profecía de DeGrät. Ahora mi tarea se reduce a trepar hasta la linterna y tener buena vista para ver desde allí lo que pueda ver. ¡Ver lo que pueda ver! No mucho. La mar está en calma, me parece.

No obstante, el cúter tendrá dificultades para llegar a puerto. Deberá avistar las señales mañana, antes de que anochezca, y no es fácil hacerlo desde 190 ó 200 millas.

2 de enero. He pasado este día en una especie de éxtasis que encuentro difícil describir. Mi pasión por la soledad difícilmente podría haber hallado tanta y tan extraordinaria gratificación. No he dicho satisfacción, porque creo que jamás me sentiré saciado de tamañas delicias como las que he experimentado en el día de hoy…

El viento arrullaba desde el amanecer y por la tarde el mar se ha hundido materialmente, de tan quieto. Nada que ver, ni siquiera con el telescopio, salvo el mar y el cielo, y ocasionalmente alguna gaviota.

3 de enero. Calma mortal todo el día. Hacia el anochecer el mar parecía de cristal. Unas pocas algas a la vista, nada más, absolutamente nada durante todo el día, ni siquiera nubes… He pasado el día explorando el faro… Es un faro muy alto, lo he notado por lo mucho que me costó subir la escalera interminable; como poco tiene 160 pies, estoy seguro, desde la base a la linterna. Pero en su interior es aún más alto, tendrá unos 180, dado que se hunde en la tierra unos 20 pies bajo el nivel del mar.

Parece que el interior, y sobre todo la parte que se hunde en la tierra, está construido en sólida albañilería. Indudablemente, en el interior del faro se está bien protegido. ¡Qué digo! Claro que una estructura semejante debe resistir a lo que sea, en cualesquiera circunstancias. Me sentiré a salvo incluso si se desata el más feroz huracán que jamás haya habido. Según he oído decir, suele desencadenarse un huracán cuando sopla el viento del sudoeste; y según he oído decir igualmente, cuando eso ocurre la mar en ningún lugar del mundo es tan temible como aquí, salvo en el corte occidental del Estrecho de Magallanes.

La simple mar, creo, no podría arrasar nunca esta formidable torre de sólida albañilería con sus paredes reforzadas con hierro. Aun subiendo la marea al máximo, en pleno temporal, sólo cubriría 50 pies de la torre. Y la base sobre la que reposa toda la estructura del faro me parece que ha sido reforzada con yeso.

4 de enero. Me dispongo ahora a hacer el resumen de mis trabajos en el libro, después de haberme pasado el día familiarizándome con la rutina a desarrollar.

Mi trabajo es absurdamente sencillo; la luz requiere poca atención, sólo hay que reemplazar el aceite del quemador periódicamente. En cuanto a mis necesidades más perentorias, son fácilmente satisfechas; basta con bajar por la escalera para hacerme con lo que precise.

En el arranque inferior de la escalera está la entrada, grande, completamente despejada. En la primera planta de la escalera circular, que es de hierro, está mi despensa, bien provista de botellones de agua potable y provisiones, así como apagapenoles y otras cosas necesarias en mi trabajo. En la segunda planta de esa interminable y agotadora escalera en espiral, está el cuarto del aceite, repleto con los tanques de los que extraigo el contenido necesario para reemplazar el que se agota en el quemador de la linterna. Por lo general, y si estoy atento, no tendré que bajar a por la cantidad de aceite que necesite más de una vez a la semana, lo que aprovecharé también para hacerme con provisiones, de modo y manera que Neptuno y yo tengamos cuanto nos es necesario durante al menos siete días. En lo que al aceite se refiere, basta con dos barrilitos cada tres días para asegurarse una luz constante en la linterna. Si me parece, subiré hasta una docena de barrilitos a la plataforma que hay junto a la linterna, e iré tirando de su contenido durante las semanas venideras.

Así transcurre mi existencia diaria. Salvo si es preciso que baje la escalera, limito mis movimientos a la parte superior del faro, lo que quiere decir a los tres niveles últimos a los que conduce la escalera en espiral. En el primero está mi cuarto de estar, por así decirlo, el lugar donde Neptuno se pasa la mayor parte del día, como es lógico; aquí subí un pequeño escritorio, que planté junto al ventanuco desde el que se contempla el mar. En el siguiente nivel tengo el dormitorio y una pequeña cocina. Aquí tengo las raciones semanales de agua y comida bien guardadas en recipientes a propósito. Tengo también una estufa muy práctica que alimento con el aceite de la linterna del faro. El siguiente y último nivel alberga el cuarto de servicio, que a su vez da acceso a la linterna y a la plataforma sobre la que luce. Como la linterna y los reflectores están fijos desde hace tiempo, no es preciso que ascienda a esa plataforma, salvo si se trata de cambiar el aceite del quemador. Espero no tener que hacerlo para reparar cualquier desperfecto, o ajustar lo que sea, guiándome de las instrucciones escritas que me fueron dadas cuando vine aquí.

Hoy he subido cuanto necesite por lo menos para un mes: aceite, agua, provisiones para Neptuno y para mí. Espero tener que moverme únicamente entre mis dos habitaciones para cambiar las velas.

Por lo demás, soy libre. ¡Totalmente libre! Mi tiempo es mío y nada más. En este alto reino impero como un rey. Como Neptuno es el único ser viviente que hay a mi lado, imagino que soy el soberano que reina sobre todo lo que alcanza a contemplar mi vista: el océano abajo y las estrellas arriba. Soy el amo del sol que brota de mañana rubicundo y radiante para derramarse sobre el mar; soy el emperador de los vientos y el monarca de las tormentas; soy el sultán de las olas que bañan los pies de este gran palacio como un pináculo en el que vivo. Mando sobre la luna y las mareas, sobre el flujo y el reflujo de la mar que baña cadenciosa mi reino.

Pero basta ya de fantasías. Lo que DeGrät espera de mí es que refrene lo mórbido y las grandiosas especulaciones, así que me entregaré ardorosamente a la tarea que debo cumplir. Esta noche, sentado ante la ventana, bajo la luz de las estrellas, la marea que llega hasta los altos muros del faro no parece hacer otro eco que el de mi exultación. Soy libre. Al fin estoy solo.

11 de enero. Ha pasado una semana desde mi última anotación en este Diario y cuando leo lo escrito hasta ahora me parece extraño que fuese yo quien desgranara esas palabras.

Ha pasado algo en este lapso de tiempo, algo cuya naturaleza me parece insondable. He trabajado, comido, dormido; he reemplazado el aceite del quemador. Mi existencia, en general, ha sido realmente plácida. No sé si atribuir la alteración de mis sentimientos a un proceso alquímico interno; baste decir que un cambio perturbador se ha obrado en mí.

¡Solo! Yo, que decía y escribí esta palabra como si poseyera un encantamiento místico que te procura la paz, he comenzado —y ahora sé bien por qué— a aborrecerla. Aborrezco incluso el sonido de sus dos sílabas. Y su lúgubre significado, sobre todo.

Estar solo es angustioso y terrible. Estar solo, tan solo como lo estoy yo, con la única compañía de Neptuno, me recuerda que soy el único habitante de un universo ciego e insensato. El sol y las estrellas se turnan para cumplir su ciclo sin final, eterno, sobre el horizonte, al que ya no presto atención porque en nada puedo poner mi mente con cierta constancia. El mar que va y viene hasta la base del faro no es más que un caótico vacío.

Siempre me tuve por un hombre autosuficiente, ajeno a las vanas exigencias de la banal sociedad. ¡Cuán equivocado estaba! Ahora anhelo ver otra cara, oír otra voz que no sea la mía, tocar otras manos, no importa si ofrecen calidez o aspereza. Necesito cualquier cosa que me haga salir de esta pesadilla, cualquier cosa que me haga sentir que no estoy solo.

Pero lo estoy. Y lo estaré. El mundo se halla a un par de cientos de millas de aquí. No volveré a verlo al menos hasta que haya transcurrido un año. Mucho tiempo, excesivo. Pero basta ya, no puedo poner en orden mis pensamientos con esta angustiosa sensación en la que me sumo.

13 de enero. Han pasado, como dos siglos, dos días más. ¿Cómo puede ser así, cuando sólo hace dos semanas que llegué a esta torre en la que soy prisionero? Es verdad que desde esta prisión veo el horizonte; es verdad que no tengo barrotes a los que asirme resignado, sino que estoy rodeado de unas sólidas paredes. Pero no veo más que agua. Agua que va y viene, unas veces en calma, otras salvajemente, infinitamente. El mar ha cambiado, sin embargo; las grises nubes del cielo lo han vestido con su lúgubre atavío y comienza a rodearme un tumulto aún atenuado que en breve devendrá en tempestad.

No puedo soportar por más tiempo la contemplación del mar, ahora gris y picado, y me voy a mi habitación. Trataré de escribir. Apenas he comenzado mi libro, pero la verdad es que no me siento capaz de escribir algo medianamente creativo, ni constructivo. Tomo la pluma ante la hoja en blanco. Pero no escribo, sólo dibujo círculos. Como los confines de esta torre de mi tormento.

¿Unas palabras desesperanzadas, las que escribo ahora? Véase: no estoy solo en mi aflicción. Neptuno, el leal, el tranquilo, el apacible, también parece afligido, lo noto.

Quizá sea así por la proximidad de la tormenta, que le asusta. Los animales saben bien que la Naturaleza resulta temible. Neptuno se pasa ahora todo el tiempo a mi lado; noto que tiembla cuando una sucesión de olas se estrella contra el faro. Hay además un frío cortante en el aire, que nuestra estufa apenas puede disipar, pero no es esa frialdad lo que más opresivo me resulta, sin embargo.

Desde lo más alto he contemplado el espectáculo de la aproximación de la tormenta. Las olas son increíblemente grandes, se abaten contra el faro en un tumultuoso esfuerzo titánico. Estas sólidas paredes atruenan rítmicamente con cada ataque de las olas. El mar, cambiante, apenas ha tardado en pasar del gris al negro; negro como el basalto y acaso igual de duro. También se ha tornado negro el cielo, a tal punto que se difumina el horizonte. Y me siento rodeado por la negrura de los truenos, que me golpea por todas partes.

Sobre esa masa negra que forman el cielo y el mar refulgen los relámpagos. Empieza ya la tormenta y Neptuno aúlla temeroso. Le acaricio, pero el pobre animal va a esconderse. Parece tener miedo incluso de mí. ¿Será que también yo siento un pánico indisimulable que me traiciona, que me impide aparentar tranquilidad? No lo sé. Sólo siento que estoy perdido, atrapado, esperando que la tormenta se apiade de mí. En esas condiciones apenas puedo escribir.

Tanto es así, que me fuerzo a ello aunque sólo sea para hacer que prevalezca la razón sobre mi miedo. Pero así y todo, he omitido algo en este Diario, que me parece digno de mención, a propósito de mi observación del mar y del cielo desde lo más alto. Fue un instante singular. Lo percibí cuando contemplaba la negra masa del agua… ¿Por qué no lo dije antes? ¿Acaso por miedo a la verdad desnuda que supone aceptar las sensaciones? Lo cierto es que, viendo desde mi observatorio la negra masa del agua, sentí el impulso, rápidamente ido, de arrojarme al mar.

Ya pasó y ahora no me asusta haber sentido eso. Pido, sin embargo, para que no me vuelva a asaltar de ningún modo ese impulso, u otro semejante. Bien, ahora estoy en mi escritorio, escribiendo lo presente en relativa calma. Pero ahí está el hecho, la idea de destruirme me llegó subrepticiamente, con la fuerza de una de esas olas monstruosas.

Pero ¿cuál es el significado oculto de mi demente y por suerte breve deseo de acabar con mi vida? Me esfuerzo en desentrañarlo. Creo, tras mucho pensar en ello, que no fue sino la manifestación de mi necesidad de escapar de la soledad… Fue como si el mar y el cielo tormentoso me dijeran que no estaba solo, que gozaba de su compañía.

Pero me defendí de la fuerza de los elementos. Derroté a los poderes de la tierra y el cielo. Resistí. Sigo solo, como debo estarlo… Y como debe ser, sobrevivo. Mi risa se deja sentir ahora por encima de los truenos.

Así que, vosotros, espíritus de la tormenta, atacad cuando os plazca, con furia desatada, con violencia indecible, los muros de mi fortaleza, que nada podréis ni contra mí ni contra ella. Soy más fuerte que vosotros. Pero… ¡Neptuno! Algo le ocurre a esta pobre criatura, debo atenderlo.

16 de enero. Ha pasado la tormenta. Me siento ahora ante mi escritorio, solo, completamente solo. He tenido que encerrar al pobre Neptuno en el cuarto que me sirve de despensa; el desgraciado animal parecía fuera de sí, parecía haber perdido incluso el control de sus movimientos, pues no hacía más que girar sobre sí mismo mientras aullaba lastimeramente. No atendía a mis palabras y no me quedó más remedio que arrastrarlo, literalmente hablando, escalera abajo, y encerrarlo, pues temí que en su locura pudiera atacarme. Debo velar por mi propia seguridad… Me asusta la posibilidad de que mi perro se haya vuelto rabioso, recluido como lo estoy en el faro.

Ha estado aullando mucho rato, con aullidos que me hacían sentir piedad por él, pero ahora está en silencio. Ya dormía la última vez que me asomé a verlo; confío en que el descanso le venga bien a mi fiel compañero.

¡Compañero!

¿Cómo podría describir los horrores de soportar una tormenta en absoluta soledad?

Al comienzo de esta entrada de mi Diario he puesto la fecha del 16 de enero, pero eso no es más que una referencia. La tormenta aún sigue, parece correr en paralelo con el tiempo. Quizá haya acabado mañana, o acaso siga uno, dos días más, una semana, un siglo… No lo sé.

Sólo sé que las olas se abaten una y otra vez contra el faro. Sólo sé que golpea contra sus muros una masa negra en la que parecen confluir el cielo y el mar. Sólo sé que mi propia voz, cuando digo algo en voz alta para oírme, parece formar parte también del fragor de la tormenta. Pero ¿cómo explicar la causa de esa sensación? Hubo un tiempo en el que no era capaz de asomar la cabeza por las sábanas cuando había tormenta, hundida mi cara en la almohada, pero mis lágrimas no eran las propias de un niño inocente, sino las lágrimas de Lucifer una vez perdió la gracia. Me sentía entonces condenado de por vida, arrojado a un mundo que me hacía prisionero de su caos atronador.

No es preciso que me extienda acerca de las fantasías que me asaltaban en aquellas horas. Como la que siento ahora, una fantasía en la que de repente veo que las olas abaten el faro y se lo llevan a lo más hondo del mar. Eso hace que en ocasiones me sienta víctima de un complot colosal, aunque en realidad fuese yo quien pidiera a DeGrät que me consiguiese este empleo, para mi desgracia presente, por supuesto… Pero sobre todo siento en ocasiones, y esto no es una fantasía como la de las olas llevándose el faro al fondo del mar, siento terriblemente la fuerza de la soledad, eso es lo peor de todo. Una fuerza que me asalta en furioso oleaje. Olas mucho más altas y temibles que las que se levantan en el agua.

Todo va pasando, sin embargo. El mar —y yo mismo— parece ahora más en calma. Una calma extraña, sin embargo; acabo de echarle un vistazo y he contemplado algo que no había visto antes, o en lo que al menos no había reparado.

Antes de extenderme acerca de esa observación, diré sin embargo que ya estoy tranquilo. Se me ha ido el miedo y me ha desaparecido el temblor que me provocaba. La locura transitoria que me produjo la tormenta se ha esfumado y mi cerebro está libre de fantasmas; más aún, mis facultades para la percepción y el análisis vuelven a acompañarme.

Eso quiere decir que me hallo ahora en posesión de un sentido adicional, cual lo es la capacidad de analizar las cosas más allá de las limitaciones impuestas por la Naturaleza.

La mar vuelve a estar en calma, ha ido produciéndose esto de manera tan paulatina que nada hace rememorar el temporal anterior. El cielo luce ahora su natural luminosidad nocturna. Pero… Allá por el horizonte crepita una llamarada… Es el sol, el sol del Ártico que empieza a refulgir en todo su esplendor, el sol que asoma momentáneamente por encima del muro de agua del océano. Sol y cielo, mar y aire sobre mí, como si se desangraran.

¿Se corresponde lo anterior conmigo, que antes escribí a propósito de mi vuelta a la normalidad, a la tranquilidad? Sí, yo que había gritado ¡solo! y que me levanté asustado de mi silla cuando el eco, como si se burlara de mí, me devolvió de manera aún más estridente la palabra maldita, ¡solo! ¿Es que acaso, al margen de mi pretendida resolución, al margen de mi ánimo por mantenerme incólume, me estuviera volviendo loco? Si es así, ruego que el fin me llegue pronto.

18 de enero. Pero no llegará ese fin. He concebido una noción, acaso una teoría, con la que pondré a prueba mis facultades mentales. Voy a hacer un experimento.

26 de enero. He pasado una semana en esta solitaria prisión. ¿Solitaria? Quizá, pero no por mucho tiempo. El experimento está en marcha. Debo contarlo.

El eco me hace pensar. Uno siente que le devuelve su propia voz. Uno suelta un pensamiento en voz alta y el eco se lo devuelve. ¿Acaso hay ahí una respuesta? El sonido, como sabemos, se produce en ondas. Las emanaciones del cerebro, acaso, viajen de manera similar. Las leyes de la psicología no pueden confinar esas emanaciones ni en el tiempo, ni en el espacio ni en su duración.

¿Puede materializarse un pensamiento como el eco materializa una voz? El eco es el producto de una emisión. El pensamiento…

La clave está en la concentración. Me he concentrado bien. No me falta de nada y Neptuno parece de nuevo tranquilo, aunque al verme gimotea y se aparta de mí. Lo he dejado abajo toda la semana para estar más concentrado aquí arriba. La concentración, repito, es la clave de mi experimento.

La concentración, por su propia naturaleza, es cosa difícil: la ansiedad por conseguirla dificulta su obtención. Es difícil quedarse tranquilamente sentado mientras mantienes la mente en blanco, limpia de todo pensamiento. Al cabo de unos pocos minutos te das cuenta de que tu cuerpo se entrega a diferentes movimientos de distracción, tales como golpear el suelo con los pies, tamborilear con los dedos, hacer muecas faciales…

No obstante, he persistido durante horas en mi afán de obtener la concentración debida. Los tres primeros días fueron agotadores por mis intentos de mantenerme fuera de toda tensión, de toda agitación nerviosa, de asumir mi interioridad y lo que me es ajeno a un tiempo, con la tranquilidad de un fakir hindú. Pero después viene la tarea, no menos difícil, de sentir el vacío de la consciencia, algo que se obtiene con un intenso y denodado esfuerzo, con una decidida voluntad. ¿Qué eco se puede obtener de la nada? ¿Qué compañía puedo obtener en mi soledad? ¿Qué símbolo o señal deseo ver? ¿Qué puede simbolizar para mí un mundo carente de vida y de luz?

DeGrät se reiría de mí hasta el escarnio si tuviera noticia de los conceptos con que me desenvuelvo. Con mi fama de cínico, de decadente, de abandonado, yo buscando mi alma, dejándome llevar de un sentimiento, encontrando al fin que todo cuanto más deseo… es un mero signo, una señal, algo que brote fresco y vital de la tierra, una flor… ¡Una rosa!

Eso es todo lo que espero ver, una rosa en su tallo vivo, perfumada con la encarnación de la vida. Aquí, sentado ante la ventana, he soñado, me he enternecido, he logrado concentrar cada fibra de mi ser pensando en una rosa.

Mi mente se ha llenado del rojo de las rosas, que no es el rojo del sol sobre el mar, ni el rojo de la sangre. Es el rico y radiante rojo de la rosa, sin más. Y mi alma se ha embriagado con el olor de la rosa. Cuanto más lograba concentrarme en la rosa, estas paredes cilíndricas que me envuelven parecieron esfumarse y me sentí inmerso en la textura de una rosa, en el color de una rosa, en la esencia de una rosa.

¿Escribiré que al séptimo día de concentración, cuando desde la ventana observé que el sol se levantaba sobre el mar sentí el imperio de mi consciencia? ¿Escribiré que me levanté de mi asiento, bajé la escalera, abrí la pesada puerta de hierro de la base del faro y salí a sentir la espuma de las olas en mis pies? ¿Escribiré que estuve a punto de caer al agua, que hube de asirme con fuerza?

¿Escribiré que cuando volví de nuevo aquí arriba lo hice con mi preciado trofeo, lo que quiere decir que a doscientas millas de puerto, donde sólo hay agua, me hice con una rosa fresca y hermosa?

28 de enero. ¡No se marchita! La tengo constantemente en un vaso, sobre la mesa, y luce tan esplendorosa que parece de ensueño. Es real, tan real como los aullidos lastimeros del pobre Neptuno, que parece intuir algo extraño. Pero sus ladridos frenéticos no me molestan; nada me molesta ya; ahora estoy en posesión de un poder más grande que la tierra, que el espacio y el tiempo. Y usaré ese poder de la manera más conveniente para mis intereses. Aquí, en mi torre, me he convertido en un filósofo: he aprendido bien la lección y sé que no aspiro a la fama, que no deseo la salud, que no quiero la admiración social. Todo lo que necesito es… compañía.

Al fin, con el poder derivado de mi autocontrol, la tendré. Pronto, muy pronto. No estaré solo por mucho tiempo.

30 de enero. Tormenta otra vez pero no le presto atención; tampoco se la presto a los aullidos de Neptuno, aunque el pobre animal se golpea literalmente contra la puerta de la despensa donde lo tengo encerrado. Se podría pensar que sus esfuerzos por abrir la puerta se deben a un sentido de la responsabilidad, a su convicción de que debe guardar el faro, pero no. Para mí que son la consecuencia del ventarrón del norte. No le presto atención, como he dicho, pero me parece que esta tormenta supera en intensidad a la anterior ya referida.

Pero eso tampoco tiene importancia. Ni que la luz del faro parezca a punto de extinguirse, como si el viento penetrase los muros, como si la violencia del mar fuera a derribarlos en cualquier momento, como si el cielo se cerniera sobre la tierra con su descomunal boca negra abierta para devorarme.

Soy consciente de todo eso, pero no me turba; tengo una importante tarea en la que concentrarme. Haré ahora una pausa, para comer algo y tomar resuello, y volveré de nuevo a este Diario para dar cuenta de los progresos hechos, los cuales habrán de llevarme pronto, no ya a una resolución, sino a la meta.

Durante los últimos siete días he conseguido someter mis facultades a mis deseos, concentrándome en el fin último de hacerme con la compañía que preciso.

Una compañía —lo adelanto ya— que no será sino la de una mujer. Una mujer única, una mujer capaz de superar las limitaciones propias al común de los mortales. Será una mujer preciosa, elegante, de ensueño; una mujer capaz de colmar mis deseos, y capaz también de colmarme de delicias, más allá de los límites de la carne.

Es la mujer con la que siempre he soñado, la única a la que he buscado, aunque en vano, en eso que en mi ignorancia tomé por el mundo real. Creo, sin embargo, que la conozco, que la conocí siempre, que mi alma siempre se vio henchida por su presencia. La puedo ver perfectamente; sé bien cómo es su cabello, más precioso que el oro; sé cómo son sus cejas, una mezcla de marfil y de alabastro; sé de la exquisitez de su rostro y de la delicadeza de sus formas. Está bien grabada en mi consciencia. DeGrät se limitaría a decir que no es más que el recuerdo de un sueño… Pero DeGrät no ha visto la rosa.

La rosa —he evitado hablar de ella hasta ahora— ha desaparecido. La rosa que puse ante mí, en mi mesa, cuando inicié este esfuerzo de voluntad. Pero no lo lamento. Debo concentrarme ahora en la consecución de la compañía a la que aspiro.

Pasan las horas y sigue la tormenta, el sonido brutal de las olas me rodea. Contemplo el mar y vuelvo a concentrarme en el vaso que hay en mi mesa. Y veo de nuevo crecer la rosa en su tallo, pero no hay en ella rastro de la belleza ni de la vida que tuvo antes en su tallo verde. Es ahora una rosa marchita, detestable, putrefacta. La arrojo lejos de mí, pero tras hacerlo no puedo evitar un presentimiento. ¿Y si me estoy traicionando? ¿Acaso sólo ha sido una rosa podrida, poco menos que un hierbajo, lo que he arrojado al océano? ¿Y si hubiera sido sólo un hierbajo, realmente, al que mis pensamientos concedieron los atributos de una rosa? ¿Cualquier cosa que saque de las profundidades, del mar o de la consciencia, será verdadera, será real?

La adorada imagen de la mujer a la que aspiro como compañera me saca de estas enfebrecidas especulaciones. Me siento de nuevo a salvo. Era una rosa; quizá fueron mis pensamientos los que la crearon, pero también puede que se marchitara hasta ser sólo un hierbajo cuando mis pensamientos se dispersaron y me concentré en otras cosas. Cuando tenga la compañía que anhelo no me pasará, no necesitaré concentrarme en cualquier otra cosa. Esa mujer será el recipiente de cuanto posee mi mente, de cuanto posee mi corazón, de cuanto posee mi alma. Nunca le faltará el amor, el sentimiento, todo lo que precise para preservarse. Así que no hay nada que temer… Nada que temer.

Dejo de nuevo mi pluma a un lado y vuelvo a la tarea, a la gran tarea de la creación, si se prefiere decirlo así… El miedo, que admito, a la soledad, me da la fuerza que necesito para adentrarme en territorios insondables, para producirme en esfuerzos inimaginables. Ella, y nada más que ella, me salvará, tiene que salvarme, deberá salvarme… La puedo ver ya, nimbada por su cabello de oro, y mi consciencia se concentra en llamarla, en clamar para que se me aparezca radiante, real. Estoy seguro de que existe en algún lugar, más allá de las tormentas y de los mares, lo sé… Y no importa dónde se encuentre porque le llegará mi llamada y me responderá.

31 de enero. Sentí el aldabonazo en mitad de la noche. Me levanté llevado de una especie de compulsión sonambúlica, como si emergiera de mi propio interior como un relámpago, y bajé la escalera.

El candil que llevaba me temblaba en las manos; tremolaba su luz en el aire mientras mis pasos apresurados en la escalera levantaban un sonido que retumbaba como un trueno. El sonido de las olas al estrellarse contra el faro parecía sumirme en el centro de un remolino de agua y se imponía a los aullidos del pobre Neptuno, que oí al pasar ante la puerta tras la que estaba encerrado. Neptuno persistía en su afán de abrir la puerta como fuese para quedar libre de su encierro, pero no le presté mayor atención, seguí bajando la escalera hasta la puerta de hierro que daba entrada al faro.

Para abrirla hay que utilizar las dos manos, por lo que dejé el candil en el suelo. Abrir esa puerta requiere de una fuerza de la que carezco, pero me empleé a fondo, cuidando de que no entrase el agua. Una de aquellas olas podría inundar el faro. O estrellarme.

Pero prevaleció mi consciencia, lo que quiere decir mi concentración, e hice toda la maniobra sin problemas. Abrí para que no estuviese desamparada ante la puerta de hierro, con la urgencia del enamorado que desea echarse cuanto antes en los brazos de su amada.

La puerta se abrió un poco, chirriante y pesada, y me golpeó la tormenta. Un monstruo de boca negra y oleaje de colmillos. El mar y el cielo parecían unidos para atacarme y por un momento me vi inmerso en su caos. El restallido de los relámpagos revelaba la inmensidad de aquella pesadilla ineludible.

Pero entonces la vi, revelada también por un relámpago. Ella, a la que tanto esperaba.

No me hizo falta la luz del candil para apreciarla; su rubia gloria iluminaba cuanto la rodeaba, pálida y temblorosa, una diosa que hubiera emergido desde lo más hondo del mar.

¿Una alucinación, una visión, una aparición? Mis dedos temblorosos buscaron, y hallaron, la respuesta. Su carne era real, fría como las aguas heladas a través de las cuales había llegado hasta mí. Pero también palpitante. Pensé en la tormenta, en barcos hundidos y en náufragos; pensé en la maravilla de aquella linda muchacha que a pesar de la tormenta había llegado incólume hasta el faro. Pensé en mil explicaciones que dar a un hecho tan venturoso, en mil milagros, en un centón de razones que explicaran su presencia más allá de lo racional. Pero sólo una cosa era material: mi compañera estaba allí y no podía hacer otra cosa que tomarla en mis brazos.

No hizo falta decir una sola palabra, no hacían falta las palabras en aquel infierno, no eran necesarias las palabras pues bastaba con su sonrisa. Sus labios pálidos me sonrieron apenas le ofrecí mis brazos y corrió a refugiarse en ellos. Vi sus dientes como los de un tiburón, a través de su sonrisa. Sus ojos, que tenían la calidad que les es propia a los de los peces, estaban entornados. Cuando le ofrecí mis brazos me ciñó entre los suyos, fríos como las propias aguas de las que había emergido, fríos como la tormenta, fríos como la muerte.

En un momento que me atrevo a decir monstruoso, supe con certeza ineludible que el poder de mi voluntad había demostrado su excelencia, que la llamada hecha por mi consciencia había sido atendida. Sólo que la respuesta no venía de la vida, pues nada vivía en la tormenta. Había hecho correr sobre las aguas mi deseo, la fuerza de mi voluntad, mi petición de compañía, pero la voluntad penetra en todas las dimensiones y mi llamada recibió respuesta desde la profundidad del mar. Sí, ella venía de lo más hondo, de donde sueña la muerte, y mi obligación no era otra que la de vestirla y darle calor con la hórrida vida. La vida que da una sed que debe ser satisfecha…

Creo que grité, pero la verdad es que no oí nada. Tampoco oí los ladridos de Neptuno, que había logrado escapar al fin de su prisión para correr escalera abajo y abalanzarse contra aquella criatura salida del mar.

La forma de mi perro se impuso a la suya y se oscureció mi visión; en un instante se perdió entre las aguas del mar que poco antes me la habían traído. Entonces, y sólo entonces, tuve una leve sensación de movimiento, capté algo de la conmoción en que mi consciencia se hallaba sumida. Los relámpagos iluminaban mi alma inexorablemente para desvelarme la blasfemia que había supuesto la fuerza de mi voluntad. La rosa se había marchitado…

Marchita la rosa, devino en un hierbajo. La rubia belleza se había esfumado y en su lugar vi la ahumada obscenidad hinchada de una cosa muerta y enterrada que había salido del légamo y al légamo volvía.

Un momento más y una nueva ola arrasaría aquello para llevárselo a lo más hondo y oscuro. Un momento más y se cerraría la puerta. Un momento más y me vería subiendo la escalera de hierro con Neptuno tras de mí. Un momento más y estaría de nuevo a salvo en mi santuario.

¿A salvo? No había salvación posible para mí en todo el universo. No había salvación posible para una voluntad que, como la mía, había creado aquel horror. No hay salvación posible aquí donde la ira de las olas crece a cada instante, donde la furia del mar y de las criaturas que lo habitan se produce en un crescendo inevitable.

Loco o sano, eso no importa, el final sería el mismo. Ahora sé bien que el faro puede caer en cualquier momento, puede ser engullido por las olas. Yo ya estoy destrozado, caeré con el faro.

Apenas me queda tiempo para concluir estas notas apresuradas, ponerlas a salvo en un recipiente cilíndrico y atarlo al collar de Neptuno. El perro podrá nadar hasta ponerse a salvo en alguna roca. Puede que un barco que pase frente a los restos del faro se detenga y busque algo en el agua… y así rescate a mi fiel y buen perro.

Ese barco, sin embargo, no me encontrará. Me dejaré ir al fondo del mar con el faro, hacia la oscura profundidad. Acaso —¿no resultará esto perversamente poético?

— encuentre allí a mi compañera eterna. Acaso…

El faro ya no tiene un agarre firme. El faro, en su oscilación, sacude latigazos en mi cabeza mientras oigo el rugido del agua que se apresta al asalto final. Ahí viene, sí, ahí viene una ola, la que me llevará al fondo del mar. Una ola más grande que el faro, una ola que llega al cielo, que lo abarca todo…

Desapariciones

 de Elizabeth Gaskell

 

No tengo por costumbre leer regularmente la revista Household Words; pero un amigo me envió hace poco algunos números  atrasados y me recomendó que  leyese «todos los artículos relacionados con la Policía de Protección e Investigación», lo que en consecuencia hice, no como han hecho los lectores en general, ya que se publicaron semanalmente, o con pausas entre ellos, sino seguidos, como una historia popular de la Policía Metropolitana, y (supongo que también debe considerarse así) como una historia de la fuerza policial de todas las ciudades grandes de Inglaterra. Cuando acabé, no me apetecía seguir leyendo de momento, y preferí entregarme a pensamientos de ensoñación y remembranza.

Recordé primero con una sonrisa cómo localizó a un pariente mío un conocido que había extraviado u olvidado su dirección. Este pariente mío, mi querido primo el señor B., pese a lo encantador que  es en muchos aspectos, tiene la peculiaridad de que le gusta cambiar de alojamiento una vez cada tres meses como media, lo que desconcierta bastante a sus amigos del campo, que, en cuanto consiguen memorizar el número 19 de Belle Vue Road, Hampstead, tienen que esforzarse en olvidar esa dirección y en recordar el 271/2 de Upper Brown Street, Camberwell; y así sucesivamente, hasta el punto de que yo  preferiría aprenderme el diccionario  de pronunciación de Walker, que hacer memoria de las diversas direcciones que he tenido que poner en las cartas al señor B. los tres últimos años. El verano pasado tuvo a bien trasladarse a un hermoso pueblo situado a menos de diez millas de Londres, donde hay estación de ferrocarril. Allí fue a buscarle su amigo. (No me extenderé sobre el hecho de que, para seguir su rastro hasta allí, y cerciorarse de que residía en R., tuvo que ir antes a tres o cuatro alojamientos distintos en los que había vivido el señor B. Dedicó la mañana a hacer indagaciones sobre su paradero, pero había muchos caballeros que pasaban allí el verano y ni el carnicero ni el panadero pudieron decirle dónde se alojaba). No había constancia de su dirección en la oficina de correos, lo que se explicaba por la circunstancia de que le remitían toda la correspondencia a su despacho de la ciudad. Finalmente el amigo del campo regresó a la estación y, mientras esperaba el tren, decidió preguntar al empleado, como último recurso.

—No, señor, no sé dónde se aloja el señor B. Viajan muchos caballeros en los trenes; pero seguro que puede informarle la persona que está junto a esa columna.

El individuo al que dirigió la atención del indagador tenía aspecto de comerciante: bastante respetable, pero sin la menor pretensión de «señorío», y daba la impresión de que no tenía más tarea urgente que observar con parsimonia a los pasajeros que transitaban por la estación. Sin embargo, cuando le preguntó, contestó con prontitud y cortesía.


—¿El señor B.? ¿Un caballero alto de cabello claro? Sí, señor, conozco al señor B. Hará tres semanas o más que se aloja en el número 8 de Morton Villas, pero no le encontrará allí ahora, señor. Se fue a la ciudad en el tren de las once y suele volver en el de las cuatro y media.

El amigo del campo estaba deseando volver al pueblo para comprobar la veracidad de esta afirmación. Dio las gracias a su informador y dijo que visitaría al señor B. en su despacho de la ciudad. Pero, antes de marcharse de R., preguntó al empleado quién era la persona a quien le había remitido para que le informase de la dirección de su amigo.

—Es un agente de la policía de investigación, señor —fue la respuesta.

Ni que decir tiene que el señor B. confirmó la exactitud de la información del policía en todos sus puntos, no sin cierta sorpresa. Cuando me contaron esta anécdota de mi primo y de su amigo, pensé que ya no podrían escribirse más novelas con la misma trama que Caleb Williams, cuyo principal interés para el lector superficial estriba en el deseo y el temor de que el protagonista escape de su perseguidor. Hace mucho que leí la obra y he olvidado ya el nombre del caballero agraviado y ofendido cuya intimidad había invadido Caleb; pero sé que la persecución de Caleb, la localización de los diversos escondrijos en que se oculta, el rastreo de sus leves huellas, todo, en realidad, dependía de la energía, la sagacidad y la perseverancia del perseguidor. El interés se debía a la lucha de un hombre contra otro y a la incertidumbre sobre cuál alcanzaría su objetivo al final: el perseguidor implacable o el ingenioso Caleb, que procura ocultarse por todos los medios. Ahora, en 1851, el caballero ofendido pondría a trabajar a la Policía de Investigación, seguro de su éxito. La única duda sería cuánto tiempo tardaría en localizar el escondite, y esa duda no podría prolongarse mucho. Ya no se trata de la lucha entre un hombre y otro, sino entre una vasta maquinaria organizada y un individuo débil y solitario. Nosotros no tenemos esperanzas  y temores, sólo certeza. Pero, aunque los materiales de evasión y persecución, siempre que la persecución se limite a Inglaterra, desaparezcan del almacén del que se surte el novelista, a nosotros, por otra parte, ya no puede atribularnos lo más mínimo el miedo a que se produzcan desapariciones misteriosas. Y, como atestiguará cualquiera que se haya relacionado mucho con quienes vivían a finales del siglo pasado, entonces había motivo para tales temores.


Cuando yo era niña, a veces me permitían acompañar a un familiar a tomar el con una  anciana muy lúcida de ciento veinte años… o al menos eso pensaba yo entonces. Ahora creo que tendría unos setenta. Era una mujer animosa e inteligente, y era mucho lo que había visto y conocido que merecía la pena contar. Era prima de los Sneyd, la familia de la que tomó dos de sus esposas el señor Edgeworth; había conocido al comandante André; se había relacionado con la buena  sociedad  whig  que  congregaban  en torno a ellas la bella duquesa de Devonshire y la «señora Crewe Buff and Blue», y su padre había sido uno de los primeros patronos de la encantadora señorita Linley. Menciono estos detalles para indicar que era demasiado inteligente y culta por su ambiente, amén de por sus dotes naturales, para dar crédito sin más a lo extraordinario; y sin embargo la oí relatar historias de desapariciones que me obsesionaron mucho más tiempo que cualquier relato fantástico. Una de ellas es la siguiente: la finca de su padre estaba en Shropshire. Y las verjas del parque daban directamente a un pueblo disperso del que era señor. Las   casas  formaban  una   calle  irregular,  un  huerto   aquí,  luego  el  hastial  de  una   granja,  continuación una hilera de casitas y así sucesivamente. Pues bien, en la casita del final vivían un hombre muy respetable y su esposa. Eran bien conocidos en el pueblo y estimados por los pacientes cuidados que prestaban al padre de él, un anciano paralítico. En invierno, su silla estaba junto al fuego; en verano, le sacaban al espacio despejado que había delante de la casa para que tomase el sol y disfrutara de la plácida diversión que pudiesen procurarle las idas y venidas de  los aldeanos. Ni siquiera podía trasladarse de la cama a la silla sin ayuda. Un caluroso día de junio, todos los habitantes del pueblo acudieron a los prados para la siega. Sólo se quedaron los que eran muy viejos o muy jóvenes.

Por la tarde, sacaron como de costumbre al padre anciano que he mencionado para que tomara el sol, y su hijo y su nuera se fueron a la siega. Pero, cuando regresaron a casa al oscurecer, el padre paralítico había desaparecido… ¡se había ido! Y no volvió a saberse nada de él. La anciana que contó esta historia dijo, con la tranquilidad que caracterizaba siempre la sencillez de  su relato, que se habían llevado a cabo todas las indagaciones que su padre podía hacer y que no se había aclarado nada. Nadie había visto nada extraño en el pueblo; aquella tarde no se había cometido en el domicilio del hijo ningún pequeño robo para el que el anciano pudiese haber supuesto un obstáculo. El hijo y la nuera (célebre también por la atención que prestaba al padre desvalido) habían estado todo el tiempo en el campo con los demás vecinos. En suma, nunca se explicó el misterio; y el hecho dejó una impresión dolorosa en el ánimo de muchos.

Estoy segura de que la policía de investigación habría aclarado todos los hechos relacionados con el suceso en una semana.

Esta misteriosa historia fue dolorosa, pero no tuvo consecuencias que la hiciesen trágica. La que contaré a continuación (y las anécdotas de desapariciones que relato aquí, aunque tradicionales, se repiten con total fidelidad y mis informadores las creían rigurosamente ciertas) tuvo consecuencias, y tristes además. El escenario es una pequeña villa, rodeada por las extensas propiedades de varios caballeros acaudalados. Hace unos cien años vivía en la villa un procurador con su madre y su hermana. Era el apoderado de uno de los terratenientes de las proximidades y cobraba las rentas los días acordados, que eran, por supuesto, bien conocidos. Acudía en tales ocasiones a un pequeño establecimiento público, situado a unas cinco millas del lugar, donde los colonos se encontraban con él, pagaban sus rentas y eran obsequiados luego con un banquete. Una noche no regresó de este festejo. No apareció nunca. El caballero del que era apoderado recurrió a los Dogberrys de la época para dar con él  y con el  dinero desaparecido; su madre, de la que era apoyo y consuelo, le buscó con toda la perseverancia del amor leal. Pero él nunca volvió; y empezó a correr el rumor de que debía de haberse ido al extranjero con el dinero; su madre oía todo lo que se murmuraba a su alrededor y no podía demostrar su falsedad; así que acabó con el corazón destrozado y murió. Años después, creo que unos cincuenta, murió el acaudalado carnicero y ganadero de… Pero, antes de morir, confesó que había asaltado  al  señor… en el brezal, cerca del pueblo, casi al lado de su casa, con el propósito de robarle, pero que, al encontrar más resistencia de la prevista, se había visto empujado a apuñalarle, y le había enterrado aquella misma noche en la arena suelta del brezal, bastante hondo. Allí encontraron su esqueleto, aunque ya era demasiado tarde para que su pobre madre tuviera conocimiento de que su honra había quedado a salvo. También su hermana había muerto, soltera, porque a nadie le agradaba lo que podía derivarse de emparentar con aquella familia. A nadie le importaba ya si era culpable o inocente.


¡Ay, si hubiese existido entonces nuestra Policía de Investigación!

Esta última no puede considerarse una historia de desaparición misteriosa. Lo fue sólo durante una generación. Pero las desapariciones que no se pueden explicar jamás con ninguna suposición no son insólitas en las tradiciones del siglo pasado. He oído hablar (y creo haberlo leído en uno  de los números antiguos de Chambers’s Journal) de una boda que  se celebró en Lincolnshire  hacia el año 1750. Entonces no era de rigor que la feliz pareja fuese de viaje de novios. Los  recién casados y sus amigos celebraban un festejo en casa del novio o de la novia. En este caso, los invitados se encaminaron a la residencia del novio y se dispersaron, yéndose unos a pasear  por el jardín, otros a descansar en la casa hasta la hora de la cena. Es de suponer que el novio estaba con la novia, cuando un criado fue a decirle que un desconocido quería hablar con él. Nadie volvió a verlo desde entonces. Se cuenta la misma historia de una antigua casa solariega galesa abandonada, que se alzaba en un bosque cerca de Festiniog. También en ella avisaban al novio para que fuese a atender a un desconocido el día de su boda, y desaparecía de la faz de la tierra; pero esta versión añadía que la novia vivió más de setenta años, y todos los días, mientras la luz del sol o de la luna iluminaba la tierra, se sentaba a vigilar junto a una ventana que daba al camino por el que se llegaba a la casa. Concentraba sus facultades y su capacidad mental en aquella vigilancia agotadora. Y mucho antes de morir, se volvió infantil y sólo tenía conciencia de un deseo: sentarse junto a aquel ventanal a vigilar el camino por el que podría llegar él. Era tan  fiel como Evangelina, aunque meditabunda y sin celebridad.


El hecho de que estas dos historias similares de desaparición el día de la boda «prevalezcan», como dicen los franceses, demuestra que todo lo que aumenta nuestra facilidad de comunicación y organización de recursos, aumenta nuestra seguridad en la vida. Si un novio con una indómita Katherine por novia intentase desaparecer hoy, no tardarían en dar con él y llevarlo de vuelta a casa como fugitivo cobarde, alcanzado por el telégrafo eléctrico y amarrado de nuevo a su destino por un agente de la policía.


Otras dos historias más de desaparición y habré terminado. Os contaré primero la de fecha más reciente porque es la más triste; y concluiremos alegremente (si cabe decir eso). Entre 1820 y 1830 vivían en North Shields una señora respetable y su hijo, que luchaba por adquirir suficientes conocimientos de medicina para poder enrolarse como médico en un navío del Báltico y tal vez ganar de ese modo dinero suficiente para cursar un año de estudios en Edimburgo. Le apoyaba en todos sus planes el difunto y bondadoso doctor G. de aquella población. Creo que el estipendio habitual no era necesario en su caso; el joven hacía muchos recados y tareas útiles que un joven caballero más delicado habría considerado impropias; y residía con su madre en una de las callejuelas que iban de la calle mayor de North Shields hasta el río. El doctor G. había pasado toda la noche con una paciente y la había dejado una mañana de invierno a primera hora para regresar a casa y acostarse; pero pasó antes por casa de su aprendiz y le hizo levantarse y acompañarle para que preparara un medicamento y se lo llevara a la enferma. Así que el pobre muchacho le acompañó, preparó el remedio y salió con él entre las cinco y las seis de aquella madrugada de invierno. No volvieron a verlo. El doctor G. esperó, pensando que estaba en casa  de su madre; y ella esperó, creyendo que había ido a hacer su jornada de trabajo; y entretanto, como recordaría después la gente, zarpó del puerto el barco de Edimburgo. La madre esperó su regreso toda la vida; pero unos años después se descubrieron los horrores de Hare y Burke parece ser que la gente adoptó una visión sombría de su destino; sin embargo, nunca que se aclarase del todo, ni que dejase de haber en realidad algo más que conjeturas. Debo añadir que quienes le conocieron hablaban categóricamente de su formalidad y de su excelente conducta, por lo que resultaba sumamente improbable que hubiese huido al mar, o que hubiese cambiado repentinamente por alguna razón sus planes.

La última historia cuenta una desaparición que se aclaró al cabo de muchos años. Hay en Manchester una calle digna de consideración que lleva del centro de la ciudad a una de las zonas residenciales. Esta calle se llama en una parte Garratt y después (cuando adquiere un aire elegante y relativamente campestre) Brook Street. El primer nombre procede de un viejo edificio de paredes blancas y vigas pintadas de negro de los tiempos de Ricardo III, más o menos, a juzgar  por el tipo de construcción: lo que quedaba de esa vieja casa ya lo han tapado, pero hace unos años aún era visible desde la calle principal; estaba medio oculta en un terreno desocupado y parecía medio en ruinas. Creo que la ocupaban varias familias pobres, que alquilaban pisos en aquel edificio desvencijado. Pero antiguamente era la mansión Gerrard (¡qué diferencia entre Gerrard y Garratt!) y estaba rodeada de un parque regado por un límpido arroyo, con hermosos estanques de peces (el nombre de estos se preservó, hasta fecha reciente, en una calle próxima), huertos de frutales, palomares y accesorios similares de las mansiones de tiempos pasados. Creo que pertenecía a la familia Mosley, probablemente una rama del árbol del señor de la mansión de Manchester. Cualquier obra topográfica del siglo pasado relacionada con esa zona aportaría el apellido del último propietario de la casa, y es a él a quien se refiere mi historia.

Hace muchos años, vivían en Manchester dos ancianas solteras de muy respetable condición. Habían vivido siempre en la ciudad y les gustaba hablar de los cambios que se habían producido en el período que recordaban, que se remontaba unos setenta u ochenta años. Tenían además un gran conocimiento de la historia tradicional por su padre, que, lo mismo que su padre antes de él, habían sido respetables abogados de Manchester la mayor parte del siglo pasado, y eran apoderados de varias familias del condado, que, desplazadas de sus viejas posesiones por el crecimiento de la ciudad, obtuvieron cierta compensación con el aumento del valor de cualquier terreno que decidieran vender. Así que los señores S., padre e hijo, actuaron como asesores legales muy reputados y conocían los secretos de diversas familias, una de las cuales se relacionaba con la mansión Garratt.

El propietario de esa finca se casó joven en una fecha indeterminada de la primera mitad del siglo pasado; él y su esposa tuvieron varios hijos y vivieron feliz y plácidamente muchos años. Hasta que un día, el marido tuvo que ir a Londres a resolver un asunto. Era un viaje de una semana en aquellos tiempos. Escribió comunicando su llegada, y creo que no volvió a escribir nunca. Parecía que se lo hubiese tragado el abismo de la metrópoli, porque ningún amigo (y la dama tenía muchas amistades influyentes) pudo averiguar y explicarle qué había sido de él. La idea predominante era que le habrían asaltado los ladrones callejeros que pululaban entonces por la ciudad, que se había resistido y le habían matado. Su esposa fue perdiendo poco a poco la esperanza de volver a verlo y se consagró al cuidado de sus hijos. Y así siguieron las cosas, bastante plácidamente, hasta que el heredero llegó a la mayoría de edad y necesitaron ciertos documentos para poder tomar posesión de la propiedad legalmente. El señor S. (el abogado de la familia) declaró que había entregado aquellos documentos al caballero desaparecido justo antes de su último viaje misterioso a Londres, con el que yo creo que se relacionaban de algún modo.


Era posible que aún existieran. Podría tenerlos en su poder alguien en Londres, a sabiendas o no de su importancia. De todos modos, el señor S. aconsejó a su cliente que pusiese un anuncio en los periódicos de Londres, redactado con la suficiente habilidad para que sólo lo entendiera quien guardara los importantes documentos. Y así se hizo; el anuncio se repitió a intervalos durante un tiempo, pero sin ningún resultado. Pero al final se recibió una respuesta misteriosa, especificando que los documentos existían y que se entregarían, pero sólo con ciertas condiciones y al heredero en persona. Así que el joven viajó a Londres y acudió, siguiendo las instrucciones, a una casa antigua de Barbican, donde un individuo, que al parecer le esperaba, le dijo que  debía permitir que le vendara los ojos y que le guiara. Luego le llevó por varios pasadizos y, al final de uno, le subieron a una silla de manos y le llevaron en ella durante una hora o más; siempre declaró que le habían dado muchas vueltas y que creía que al final le habían dejado cerca del punto de partida.

Cuando le quitaron la venda de los ojos, estaba en una sala respetable, de aspecto familiar. Entró un caballero de edad madura y le dijo que, hasta que no hubiese transcurrido cierto tiempo (lo que se le indicaría de una forma determinada, pero cuya duración no se mencionó entonces), debía jurar que guardaría secreto sobre los medios por los que había conseguido los documentos. Lo juró, y el caballero, no sin cierta emoción, reconoció que era el padre desaparecido del heredero. Parece ser que se había enamorado de una damisela, amiga de la persona con quien se alojaba. Había hecho creer a la joven que era soltero; ella respondió de buen grado a  sus galanteos y su padre, un tendero de la ciudad, no se mostró contrario al enlace, pues el caballero de Lancashire tenía buena presencia y muchas cualidades que el comerciante creía que resultarían gratas a sus clientes. Se cerró el trato y el descendiente de una estirpe de caballeros se casó con la hija única del tendero de la ciudad, convirtiéndose en socio comanditario en el negocio. Aseguró a su hijo que nunca se había arrepentido del paso que había dado, que su mujer de baja condición era dulce, dócil y afectuosa y que tenían una familia numerosa, próspera y feliz. Preguntó luego afectuosamente por su primera esposa (o debería decir más bien verdadera), aprobó lo que ella había hecho respecto a la hacienda y a la educación de los hijos; pero dijo que estaba muerto para ella lo mismo que ella lo estaba para él. Prometió que cuando él muriese de verdad se enviaría a Garratt un mensaje, cuya naturaleza no especificó, dirigido a su hijo, y que hasta entonces no  habría más comunicación entre ellos, pues era inútil intentar descubrirle bajo su incógnito, aunque en el juramento no hubiese quedado prohibido hacer tal cosa. Me atrevo a decir que el joven no tenía grandes deseos de localizar al padre, que sólo lo había sido de nombre. Regresó a Lancashire, tomó posesión de la finca en Manchester y tardó muchos años en recibir el misterioso testimonio de la muerte real de su padre. Entonces explicó los detalles relacionados con la recuperación de los títulos de propiedad al señor S., y a algún que otro amigo íntimo. Cuando la familia se extinguió o abandonó Garratt, dejó de ser un secreto bien guardado y la señorita S., la anciana hija del apoderado de la familia, contó la historia de la desaparición.

Permítaseme decir una vez más que doy las gracias por vivir en los tiempos de la Policía de Investigación. Si me asesinasen o cometiese bigamia, mis amistades tendrían en todo caso el consuelo de estar plenamente informados.